Marzo, 2024
Karen Nussbaum (Estados Unidos, 1950) ha estado luchando por los derechos de los trabajadores durante más de cuatro décadas. Fue una de las fundadoras de 9to5: National Association of Working Women, que a su vez engendraría el Distrito 925 del SEIU (el mayor sindicato estadounidense de trabajadores de servicio). Feminista y sindicalista histórica, en esta entrevista con Sebastiaan Faber repasa parte de su vida en la lucha y las trincheras. “Mi objetivo era claro: lograr cambios para las mujeres trabajadoras”, dice aquí.
Sebastiaan Faber
A principios de 1970, cuando Karen Nussbaum (Chicago, 1950) cursaba el segundo año en la Universidad de Chicago —después de un primer año en el que pasó menos tiempo en las aulas que en las protestas contra la guerra de Vietnam—, decidió abandonar sus estudios y viajar a Cuba con la “Brigada Venceremos”, una organización fundada el año anterior por los Estudiantes por una Sociedad Democrática (SDS) para canalizar la solidaridad con la Revolución Cubana.
Poco después, Nussbaum se encontró en Boston, trabajando en una oficina de Harvard y manifestándose contra la guerra y por los derechos de la mujer. Un día, en un piquete en favor de ocho camareras de un restaurante de Harvard Square que se habían declarado en huelga, le llamó la atención la brecha que separaba al movimiento feminista del movimiento obrero. Decidió que era hora de hacer algo al respecto. Así, en 1972, Nussbaum y diez compañeras lanzaron un boletín informativo, 9to5, dirigido a mujeres que trabajaban de oficinistas. Al año siguiente, crearon una organización con el mismo nombre, que acabaría convirtiéndose en 9to5: National Association of Women Office Workers (Asociación Nacional de Trabajadoras de Oficina), que a su vez engendraría el Distrito 925 del SEIU (el mayor sindicato del país de trabajadores de servicio). El Distrito 925 organizó campañas sindicales para trabajadoras de todo el país, logrando victorias históricas —y encajando algunas derrotas—, como relata un reciente documental de Julia Reichert y Steve Bognar. En 1980, su trabajo inspiró la película Nine to Five, con Jane Fonda, Lily Tomlin y Dolly Parton, cuya canción principal le valió una nominación al Óscar y dos Grammy.
Nussbaum, mientras tanto, siguió en su lucha por los derechos de las trabajadoras. En la década de 1990, fue directora de la Oficina de la Mujer del Ministerio de Trabajo de Estados Unidos y del Departamento de la Mujer Trabajadora de la AFL-CIO, la mayor federación sindical del país. Posteriormente fundó Working America, la filial comunitaria de la AFL-CIO, de la que hoy es asesora principal. Aunque nació y se crió en Chicago —donde su padre, el legendario actor Mike Nussbaum, falleció hace poco— lleva muchos años viviendo en Washington D.C. Con ella es la siguiente conversación.
—¿Se crió en un hogar politizado?
—La verdad es que no. Mis padres eran demócratas del New Deal. Mi madre era diputada del Partido Demócrata en nuestro distrito y mi padre era un observador del mundo que le rodeaba. Pero mi hermana, mi hermano y yo crecimos con una idea clara de lo que significaba ser una buena persona. También se valoraba mucho la lectura, porque permitía verse a uno mismo como parte de un mundo más amplio. A finales de los sesenta, cuando ese mundo empezó a explotar a nuestro alrededor, pudimos aplicar esos principios. En ese momento, mis padres también se volvieron más activos. Todos los sábados íbamos a una vigilia silenciosa frente a nuestra biblioteca pública contra la guerra de Vietnam. Y cuando mi madre invitó al activista progresista Staughton Lynd a hablar sobre la guerra en nuestro centro recreativo comunitario, recibimos cartas de odio de los Minutemen, una organización ultraderechista, con dibujos de dianas. De adolescente no entendía que aquello podía ser peligroso. No me di cuenta hasta más tarde de lo valiente que había sido mi madre.
