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László Krasznahorkai: las ruinas del mundo

Junio, 2024

El escritor húngaro László Krasznahorkai recibirá el Premio Formentor de las Letras el próximo 27 de septiembre en Marruecos, en una ceremonia que tendrá lugar en el Hotel Barceló Palmeraie de la ciudad, según ha dado a conocer la Fundación Formentor, impulsora de los galardones. Según el acta del jurado, reunido el pasado mes de marzo en Tánger, el escritor húngaro recibirá el galardón “por sostener la potencia narrativa que envuelve, revela, oculta y transforma la realidad del mundo, por dilatar la versión novelesca de la enigmática existencia humana, por convocar la vigorosa lectura de una compleja fabulación y construir los fascinantes laberintos de la imaginación literaria”. Y ha añadido: “La obra de nuestro premiado abarca en su elíptica y demorada evocación los sombríos, bellos y melancólicos paisajes del alma, la abrupta cartografía de la sinuosa peregrinación humana y los secretos murmullos de una ensimismada premonición”. Y sí. Como señala Marc García García en el siguiente texto, el escritor húngaro lleva casi cuarenta años cultivando una notabilísima obra cuyo muy perturbador embrujo no ha dejado de intensificarse.


Marc García García 


Al frente de la primera novela de László Krasznahorkai, Tango satánico (1985; Acantilado, 2017: traducción, como en todos los libros del autor, de Adan Kovacsics), un epígrafe de Kafka sirve para proclamar una filiación y acotar un terreno de intereses: “Entonces prefiero equivocarme mientras espero”. Entre la esperanza y la decepción, entre la promesa y su inevitable derrumbamiento se mueven no pocas de las obras del autor húngaro, justo merecedor de una retahíla de premios que, tras pasar por el Man Booker Internacional, ha encontrado su por ahora último hito en el Formentor que acaba de concedérsele, quién sabe si antesala de un Nobel que lleva años merodeando.

Como los de Kafka, muchos de los personajes de Krasznahorkai tienen que enfrentarse a la capacidad opresiva y escrutadora del Estado, que suele hallarse, en sus libros, en pleno e inevitable colapso[1]. En Tango satánico, la policía usa a dos antiguos lugareños para espiar a los habitantes de un minúsculo pueblo tras la quiebra de una granja colectiva; en Melancolía de la resistencia (1989; Acantilado, 2001) un grupo vecinal aprovecha el derrumbe de las infraestructuras de una ciudad para forzar un giro autoritario[2]. Krasznahorkai no explicita los propósitos de la policía, ni ahonda en las causas de la decadencia del pueblo: su desprecio hacia los que detentan o usurpan el poder no se muestra tanto mediante el análisis político o psicológico como a través de un tono furibundo y asqueado, que, al modo del de Thomas Bernhard, se impone por la fuerza autoevidente de su propia virulencia, capaz de convivir, en este caso, con la sátira descarnada y la comicidad absurda y negra, de una sordidez surreal (las hirientes charlas entre Irimiás y Petrina en el tercio final de Tango satánico, o el desaforado escarceo entre dos viejos mendigos en el bar de Ha llegado Isaías —1998; Acantilado, 2009 tienen un sello inequívocamente beckettiano).

