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El malestar del teatro

Noviembre, 2023

¿Cómo hablar de los modos de producción artística de un «aparato» cuya estructura está hecha para invertir nada, o casi nada, del presupuesto que tiene el Estado anualmente para tal fin? Con esta pregunta inicial, el periodista y crítico teatral Fernando de Ita traza en el siguiente texto un diagnóstico de la situación que guarda la cultura, y especialmente el teatro, en estos momentos en México. De Ita es contundente: “Siendo realistas, sólo cambiando la estructura del «aparato cultural» se podrá salir del círculo vicioso”, escribe aquí. Por cierto: una primera versión de este artículo forma parte de una serie de reflexiones, en torno al teatro, convocada por la asociación cultural independiente El Milagro.

¿Cómo hablar de los modos de producción artística de un «aparato» cuya estructura está hecha para invertir entre el cinco y el ocho por ciento del presupuesto que tiene el Estado anualmente para tal fin? Para el 2023 el gasto proyectado para cultura fue de 20 mil 838 millones de pesos en su totalidad, pero en el mejor de los casos sólo tendrá mil 250 millones de pesos para producir cine, teatro, danza, música, literatura y demás manifestaciones artísticas. Si dividimos esa cantidad entre el número de películas, videos, montajes, coreografías, composiciones, conciertos, exposiciones, ediciones, performances, instalaciones y lo que falte, en toda la República, lo primero que vemos es que son los artistas quienes sostienen la producción artística del país en base a su mala vida —para resumir románticamente la precariedad y autoexplotación laboral de los gremios.

El ogro filantrópico y neoliberal que fundó el «aparato» cultural del Estado mexicano murió, en sentido real y figurado, con Rafael Tovar y de Teresa (1954-2016). La cultura fue para el PRI la cara amable de su dominio político, pero en lugar de apoyar directamente la creación artística como lo hizo Vasconcelos, levantó un «aparato» burocrático y sindical que terminó por tragarse el propósito fundamental para el que fue creado: la creación artística. La Secretaría de Cultura que apadrinó Enrique Peña Nieto estaba rebasada desde su inicio porque operaba con las viejas reglas de la meritocracia, cuando las redes sociales ya comenzaban a mostrar el cambio de paradigmas que traería la masificación del Internet, sobre todo en una población desentendida por la cultura institucional: los jóvenes.

Se dice entre los descontentos que el gobierno de Morena destruyó el «aparato» cultural de los neoliberales. Ojalá fuera cierto, porque es una estructura en ruinas que ya no responde a las necesidades, los gustos, las tendencias formativas y expresivas de las nuevas generaciones. Lo que hizo Morena en cultura fue, sin embargo, aplicar la máxima de su líder: 90 por ciento de lealtad y 10 por ciento de habilidad, eficacia, conocimiento. De modo que lo bueno que se había logrado en los diversos campos de la ficción se vino abajo y aquí nos tienen discutiendo con el mismo interlocutor cuyo motivo confeso no era el diálogo sino la desaparición de los colectivos que cuestionaban su política.

Como están las cosas, sólo nos puede ir peor en cuanto al papel del Estado como garante de la cultura. Y ni siquiera un cambio de partido en el poder mejoraría la situación, ya que el problema es estructural, y díganme qué gobierno se atrevería a jubilar y dejar sin empleo a las 20 mil personas que dependen directa o indirectamente de las instituciones culturales. Y el problema es nacional, pues los estados reprodujeron su propio Frankenstein y tienen los mismos problemas burocráticos, sindicales y presupuestales que la federación. Por cierto, con los neoliberales los estados funcionaban con fondos federales y sólo cubrían la nómina de toda la gente contratada para el funcionamiento del «aparato», salvo el salario de los artistas que deben hacer cola en las becas, los concursos y otros estímulos que el «aparato» tiene para apoyar a una minoría de minorías como es la de los artistas.

Si no hay quien pinte, quien cante, quien baile, quien escriba, quien haga teatro, cine, videos, ficciones de la realidad en tres palabras, los teatros, los museos, las oficinas, el «aparato» entero no tiene sentido. Pero aquí estamos, discutiendo por qué Efiteatro se ha convertido en un nido de agiotistas, y si ahora los gestores culturales son los que definen la política cultural; como si hubiera alguna en este sexenio, como si en verdad hubiera espacio para discutir, con todos los sectores involucrados, una estrategia para beneficiar efectivamente la creación artística. Eso no existe. Todas las mañanas constatamos que una es la realidad que viven día a día los habitantes de Morelos, por ejemplo, en la que con datos duros dan cuenta de que el gobierno de Cuauhtémoc Blanco es un desastre en todos los rubros de una buena gobernanza, y otra realidad es la que concibe el presidente de la república en la que, sin vivir todos los días en Morelos, asegura que ahí todo marcha muy bien.