—Usted fue a la universidad en 1968, justo cuando el activismo estudiantil estaba en auge en todas partes. Sin ir más lejos, ese mismo agosto, en la misma ciudad de Chicago, se celebra la Convención Nacional del Partido Demócrata…
—No había mejor momento para convertirse en adulto. Era como si el mundo estuviera estallando y pudieras hacer lo que quisieras para intentar cambiarlo.
—No tardó en abandonar la carrera.
—La política era mucho más interesante. En febrero de 1970 acabé yendo a Cuba en el segundo viaje de la Brigada Venceremos, que había sido fundada por la SDS en 1969. Éramos unos 700, entre ellos varios miembros de los Weathermen [también conocido como Weather Underground, una organización revolucionaria y militante que el FBI tildó de terrorista]. Aunque todo el viaje fue un poco un desastre, también fue muy emocionante formar parte de un ambiente totalmente internacionalista. Cuando volví, me di cuenta de que quería utilizar lo que había estado aprendiendo en el movimiento por los derechos civiles, el movimiento contra la guerra y el movimiento feminista en el contexto del mundo laboral. Pero como en aquella época todas rechazábamos las viejas estructuras, fueran del tipo que fueran, decidimos construir las nuestras propias. Y pronto nos dimos cuenta de que lo más importante que podíamos hacer era organizar a la gente por encima de las diferencias.
—¿Se refiere a diferencias de clase y de raza?
—Exactamente. Queríamos organizar a las mujeres, para las que había muy pocas oportunidades laborales. Pero no nos interesaba el movimiento feminista tradicional. Queríamos construir nuestro propio feminismo entre las mujeres trabajadoras. En aquella época, muchas mujeres de todas las clases y razas hacían el mismo tipo de trabajo. Nada menos que un tercio de las mujeres trabajadoras eran oficinistas. Y como estas mujeres se encontraban en los mismos lugares de trabajo, se creaba un potencial de solidaridad entre clases y razas que normalmente es muy difícil de encontrar o construir. Pensamos que debíamos aprovecharlo.
—¿Qué tácticas adoptaron?
—Solíamos decir: “No dejes que tus palabras sean enemigas de tus ideas”. Como el movimiento feminista estaba formado principalmente por mujeres blancas de clase media, decidimos echar su retórica por la borda. De hecho, nunca utilizamos la palabra “feminismo”. Las mujeres que organizábamos nos decían: “No soy una women’s libber [defensora de la liberación de las mujeres], pero creo que debo recibir el mismo salario, ascensos justos y ser tratada con respeto” —todos, claro está, elementos de la agenda feminista. El caso es que no teníamos que llamarlo feminismo para encontrar un terreno común. Y creo que ese principio sigue siendo importante: no es buena idea imponer un marco político a la gente antes de que esté preparada para adoptarlo.
—Eso suena como una crítica a la actual generación de activistas…
—Yo no lo llamaría una crítica. Pero sí creo que organizar a la gente de forma efectiva implica no decirle que está equivocada desde el principio.
—Hablando de dinámica generacional, ¿cómo se relacionaron ustedes, de la Nueva Izquierda o New Left, con la llamada Old Left, que para entonces había sufrido dos décadas de macartismo y tensiones de la Guerra Fría?
—Con la vieja izquierda apenas había continuidad, ni a nivel organizativo ni a nivel de liderazgo. En retrospectiva, creo que esa fue una verdadera debilidad de mi generación. Personalmente, sí pude conectar con algunas personas mayores que, en mi opinión, sabían lo que hacían. En un momento dado, me puse en contacto con una mujer que había sido una militante comunista. Al principio, no quiso discutir nada de aquello conmigo. Cuando finalmente crucé todo Connecticut para reunirme con ella, me dijo: “No tienes nada que aprender de nosotros. Lo que hicimos nosotros estuvo mal. Nos equivocamos”. Pero cuando le pregunté por su experiencia cotidiana, surgieron detalles sobre la estructura diaria de su militancia. “Teníamos reuniones masivas los lunes, martes, jueves y viernes”, me dijo, por ejemplo, “porque las reuniones de tu célula las tenías los miércoles”. Nuestra conversación me ayudó a entender lo que significaba operar desde una estructura de partido en lugar de desde esas organizaciones de masas desordenadas, más bien flojas, en las que participábamos, y que a menudo ni siquiera eran verdaderas organizaciones de masas.