Dibuja Krasznahorkai, pues, un mundo de materialidad asfixiante y contornos borrosos, dotado de una atmósfera enigmática y enrarecida que yace en el centro de su capacidad seductora: las dataciones temporales son escasas, y nunca bastan para borrar el muy particular tono de sus obras, especie de “fábulas desencantadas”, por decirlo con Adam Thirlwell. Un mundo póstumo, apocalíptico, del que se han erradicado la bondad y la nobleza, y en el que solo reinan la guerra y el caos: en el que, no tan lejos del 2666 de Roberto Bolaño, el mal es una presencia tan ubicua como irrastreable es su origen último. Entre el odio y el desprecio, en tabernas sórdidas o en calles embarradas, Krasznahorkai describe la desolación de una existencia cruda y vil, violenta, en la que las ilusiones tímidas, precarias, de los que a pesar de todo aún siguen viviendo son pasto de falsos mesías y charlatanes. Tango satánico y Melancolía de la resistencia, dos de sus obras mayores, comparten un mismo armazón argumental: la irrupción desestabilizadora en una comunidad cerrada de un elemento externo, que se acoge con fe y con miedo. Al principio de Tango, el sonido desconcertante de unas campanas de iglesia tiñe el aire de presagios: cuando al final del libro descubramos quién las tocaba, los que llegaron al pueblo como líderes ya se habrán revelado timadores (para el lector, que no para sus incautos convecinos), y ya habremos descubierto que los presagios eran de fatalidad. En Melancolía, una atracción de circo con una ballena disecada y un misterioso “Duque” llega a la ciudad, magnetizando a los ciudadanos; su visita, sin embargo, solo traerá destrucción, cuando un grupo reaccionario aproveche los rumores inquietantes que la preceden para imponerse.

En el centro de Tango satánico (cuya estructura metaliterariamente circular avanza danzando a lo largo de doce capítulos, ordenados del uno al seis y del seis al uno de nuevo) Krasznahorkai se desplaza del punto de vista del Doctor al de la pequeña Estike para ahondar en la suerte de este personaje, uno de los más trágicos del relato. El autor húngaro dejó dicho que no le interesaba “creer en algo, sino entender a la gente que cree”. Es, pues, gente así la que ocupa el foco en muchos de sus textos: gente vista de muy cerca, pero también, ocasionalmente, desde fuera, en un juego perspectivista que le permite a Krasznahorkai alternar entre la empatía esquinada, siempre alérgica al exceso emotivo, con que el autor mira a sus frágiles héroes sin amparo, y el desprecio con que los mira el mundo, en un contraste que sirve como desolada revelación. Son personajes muchas veces recluidos, apartados de una existencia que rechazan, aferrados obsesivamente a un saber libresco en el que ya solo confían ellos; otras veces, ese mismo saber los empuja febriles hacia grandes tareas, que no les reportarán ningún éxito ni descubrimiento. Buscadores ingenuos, maravillados, de un sentido que los dejó hace tiempo, son los hermosos vencidos de Krasznahorkai, que, dice Edmundo Paz Soldán, “escribe novelas picarescas desde el punto de vista de los que no son pícaros”: de los que ofrecen una resistencia fútil que no puede, sí, sino ser melancólica. Está, en Tango satánico, el Doctor, vigilante y secreto cronista del pueblo y lector de tratados geológicos, pero también están, en Melancolía de la resistencia, el joven Valuska, bondadoso idiota dostoievskiano especialista en los astros, y el señor Eszter, empeñado en refundar las bases de la música. En Guerra y guerra (1999; Acantilado, 2009), el archivero Korin (de profesión netamente kafkiana) convierte en la misión de su vida colgar en internet un manuscrito encontrado que, entre la novela y el mito, si revela algo es que la guerra es la única naturaleza del mundo, mientras que en Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003; Acantilado, 2007) es otro libro, Cien hermosos jardines, el que anima al nieto del príncipe Genji (de La novela de Genji, de Murasaki Shikibu) a prolongar durante siglos una búsqueda denodada: la del inencontrable jardín número cien, que se promete de una belleza y elegancia inefables.

