Artículos

La bochornosa aceptación del relajo

Jorge Portilla, seis décadas después

Agosto, 2023

No pertenezco a ningún grupo de filósofos; no quepo dentro de ningún casillero de la filosofía mexicana”, le dijo Jorge Portilla a Rosa Krauze en una ocasión. Y tenía razón. El filósofo mexicano al que no podía medírsele bajo los cartabones académicos tradicionales ocupa un lugar incuestionable e indudable dentro del olimpo de nuestros grandes filósofos. Nacido en la Ciudad de México (entonces Distrito Federal) en 1918, Jorge Portilla estudió Derecho en la UNAM, aunque nunca ejerció como abogado. En esta misma universidad estudió filosofía, formación que completó y amplió después en Europa (Francia, Bélgica y Alemania). Hombre inteligente y carismático, formó parte también de Hiperión, el grupo que revolucionó el pensamiento filosófico, entre 1948 y 1952, al reflexionar sobre México y lo mexicano usando conceptos y categorías de la filosofía existencialista. La obra del grupo Hiperión es uno de los momentos más originales de la filosofía mexicana. Ahora que se cumplen seis décadas de su partida Jorge Portilla fallecería sorpresiva y prematuramente a los 45 años de edad, el 18 de agosto de 1963, Víctor Roura aquí lo recuerda.

1

Fallecido el 18 de agosto de 1963, un lustro antes de cumplir el medio siglo de vida, Jorge Portilla, pese a su corta edad, entendió, y desglosó con certeza, el humor del mexicano en diversos y distintos ensayos académicos.

2

Cuando Víctor Trujillo se metamorfosea, o se mimetiza, de humorista a cómico y de cómico de plano a relajiento, y luego, con la investidura de todos estos papeles, se desplaza astutamente para representarse como periodista evidencia, aunque quizás esa no sea su intención prioritaria, el traslúcido cargo central que mejor carga consigo: el de la laxitud bastarda, lo mejor que lo viste al suplir, desparpajadamente, los rasgos finos de la ironía con el descaro del mercado vómico que aplaude cualquier simpleza sustituyéndola por el vulgar chistorete de la temporada. El frenesí desenfrenado (¿hay frenesí que no sea desenfrenado?) que otorga el éxito momentáneo —que es decir la absoluta confianza de sí mismo generada por la benevolencia económica— ha vaciado en un molde establecido la configuración del oficio de Trujillo; esto es, la reiteración de su fórmula comiquera ha llegado al clímax de tal modo que su actuación se ha vuelto demasiado predecible: el humor ha sido sustituido, lamentablemente, por el invariable y apetecido relajo, remarcado aún más cuando este comensal comiquero se ha convertido en un “periodista” opositor a la administración obradorista reformulando su catálogo del relajo para subrayar el predominio de la manipulación mediática.

Y si hay que volver al maestro Jorge Portilla (fallecido a sus cuatro décadas y media el 18 de agosto de 1963, justo hace 60 años), volvemos con gusto a releer sus invaluables apuntes: “El comportamiento cuyo sentido es designado por el término relajo consta de tres momentos discernibles por abstracción. En la unidad de un mismo acto se encuentran: en primer lugar, un desplazamiento de la atención; en segundo lugar, una toma de posición en que el sujeto se sitúa a sí mismo en una desolidarización de valor que le es propuesto; y, finalmente, una acción propiamente dicha que consiste en manifestaciones exteriores del gesto o la palabra, que constituyen una invitación a otros para que participen conmigo en esa desolidarización”.

3

El relajo, efectivamente, “siempre reviste el carácter de digresión; siempre es cierto desvío de algo. No es un acto originario y directo, sino derivado y reflejo”.

El relajo es invocación a otros presentes. Sin ellos, no es posible echar relajo. Y para eso están los televidentes, como bien lo sabe Víctor Trujillo, para soportar, o valorar, el relajo producido por la “estrella” del momento. Portilla hace un ingenioso símil de relajo con la clásica fiesta del mexicano: “En la fiesta el valor a alcanzar es la alegría. Su sentido es actualizar la alegría. Ahora bien, para que en la fiesta haya realmente alegría es menester que los participantes guarden una conducta regulada por ese valor vital. Es menester que nadie adopte una conducta que lo convierta en un aguafiestas. En esta medida la fiesta tiene algo de una ceremonia, en la cual la regulación es menos rígida, menos precisa, menos significativa y más expresiva. Pero si bien en la fiesta la regulación es más libre y la espontaneidad encuentra en ella un margen mayor y una mayor libertad, no es menos cierto que se halla, como en la ceremonia, sujeta a ciertas reglas cuya violación implica un fracaso de la fiesta como tal”.

