Abril, 2024
A San Juan B. Atepec no llegaban los autobuses de línea y el arribo de un auto, si no estamos en temporada navideña o celebrando alguna de nuestras tres fiestas patronales, era todo un escándalo porque, aun en las celebraciones, no son muchos quienes se arriesgan a subir o bajar por la espinosa pendiente que lleva a nuestro pueblo. Debido a eso, la camiona de don Cata era la encargada de traer y llevar a los viajeros que vienen acá y descienden en el camino estatal, pavimentado, cierto, pero poblado de hoyancos y baches.
Aún hoy, con todo y que ya llega una que otra corrida, lo más habitual es que, si se viene de abajo, se toma un camión con rumbo a Talea. Quince kilómetros adelante del entronque a Yatzachi, se encuentra una enramada con una banca de troncos, a la sombra de un ayacahuite. Todos la conocen como la “central” y es ahí donde don Cata espera la llegada de los escasos viajeros. Ahora, si se viene desde Ixtepec, que tiene pocas corridas hacia los valles abajeños, hay que andarse a las vivas porque a los choferes no les gusta avisar dónde es la parada y, si se pasa, se tiene que caminar un resto.
Algún buen vecino clavó sobre el árbol un cartel con grandes letras blancas donde se lee el nombre de nuestro pueblo y una flecha, tal vez un poco chueca, que indica hacia dónde está San Juan. Yo siempre he pensado que aquel descontrolado vector fue dibujado todo sinuoso a posta, para mostrar el complicado descenso —o ascenso— que les espera a los viajantes.
Ahora bien, aun cuando en aquel recodo del camino ya parece que estamos cerca de nuestro pueblo, eso no es cierto. Nos faltan quince enredados kilómetros. De bajada es un paseo entre oyameles, ocotes y madroños. De regreso es lo mismo, pero uno siente las piernas como de plomo y el corazón late cada vez más fuerte. Para cuando se llega a la central, aquel músculo ya amenaza con salírsenos del pecho.
San Juan B. está lejos y aislado. Si hay una emergencia se deben contratar los servicios del único dueño de una troca. Es decir, don Cata. Mediante un módico pago, él los puede llevar tanto al corazón mismo de la sierra como a la capital del estado o a las playas del Golfo y el bullicioso trópico que empieza, dicen los entendidos, unas dos o tres montañas más allá, por el rumbo de Paso del Águila.
En realidad, su labor consiste en trasladar viajeros del pueblo a la central y viceversa, porque de acá hoy sólo salen dos corridas al día; al amanecer y a las cinco de la tarde. Y aun así los choferes le tienen miedo tanto a la subida como a la bajada. Casi siempre, si no es en alguna de las fiestas patronales, los viajeros son paisanos que van a la cabecera municipal para realizar algún trámite, dejar a sus hijos en el internado o a cobrar los apoyos del gobierno o los envíos —ahora les dicen remesas— que les mandan sus parientes desde el otro lado.
Ahora bien, cuando hay algún accidente, un niño enfermo o una consulta médica en el hospital regional, Don Cata resulta indispensable y, además necesario, pues, tratándose de una emergencia, baja al mínimo sus tarifas y, si se trata de conocidos —y en el pueblo todos los somos— lo hace hasta de a gratis.
Sin embargo, su agosto, lo que se dice su agosto, es la semana del 24 de junio y, luego, un mes más tarde, el mero 29, cuando se conmemora la muerte del Bautista. Y además el 27 de diciembre, que se celebra la fiesta del otro San Juan, el Divino, el águila, el evangelista.
Es así porque no tenemos muy claro cuál de todos los cientos de Sanjuanes es nuestro santo patrono. La cosa viene de mucho tiempo atrás, de cuando un par de franciscanos se internaron en la sierra y empezaron a edificar conventos. A algunos, como a Yatzachi el alto, le dejaron el retablo más bello de la sierra. Con otros anduvieron más a las prisas, tal vez porque ya tenían ganas de bajar a la costa o de cambiar de aires. En nuestro caso fundaron el pueblo, uniendo algunas familias indígenas que andaban dispersas, y le dejaron el nombre de San Juan B., pero jamás explicaron cuál era el significado de esa b de burro, labial u bilabial oclusiva sonora.