—¿Fue la Guerra Fría la que rompió ese vínculo de transmisión generacional entre la vieja y la nueva izquierda?
—Así es. Si el episodio nos enseña algo, es que la represión funciona. Algo parecido ocurrió después de la Primera Guerra Mundial, cuando la represión política logró acabar con un movimiento socialista de masas que había en este país. La Guerra Fría tuvo el mismo efecto. Eso significó que en los años sesenta se produjeron diferentes tormentas, ya fueran de derechos civiles, antibelicistas o feministas, pero no había buenas estructuras para unirlas. Esto significó, por ejemplo, que tan pronto como abolieron el servicio militar obligatorio, se derrumbó el movimiento antiguerra. El feminismo también fue cooptado: cuando se abrieron los puestos profesionales y directivos a las mujeres, perdimos la solidaridad de clase que existía entre las trabajadoras. En ese momento, la lucha por los derechos civiles pasó de centrarse en la justicia a centrarse en las oportunidades. Este cambio eliminó de la lucha un elemento clave: el de clase.
—Justo en el momento en que el movimiento 9to5 empieza a ganar terreno, a comienzos de los ochenta, Ronald Reagan sale elegido presidente y, después de la huelga de los controladores del tránsito aéreo en 1981, el movimiento obrero entra en un largo periodo de austeridad y recortes. Estos últimos años, sin embargo, el péndulo parece estar volviendo a favor de los trabajadores. ¿Está de acuerdo?
—La opinión pública ha cambiado, pero no sé si las barreras estructurales al poder sindical se superarán en este periodo. Te diré por qué. Hace unos años leí The Romance of American Communism, un gran libro de Vivian Gornick, publicado en 1977, que reúne una serie de entrevistas con personas que habían sido militantes comunistas en los años cuarenta y cincuenta. Algunos de los entrevistados son críticos con el Partido, algunos están enfadados y algunos piensan que fue una buena experiencia. Pero todos coinciden en una cosa, que lo emocionante del movimiento era que había dos elementos clave: visión y disciplina. Lo que tenemos ahora, en mi opinión, es mucha estrategia y táctica. Pero no hay demasiada visión o disciplina. Y son indispensables para este trabajo, como también lo es mantener claro un marco de clase. Sin ese marco, es demasiado fácil dividir a la gente. La clase dominante no se llama así por casualidad. Gobiernan, y siempre lo harán para avanzar en sus propios intereses. Necesitas un movimiento y pasión, claro está, pero también necesitas una organización y un control democrático. Sin ellos, se pueden hacer cambios en la política, pero no se conseguirán cambios en el poder que sean duraderos.
—Pone el dedo en la llaga: este ha sido un reto estructural para la izquierda en muchos países…
—Ya lo creo. Michael Kazin tiene un gran libro sobre ello, American Dreamers. Podemos conseguir ciertos avances sociales y culturales, pero éstos no alteran fundamentalmente el equilibrio de poder. ¿Cómo organizar el poder a largo plazo? Esa es la verdadera pregunta que deben plantearse los activistas políticos. La respuesta, por supuesto, puede adoptar distintas formas según el momento. Hoy, me parece, una prioridad es un frente unido contra el fascismo, igual que hace cien años.
—Usted ha pasado toda su vida profesional construyendo y trabajando en organizaciones, desde 9to5 y el SEIU hasta el gobierno de Bill Clinton y la AFL-CIO, la federación sindical. Las organizaciones son instrumentos de cambio, pero también son lentas e inertes, lastradas por sus culturas internas y sus ideologías arraigadas. Cuando empezó a militar, por ejemplo, el propio movimiento obrero era profundamente sexista, como explica en el documental de Julia Reichert. ¿Cómo afronta las frustraciones asociadas a las inercias y demás disfunciones institucionales?
