Febrero, 2024
El pasado 7 de febrero, en el Centro Cultural Universitario de la UNAM, se reunieron una docena de amigos de Eugenio Barba para celebrar, junto con él, los 60 años del Odin Teatret, una de las compañías más influyentes en la evolución del teatro europeo de la segunda mitad del siglo XX. Nacido en 1936 en Brindisi (Italia), la visita a México del director e investigador teatral se ha dado como parte de las actividades del Tercer Encuentro Confluencias 2024. No ha sido un asunto menor: la Odin Teatret se ha convertido en una de las compañías más vanguardistas e innovadoras del teatro mundial; y, Eugenio Barba, en un referente del teatro. Con la sorpresiva presencia de un nutrido público (una gran parte de éste era chaviza), que provocó que la reunión se moviera de la Sala Carlos Chávez a la Miguel Covarrubias del CCU, en la celebración participaron, entre otros, Estela Leñero, María Elena Ibarra, José Carlos Alonso, Manuel Naredo, Bruno Bert y Patricia Cardona, además del periodista y crítico teatral Fernando de Ita, quien leyó estas líneas que ahora reproducimos.
Tengo la impresión de que hoy estamos saludando a un viejo marinero que ha navegado por muchos mares cantando la canción de sus pueblos; he inventado la propia con retazos de memoria, realidad, tradición y humanismo. Grotowski decía que sólo Eugenio Barba podía meter tantos condimentos disímbolos en la misma olla y sacar de ahí un guisado exquisito.
Con Eugenio llegó y con Barba se va, más que una forma de hacer teatro, una manera de ver el Mundo, y de tocarlo, por supuesto, de recomponerlo con la ingeniería de la imaginación, la voluntad y la experiencia. ¿Pero qué práctica tenía aquel joven italiano nacido en Brindisi —que es uno de los puertos y de las puertas para llegar a Grecia—, cuando arribó al inhóspito pueblo de Wroclaw en los años sesenta para trabajar con un místico polaco disfrazado de director de teatro?
Ninguna.
En cambio, a sus 87 años, Eugenio Barba es un compendio de sabiduría cuya enseñanza parte de dos principios básicos: el equilibro y la oposición. Hay que tener un balance perfecto para navegar, como los vikingos, en una canoa de papel, de Dinamarca a Hispanoamérica. (No digo Latinoamérica porque tú sí eres latino, nosotros no. Aunque nos pese, no nos colonizó Roma sino Castilla). La canoa de papel / Tratado de antropología teatral, es uno de los textos fundadores del “Tercer Teatro” y uno de sus libros más personales porque ahí Eugenio cuenta la experiencia de un viaje que lo llevó al estudio del ser humano, sus sociedades y sus culturas, a partir del teatro.
Las consecuencias de esa travesía son notables porque este argonauta hizo en el terreno de la ficción algo que la tierra tarda miles de años en lograr: formó un archipiélago con las islas flotantes del teatro que navegaban sin rumbo fijo, sujetos a las mareas del tiempo, la política y el desdén del oficialismo por la cultura entendida a la griega; como el cultivo de la sensibilidad, el intelecto y la creación de cosas que no existen en la Naturaleza, aunque todo el teatro de largo aliento se haga, en principio, con tierra, aire, agua y fuego.
Lo notable del continente que emergió en la segunda edad del siglo XX, gracias a una canoa de papel, es que surgió del segundo precepto de la enseñanza barbiana: la oposición. Como sabe el mundo, en 1964 un grupos de actores rechazados por la Academia fundaron primero en Oslo y luego en una granja de Holstebro, Dinamarca, el Odin Teatret, abriendo un nuevo camino para la formación y la invención dramática y escénica dominada en ese momento en la vieja Europa por el teatro público de prestigio. El teatro de los buscadores de oro de los años veinte a los cincuenta, como Max Reinhardt, Piscator, Artaud, Meyerhold, Brecht…, se había oficializado en dos sentidos: el de Brecht se volvió dogma y el de los clásicos motivo de lucimiento, no de indagación para saber que el futuro fue ayer, como sabemos hoy respecto al tercer teatro y la antropología de la conducta humana en el teatro que Barba cultivó en centros de investigación y encuentros inolvidables.
Quienes tuvimos la fortuna de participar en los primeros 30 años del Odin, descubrimos, en principio, que a la isla de Holstebro se llega en tren. Literalmente. Y una vez ahí el asombro fue hallar un territorio incógnito para la teoría y la práctica del teatro. Antes de que el minimalismo fuera una moda, aquel era un espacio envidiable por su sobriedad y buen gusto. La necesidad hace al órgano enseña la biología clásica y Eugenio hizo de aquel establo, en aquella isla, el epicentro de la investigación antropológica de Europa y en cierto sentido de Hispanoamérica, por la cantidad de aztecas y sudamericanos que acudieron a sus aulas, que en tiempos medievales significaba “estancia en donde el catedrático enseña a los estudiantes la facultad que profesa”.
