Abril, 2024
Tenía diecisiete. Era otro tiempo y yo era otro vato, digo, el mismo, pero más joven. Ni celular quería usar y las redes sociales me daban igual, me enteraba un poco de eso por lo que mis amigos comentaban, pero yo estaba decidido a no usarlas nunca. Bueno, esa es una historia para después, lo que hoy les quiero contar es sobre un viaje que hice a Ciudad Obregón y la cosa se puso inolvidable.
Acá donde vivo no venden de calidad. Casi nada bueno venden, a excepción de un par de tacos y hotdogs, por eso cuando se requiere adquirir algo más o menos, hay que moverse fuera del pueblo.
Tenía ya varios meses ahorrando para comprarme una guitarra en una tienda de Ciudad Obregón, pero el dinero justo me alcanzaba para solamente la guitarra, no para camiones, ni para un agua de horchata en el camino y con el calorón de aquel agosto…
Pero uno a los diecisiete es bien desesperado y me urgía lanzarme. Invité a mi amigo Maikis a que nos fuéramos de raite hasta allá. Como casi nunca pasa nada en este pueblo, una invitación de ese tipo en sábado por la mañana y a esa edad, es una misión que debe ejecutarse.
Siempre les digo a los compas que una de mis cosas favoritas en esta vida es estar sin hacer nada y que de repente me conviden a tirar escombro en una troca. A recoger una lavadora, a un taller mecánico a ver cómo terminan de arreglar la transmisión del auto de un amigo. Pero esas historias también son para después.
Caminamos desde el barrio a la salida del pueblo, a alzar el dedo para agarrar el raite que nos llevaría. Yo traía el dinero de la guitarra en el calcetín izquierdo y el Maikis traía un cigarro en cada oreja. Fíjate que tenía ganas de ir a Obregón, me dijo mientras esperábamos que nos levantaran. ¿A poco?, le dije. Eei, me dijo. A Obregón o a la playa.
No pasaron ni quince minutos cuando nos subió una Toyotita de unos trabajadores. Iban hasta allá, así que el raite era directo sin escalas. Además, traían un iglú con agua fresquesita que les fuimos ordeñando varias veces en el trayecto con una botella que venía tirada ahí en la caja de la troca.
Nos acostamos a ver el cielo como una cinta transportadora pasando frente a nuestros ojos con pájaros, cables y nubes. Echamos el humo de los cigarros del Maikis y hablamos sobre morras y canciones. Le conté que esa noche había soñado con una güera que nunca había visto, que tenía pulseras tatuadas en las piernas, que en el sueño antes de irse y después de darme un beso me dijo que se llamaba Daselva. Antes de terminar de contarle, me dijo el Maikis: sueñas puras pendejadas tú, así que me reí y seguimos viendo pasar el cielo. Él tenía razón, siempre he soñado puras pendejadas. Como la vez que soñé que una anciana detenía un rayo de sol con sus ojos, o cuando dirigí un coro de niños que cantaban canciones de marineros, o ese donde me perseguía una pandilla de zorrillos sin cola. Todos mis sueños se los contaba al Maikis, por eso tenía el derecho de clasificarlos en “puras pendejadas”.
El raite nos dejó en una plaza del centro de la ciudad y caminamos un poco hasta la tienda musical. Traía en mente lo que quería, pero cuando llegué, una guitarra totalmente negra que en el interior decía “Rockera”, me llenó los ojos. A los años descubriría que ni era tan buena, pero uno a esa edad prefiere el estilo antes que todo. Hasta costaba cien bolas menos que la planeada. Así que salimos corriendo de la tienda con una guitarra nueva más un poco de dinero. Digo que salimos corriendo, porque la guitarra es tuya una vez que te vas de esos templos de sueños llamados tiendas de música.
