Mayo, 2024
Ya circula en librerías el más reciente libro de Leila Guerriero: La llamada / Un retrato. En él, la periodista cuenta la historia real de Silvia Labayru, exmilitante de la organización Montoneros que fue secuestrada, torturada y violada por la dictadura militar, sobreviviente además de la ESMA (centro de tortura clandestino). Cuando los militares la liberaron y la enviaron al exilio, sus excompañeros de militancia la repudiaron por considerarla una traidora, sospechosa por el hecho de estar viva. Así, Guerriero construye un perfil íntimo, un retrato lleno de aristas y sombras sobre la condición humana. Guillermo Martínez ha conversado con la periodista argentina.
Guillermo Martínez
Entre 1976 y 1983, la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) en Buenos Aires funcionó como el centro clandestino de detención más grande de los casi 700 que hubo en Argentina tras el golpe de Estado de Rafael Videla. Ahí fueron torturadas, secuestradas y asesinadas unas 5.000 personas. Salieron con vida menos de 200. Silvia Labayru es una de estas personas.
En La llamada. Un retrato (Anagrama, 2024), la periodista Leila Guerriero (Junín, 1967) ahonda en una historia plagada de aristas y complejidades: un retrato realizado tras decenas de entrevistas y horas de conversación que profundiza en los anhelos y aspiraciones de una Labayru que recuerda un pasado tortuoso en el que, como en tantas ocasiones, las cosas no son lo que parecen.
—La llamada casi se podría considerar una biografía de Silvia Labayru. Militancia, detención, torturas, el nacimiento de su primera hija en la ESMA, el repudio de algunas víctimas tras salir con vida del centro de detención clandestino… ¿Qué llamadas diría que cambiaron la vida de Silvia?
—La llamada más obvia que influye en el devenir de Silvia es la que realiza el torturador Acosta a su padre, una llamada concreta, telefónica. Ella atribuye a esta llamada haber salvado su vida. Sucedió en la ESMA, cuando Silvia estaba a punto de parir.
“De repente, Acosta, capo del centro de tortura, le convocó en su despacho. Ahí llamó a Jorge Labayru, el padre de Silvia, y este supuso que le llamaban Montoneros para darle información sobre ella. Inmediatamente, empezó a insultarles, a decir que él era antimontonero, antiperonista y anticomunista. Acosta se percató de que el padre era uno de los suyos. Al final, Silvia le volvió a llamar y le dijo que le entregaría al bebé cuando naciera.
“Luego también hay otras llamadas más metafóricas que cambian su vida, como la de la vocación de militar políticamente. Y otra llamada, algo más literal, ligada a la llamada del amor, que se da a su regreso a la Argentina, con su pareja actual, Hugo”.
—Silvia critica duramente a Montoneros. Ella defiende que la dirección no protegió a la militancia. Dice: “Nuestra inmolación no sirvió mayormente para nada”. Además, la organización le hizo un juicio político por querer abortar a los 18 años.
—Ella es sumamente crítica con la formación porque siente que la dirigencia, al principio de la dictadura, dejó solos a los militantes. El único plan que había, critica, es que se quedaran a defender una causa que ella consideraba ya perdida. Quedarse a morir, digamos.
“Entre sus críticas está que les exigieran cosas muy tremendas, como tomarse una pastilla de cianuro si te secuestraban, no para evitar la tortura sino para no cantar y decir los nombres de otros compañeros. Y tampoco le gustaba esa raigambre católica que había en Montoneros, ni el esquema tan machista que tenía la organización.
“Al igual que siempre habla con desprecio y furia de los militares, Silvia cree que el accionar de Montoneros precipitó la posibilidad del golpe de Estado. Considera que, ante la violencia ejercida por la organización, se dio una especie de mayor apoyo civil cuando llegó el golpe porque la gente estaba aterrada con las acciones de las guerrillas”.
—La culpa es algo que acompaña a Silvia en algunas de sus palabras, sobre todo cuando habla de su hija Vera, el segundo bebé nacido en la ESMA. “Yo no quería encariñarme con ella”, comenta al recordar aquel momento. Se da cierta “desafectivización”. ¿Se puede llegar a superar algo así?
—Silvia lo ha superado. Ella tiene mucho trabajo hecho con esto. Sin duda, son dificultades extraordinarias en la vida de una persona, pero Silvia es una mujer muy aplomada, con muchas horas de psicoanálisis a sus espaldas. Vera y David, sus dos hijos, son personas sumamente potentes que se han abierto camino en la vida sin problema. En ningún momento estaban destrozados por haber sido criados con culpa o queja, eso se puede ver en ellos.
