Abril, 2024
8 de junio de 2015.
En la Estación de Autobuses Poniente, el costo del “taxi seguro” es ridículamente caro, todavía no tengo idea de cómo usar la aplicación Uber y no me animo a buscar un taxi no registrado, en la avenida.
Salgo a la calle y me dirijo a la terminal de los peseros que me acercan a casa. Pregunto si tienen cambio de 500. El pasaje sólo cuesta cinco pesos y la respuesta es un rotundo NO. En los puestos callejeros aledaños, nadie quiere cambiar mi billete.
Me apoyo en la pared, cansada de arrastrar la maleta. Se acerca un hombre amable y me ofrece una moneda: “Usted seguro ha ayudado a alguien antes. Acepte mi ayuda”. Me conmueve. Acepto el ofrecimiento y abordo el pesero. Casi en el momento de arrancar, el mismo hombre se sube a vender unos coloridos libritos miniatura, empastados. Son de adivinanzas, cuentos o frases de personajes célebres. Con una voz suave y dulce promueve su mercancía: “Para quien quiera leer un libro, llévelo a 10 pesos”. Dos mamás compran a sus hijas 250 Adivinanzas. Las niñas los abren, encantadas. A mí me emociona que el hombre venda libritos y sea tan generoso. Tal vez por agotamiento, se me escapa una lágrima discreta. Él me guiña un ojo y continúa con la venta.
Una viejita le pide uno de Frases de Santa Teresita de Jesús. “Este libro no cuesta dinero”, dice con voz aún más dulce: “Sólo cuesta una oración sincera por los enfermos”. La mujer recibe el librito, sonrojada. El vendedor —de bigote ancho, alto, canoso y delgado— se baja, satisfecho, y aborda el siguiente vehículo.
Suben un par de mamás jóvenes con bebés de brazos tapados de cobijas, sin importar el calor que hace. Dos muchachos amablemente se levantan para darles el lugar. Se respira un mejor aire.
El pesero se llena. Emprendemos el viaje.
19 de agosto de 2016.
Estoy sentada en la parada, frente a una primaria pública. Llegan una señora con dos niñas, en uniforme escolar, como de 8 años de edad. Una de ellas se le parece mucho. La mamá se sienta junto a mí y las niñas esperan de pie. Una le dice a la otra: “Y en vacaciones, fuimos al rancho de mis abuelitos y un día vino mi papá a verme, en su moto…” “¿Tu papá, papá, o el señor que vive con tu mamá y que dice que es tu papá?” Yo trato de disimular mi reacción. La mujer casi se atraganta y mira hacia otro lado. “Mi papá, papá. Nos montamos en la moto y fuimos hasta el Oxxo, cerca de la carretera. Me compró unos chetos y una manzanita”. El pesero se acerca y la señora rápidamente se levanta, para hacerle la parada.
24 de enero de 2018.
Esta tarde me atrapó una tormenta de granizo, saliendo del Metro Tacubaya. Una chica y yo nos refugiamos bajo la gran sombrilla de un puesto de papitas fritas, artesanales. El dueño, al ver nuestros zapatos empapados y poco aptos para la lluvia, nos dijo que nos iba a pasar como a la Señorita Cometa, cuando se le mojaron las botas de cartón falsas que se hizo con magia, para estar a la moda.
Arrecia el diluvio citadino, la chica se va corriendo. El vendedor de papitas y yo recordamos, fascinados, nuestra serie favorita de televisión infantil. ¿Cómo olvidar a Takeshi y Koji y a Chivigón, el dragón mágico de juguete? Quien tenga idea de lo que describo, comprenderá la dimensión épica de este encuentro.
La tormenta amaina y una señora me invita, espontáneamente, a ir bajo su paraguas. Risueñas, brincamos varios charcos hasta llegar a la parada de los peseros. Me toca junto a una joven, platicadora como yo (y cargada de libros), que me dice que estudia un Doctorado en Biología, en la UNAM. Yo doy clases en Filos y arrancamos la conversación. Me cuenta que hay estudios que afirman que un gran porcentaje de los tacos que se venden en las calles de la Ciudad son de carne de perro. Sin comentarios. El hambre es canija.
Llego a mi destino. Debajo del puente peatonal reencuentro la cara familiar del hombre que vende tamales oaxaqueños, calientitos. Envuelve en papel de estraza “uno verde y uno de dulce”. Los compro, sobre todo, para calentarme las manos en el último trayecto a pie. Disfruto mi “tamal semanal” luego de una buena ducha y una friega con alcohol alcanforado en los pies, como recetaba mi abuela Lala.
7 de marzo de 2019
Voy de regreso a casa en un pesero que sale del Metro Mixcoac. Se sube un hombre a vender dulces. Sus ojos brillan de manera no natural. El olor a alcohol se evidencia, conforme se acerca.