Volvimos a la plaza, y en una banca afiné la guitarra mientras el Maikis completaba otra misión a la tiendita: una coca de litro para los dos, unos sabritones para los dos, y una caja de cigarros baratos para los dos. Todo mal el Maikis, la soda la trajo de toronja, en lugar de algo enchiloso compró unas galletas bien tristes que nos secaban la garganta y los cigarros los pidió sueltos, como diez, sueltos. No hice coraje porque andaba estrenando guitarra y además se puso a bailar arriba de la banca mientras yo improvisaba el bajo de una cumbia: pom pom pom, pom pom pom.
En esa estábamos cuando se nos acercó un señor, que, en el futuro, recordaríamos como Don Pachuli. Y el nombre se nos olvidó tan pronto como lo dejamos de ver en esa tarde. Don Pachuli era un Ned Flanders, un Jon Bonachon. Tenía un bigote blanco y su cabeza calva. Usaba un suéter aburridísimo y llegó con el pretexto de cantarnos una canción.
El Maikis y yo nos vimos a los ojos con la complicidad de “¿y este ruco qué?”; mientras Don Pachuli hacía como que la afinaba yo le decía que ya estaba afinada, pero él hacía como que no me escuchaba y yo hacía como que no se me notaran las ganas de que nadie tocara mi guitarra nueva, de hecho, la primera nueva que había tenido en mi vida.
Cantó algo como ese rocanrolito persignado, con esa onda de “Agujetas de color de rosa”, pero no era esa porque de haber sido me acordaría. Pero sonaba así y parecería que el Maikis y yo éramos el mejor público que Don Pachuli había tenido en su vida. Cantaba y movía la cadera y cuando bailaba olía más fuerte a Pachuli, dolía la nariz. Pinchi viejo, ya devuélveme mi guitarra nueva. Pensaba y compartíamos un cigarro, que aminoraba el olor y la espera.
Le dije cuando terminó su Tiny Desk Concert que teníamos que irnos para que me devolviera la tarragui. Pero nos sacó más platica con magia conversadora y nos dijo que en su camino tenía que pasar por nuestro pueblo. Nos contó que vendía piedras, esencias y ramas en tiendas naturistas y el Maikis le dijo que si traía tantas piedras de la suerte por qué no era “El Hombre más suertudo del mundo” y Don Pachuli con una sonrisa terrible le soltó: ¿Cómo sabes que no lo soy?
Nos subimos a su carro que era una guayina café, también estaba inundada de olores ácidos y oscuros. Me subí atrás con la guitarra entre las piernas y el Maikis hizo de copiloto. Don Pachuli seguía hablando con paciencia sobre cosas que hacía a nuestra edad y lo escuchábamos sin hacer muchas preguntas, pero se le veía contento de ser parte de nuestra pandilla por un rato, aunque nosotros cada dos o tres minutos nos veíamos con maldad para reírnos con los ojos, de lo que nos contaba. A esa edad, sólo lo que nosotros pensábamos valía.
A media carretera el viejo nos propuso invitarnos a comer en una fonda junto a una gasolinera. La suerte seguía de nuestro lado, nos sentamos y pedimos picadillo con frijoles. Don Pachuli, que se había quedado un rato afuera mientras nos atendían, volvió a la mesa con un nuevo elemento. Era un trampa que había tomado el tren a la frontera y desde la frontera venía de reversa con la mochila vacía de sueños; nos contó su travesía con la voz en volumen casi al cero. Don Pachuli pidió dos caldos de pollo para ellos y comimos juntos. El Maikis con la mirada me preguntaba “¿y este vato qué?”, mientras veía comer al trampa con más hambre que nosotros.
Cuando dejamos los platos limpios, el trampa pidió permiso para ir al baño. Don Pachuli nos sugirió que nos adelantáramos a subirnos a la guayina, ya estando arriba nos dijo que el vato viajaría con nosotros el resto del camino, luego al Maikis le dio una cruceta y a mí un bat pequeño de béisbol que sacó de debajo de los asientos, nosotros escondimos esas cosas bajo nuestros pies. No va a pasar nada, pero en caso de que el señor me quiera hacer algo, defiéndanme, nos dijo como una orden, pero nos apretó los hombros con confianza. Le dijimos que sí, cambiando nuestras miradas a más serias, corajudas. Nos acababan de dar armas y otra misión a completarse.
