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Ocho décadas de Chico Buarque

Peripecias de un autor anónimo

Junio, 2024

Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que es un artista total. Vea si no: es cantante, guitarrista, compositor, novelista, dramaturgo, actor y poeta. Proveniente de una familia de intelectuales (su padre era el historiador, sociólogo y periodista Sergio Buarque de Hollanda y su madre la pianista María Amélia Cesário Alvim), Chico Buarque nació en junio de 1944 en Río de Janeiro, pero pasó su infancia y juventud entre Sao Paulo y Roma. A pesar de su interés por la bossa nova y la literatura tanto brasileira como universal, decidió matricularse en la facultad de Arquitectura de Sao Paulo. En la universidad empieza a escribir sus primeras crónicas y pronto se ve involucrado en el movimiento tropicalista. Debido a la censura y las amenazas por parte de la dictadura militar, tuvo que exiliarse en Italia en 1970, pero vuelve a Brasil sólo un año después, donde continúa con su trayectoria musical alternándola con actividades literarias y dramaturgas. Hoy, de él ya se ha dicho casi de todo: que representa “una montaña en el horizonte de la música brasilera”, como dijo Vinicius de Moraes; o que es “un artista que no conoce de límites”, como señaló en una ocasión Fito Páez. Ahora que llega a las ocho décadas de vida, libros, documentales y especiales han comenzado a ver la luz. Para sumarnos a la celebración, Víctor Roura aquí lo recuerda.

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Francisco Buarque de Hollanda nació hace ocho décadas en Río de Janeiro, Brasil, el 19 de junio de 1944. Es un guitarrista, cantante y compositor con medio centenar de discos en su catálogo a partir de 1966 y poeta, dramaturgo y novelista con unos 15 libros en su haber desde 1974 y actor desde 1972 en películas.

Ahora llega a sus 80 años sin dejar de componer, escribir y actuar.

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Budapest (Ediciones Salamandra) es el título de una novela del también músico Chico Buarque, quien, aun sin haber puesto hasta ese momento (2005) los pies en la capital de Hungría, recrea, como si de veras la hubiera conocido, dicha ciudad europea que, tal como le aconteció a su personaje José Costa, también ha maravillado —sobre todo por su idioma, cuya “elástica sonoridad” lo tenía cautivo— al compositor y cantante brasileño, quien dice, para reiterar su visible fascinación, que la lengua húngara es la única “en el mundo que, según las malas lenguas, el diablo respeta”.

Miembro del gremio de los autores anónimos (un “negro”, como son conocidos en el orbe castellano, que hace el trabajo escritural de los que poseen fama, un prestanombres, un eficiente servidor literario del prestigio ajeno), casado con la guapa locutora televisiva de noticiarios Vanda, ambos con un hijo llamado Joaquinziño que, a sus cinco años, aún no habla nada (“decía mamá, tata, pis y Vanda decía que Aristóteles había sido mudo hasta los ocho, no sé de dónde lo había sacado”), asunto que perturbaba ya al padre, quien a esas alturas, a pesar de todavía sentir atracción por su esposa, ya no mantenía un diálogo constante con ella: al llegar a casa encontraba su lugar en la cama “ocupado por un niño gordo” que, además, había cogido “la manía de balbucir cosas sin nexo, inventaba sonidos irritantes, unos chasquidos con la comisura de los labios”, costumbre que empezaba a inquietar a Costa al grado de que, como él mismo confiesa, se contenía, se mordía envuelto con las sábanas de su cama hasta que una noche, irritado, estalló haciendo callar al niño. Y “se calló, y Vanda salió en su defensa: lo único que hace es imitarte. ¿Imitar qué? Imitarte a ti, que te ha dado por hablar cuando duermes. ¿Yo? Tú. ¿Yo? Tú. ¿Desde cuándo? Desde que llegaste de aquel viaje. Listo. Descubrí en aquel instante que en mis sueños yo hablaba en húngaro”.

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Ahí comienza la catástrofe de José Costa. No se había percatado cuánta influencia pervivía en su interior ese paso apresurado por Budapest. “Cuando lo recordaba —dice Costa—, era como un rápido accidente, un fotograma que trepidase en la cinta de la memoria. Un hecho ilusorio, tal vez, que no llegué a contarle a Vanda ni a nadie. Es verdad que Vanda tampoco se preocupaba por saber qué grandes escritores eran esos con los que me encontraba cada año en congresos de los que nadie daba noticia”.