Fray Benito de la Fuente y fray Luis de Ciudad Real nos dejaron con la duda y se fueron a morir de mala manera en la zona del Petén, donde, cuenta la historia, se refugiaron los últimos mayas rebeldes, ahí donde hoy se encuentra la ciudad guatemalteca de Flores.
Buscar el significado de esa B ha sido una labor continua entre las autoridades comunales y todo aquel sanjuanesebe que se precie de serlo.
Hace doscientos años, el concejo de ancianos revisó todos los documentos, los títulos de propiedad y el códice donde se habían dibujado los lindes de la comunidad y encontraron que la conseja era verdad: los dos misioneros bautizaron al pueblo como San Juan B. y así lo estamparon en el acta que da cuenta del hecho.
Hasta un presidente municipal hubo que quiso borrar esa B, argumentando que era causa de confusión y burlas entre los habitantes de los otros pueblos serranos. Por supuesto que en menos que canta un gallo fue desconocido por el concejo y por los pobladores —y eso que conseguir un alcalde por acá no es tarea fácil—, porque si bien la letra es un problema también es una marca de identidad, algo que nos hace únicos. Nosotros somos esa consonante. La llevamos en nuestros genes, ¿cómo creen que de buenas a primeras íbamos a permitir que borraran la B de nuestra historia? Así que nos quedamos y apechugamos las burlas y cargamos con toda la incertidumbre de desconocer lo que significaba.
En 1986, las autoridades comunitarias intentaron de nuevo aclarar el misterio y contrataron a un investigador quien revisó documentos, títulos, crónicas e informes. Consultó el códice de los lindes del pueblo que hoy se conserva en comodato a la biblioteca del Museo de Antropología, sin encontrar una sola pista que respondiera a la pregunta ¿por qué San Juan B. Atepec se llama San Juan B.? No tenemos problema con Atepec: sabemos que proviene del náhuatl y quiere decir “cerro donde abunda el agua” y que en zapoteco se dice schiacniza. Pero de esa B no tenemos ni una sola pista.
La imagen misma de nuestro santo, ese al que cargamos durante las procesiones y lo sentimos ligerito, ligerito, no nos ayuda mucho para identificarlo aun cuando hoy día ya es mundialmente conocido y no estoy exagerando. Hasta los de la televisión japonesa vinieron a hacerle un reportaje.
Hay muchas leyendas en torno a San Juan B. No tanto de sus favores, muy conocidos en la región, sino de cómo fue que se llegó a estos rumbos. Se cuenta, por ejemplo, que el santo fue encontrado dentro de un oyamel al que le cayó un rayo y lo abrió. Y del corazón de aquel árbol quemado surgió el santo o, más bien, fue labrado por la misma centella. También se dice que fue traído por un soldado español quien, poco después, fue comido por los serranos de allá de más arriba y los ahora “sanjuanesbe” rescataron la imagen y la veneraron aun antes de ser evangelizados. Pero sólo son leyendas. Lo único cierto es que los dos padres fundadores no lo trajeron con ellos.
Nuestro San Juan no es una escultura barroca, un estofado, ni está hecho de pasta de caña. No. Se trata de una figura probablemente del siglo XIX, un “revulto” de madera, técnicamente un “bastidor”, es decir un maniquí al que se le pueden cambiar las vestiduras y con los brazos y piernas desprendibles e intercambiables y una cabeza movible. Muy probablemente fue comprado y traído al pueblo para pagar alguna manda.
Algunas crónicas hablan de una figura más antigua, pero, si ésta existió alguna vez, hoy se encuentra irremediablemente perdida, sobre todo después de que el San Juan B. que hoy rifa en nuestro pueblo fuera elevado al altar mayor.