“Yo creo que en Silvia está la asunción de muchas responsabilidades. En cambio, nunca se ha quedado fijada en la queja, en el victimismo. No es alguien que arrastra culpa, no hay una rumia eterna de lo que ocurrió. Está presente, pero lo tiene muy digerido”.
—En un par de ocasiones, escribe que le es más fácil preguntarle por la tortura que por la violación. En la escena de la tortura sólo hay sufrimiento, explicita usted, pero tampoco deja pasar los escenarios y momentos en los que uno de los militares viola a Silvia de forma repetida. Dos citas ilustrativas son: “Bajo amenaza de muerte, consentir es resistir”; y, poco después: “En un campo de concentración no hay consentimiento posible”. ¿Qué hay en esos pasajes, además de sufrimiento, para que no pueda preguntar por ellos con tanta facilidad?
—Me parece una cuestión de sentido común. Si hablo de tortura, necesito que la persona me explique cómo se comporta el cuerpo ahí, en qué se piensa, si se grita o no, qué pensó ella, cómo hizo para aguantar, y todo porque es una experiencia completamente ajena a mi conocimiento, por suerte.
“En cambio, de una violación no necesito que me cuente detalles de nada, porque puedo comprenderlo o imaginarlo de otra manera. Nunca sufrí una violación, pero es una experiencia que no me resulta tan ajena. De todas formas, cuando habla de los detalles de las violaciones que sufrió, ella es muy elegante a la hora de hablar. Las dos nunca perdimos la elegancia en nuestras conversaciones.
“Es importante recordar que desde que salió en 1978 hasta 2021, cuando se logró la sentencia por violación contra el Tigre Acosta y González, otro torturador, pasaron décadas. A una mujer le cuesta muchos años hablar de eso en un juicio, y eso ya te dice algo.
“El relato de las torturas bajo la dictadura argentina es algo mucho más colectivo que las violaciones de los militares a las mujeres secuestradas. Testimonios de este tipo apenas se han recabado. Antes del de Silvia hay muy pocos. Sus vivencias, en este sentido, siguen a la intemperie”.
—Encerrada, a Silvia le permiten avisar a los padres de su cuñada, Cristina Lennie, para que no sea detenida, aunque finalmente fue captada y asesinada. Acosta, uno de los torturadores, le permite entregar su cadáver a la familia, aunque Jorge Labayru se niega a ello. Alfredo Astiz, otro torturador, se hizo pasar por el padre de Vera para así poderla inscribir en el registro civil. ¿Quién era Silvia para los torturadores?
—Yo no puedo decir quién era Silvia para los represores, para eso tendría que estar en su cabeza. Sí tengo la certeza de que la veían como a tantos otros, un ser que podían utilizar a su antojo, que podían hacer con ella lo que les viniera en gana: violarla, obligarla a hacerse pasar por la hermana de Astiz o ser la hija de cualquier persona de ahí. Era algo completamente sin límites para abusar, torturar o usar. Es la perversión llevada al máximo: un objeto que les pertenece con el que pueden hacer lo que quieran, y ese objeto obedece siempre, porque si no podían matar a toda su familia, o a ella misma.
—Silvia fue vilipendiada a su salida de la ESMA. Desconfiaban de ella, era considerada una traidora, y todo por haber sobrevivido al centro de tortura clandestino. ¿Existe un ideal de víctima?
—Muchos sobrevivientes se transformaron en sospechosos para sus propios excompañeros de militancia, porque pensaban en qué habrían hecho para sobrevivir. La vida que después tiene Silvia no es la de ese ideal de víctima que vive totalmente quebrada y traumatizada por lo que ocurrió. A veces, nos adherimos a esos relatos como si fueran moldes, fórmulas, porque son muy tranquilizadores y previsibles.
“En cambio, lo que cuenta Silvia es mucho más complejo: critica su pasado, la organización en la que militó, plantea interrogantes, pero a la vez reivindica su desprecio por los militares y defiende el trabajo que las organizaciones de Derechos Humanos hacen por la memoria, la verdad y la justicia”.
—Martín Caparrós, que aparece de manera transversal en su libro, escribió otro relacionado con las víctimas de la dictadura argentina. En A quien corresponda (Anagrama, 2008), Caparrós indaga en el espíritu de venganza. En un momento dado, el protagonista dice que “nada crea mayor cercanía que tener un ellos y un nosotros”. En La llamada, Graciela García Romero responde: “Ustedes, la sociedad, no tienen noción de lo que son las variaciones del miedo: miedo, terror, pavor”. ¿El haber transitado episodios como los que pasó Silvia crean sociedades distintas?