Es evidente que toda voz disidente será ignorada y vituperada como traición a la patria, y en ese tipo de situaciones es donde la creación artística no sólo debe decir la verdad sino buscar la mejor manera de decirla, como enseñó Brecht. Apenas hace unos días, Fernanda del Monte se preguntaba en Facebook: “¿Cómo se generan espacios para la expresión compleja, para lo no políticamente correcto, para lo subrepticio, para lo que está al margen, para la negatividad en términos de hacer aparecer la diferencia?”. Desde mi punto de vista es más vital y más productivo hacer la barricada que discutirla, sobre todo cuando no importa lo que tú pienses porque el líder tiene otros datos. El problema de fondo es que el «aparato cultural» que se fundó en 1946 es tan obsoleto como el concepto de país que hoy tiene el ciudadano presidente. Por eso no ha volteado a verlo. Porque su cultura son los tamales de chipilín. Muy su derecho. El nuestro es reconocer que quien quedó fuera del «aparato» es la materia prima, las, los creadores de ficciones. Ya expuse en otro escrito que la culpa fue de los propios artistas, fundadores de instituciones que al comenzar a vivir como burócratas se olvidaron de poner en la nómina a los creadores[1].

Y aquí estamos, con el deseo de abrir una grieta en el muro. El problema es que no tenemos las trompetas de Jericó para derrumbar la infraestructura cultural más grande de Iberoamérica (que alguna vez fue la envidia de muchos países y hoy es una ballena blanca varada por su propia estructura). Cuando ya no importa quién está al frente de la cultura oficial, pues lo que no funciona es la estructura, qué más se debe esperar. Lo mismo. La precariedad, la competencia por los mendrugos. Siendo realistas, sólo cambiando la estructura del «aparato» se podrá salir del círculo vicioso de la cultura oficial para darles a los artistas un trato de sujeto social, como ocurrió en los países socialistas en donde la gente de teatro tenía un salario y seguridad social, incluida la jubilación.

Por otro lado, mientras la gente de teatro de diversas generaciones se quiebra el coco buscando una salida digna para su quehacer, hay millones de jóvenes creando a diario sus formas de expresión, haciendo comunidad virtual, descubriendo formas y temas sin prejuicio alguno, en pocas palabras: creando su propio teatro, mucho más accesible que cualquier sala de espectáculos, realmente a la mano del creador y el consumidor. Que esa cultura sea líquida es otro tema. Como dice Fernanda del Monte en el texto ya citado: es sorprendente que la gente de teatro con experiencia no vea que la producción artística está ligada a los cambios de paradigmas sociales, estilísticos, ideológicos, tecnológicos, virtuales. El gran misterio del teatro siempre ha sido cómo llevar a la gente al teatro. Si tuviéramos un público cautivo podríamos mandar al diablo a las instituciones. Pero ese público tiene su propio teatrino electrónico en la mano y difícilmente lo cambiará por la convivencia de una sala de teatro.

Paradójicamente, en el mundo de la imagen y de la realidad virtual, el cuerpo y sus atributos adquieren el poder de darle a esa inmaterialidad el impacto directo de la vida. Por eso creo que la mejor defensa que tiene el teatro es ser un presente para el futuro. Brecht decía que había que hablar del pasado para mostrar las fisuras del presente. Pero hoy que millones de celulares cuentan minuto a minuto la vida de la colmena, lo que no tenemos es una visión clara de mañana. No digo que el teatro tenga esa obligación, únicamente recuerdo que el teatro que nos sigue conmoviendo y enseñando algo de la insondable condición humana es aquel que en su allá y entonces nos vislumbró el porvenir.

Celebro la iniciativa de El Milagro porque nos permite soltar ideas e intercambiar puntos de vista sobre la precaria situación del teatro, pero dudo que nuestras reflexiones tengan un efecto concreto en la producción oficial y privada de las artes escénicas. Por esos insisto en que nuestra mejor defensa es hacer un teatro que cumpla de nuevo con reunir a la gente alrededor del fuego. Lo ideal sería hacer esa hoguera con los escombros del «aparato», pero me temo que tendrá que hacerse con las chispas que salten de cada obra radical que se haga (a pesar de tener todo en contra), porque como bien escribió Verónica Bajero: nuestra maldita y bendecida pasión por el artificio nos hará pagar los costos de mantener vivos los escenarios, hasta que la locura de hacer teatro nos incendie.

[1] Revista Salida de Emergencia, mayo de 2023.

Nota bene: una primera versión de este texto forma parte de una serie de reflexiones en torno al teatro —un diagnóstico en seis entregas—, convocada por la asociación cultural independiente El Milagro; pueden consultar las tres primeras en el siguiente enlace: aquí.

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