En la planta del pie derecho de la figura está escrito San Juan B., lo cual pudiera indicarnos que el artesano creador hacía varias figuras al mismo tiempo y las identificaba con un pequeño letrero para no perderlas o confundirlas. Algunos dicen que ese era el estilo de un célebre imaginero michoacano, pero nada es seguro.
La cabeza es aún más misteriosa pues su corte de pelo y el pequeño bigote le dan un aire moderno, como de figurín de peluquería, con todo y su barba florida como las que ahora se han puesto de moda, las llamadas de leñador, aunque en la sierra todos los leñadores que conozco son lampiños.
Algunos dicen que esa cara es el vivo retrato de Pedro Infante —dotando a la imagen de menos de cien años de existencia— y, en secreto, lo llaman “Pedrito” y uno de los mejores negocios durante las fiestas es la venta de camisetas, discos, fotografías con la imagen del ídolo de Guamúchil que los fieles, con el consiguiente y compresible enojo del cura, llevan a bendecir.
La verdad, es un santo muy bonito, pues a pesar de todo el tiempo pasado y de tantos ritos y procesiones parece como si lo acabaran de pintar, de tan chapeado y rozagante. Y casi no pesa, lo cual es una bendición para quienes formamos parte de su cofradía. Una vez me tocó cargarlo y lo sentí ligerito, ligerito, como si no pesara, a diferencia de la estatua de San Pantaleón, a la que apenas entre seis forzudos pueden sacar al atrio de la iglesia.
En realidad, para las procesiones, nuestro santo es el mejor porque incluso una sola persona puede cargarlo, aunque eso, muy probablemente, provocó el accidente.
Cuando sale a las calles nuestro patrono va bien vestido, con túnica blanca y manto verde, y lleva a un lado el estandarte donde se proclama a Cristo como el hijo de Dios, y un borreguito, que es la marca de su martirio. El animal y la pancarta le fueron agregados tiempo después, cuando comenzó a hacerse costumbre pasearlo por el pueblo. De hecho, el borreguito era de verdad y, concluida la ceremonia, se convertía en la barbacoa para la comida con la que habitualmente concluyen las fiestas, ya solo con los mayordomos y la pura gente del pueblo.
Curiosamente, cuando termina la celebración casi siempre acabamos por organizar dos o tres casorios obligados, porque con la cosa del baile y de andar abrazados con la cumbia y con el alcohol en las venas, los muchachitos y las muchachitas llegadas de fuera no pueden refrenarse y salen con su domingo siete.
Los párrocos que han pasado por el pueblo no encontraron relación alguna con la iconografía de alguno de los 106 juanes incluidos en el santoral católico y con los más de 200 considerados apócrifos por la Congregación de la Fe, los cuales fueron bajados de los altares.
Dos de ellos, como también lo habían dicho algunos de nuestros viejos, pensaban que la B podría referirse tanto al Bautista como a San Juan Bautista de La Salle y a San Juan Bosco, aun cuando el rostro de nuestro patrono no tenía ninguna relación con esos santos. Además, esos dos últimos, estábamos casi seguros, pues no podían ser pues existen noticias del culto serrano a San Juan B desde el siglo XVIII y ellos pertenecen por completo al XIX.
Uno de los curas aventuró que aquel nombre podría hacer referencia a algún mártir inglés de nombre John, de por la época de Enrique VIII, un distinguido fabricante de santos pues decapitó a muchos de quienes permanecían fieles a la iglesia católica y a quienes Roma, en un santiamén, santificaba. Pero esto es sólo una suposición, si esa B significaba algo, si escondía el nombre de algún San Juan ignoto, eso se quedó con los dos misioneros presumiblemente sacrificados en las riveras del lago de Petén Itzá.