En retrospectiva, podemos observar que el anarquismo —para decirlo en una palabra—, que impulsó la fundación del Odin Teatret, llevó al vikingo italiano al extremo opuesto: la Academia…, pero en el sentido original del término. Aquel posible Ragnar Lodbrok se convirtió en Guillermo de Baskerville, el erudito de la novela de Umberto Eco que busca la verdad sobre el fanatismo intelectual y religioso; aunque no se cruza impunemente por las tradiciones milenarias que Eugenio a descodificado a su manera —como el Katakali, el Teatro Noh, la Ópera China— sin ser tocado por la trascendencia. En Grotowski era evidente su personal sentido religioso de la vida. Era polaco. Nació y murió bautizado. Por sus textos, la religión de Barba es la de Aristóteles: la Naturaleza. Mejor dicho, el estudio del proceso que lleva a una rosa a ser la rosa y a un ser humano a repetir un movimiento al grado de convertirlo más que en un gesto en un concepto de la ira, el amor, la venganza. En el teatro oriental aquello que los griegos llamaron la téchne, es decir la habilidad para hacer cosas que separan al ser humano del reino animal, como freír la carne cruda, fermentar la uva para hacer vino, y representar la vida, es la base de su lenguaje, de su discurso y de su significado. Una ceja más alzada, una voz más grave, un movimiento minimalista de los músculos del cuerpo cambian el sentido de la frase.
La codificación del teatro milenario del cercano, medio y lejano oriente ha pervivido en el tiempo por la percepción neuronal que tiene el público de aquella puntuación de los movimientos, los gestos, los textos y los subtextos del espectáculo. Neuronal porque el amor por la tradición no es sólo una construcción cultural sino biológica. De otro modo los niños mixes de Oaxaca no soportarían tocar las 10 horas de música de viento que duran sus festivales en la montaña. El visitante tiene los nervios destrozados en una hora. No es el momento de preguntárselo, pero me intriga saber cómo logró Eugenio Barba la traslación, la traducción de esas técnicas tan alejadas en el tiempo, el espacio y el imaginario personal y colectivo, para el entrenamiento de los actores europeos y americanos. ¿Será por ello por lo que a sus 60 años el Odin Teatret, teniendo espectáculos memorables, es más reconocido por los textos de su fundador que por sus resultados escénicos?
Desde mi perspectiva, los primeros espectáculos del Odin como Ferai, de 1969, son más grotowskianos que orientales, y esa influencia llega de algún modo hasta El evangelio según Oxyrhincus, de 1985. Pero nunca como una copia o imitación del modelo sino como ensayo de su propia articulación entre tradición y actualidad. La influencia negativa, en el sentido de los polos opuestos de la energía, de su maestro, la ubico en la pasión de Grotowski por el Misterio Revelado. Ese tipo de enigma que sólo pueden descifrar los elegidos. Los elegidos por el maestro, claro está. Y eso puede ser muy esotérico, pero no es teatro para la comunidad, es teatro para los discípulos.
Acaso por ello Eugenio Barba dedicó muchos años al trueque cultural que yo confundí en su momento con el intercambio de espejitos por oro de los conquistadores, cuando fue un sincero canje de canciones, para decirlo líricamente: mi canto es éste, ¿cuál es el tuyo? Si te gusta te quedas con el mío, si me gusta el tuyo me lo llevo. Qué mejor arreglo pudo tener una tribu nórdica, con los pueblos americanos que visitaron, que el regocijo de participar en sus fiestas y mostrarles sus propios festejos por la alegría de estar vivos.
A mi juicio eso es lo que hoy estamos celebrando: el final de una joven tradición cuya enseñanza quedará en los cientos, acaso miles de cómicos que aprendieron con Eugenio el sentido de la equivalencia, que en términos barbéanos es una forma de hacer real lo inverosímil.
Sesenta años de teatro no caben en 10 minutos y 87 años de vida activa y pensante son un milagro de la naturaleza que sólo se pueden adjetivar como envidiables. Ignoro, Eugenio, cuál es tu sentido de la muerte. Yo recuerdo a cada rato las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, escritas en los albores de la lengua española, porque ese instante poético es eterno en su finitud:
Partimos cuando nacemos
andamos cuando vivimos
y llegamos
al tiempo que fenecemos,
así que cuando morimos,
descansamos.
Aunque me temo, Eugenio, que descansar, ese verbo transitivo no está en tu vocabulario. Tal vez el misterio que debes revelarnos es el de tu energía vital y cognoscitiva, y esa ambición de pirata de cruzar tantos mares en una canoa de papel. Para un hombre de tinta, como yo, la palabra escrita es uno de los signos de la divinidad. Como no soy creyente, esa deidad no es otra cosa que el fulgor del espíritu que nos hermana con la Naturaleza. Todo lo que nace muere. Pero en ese tránsito, Eugenio Barba, tú has hecho una hazaña que las nuevas generaciones no podrán olvidar porque nunca las conocieron. Pregúntales por Grotowski a los egresados de las 30 escuelas de México en las que obtienes una licenciatura en teatro y acaso recuerden la ficha bibliográfica de un polaco que quiso hacer del actor un santo. Hoy la tradición dura un minuto. No importa, Eugenio, la tuya durará una vida, acaso la vida de quienes estamos hoy aquí celebrando que tú estés vivo.
Lo menos que requería Eugenio era un reconocimiento de las instituciones culturales de México que hacen lo contrario a lo que predica su enseñanza., la del vikngo italiano. Pero la foto es muy buena y mi (¿ex amiga?) Lucina Jiménez ama el teatro, Ojalá hubiera hecho algo por él en este sexenio perdido Digo, algo más que ofrecer certificados de honora r a quien ya los tiene en le vida y en la obra.