Septiembre, 2023
David Pastor Vico es sevillano pero nació en Bélgica en 1976. Tras años de ejercicio en la Universidad de Sevilla, el filósofo, escritor, divulgador y poeta se mudó a México hace más de una década. Aquí ejerció de profesor de Asesoría y Tutoría Pedagógica en la Dirección General del Deporte Universitario de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), institución donde también colaboraba activamente con TV UNAM y la Dirección General de Divulgación de las Humanidades. Todo marchaba bien para él hasta que un cáncer agresivo lo obligó a regresar a España para tratarse. Vico —como le gusta que le llamen— es además autor de Filosofía para desconfiados (2019) y Ética para desconfiados (editado en México por Planeta en 2021 y ahora en España ha visto la luz bajo el sello Ariel); Esther Peñas ha conversado con él.
Esther Peñas
Ética de la comunicación es la especialidad del filósofo y profesor David Pastor Vico (1976), belga por accidente y sevillano de raíz, capaz de reunir a catorce mil personas —su récord— en el estadio de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde daba clases hasta que un cáncer agresivo lo obligó a regresar a España para tratarse.
Vico —como le gusta que le llamen— es autor de Filosofía para desconfiados y Ética para desconfiados (publicado en México por Planeta en 2021 y ahora en España ha visto la luz bajo el sello Ariel), libro dirigido especialmente a los jóvenes para “aliviar su sufrimiento” y animarles a que conformen su propio criterio, confíen en el otro y se exilien del individualismo. No es pequeña la trucha.
—¿Cómo hacer que un desconfiado se fíe de algo tan etéreo como la ética?
—¿Cuántas horas tengo para contestar? Lo primero, hay que dar una definición de ética que nos permita avanzar en este cuestionario. Por ejemplo, la académica: ética es la disciplina filosófica que estudia las morales y sus normas. Pero ésta no nos servirá por ahora. Quizá esta otra se adapte mejor: la ética es el modo de relación de los animales humanos, nada más. Por tanto, está carente de juicio, es o no es. Si hablamos de animales no humanos, su modo de relación será etológico, pues la etología es la disciplina que estudia el modo de relación de estos entre sí. Serán, por tanto, las muchas morales de todo tiempo, en los humanos, y no la ética en sí, el cuerpo de normas y reglas que intenten ordenar y regular la eticidad, pretendiendo eliminar la incertidumbre en nuestra forma de actuar juntos y permitiéndonos así confiar en todo aquel que se atenga a estas normas. Pues confiar es saber que el otro, o los otros, harán lo que uno espera que hagan siempre, que acaten el sistema moral en el que convivimos. Por tanto, hasta los que se hacen llamar desconfiados no lo son tanto, pues en esta labor del vivir social constantemente brindamos nuestra confianza a profesores, cocineros, médicos, chóferes, banqueros, youtubers y hasta a la madre que nos parió. Y no nos percatamos de ello. Asumimos tanto el rol moral de cada uno, y de nosotros mismos, que lo que se convierte en excepción es cuando alguno de estos no responde a la confianza que volcamos en ellos. Un profesor que no enseña o maltrata a los alumnos, un cocinero que engaña a sus comensales o los envenena, un médico negligente, etc… es el ejercicio de la responsabilidad la obligación moral de todo el que recibe la confianza de los demás, pues la responsabilidad no es más que hacer lo que los demás esperan que hagamos dentro de un sistema moral común. Visto lo visto, permíteme que me dirija a todos los que se denominan desconfiados. ¿Cómo esperan sobrevivir en un mundo donde nadie asume sus responsabilidades? Respondo: es imposible. Así que, hay que confiar; lejos de un ejercicio cándido y desinteresado, es la única manera que hemos descubierto para no sólo seguir perpetuándonos, sino también para medrar y avanzar.
—¿Qué disposición de ánimo se requiere para “sobrevivir en este mundo hostil”?