En cuanto a nuestro templo, aun cuando hay noticia de una pequeña iglesia construido en el siglo XVI no fue sino hasta cien años más tarde, cuando, al final de la extensa meseta donde se asentaba el centro del pueblo, bordeando peligrosamente el acantilado, se levantó el templo dedicado a San Juan. Aún hoy es una mole impresionante cuyos muros se encuentran, lamentablemente, despojados de todo adorno debido a un accidente. En su interior aún quedan las huellas del incendio provocado por la caída de un rayo que destruyó los dos únicos retablos antiguos y unos tres santos coloniales, entre ellos el único San Caralampio serrano que, aparentemente, se veneraba por estas regiones aun antes que en los llanos chiapanecos.
La única imagen que escapó incólume fue la de San Juan B., el cual ni siquiera resultó ahumado por el siniestro. Aquel hecho, por supuesto, dotó a la imagen de un aura de santidad y de hacedora de milagros. Por eso, de todos los alrededores venían peregrinos a celebrar la fiesta de San Juan B., cuya fama creció con el tiempo y con lo ocurrido unos años más tarde.
Uno de nuestros curas, de apellido Serrano, montándose en la fama y con la complacencia de las autoridades, decidió que la fiesta del santo patrono se celebrase tres veces al año. Y así se hizo.
No saben qué fiestas: el atrio y la plaza del pueblo se llenan de puestos de todo tipo de chucherías y comida. Dos bandas formadas por músicos nacidos en el pueblo, pero emigrados al Valle de México, amenizan el festejo y se baila y se come y se bebe toda la noche y algunas veces se fornica. Los peregrinos duermen donde los sorprende la noche, aunque hay un espacio amplio, al lado de la sacristía, habilitado como dormitorio general. Hoy, debido a lo que pasó con el santo, tenemos cuatro fiestas patronales al año. Veinte días durante los cuales el pueblo revive pues, aunque aún quedamos bastantes, son muchos más los que se han ido.
Unas cuarenta familias habitan actualmente San Juan B. También viven algunos jubilados que decidieron regresar a su pueblo y aquellos a quienes la migra ha devuelto y decidieron que ya no quieren andar sufriendo. No hay muchos jóvenes porque ellos prefieren seguir estudiando o buscan abrirse paso en las ciudades siguiendo el camino más habitual: primero la capital del estado de donde dan el brinco a Netza o al valle de Chalco y de ahí a los Estados Unidos.
Casi todos los romeros que vienen a ver al santo caminan tanto de bajada como de subida. Pero los pocos que utilizan el servicio de don Cata le dan para vivir casi todo el año. Además, él sabe que el mejor negocio son los viejitos, los niños, las mujeres embarazadas, los lisiados, los enfermos y los flojos. Y con ellos se hincha los bolsillos, bueno, se los hinchaba porque hace tres años las lluvias se fueron y nos quedamos secos y polvorientos.
Ahorita ya nos estamos recuperando, y más con la cuarta fiesta, pero, antes de que pasara lo que pasó, las cosas estaban requete mal y, para el segundo año, ya eran muy pocos los que venían de las comunidades vecinas porque también estaban lidiando con la sequía y la sed. Y don Cata sufría más porque los peregrinos que venían a ver al santo casi siempre tenían como una de sus mandas caminar desde el entronque hasta la iglesia y de regreso. Hoy el santo ya ha recuperada su celebridad y fama, aunque, la verdad sea dicha, él tampoco se la pasó nada bien.
La gran sequía vino a cambiar todo. Para el tercer año ya nadie quería echarse al hombro la carga de ser mayordomo porque, aunque muchos de nosotros vivimos de lo que nos mandan nuestros parientes en el otro lado, pues, con los gastos provocados para salvar a nuestro escaso ganado y llevar algo de agua a las casas, estábamos bien gastados.