—No sé si una sociedad distinta, pero una experiencia subjetiva tan fuerte sí te coloca en un lugar diferente. Caparrós dice que es imposible ponerse en el lugar de alguien que pasó por una situación que uno ni siquiera se puede imaginar. Si eres una persona tan inteligente como Silvia, tienes mucha consciencia de haber pasado por algo que el resto de la sociedad no ha transitado. Eso lo puede gestionar de distintas maneras, quizá con una sensación de inferioridad, pero a lo mejor también de superioridad por haber tenido esa experiencia.
—Un párrafo se repite en ocho momentos diferentes del libro. En él, usted se pregunta cómo queda Silvia cuando el ruido de la conversación se acaba. Cuando vuelve a coincidir con ella, la ve fulgurante. “Voy a hacer esto y lo voy a hacer contigo”, le dice una Silvia con determinación, pero usted jamás le pregunta por qué. ¿Cuál es el motivo de no resolver esa cuestión?
—Me parece que preguntar un por qué conlleva a tener una respuesta algo fracasada, por eso trato de evitarlo. Tampoco sentía la necesidad de hacerlo. Yo escribo ese párrafo como una parte del relato que acompaña a las vivencias de Silvia, que es una especie de backstage sobre lo que se esconde tras el trabajo periodístico: dudas, zozobras… Pero sin la intención de preguntar un por qué. En pos de mantener esa relación sólida, bien planteada, de confianza, uno debe forzarse para tener una mirada lo más inteligente posible y no preguntar esas cosas.
—El periodista Federico Bianchini publicó hace poco Tu nombre no es tu nombre. Historia de una identidad robada en la dictadura argentina (Libros del KO, 2023). El autor afirma que “sin relato, la historia se diluye”. También que “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. ¿Qué remedio necesita una víctima como Silvia Labayru?
—Ella siempre me decía que con el último juicio que pasó, cerró una etapa. Sigo hablando con ella y, por supuesto, mantiene relación con otras personas que también sufrieron aquella experiencia de tortura. Aun con ello, tiene una relación de cierta ambigüedad. Por ejemplo, es algo criticona con la ESMA como espacio de memoria. En cambio, la convocan y ella va. Sabe qué lugar debe ocupar para estar en la conversación. En general, creo que es una persona con sus cuentas bastante saldadas. Y creo que el haber realizado este libro también le ha proporcionado un espacio para poner todo en orden, con calma, en el que desarrollar las sutilezas.
“Esta pregunta es algo ‘irrespondible’, de todas formas. No creo que exista alguien en el mundo que pueda contestarla. Si uno se completa, ¿qué pasa? ¿Se acabó el deseo? ¿Qué hay después?”
—El libro también es una especie de cuaderno de bitácora de Leila Guerriero como escritora e investigadora en el que no rehúye sus propias dudas. ¿Silvia sigue siendo un misterio para usted?
—Conozco mucho de ella, la puedo comprender, ver ciertas maneras y modos. En términos generales, entiendo su forma de estar en el mundo. Eso pasa cuando uno hace un perfil como este, que tiene la sensación de saberlo todo, pero también cierta modestia, porque sabes que nunca llegas hasta el fondo del fondo de una persona. Aunque hay piezas que faltan, porque Silvia no me las ha querido contar, no creo que se echen en falta eslabones esenciales de la historia.
—David, hijo de Silvia, le agradece lo que está haciendo con su madre. Y usted se pregunta: “¿Qué estoy haciendo con su madre?”. ¿Ha encontrado respuesta?
—Ahí me quedé pensando en qué suponía él que yo estaba haciendo con su madre. Fue muy linda esa frase, porque tanto Vera como David estaban bastante sorprendidos de esto que estaba sucediendo. David pensaba que su madre estaba contando muchas cosas, como si fuera algo venturoso para ella.
“Esa pregunta siempre está, sobre todo cuando uno, en principio, hace un perfil para contar una historia, no para hacer algo por alguien en concreto. En el oficio periodístico, un retrato no es una hagiografía para relatar las bondades de un santo, sino para que se conozcan las luces y sombras de una persona. Yo me he quedado pensando sobre qué he hecho con Silvia Labayru y creo que el libro es un poco la respuesta: contar su historia, lo que no quiere decir que sea un cuento de hadas”.