Por supuesto, ¿para qué están los espectadores en los programas de los relajistas (en la televisión, en la radio, en las plataformas) si no para festejar sus gracias?

“El hombre del relajo efectúa un movimiento profundamente irracional que consiste en la supresión de todo futuro regulado”, sentencia Portilla en su libro póstumo Fenomenología del relajo, publicado en 1966, tres años después de su muerte, un recopilatorio con diversos ensayos del filósofo, y que, este año, ha sido nuevamente reeditado por el Fondo de Cultura Económica.

4

El relajiento, sí, es profundamente irracional porque de antemano sabe que su “irracionalidad” es apoyada por los innumerables partidarios que sólo buscan el entretenimiento ocasional, instantáneo, volátil, divertido, representado por una audiencia indiferente al humor pero ensimismada hondamente en el relajo: es más, mientras menos humor tenga un cómico más padre será el relajo.

Lo que antes hacían en las carpas nuestros primeros humoristas (Palillo, Tin Tan, Pardavé, Vitola, Cantinflas, Borolas, Soto), con gran ingenio e incluso riesgos, hoy los relajistas, o relajientos, lo simplifican hasta el absurdo. En su libro Joaquín Pardavé / El señor del espectáculo (Clío, tres tomos, 1996), Josefina Estrada dice que en ocasiones el albur se presentaba casualmente y no había manera de controlar la situación, como en una escena que presenció Enrique Alonso entre Pardavé y la Wilhemy: “La actriz tenía que decir yo confundí, pero dijo confundí yo. Entonces Pardavé se ataco de risa. La Wilhemy no sabía de qué se reían, él y todo el público. Era muy cómico ver que Pardavé no podía continuar su diálogo por la risa. Cuando terminó el sketch, ella le pregunto:

“—¿Pero qué es lo que dije? —cuestionó la actriz.

“Pardavé trataba de decírselo y no podía”.

Ah, tiempos entonces de inauguración cómicas. Porque el albur era un elemento de la comicidad y no una trivialidad predecible, como lo es ahora. Por algo, hoy en día el buen humor es un asunto postergado: si el relajo lo puede sustituir, ¿para qué quebrarse la cabeza en busca de ingeniosos acertijos? Para ser relajista no es necesario, vamos, ni ser un relajista nato, y como ejemplo bastaría con citar a los comentaristas deportivos que, de pronto, sueltan chistes a propósito de lo que están siendo testigos. Porque la risa no es controlada forzadamente por la materia gris: hay incluso excelentes humoristas que no mueven a la risa acaso porque el humor no requiere el aval de la risa, a diferencia de la comicidad, que tiene que ver, y mucho, con el relajo.

5

“En la acepción más amplia puede decirse que se llama ingenio a cierta dramática manera de pensar —dice Henry Bergson en su clásico libro La risa—. En vez de manejar las ideas como símbolos indiferentes, el hombre de ingenio las ve, las escucha, sobre todo las hace dialogar entre sí como si fuesen personajes. Las hace salir a escena y sale él también en cierto modo. Todo pueblo que guste del ingenio es naturalmente apasionado del teatro. En todo hombre de ingenio hay algo de poeta, como en todo buen lector hay una iniciación de comediante”.

Y ya sabemos, pues, que en México el mexicano no es un apasionado del teatro. Por lo tanto…

Bergson, una vez más: “De un lado vemos que no hay diferencia esencial entre una frase cómica y otra ingeniosa y, por otra parte, la frase de ingenio, aunque ligada a una figura de lenguaje, evoca siempre la imagen clara y precisa de una escena cómica. Esto equivale a decir que lo cómico de lenguaje debe corresponder, punto por punto, a lo cómico de los actos y de las situaciones, y que no es más que su proyección, por decirlo así, sobre el plano de las palabras… Para que una frase aislada sea por sí misma cómica, una vez desasida de aquel que la pronuncia, no basta que sea una frase hecha, es preciso además que lleve un signo que nos ayude a conocer, sin titubeo posible, que ha sido pronunciada de un modo automático. Y por esto sólo puede ocurrir cuando la frase encierra un absurdo manifiesto, ya sea un grosero error, ya una contradicción de palabras. De ahí esta regla general: se obtendrá una frase cómica vaciando una idea absurda en el molde de una frase consagrada”.

Los cómicos nacionales se atienen, al parecer, a esta monumental regla, aunque en ello desfiguren sus posibles siluetas humorísticas.

6

Verdad cierta: las frases cómicas, pronunciadas mecánicamente (es decir por reacción, desalojando los cálculos del ingenio, sin la búsqueda de otras intenciones), provienen las más de las veces de estos, como prefiere llamarlos Bergson, “groseros errores” que no son sino las procacidades y los albures que, de tan dichos, ya causan ocasionalmente lástima y bochorno en la industria mediática: ¿se habrá imaginado alguna vez Jorge Portilla que llegaría el momento en que la gente en los medios hablaría de manera grosera con palabras altisonantes como si hablar a carretonadas, como se dice normalmente cuando se habla insultando, fuese lo más normal en el lenguaje cotidiano?