No es broma, de verdad que parecía como si la tierra se estuviera quemando. Si dejabas al sol tu cerveza, se calentaba en un tronido de dedos y por las noches no había manera de dormir. Pero lo peor era que en nuestras parcelas, en cuanto asomaba la cabeza una plantita, se secaba, convirtiéndose en rastrojo, y quedaba tan quemada que no era buena ni para el ganado, que andaba todo turulato, apeñuscado en la sombrita, lamiendo las piedras en busca de algo de humedad.
Sabíamos que estas cosas suceden así y ya antes, según los viejos, hubo sequías bien perronas. Y de eso no tenía la culpa San Juan B. Aunque eso lo decíamos nada más de los dientes para afuera.
El primer año si le armamos sus tres fiestas, con música de banda y todo. Pero, ya para el segundo año, las cosas se caldearon más de lo que estaban, pues a la pérdida de la cosecha anterior tuvimos que agregar que esa temporada de plano nos fue imposible sembrar y los campos ardían como sucursal del infierno. También se nos habían muerto muchas cabezas de ganado y, además, había que hacerle sus tres fiestas al santito.
Por si fuera poco, el beaterío ya no quería coserle ropa nueva y, para no hacerlo enojar, nomás lavó, almidonó y perfumó la túnica negra. Hasta los mayordomos se estaban echando para atrás, y los que habitualmente venían a la fiesta, sabiendo de nuestra desgracia, ya ni se aparecieron: prefirieron buscar el amparo de otros santos, aunque para eso tuvieran que viajar hasta la costa, donde se veneraba a la Virgen del Salto.
La fiesta se hizo, pero a lo pobre. No hubo banquete ni baile. Unos cuantos cohetones estallaron en el cielo y la peregrinación fue más bien raquítica. Es más, la música fue nomás de tambor y pito. Pero ni así nos hizo caso el santito y pasamos otro año sin que una sola nube se asomara por nuestros cielos y el pueblo empezó a quedarse vacío. De un día para otro una familia se marchaba, buscando cobijo con alguno de sus parientes en el valle o en la costa. El único ganón fue don Cata porque, aunque ya no le iba tan bien en las fiestas, él se encargaba de las mudanzas. Muchos se iban sin decir nada y nos enterábamos cuando descubríamos sus casas vacías, abandonadas.
El cura sólo oficiaba misa una vez cada dos meses y vivía en la capital del estado. Cuando venía tenía que lidiar contra las habladurías de los aleluyas renegados, quienes afirmaban que la causa de aquella desgracia eran nuestros pecados, las fiestas interminables convertidas en borrachera, los adulterios y los chismes que andan en boca de todos. Eso dijeron y, después, también se marcharon. Las viejas beatas que se aferraban al pueblo y al santo los vieron partir con una mal disimulada sonrisa de satisfacción en el rostro, ya que con ello se ponía punto final a sus esfuerzos para expulsar a todos los cristianos del pueblo, petición que muchas de ellas habían puesto por escrito en las oficinas de la comuna.
Para el tercer año, la cosa era insoportable. Yo mismo estuve tentado a marcharme, pero la verdad no me la pasaba tan mal. Digo, como maestro de la escuela, nacido orgullosamente en San Juan y miembro desde niño de la cofradía del santo, tenía mi sueldo asegurado, aunque los niños escasearan y tenía tiempo de sobra para dedicarme a mis quince alumnos que, en la única aula de la escuela, cursaban desde el primero hasta el sexto de primaria. Es más, a veces, sin que nos importara mucho la resolana, nos íbamos adonde antes pasaba nuestro orgulloso río y en sus arenas, que era lo único que quedaba para el recuerdo, platicábamos de lo que los chicos pensaban hacer de grandes; hablábamos de historia patria y hacíamos operaciones matemáticas de memoria.