Antes de que volviera el trampa, el Maikis se me acercó y entre dientes le pude entender un “sígueme el rollo”. Y con los ojos me decía cosas raras. Él iba atrás ahora conmigo y el trampa, enfrente con Don Pachuli. Teníamos a nuestros pies las armas asignadas y mi compa hacía movimiento de cejas y de boca y con las manos como que golpeaba y que manejaba y a mí me recordaba a un catcher de béisbol.
Algo se le había metido al Maikis en la cabeza y me trataba de convencer y yo no entendía. Con otra seña le preguntaba que qué, y me tentaba la oreja para explicarle que no entendía, y como que se enojaba. Estábamos en esa danza de señas cuando Don Pachuli me propuso que tocara alguna canción. Así que canté algo: Llevo varios días sin probar bocado, y lo peor de todo es que no tengo ni un centavo, ni ningún amigo, ni ningún pariente, que me invite a su casa a comer algo decente… Mientras cantaba, el Maikis hizo de batería con el asiento de piel en una mano y con una moneda le pegaba a la ventana. Don Pachuli manejaba y nos veía por el retrovisor.
Seguimos andando la carretera entre pláticas y canciones y el Maikis cada tanto tiempo me hacía señas que otra vez seguía sin entender. En eso decide el Don pararse a mear al lado de la carretera. El trampa se bajó también y yo estaba tanteando la idea de aprovechar para fumar y me recargué un poco para descansar la nuca. Apenas iban a media meada nuestros compañeros de viaje cuando sentí el brusco brinco del Maikis hacía enfrente. Prendió el carro y salimos en chinga de ahí. Hey aguanta, pirata, qué tranza, y esa cura qué, le grité. No nos va alcanzar el viejo, dijo con una furia extraña. Volteé hacía atrás para ver a través de la ventana al trampa que se había metido entre las ramas y a Don Pachuli que corría con los pantalones en el piso y con los huevos de fuera. Algo gritaba también, me cagué de risa y de miedo. El Maikis bajó la velocidad y me reclamó que no entendiera el plan. Pinchi viejo hediondo y enfadoso, ahorita vamos a dejar el carro, no te paniquees, vamos a la playa, me dijo. Me cambié otra vez al asiento de adelante y seguimos andando con el sol pegándonos en la cara.
No dejábamos de reírnos de la maldad y camino hacia la playa fue que le pusimos Don Pachuli a don Pachuli. Llegamos en el atardecer a Santa Bárbara, sin parar en ningún lugar. Vimos caer el sol detrás del agua cantando las canciones de siempre, con guitarra nueva, hasta que la noche nos pidió que volviéramos al barrio.
Abandonamos la guayina sin robarle nada de la guantera que esculqué en el camino. Ni de las cajas de piedras de la suerte, del amor y la abundancia.
Caminamos hasta la carretera y alzamos el dedo otra vez. No podía dejar de reclamarle a mi amigo lo que había hecho, pero era un reclamo de risa. La culpa me daba risa, la osadía me daba risa y a él le daba más risa, todavía.
Una troca nos subió al poco rato y volvimos al pueblo acostados en una caja bajo la noche estrellada, viendo pasar el cielo con ojos nuevos. Nos comimos las galletas que sobraban y nos fumamos otro cigarro con la boca seca.
Hace unos años acepté hacerme una cuenta de Facebook para buscar al Maikis. En el buscador puse Maikis, Miguel, Maik, Mike, Mais. Pero no encontré nada. Quisiera contarle que a veces cuando me vuelve a aburrir este pueblo me pongo un cigarro en la oreja y camino a la salida a levantar el dedo. Porque en ocasiones necesito estar en un auto ajeno viendo el cielo pasar. Y contarle también que a veces lo sueño, a ver si otra vez me dice que sueño puras pendejadas.