—Históricamente esto ha sido más una cuestión más biológica, por instintiva, que filosófica. Hasta sabiéndonos enfermos de muerte, y créeme que sé de lo que hablo, queremos seguir vivos y plantar cara al mundo desde la adversidad, y con más razón si tenemos un motivo que consideremos valioso. No, el motivo no precisa ser trascendental, ya que hasta un simple hilo de esperanza, que nos haga creer que podemos salir del mal paso, nos sirve para seguir luchando por sobrevivir. Lo que me resulta descorazonador es leer en la prensa que el suicidio es una de las principales causas de muerte entre los jóvenes en muchos países, cuando la fuerza de la naturaleza debería bastar para que esto no tuviera sentido alguno, porque tenemos más motivos no sólo para sobrevivir en este mundo hostil, sino para querer conquistar las estrellas y ponerles nuestros nombres. Y el suicidio me preocupa profundamente. Así que te devuelvo la pregunta, ¿qué disposición de ánimo tienen aquellos para no querer sobrevivir a este mundo hostil? ¿Qué está pasando? ¿Qué estamos haciendo mal?
—El mundo, ¿siempre ha sido hostil, o en nuestra época esta hostilidad se acentúa?
—Nunca, por lo menos en España, hemos vivido una situación más propicia para vivir bien, para la buena vida, que es otra forma más clásica y a la par poética para definir qué es y para qué sirve la ética. En contra de la desinformada e impulsiva opinión popular, nunca hemos vivido más seguros, nunca hemos gozado de tantos y tan económicos adelantos tecnológicos, nunca la sanidad ha sido tan optimista en el tratamiento de enfermedades que hace pocos lustros eran mortales de necesidad. No me cabe duda de que hemos perdido valor adquisitivo con respecto a hace 30 años, pero donde el futuro no pinta halagüeño tenemos instituciones que aún dan amparo y posibilidad de vida a los cada vez más desfavorecidos de este maldito sistema neoliberal, tan lleno de claros y oscuros. Pues el mismo sistema que nos ayuda a curarnos de un cáncer nos vuelve desconfiados, individualistas, idiotas por definición. Y así nos convierte en marionetas de las emociones, de los impulsos que nos vuelven yonkies de unas endorfinas cada vez más caras de conseguir. Y nos empuja, por tanto, a un futuro incierto, donde el “nosotros” es tan escaso como los políticos inteligentes y comprometidos. Así que parece que estamos haciendo cada día más hostil este mundo a golpe de egoísmo y estupidez a partes iguales.
—La ética, ¿podría resumirse en aquello que piensa Kant sobre obrar como si nuestra acción pudiera convertirse en criterio universal?
—No quiero liar más a los lectores, pero el imperativo categórico kantiano, el que planteas en tu pregunta, es el pilar fundamental de lo que después llamaríamos “ética del deber”. Y lejos de ser una ética, como nos recuerda Gilles Lipovetsky, todos estos apellidos que ponemos los filósofos a las distintas “éticas” (virtud, práctica, religiosa, del deber, etc.), en realidad no son más que propuestas de distintos modelos morales. Resumiendo, como tales, y no pensando esto desde el maldito presentismo, no hay modelo moral erróneo siempre que sea aceptado por los habitantes de su tiempo. Hoy, muchas de las acciones morales que creemos que podrían convertirse en criterio universal, resultarán dentro de algunos años completamente ridículas y poco acertadas. Por tanto, debemos entender el esfuerzo kantiano por encontrar la piedra de clave de un arco moral universal, tan propio para el pensar de su época. ¿Lo necesitamos hoy? No sabría decirte, pero sí que le debemos mucho a Kant por atreverse a plantearlo, al menos.
—¿Qué valores éticos, a su juicio, son irrenunciables?
—Todos los valores están expuestos a una transvaloración constante, porque no hay moral que no cambie y que permanezca, tal cual, por siglos. Pero lo que sí considero irrenunciable, por atenerme a la pregunta, son aquellos aspectos que permiten la cohesión social y el poder vivir mejor en general. Así, la confianza en los demás, a fuer de parecer intenso, es un aspecto básico de nuestra animalidad y humanidad. Sin la confianza en los otros no se podría establecer ningún vínculo duradero y necesario para la socialización, de hecho, no habríamos bajado de los árboles.
—¿De qué manera han cambiado los valores morales éticos en los últimos, pongamos, cien años?