De manera ruda pretende ponerme un par de paquetes en el regazo. Yo le indico que no… y se la toma personal. Me dice que él no me está robando, que trabaja para sus hijas, que la vida da vueltas… y con rencor expresa: “Ojalá nunca tengas que andar vendiendo dulces en los peseros”. Yo asiento con la cabeza, acongojada, y susurro: “Ojalá nunca”.
Termina de recoger los dulces que no vendió. Cuando pasa frente a mí dice en voz baja, con amargura: “Que Dios te multiplique lo que me diste, o sea, que te multiplique nada”. Me golpea su dolor, la frustración de años de bregar por la supervivencia en las calles. Guardo respetuoso silencio ante su vida abatida y dirijo la mirada al piso… El hombre se baja arrebatadamente, con el pesero todavía en movimiento.
El tiempo se detiene, lo miro alejarse, dando tumbos. Mi vecina de asiento comenta: “La admiro, porque cualquiera otra le hubiera dicho de cosas al tipo ese”. Yo contesto que eso lo iba a poner peor. Ella asiente con la mirada. Luego de una pausa, me dice que ella es Testigo de Jehová: “No sabe lo que nos dicen, nos avientan agua, nos sacan a los perros, nos insultan. Nosotros nos sacudimos los zapatos, como dice la Biblia, y seguimos adelante”. Le comento que predicar la palabra de Dios así, se parece un poco a lo que hace el vendedor que conocimos hace un momento. Ella contesta que sí, pero que no tendría que ponerse tan mal si alguien no le compra.
El trayecto continúa y me cuenta que su cuñada es católica y que la cuida cuando le dan ataques de epilepsia. Entonces volteó a verla con más atención. Su rostro, prematuramente envejecido por el Gran Mal, habla de una vida igualmente abatida. Pudiera ser que ella se aferre a Jehová como él al alcohol. Respondemos distinto a los embates del destino, pienso.
Me dice que la epilepsia es buena, porque su marido dejó de tomar un día que le dio un ataque fuerte y se asustó mucho. Luego hurga en su bolsa del mandado y me enseña el sombrero de tela que se pone cuando sale a predicar. Le digo que es muy bonito. Repite que me admira mucho por no haber respondido a la provocación. Se lo agradezco sinceramente. Llega mi parada. Nos despedimos: “Un gusto haberla conocido”. “Igualmente”, correspondo.
Mi amigo Marco dice que siempre encuentro la gente más rara, en los lugares más inesperados. Puede que sea porque la rara soy yo…
17 de marzo de 2019.
En la fila de asientos delanteros del pesero, viaja una mamá con dos niñas, como de cuatro y cinco años. Juegan a las muñecas. La pequeña hace hablar a la suya:
—Aquí todo el mundo trabaja, yo también quiero trabajar. Voy a poner un puesto de empanadas.
La niña más grande responde, en la voz de su muñeca:
—Pues yo quiero poner un puesto de ojos. Te voy a sacar los tuyos y los voy a vender.
Ambas ríen escandalosamente, agitando las muñecas, mientras yo me tapo la boca para no soltar la carcajada.
La madre mira hacia la ventana, hacia la nada. Ningún otro pasajero repara en la escena.
20 de febrero de 2020.
Voy en un pesero en dirección a la Avenida de los Insurgentes. Llevo cubrebocas y careta plástica. A mitad del trayecto, sube una pareja joven con un niño como de sexto año de primaria, evidentemente su hijo.
Hay mucho lugar libre —muchos tenemos miedo de usar el transporte público; pero, en esta ocasión no tengo de otra. Ellos se sientan felices, al otro lado del pasillo.
Una vez acomodados, el chico dice a sus papás: “Ya me sé el abecedario completo”. Yo me pregunto en cuál idioma, porque hace mucho que tendría que dominar el alfabeto español. La mamá le pide que se lo recite y él lo hace en Lengua de Señas Mexicana.
Yo casi me caigo del asiento. Jamás hubiera pensado encontrarme con alguien tan joven, norma oyente, y tan orgulloso de adquirir esa habilidad lingüística. Mi guionista interior imagina variados escenarios para explicar lo que está sucediendo.
El joven pasajero sabe las señas para hoy, ayer y mañana. La mamá le pide que diga su nombre, el de su papá y el de ella. Él lo hace con extrema diligencia. Los padres aplauden, celebran. Yo siento que entra más luz por las ventanas.
Me bajo en la siguiente esquina, muy, pero muy contenta. No todo es horror. La segunda ola de la pandemia se está llevando todavía más gente, pero esta escena me devuelve la esperanza. La vida sigue, pese a todo.