Así que, luego de entregar un nuevo libro suyo que llevaría el crédito de un alemán, y de acostarse, infiel consuetudinario que era, con algunas mujeres que lo estimulaban a seguir escribiendo (así es la vida: todas, menos la esposa, reconocían su valor literario aunque anónimo, tal como él dejaba de considerar el atractivo, a todas luces evidente, de su mujer en la pantalla chica), decidió retornar, porque sí, a Budapest, esa ciudad que tanto le había gustado aun sin que él se diera cuenta, o no quería darse cuenta sobre todo por su compromiso matrimonial.

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Lo primero que hizo fue buscar a Fülemüle Krisztina, Kriska, su maestra en húngaro, a quien había conocido por pura casualidad en su primer viaje y quien vivía sin marido, sola, acompañada de su hijo, Pisti, casi de la misma edad que su propio Joaquinziño. “Kriska se desnudó inesperadamente —cuenta Costa, al poco tiempo de su llegada a Hungría—, y yo nunca había visto un cuerpo tan blanco en mi vida. Era tan blanca toda su piel que no habría sabido cómo agarrarla, dónde poner mis manos. Blanca, blanca, blanca, decía yo, guapa, guapa, guapa, era pobre mi vocabulario. Después de contemplarla un rato, sólo deseé rozar sus senos, sus pequeños pezones rosados, pero aún no había aprendido a pedir las cosas”… en el idioma de Kriska, por supuesto.

Las clases nocturnas de Kriska se extendían a veces hasta la madrugada, y de su casa Costa se iba derecho al hotel, y en su camino, o incluso en medio de la lección, o al despertar, o en vez de dormir, solía preguntarse qué estaría haciendo Vanda a aquella hora donde ella estuviera. “Sabía que es una mujer de despertarse temprano para las excursiones —dice Costa—, de hacer amigos, de filmar estatuas, almorzar de pie, ponerse en fila, subir escalinatas, cuando viajábamos juntos era normal que sólo nos encontrásemos a la hora de la cena”.

Sin embargo, José Costa veía y sentía pasar el tiempo sin inmutarse, alejado de su hogar, de su mujer, de su hijo, sin escribir nada, sólo aprendiendo húngaro y amando a Kriska, a quien, para abrazarla mejor, lo hacía, según el mismo Costa refiere, recordando a Vanda.

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Y cuando la maestra más enamorada estaba de su aventajado alumno, éste decidió, porque sí, retornar a su Brasil. “Tomé sus manos heladas, y creo que ya adivinaba las cosas que de camino iba pensando en decirle —narra Costa—. Había ordenado en mi cabeza un texto sincero acerca de mis sentimientos por ella, además de una rápida explicación de mi partida. Mencionaría de paso a un hijo enfermo, una compañera anciana, entre otras contrariedades en mi lejano país, y lo que por ventura sonase poco convincente en mi discurso sería atribuible al vocabulario impreciso, a la mala traducción del pensamiento. A quemarropa, no obstante, mirándola a los ojos, con sus manos separándose de las mías, la única palabra que me salió en su idioma fue adiós”.

Kriska dijo quién sabe cuánta cosa y acabó dándole la espalda, con “los dedos entre las tablillas de madera de la persiana y se quedó allí, temblando un poco”, cosa que aprovechó Costa para abandonar la casa, no sin antes dejarle seis mil forintos que le debía por las dos últimas clases de húngaro.

Pero después de un abandono de cuatro meses, obviamente la situación había cambiado en su hogar, comenzando por que su esposa ya radicaba en Sao Paulo participando, luego de un merecido ascenso, en un programa mejor remunerado de televisión, ¡además de ser la amante nada menos que de aquel alemán cuyo libro, escrito por Costa, estaba convertido en un exitoso best seller! Por lo menos ésa era la sospecha de Costa al mirar en su propia casa el volumen del alemán, intitulado El ginógrafo, dedicado con cariño a Vanda, mismo que ella, “indigno de ocupar el estante, lo tiraría al cesto de las revistas. Y allí lo olvidaría, como olvidaría al alemán, que también la olvidaría, como ella estaba olvidando al marido que la olvidaba en Budapest, y punto”.

El escritor y músico Chico Buarque.

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Claro que la circunstancia, ahora, no era por ningún motivo parecida a lo que él hacía: ¡su mujer lo estaba engañando y eso sí no podía soportarlo!, de modo que, luego de un triste papelón en una fiesta de famas, arrastrado por los incontrolables celos, y desamado por su mujer, retornó nuevamente a Hungría en busca de Kriska, que ya no lo tomaba en serio.

Pero el destino le jugaría una suerte similar a su infausta profesión: un “negro”, instado por Kriska, escribiría un poemario en Hungría con su nombre, de manera que, de la noche a la mañana, se convertiría en una celebridad literaria en un país cuyo idioma aún no comprendía enteramente pero sin duda lo estacionaría ahí ya no temporalmente para la satisfacción de la húngara.

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