Un autor, pues, capaz de movernos mediante la compasión hacia sus personajes, pero también por el embrujo de un estilo retador pero envolvente. Excepto en obras de sus inicios como Tango satánico y algunos de los cuentos de Relatos misericordiosos, Krasznahorkai prescinde casi por completo del estilo directo y estructura sus capítulos como largas oraciones continuas, interrumpidas a veces por paréntesis o acotaciones entre rayas, y que, mediante comas (el signo de puntuación preponderante, que dota al texto de su muy particular respiración), encadenan múltiples cláusulas que insisten y matizan, que repiten y reformulan. Sus obras juegan sus mejores bazas en el terreno del modernismo, donde Krasznahorkai se siente más cómodo y de donde toma sus modelos fuertes, pero también contienen derivaciones posmodernas, en discurso y técnica: si por un lado su nihilismo parece tomado, al menos en parte, de la desconfianza surgida tras la quiebra del proyecto teóricamente emancipador del comunismo soviético, por el otro Krasznahorkai pespuntea en ocasiones su discurso con audacias formales imprevistas (cuya función, vale decir, es en realidad más colorista que estructural). Así, en un capítulo de Tango satánico se empieza prescindiendo de los puntos hasta que las palabras terminan fundiéndose entre sí, mientras que al final de Melancolía de la resistencia un discurso fúnebre deriva en varias páginas de léxico científico sobre el proceso de descomposición de un cuerpo; Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río Krasznahorkai boicotea adrede la progresión dramática con un despliegue de descripciones técnicas, y, consecuente con su credo y métodos, introduce en el relato una larga digresión sobre un libro encontrado que demuestra la inexistencia del infinito, mientras que Guerra y guerra se presentó en su momento con una obra multimedia, cuyo verdadero final tuvo lugar en un museo, y que recurría de forma pionera a las tecnologías digitales y a internet como tema y medio; la nouvelle El último lobo (2009; Fundación Ortega Muñoz, 2009), por su parte, coquetea con el remake propio y con una autoficción bienhumorada e irónica (hasta el punto de que el narrador, obvio trasunto krasznahorkiano, se define como “el desdichado de las frases complicadas y los pensamientos laberínticos”)[3]. Ninguno de estos destellos lúdicos, sea como sea, está en el corazón del verdadero atractivo de Krasznahorkai, un autor cada vez más asentado al que conviene abordar por el principio, por la cumbre más alta y accesible: Tango satánico, aún hoy su obra más equilibrada y magnética, más redonda, visionaria e inquietante, por cuya lluviosa espiral de degradación avanzamos, entre risas histéricas, hacia una tierra prometida que no existió jamás.

Notas al pie

[1] No parece casualidad que varios de ellos ambienten algunas de sus últimas escenas en comisarías, a veces improvisadas, o recurran en sus compases finales al interrogatorio.

[2] Los ejemplos de esto son múltiples. Los hay, sin ir más lejos, en el último libro del autor publicado en español, Relaciones misericordiosas (1986; Acantilado, 2023), muestra de un Krasznahorkai más ligero y lúdico, que parece revisitarse y anticiparse a sí mismo: en “El último barco”, “el orden se vino abajo, se impuso el caos”, y los habitantes de un pequeño pueblo se amontonan en el barco que habrá de llevárselos lejos; en “Calor”, el cauteloso y obediente trabajador de una oficina de recaudación de impuestos decide ocultarse en una zona modesta de la ciudad al descubrir que “la unidad de la nación se había ido al garete”, de resultas de una revolución que sus ojos conservadores ven poco clara.

[3] El último lobo es, visiblemente, la variación tercera sobre el tema entre misántropo y antiespecista de los relatos “Herman, el guardabosques. (Primera versión)” y “El final de un oficio. (Segunda versión)”, de Relatos misericordiosos, protagonizados por un cazador con el que el Numa de Juan Benet podría tener un cierto aire de familia. Reciclando de Ha vuelto Isaías un dispositivo dialógico que permite al autor volver a uno de sus espacios preferidos, el del bar, he aquí un relato compacto y encantador, de emotividad acaso más abierta de lo acostumbrado, que Krasznahorkai (convertido en un narrador desorientado cuyo escepticismo inicial acaba tornándose calidez) escribió por encargo de una fundación que lo invitó a pasar unas semanas en Extremadura.

[Texto publicado originalmente en CTXT; es reproducido bajo la licencia Creative Commons — CC BY-NC 4.0.]

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