Fue por entonces que declararon toda esta parte de la serranía zona de desastre, aunque a nosotros no nos sirvió de mucho. Nomás trajeron unas pipas de agua, vinieron unos señores de guayabera, gordos y sudorosos, echaron sus discursos, anunciaron un programa de empleo temporal en las carreteras y un seguro de cosecha que nadie pudo cobrar, y se fueron muy orondos porque lo que hacían, eso dijeron, era la prueba viviente de que nunca más estaríamos en el olvido. Pero si no hubiera pasado lo que pasó yo creo que ya nos hubiéramos secado de a poquito y sin que ellos se hubieran enterado. Una vez, la víspera del 29 de agosto, soñé así al pueblo, seco, muerto. En las calles sólo se veían unas sombras deshilachadas que éramos quienes aún nos resistíamos a abandonarlo. Me espanté mucho, porque a los sueños luego les da por cumplirse. Pero, para mi fortuna, lo que ocurrió fue exactamente lo contrario.
Ahora nuestro pueblo ya se ha recuperado un poco. Y muchos han regresado. Pero no faltan los que dicen que todo fue una invención, que nunca pasó lo que pasó o que nosotros mismos nos aprovechamos de la crecida para vengarnos del santo. Pero eso no es cierto. Yo lo viví en carne propia y tengo como testigos a los escasos fieles que vinieron a ver a nuestro patrono. Del cura no digo nada porque, atacado por el bochorno, había preferido quedarse protegido por la frescura de la iglesia. Jamás le cruzó por la cabeza que el santo pudiera regresar así, tal y como se lo entregamos, una vez rescatado. No sé si fue el agua o la borrachera que nos pusimos una noche antes, con el cuento de la velación, lo que hizo que la lluvia nos agarrara tan desprevenidos, pero en realidad nada pudimos hacer.
Habíamos acordado que ese año íbamos a llevar a San Juan B al cauce seco del río, para que, viéndolo como estaba, al fin se apiadara de nosotros y nos mandara lluvia. Y sí lo hizo. Aunque lo hizo tan de prisa que nos agarró desapercibidos.
Estábamos bañando al santo con agua embotelladas que Serafín, el mayordomo, había comprado a precio de oro. Pero eran nomás dos botellitas. Le reclamé su tacañería y él nada más levantó los hombros y me dijo que San Juan tenía la culpa por tenernos tanto tiempo sin lluvias, por haber secado el río y diezmado al ganado. No quise discutir sus argumentos y seguimos medio mojando su carita de Pedro Infante y sus brazos y piernas de madera, rodeados por una gruesa cortina para que las mujeres no fueran a ver sus intimidades.
Ahora que lo pienso, a lo mejor fue la falta de agua para su baño lo que lo hizo encabronar pues, cuando limpiábamos su rostro con un trapo húmedo, allá a lo lejos, por lo montes de arriba, se aparecieron unas amenazantes nubes negras. Luego, oímos el trueno que bajaba reverberando por las cañadas y sentimos en el rostro aquel viento cargado de humedad que anunciaba a la espuma; esa de la que hablaron mis padres y mis abuelos: una gran venida de agua que, en poco tiempo, sobre todo cuando encuentra un cauce seco, se deja caer desde las alturas arrasando con todo lo que encuentran a su paso. De hecho, hay quienes cuentan que, hace mucho tiempo, el pueblo se tuvo que mover de la vera del río a la meseta donde hoy se asienta a causa de una de esas grandes aguas. Así que ni tardos ni perezosos, con el santo a medio vestir, agarramos camino de regreso y a punto estuvimos de ser tragados por la crecida. En un instante el lecho del río se transformó en un feroz remolino y apenas pudimos encaramarnos en lo más alto de las peñas para evitar que la crecida nos arrastrara. Pero San Juan B. no tuvo tanta suerte. Mientras lo pasábamos de mano en mano entre las piedras, una de las beatas vio que la carne del santo estaba descubierta y se empeñó en cubrir aquella desnudez con tan mala suerte que hizo rodar a nuestro patrono peñas abajo y arrastrado por la corriente.