—Creo que sería más fácil acotar un poco las fechas. ¿Qué tal desde finales de la década de los ochenta a esta parte? ¿Cuánto tiempo dijiste que tenía para contestar todas las preguntas?…
“Es obvio que la sociedad se ha vuelto, siempre generalizando y molestando a algunos, mucho más inclusiva y considerada en cuestiones de género, tendencia y autodefinición sexual. El respeto a estas diferencias se ha impuesto sobre el discurso de la tolerancia, tan de moda hace algunas décadas. Pero en esta carrera por la diferenciación y la búsqueda de la etiqueta adecuada, también hemos perdido todo sentido de pertenencia agudizando la atomización social. Donde antes había una clase trabajadora, una clase media y unos pocos ricos, hoy todos somos clase media, pero tan absurdamente segmentada que finalmente nadie se considera igual al vecino y no deja de intentar reivindicar el estatus que cree debe ostentar. En nuestra deformada autopercepción hay quienes se creen ricos cuando lo único que tienen es deudas y unas ínfulas de superioridad a prueba de bomba. ¿Nos extrañan los avances de las derechas en un mundo donde todos se creen clase media? Las políticas conservadoras siempre favorecerán a las clases medias… ¡pero a las de verdad! Y en este juego de la transvaloración, en las últimas décadas nos hemos creído también que el derecho a opinar, por ejemplo, está por encima de la opinión vertida. Que podemos hablar de cualquier cosa desde la más profunda ignorancia y sin pudor, porque simplemente me place hacerlo, no porque deba o esté legitimado. A mayor ignorancia de lo que se opina, mayor atrevimiento y temeridad, porque simplemente el sujeto carece de las herramientas que lo mesuren, y del talante necesario para no salirse fuera del tiesto. Claro, estos derrapes de la sinrazón son de ida y vuelta, así que también en esta carrera por la dignidad mal entendida de las identidades no hay opinión que no ofenda y no hay piel que no se hiera con el aleteo de una mosca. Y mientras el patólogo despotrica e igual que escupe sandeces sin reservas, defiende su derecho a no ser ofendido por dar su opinión sincera. Antes decíamos que sólo ofendía el que podía… claramente esto ha quedado desfasado”.
—¿Cómo entender que hayamos renunciado sin el menor recelo a un valor como la privacidad (permitimos que todo tipo de aplicaciones acumulen nuestros datos personales, los rastreen…)?
—No, no hemos renunciado a la privacidad, hemos renunciado a cuestionarnos muchas cosas, cómo qué saca de mí una red social que aparentemente es gratis y me hace pasar tan buenos ratos. Si la gente se molestara en averiguar esto, o qué implica estar geolocalizado en todo momento, tener las cuentas de banco en el teléfono, consumir información desde las redes, aceptar todas las cookies ciegamente, los contratos de servicios de las aplicaciones móviles… ¡¿Ya parezco un conspiranoico más?! En fin, hemos aceptado sin mucho desagrado suspender cualquier ejercicio de la razón en nuestra relación con las tecnologías, porque es más cómodo, porque no tenemos tiempo, por la razón que quieras esgrimir. El problema es que enseñamos con nuestro mal ejemplo cómo deben actuar nuestros hijos. Espero de todo corazón que algún día nos lo reclamen, estaría muy bien.
—¿Qué nos cuesta más, actuar, tomar decisiones o asumir las consecuencias de nuestros actos?
—Sin duda, nos cuesta más decidir. Decidir y elegir son dos palabras íntimamente ligadas al mundo de la moral y la ética; de hecho, son la clave de bóveda que une a ambas. No estamos hablando de decidir sobre la marcha, no es elegir entre pollo o pasta en un avión. Decidir requiere conocer y conocernos, saber y ponderar, adelantarnos a las consecuencias dentro de nuestras posibilidades intelectivas. La decisión de la que hablamos parte del carácter impelido por la razón, por el pensamiento crítico. Tomada ya la decisión, la acción y la asunción de responsabilidades sobre las posibles consecuencias van todas a una. Pero, ¿y si nos falta lo principal? ¿Y si no hay juicio crítico? ¿Y si todo es una cuestión de carácter puro, sin más, un impulso casi animal? Pues, efectivamente, solemos dejarnos llevar por lo primero que se nos presente que sea capaz de movernos las vísceras. Votar a un partido populista, comprar por el placer de hacerlo, actuar como si fuéramos el último reducto de sensatez del universo, o comprar libros de autoayuda… la lista podría ser interminable.