Porque los relajientos encuentran sitio en cualquier foro, por más solemne que éste sea: si en el propio Congreso saltan a la vista las comicidades, ¿por qué una Patricia Chapoy no iba a recetarle públicamente un tecito con hojas de orégano a Lucero para evitarse las tremendas flatulencias que la cantante pop dicen que desaloja de su cuerpo en sesiones públicas con periodistas del ramo?

Como se mira, de tan fácil que es la comicidad y su secuela el relajo, hasta los periodistas se pueden dar el lujo de participar en esta orgía bochornosa del relajo…

Jorge Portilla

Víctor Flores Olea / Alejandro Rossi / Luis Villoro

Hacia el año de 1947, un grupo de filósofos empezaban a expresarse públicamente guiados por un propósito común: situar la filosofía en lo concreto. La lucubración metafísica, desdeñosa de la realidad social, la vacua invención de sistemas, la caza de personales “concepciones del mundo” conducía a la esterilidad. Otra tarea aguardaba a la filosofía: iluminar racionalmente la circunstancia histórica que nos toca vivir, esclarecer el mundo en torno, para comprendernos en él. La filosofía debía “salir a la calle”, a mirar con sus propios ojos. Sus instrumentos conceptuales cobrarían nuevos significados, al aplicarse a la realidad que encontraran. Sólo así, se pensaba, podría crearse una filosofía mexicana auténtica, nacida del esclarecimiento de la propia realidad. El grupo “Hiperión” creyó ver en esa tarea un programa generacional. Influidos por filosofías del compromiso con lo concreto —el existencialismo en todos ellos, un humanismo marxista en algunos— intentaron aplicar sus categorías a la dilucidación racional de la circunstancia mexicana. La historia social y cultural del país, sus expresiones espirituales, sus cotidianas formas de comportamiento y actitudes ante la vida suministraban el material del que partía la reflexión filosófica. Esta tendencia se expresa claramente en uno de los pensadores más lúcidos del grupo: Jorge Portilla.

El 18 de agosto de 1963, a los 45 años de edad, se truncó la vida de Jorge Portilla. Su presencia había sido una incitación permanente a la inquisición racional y un reto a buscar con sinceridad la verdad propia. La filosofía no fue para él asunto exclusivo de escuelas y academias sino una forma de vida que obligaba, a quien la abrazaba, a la dolorosa tarea de cuestionar sin descanso el mundo cotidiano. Personalidad comunicativa, pensaba y padecía en el diálogo y, tal vez por ello, siempre sintió un tanto ajena la palabra escrita, que ponía el interlocutor a distancia. Sus publicaciones fueron escasas y se encuentran dispersas en periódicos y revistas; en muchas, se nota una sorda lucha del autor con las palabras inertes, afán de perforar el cerco de la prosa y tocar personalmente al lector, para recobrar el diálogo perdido.

En sus escritos se advierten influencias decisivas: la fenomenología, Sartre y, más tarde, un humanismo marxista vinieron a unirse, en su espíritu, a un catolicismo vivo que siempre se negó a pactar con cualquier forma de fariseísmo. Mas las doctrinas aprendidas eran instrumentos para ver mejor con ojos propios. Todos sus ensayos son expresión de una visión personal y libre de ese mundo oscuro y conflictivo que es aún el nuestro. Dirigida en gran medida a esclarecer aspectos característicos de la vida comunitaria de México, su reflexión respondía también a otra necesidad vital: arrojar alguna luz sobre una época que sentía desgarrada. Hombre de crisis, Portilla vivió en propia carne los conflictos espirituales y sociales de nuestro momento. Sus escritos reflejan una amplia gama de preocupaciones que convergen, sin embargo, en unos cuantos temas centrales, conflictivos. Su pensamiento procedía por intuiciones rápidas y ejemplos sugerentes: estilo propio del ensayista nato y no del filósofo académico. El ensayo libre, cruzado de ideas luminosas, permeado de pasión contenida, era su mejor medio de expresión. Y en ese género nos dejó páginas que habrán de recordarse.

[Desperdigada en distintas publicaciones, la obra de Jorge Portilla fue compilada de manera apretada por Luis Villoro, Alejandro Rossi y Víctor Flores Olea en 1966, bajo el título de Fenomenología del relajo, tres años después de su prematura muerte. Este breve fragmento forma parte de ese libro, que, en este 2023, ha vuelto a reeditar el Fondo de Cultura Económica en su Colección Biblioteca Universitaria de Bolsillo.]

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button