No faltó el desesperado que intentó lanzarse al agua para salvarlo, pero las voces de alerta lo regresaron a la cordura: aquello era prácticamente imposible. Mientras esperábamos, el chaparrón nos alcanzó y así, todos empapados, esperamos a que bajara la crecida mientras que algunos se lamentaban por la suerte del santito y otros se hacían cruces ante los regaños del cura que, a esas alturas, seguramente ya sospechaba que algo malo le había pasado a San Juan.
Cuando las aguas descendieron, entrada la noche, regresamos para contar nuestra desgracia y después, con el pretexto de que estábamos calados hasta los huesos, acabamos con todas las botellas de mezcal que nos habían quedado de la noche anterior y no hubo beata que no le entrara con fe, ya fuera por el dolor de la pérdida o por el gusto de encontrarse sana y salva luego de aquel tormentón que nada bueno auguraba.
Muy temprano, adoloridos y asediados por la culpa y la cruda, bajamos al río para buscar a San Juan B. Lo encontramos en un recodo donde las raíces de un ahuehuete, descubiertas por la crecida, habían enredado al santito y lo salvaron, aunque, eso sí, estaba más lastimado que el santo Cristo. Había perdido el pelo, estaba completamente desnudo y la corriente le había arrancado un ojo, un cacho de nariz, un brazo y algunos dedos de la otra mano. Lo envolvimos en una cobija y lo llevamos de regreso. Organizamos un comité para pagar su restauración sin que se enterasen las autoridades porque, de seguro, iban a insistir en llevárselo a la capital, donde tantos y tan buenos santos se han perdido. Fue Serafín el encargado de llevarlo con un santero de harta fama que tenía su taller casi llegando al valle, pero fuimos nosotros quienes le dimos las instrucciones de cómo queríamos que hiciera aquella restauración.
Las lluvias, afortunadamente, atemperaron su furia, de tal suerte que se volvieron a roturar las parcelas y se levantó una cosecha, la primera en casi tres años de no producir nada más que polvo.
Serafín cumplió bien con su encargo. Todos fuimos testigos de que lo había hecho cuando regresó con el nuevo santo patrono de pelo negro y brillante, ojos pizpiretos y nariz redondita; curado prácticamente de todas sus heridas, aunque eso sí con el brazo que se le había desprendido, sostenido por un cabestrillo. Decidimos dejarlo así para que fuera una advertencia para todos en contra de nuestros descuidos. Lo que no esperábamos es que, al hacer eso, dotáramos de fama y personalidad al santo.
Hoy San Juan B rifa como San Juan B, sin más ni más, y abrimos ya una cuarta fiesta patronal, la que rememora la caída del santo en la corriente del río crecido. Pero lo mejor de todo es que ya no nos preocupamos por si es San Juan Bautista o San Juan el Divino. Simple y sencillamente es San Juan B, un santo bueno para las fracturas, los accidentes, los golpes y las caídas, sobre todo, es bueno pa los accidentes de automóviles y de motociclistas. Con decirles que a los dos años de su caída levantamos un nuevo edificio donde guardamos todos los exvotos, los cabestrillos, las férulas, los moldes de yeso, volantes, llantas de coche, placas y muchos otros recuerdos de quienes han sido beneficiado por nuestro santo patrono.
Hoy ya es muy famoso por toda la serranía y don Cata —que fue uno de los que propuso hacerle ese recordatorio al santo— ha recuperado la sonrisa debido a que otra vez es un río de gente el que viene para acá los días de feria para pedirle a nuestro santo protección contra los accidentes y los desastres naturales, y aunque ya bajan algunos camiones y hay dos corridas diarias de un autobús de línea, el sigue con su negocio y le va bien.
San Juan B. se ha vuelto toda una celebridad y anda desbancando al San Juditas de La Asunción y al Santo Niño Doctor de Tepeaca en los afectos de los fieles. Yo creo que en un descuido hasta le ganamos en popularidad a una virgencita, siempre y cuando no sea la Guadalupana.