—¿Cuándo conviene, si es que conviene hacer en algún caso, dejarse llevar por la fuerza de la costumbre?
—A mí me encantan las costumbres que involucren a mi familia, a mis amigos, a mis vecinos y a cualquiera que desee pasarlo bien juntos de manera cabal y sin tener que pedir dinero prestado, por ejemplo. Lo contrario no lo comparto por principio. Pero cada cual es libre de hacer de su capa un sayo. Las costumbres generan una pauta, un orden en nuestra temporalidad que agradecemos, que nos da cierta paz, cierto gusto íntimo. Los bailes de fin de curso de los niños en el colegio, las visitas los fines de semana a los abuelos, las reuniones de amigos para echar un café, una carne asada o ir a ver un concierto. Esta ritualidad es muy positiva, como insiste el filósofo José Carlos Ruiz. Vivir en la constante innovación, en la no repetición que necesita toda costumbre, puede llegar a ser un muy buen motivo de estrés y de desinterés ante esa imposición ficticia del no tener que repetir. Pocas cosas me agradan más que ir siempre al mismo comercio y que quien atiende me diga: ¿lo de siempre?
—¿Todo lo que merece la pena en la vida requiere esfuerzo?
—No creo que todo, quizá algunas cosas que merezcan la pena sólo requieren tiempo y dedicación, pero no tiene porqué entenderse como un esfuerzo. Quien disfruta con la lectura fantástica no creo que considere un esfuerzo leerse la obra de Tolkien. Para mí, un esfuerzo sería tragarme un concierto de Bad Bunny, no me cabe duda, pero no uno del grupo de metal Gojira, que a lo mejor haría desesperar igualmente a un fan reguetonero. Eso sí, hay cosas que merecen la pena en la vida y que, por supuesto, requieren esfuerzo, como la formación, medrar en el ámbito laboral, las relaciones amorosas o la amistad. Pero siempre es mayor el beneficio que el esfuerzo realizado cuando llegas a buen puerto, y eso depende en mayor medida de nuestra tenacidad, honestidad y sacrificio que de la suerte, aunque esta última no debe despreciarse nunca.
—Uno de sus ejes consiste en que la capacidad de resolver los problemas más acuciantes depende de la ética moral. Sin embargo, el sistema en el que vivimos, el capitalismo, no parece favorecer mucho este mecanismo.
—El neoliberalismo, que no es más que la última actualización del capitalismo, no fomenta la cohesión social. Y toda sociedad precisa de la construcción moral para regularse y definirse. En un mundo como en el que vivimos, de individuos, y no de ciudadanos en su sentido más clásico, la moral parece más un estorbo para los logros personales que una red de protección común. De hecho, no hay individualista que se precie, que no anteponga la defensa de sus libertades personales a la asunción de los deberes sociales que la moral promueve. Pero estos adalides de la idiotes griega, que definía de esta forma tan simpática a quienes sólo se preocupaban de sus asuntos y no observaban ni participaban de lo público, necesitan que los demás, los otros, sí actúen como se espera que lo hagan para poder así medrar a su costa. El individualista es, por tanto, un oportunista creado por un sistema que le conviene dividirnos, atomizarnos y no permitir la molecularización del tejido, no sea que haga algo distinto a lo que necesita para perpetuarse: mantenernos aislados fomentando la no decisión, la acrítica como normatividad, la emoción como motor, y el consumo como única acción posible ante cualquier situación. No, este modelo económico y social parece que, a efectos morales, no nos ayuda mucho, pero es el que tenemos para bien y mal, y parece que no hemos sido capaces de inventar algo mejor… no lo sé. Hace cincuenta años, el Club de Roma anunció el declive del modelo económico y social precisamente en esta segunda década del nuevo milenio. Quizá se quedaron un poco cortos, no lo sé, pero los vientos de cambio siempre me parecen emocionantes.