—Nunca me lo tomo como algo personal. Mira, yo creo en el poder de las organizaciones, pero como tú dices, las organizaciones pueden degenerar, estropearse. Pero una vez que decides intentar cambiar una organización desde dentro, nunca te puedes tomar las cosas como algo personal. No durarías ni un minuto. Y eso es especialmente cierto para mi generación de mujeres en el movimiento obrero. Mi objetivo era claro: lograr cambios para las mujeres trabajadoras. Pensé que el movimiento obrero era el lugar adecuado para hacerlo. Al fin y al cabo, es una de las tres instituciones de masas que hay en este país, junto con las iglesias y los partidos políticos.
—Sin embargo, incluso en el movimiento obrero, lograr cambios es difícil. Los obstáculos no faltan.
—Por supuesto. Por las dinámicas internas que has mencionado y por el simple hecho de que cualquier movimiento u organización siempre está sujeto a fuerzas externas. El neoliberalismo, por ejemplo. O el ataque masivo a los sindicatos que vimos en los años ochenta y noventa, que buscaba destruirlos. Cuando el cielo se nos cae encima, hay que aguantar. Y luego, toca asomarte a la superficie para evaluar los daños. Tampoco podemos olvidar que el movimiento obrero estadounidense tiene la peor estructura y el peor código laboral de todos los movimientos obreros del mundo desarrollado. Está diseñado para la inercia.
—¿Cómo afronta esos retos?
—Hay que seguir trabajando y buscar momentos históricos que puedan abrir una brecha.
—En otras palabras, hay que ser pragmático y realista.
—Cada victoria genera un contragolpe que pretende debilitar el movimiento victorioso desde dentro. No hay más que ver lo que Phyllis Schlafly [una conocida activista conservadora antifeminista] hizo con los derechos de la mujer en este país. No se puede ser ingenua. Tienes que anticipar la reacción. No hay que olvidar que un tercio de este país es sólidamente de derechas. Eso ha sido así al menos desde los años treinta. Cuando asociamos los años treinta con el New Deal, olvidamos lo grande y poderoso que fue aquí el movimiento fascista. El truco está en realizar cambios sociales y culturales, y hacer que sean permanentes, asegurándose al mismo tiempo de estar preparadas para la respuesta —y de estar preparada para las oportunidades que puedan darse para dar un salto adelante.
—Lo que nos lleva de nuevo a la importancia de la organización.
—Exactamente. Ahí es donde está el reto hoy. A lo largo de los años, siempre planteaba la misma pregunta a las mujeres que conocía: “¿A quién recurres cuando tienes un problema en el trabajo?”. Al principio, en los años setenta, las mujeres decían: “Bueno, puede que llame a mi congresista, o puede que llame a la Comisión de Igualdad de Oportunidades o a 9to5”. Pero a medida que pasaba el tiempo, la gente decía: “Bueno, podría hablar con una compañera de trabajo”. Luego se convirtió en: “Bueno, podría hablar con mi madre”. Las vías se fueron estrechando hasta que, en la década de 2000, la gente decía: “Bueno, podría rezar a Dios”. En otras palabras, las soluciones colectivas se han ido reduciendo o han desaparecido. Ahora bien, reconstruirlas es una tarea ingente. Las mujeres se han vuelto más autosuficientes individualmente desde los años setenta. Pero también se han vuelto menos poderosas como grupo.
—¿Tiene esperanzas?
—Eso es irrelevante. Soy una persona muy positiva, y hay que hacer lo que hay que hacer. Tengo una nieta de cinco años que hace poco estaba practicando el abecedario con su madre. Mi hija le preguntó qué quería escribir. Lo que escribió fue: “La abuela se cayó en un bache”. Era cierto: seis meses antes, yo le había contado que había estado montando en bicicleta aquí en Washington DC, me había caído por un bache en la calzada y me había roto un dedo. Cuando mi hija me contó la historia, pensé que ése podría ser mi epitafio. Voy montada en mi bicicleta, pedaleando y, de repente, aparece el neoliberalismo. Un bache. Vuelvo a subirme a la bici y sigo pedaleando, y entonces, pum, ocurre el 11-S y todo se paraliza. Pero vuelvo a subirme y a seguir el camino, porque creo que es nuestra obligación. Al final, es una suerte poder vivir nuestras vidas con un propósito.