Julio, 2023
El escritor noruego Karl Ove Knausgård debutó en 1998 con Ute av verden (Fuera del mundo), una novela celebrada por la crítica y los lectores que le valió el Premio de la Crítica Noruega. La segunda, En tid for alt (Un tiempo para todo), lo situó como una de las voces a seguir de las letras escandinava contemporánea. Pero fue con Mi lucha —un proyecto literario de seis novelas de no ficción autobiográficas, publicadas entre 2009 y 2011— el que lo catapultó a la fama y ser considerado el mejor escritor noruego desde el dramaturgo Henrik Ibsen. Luego vendría otro ambicioso proyecto de cuatro volúmenes, en 2021, bajo el título de Cuarteto de las estaciones. Ahora, Karl Ove Knausgård regresa con una nueva novela, La estrella de la mañana. El periodista y editor Marc García García ha conversado con él.
Marc García García
Desde que publicó, entre 2009 y 2011, los seis volúmenes de Mi lucha, su serie de novelas de no ficción autobiográficas, Karl Ove Knausgård se ha convertido en uno de los autores más destacados de las últimas décadas, responsable de un proyecto narrativo de una ambición muy inhabitual, que literalmente no tiene límites: no los tiene en cuanto a los temas que trata, ni en cuanto a la exhaustividad con que los aborda, y parece impulsado por el deseo salvaje de querer observarlo todo, incluso lo más minúsculo y aparentemente banal, lo que ha solido considerarse poco digno de atención, para revelar lo que oculta y enseñarnos a mirarlo de nuevo. Mientras pensaba en cómo plantear esta pequeña introducción, leí unos fragmentos de En verano, el último volumen de la serie de pequeños ensayos y textos autobiográficos conocida como Cuarteto de las estaciones, y me pareció que no podía explicar mejor cuál es la naturaleza y el embrujo del estilo y del proyecto de Knausgård que con sus propias palabras, así que pensé en leer un par de citas. Esta es la primera:
“Si hay algo que no caracteriza a la vida es la estilización, el orden y la sistemática. En la naturaleza casi todo es espinoso, rugoso, nudoso y desigual, entremezclado e ilimitado”.
Y esta es la segunda (transcribo sólo algunos fragmentos):
“Algo surge en la plenitud […] La plenitud es lo contrario a la lógica, el enemigo de lo limitado, el amigo de lo infinito. Con plenitud de sentido nos referimos a esa intensa sensación que surge cuando nos encontramos ante una obra de arte o leemos un libro, esa sensación de ‘más’ o ‘mucho más’ […] La plenitud abre el mundo, incluso la parte más pequeña, hacia el infinito. Cada verano, cuando los cereales están maduros y paso en mi coche por delante de los campos labrados de donde vivo, por carreteras estrechas que serpentean por el luminoso paisaje tan seco y tan dorado, durante mucho rato completamente inmóvil, incluso los molinos de viento están parados, y los árboles, con su tupida cortina de hojas verdes, se estiran hacia el cielo de color azul profundo, hasta que sopla el viento y todo se pone en movimiento, como si una ola atravesara el paisaje, entonces pienso: ¡si se pudiera escribir así!”.
Pues bien: resulta que sí se podía escribir así, y Karl Ove Knausgård lo ha conseguido. En un momento dado del libro, uno de los personajes de La estrella de la mañana habla de “todo ese engorro de lo pequeño y lo preciso, cuando lo tentador era lo grande y lo impreciso”. Ignorando todo convencionalismo sobre lo que debería o no ser una novela, Knausgård coge lo pequeño y, declarándose abiertamente “enemigo de lo limitado”, lo hace grande, abrazando e integrando en su propia forma todo lo que la vida tiene de “espinoso, rugoso, nudoso y desigual, entremezclado e ilimitado” para conseguir el enorme propósito que se había marcado desde el principio: abrirnos el mundo, ‘incluso la parte más pequeña, hacia el infinito’.
No sorprende, pues, que, como dijo una vez Zadie Smith, después de leer el primer volumen de Mi lucha sus lectores necesitáramos el segundo como una dosis de crack. Tras esos dos volúmenes vinieron cuatro más, hasta completar los seis de Mi lucha; luego leímos el Cuarteto de las estaciones, donde encontramos a un Knausgård aún más fluido y libre, y ahora acaba de presentarse La estrella de la mañana, su regreso a la ficción propiamente dicha tras un paréntesis de dieciséis años.
—Gracias por esta novela. Lo has vuelto a hacer, es muy buena. Quería preguntarte por los elementos sobrenaturales, que en un primer momento nos pueden resultar sorprendentes, pero quizá no lo sean tanto teniendo en cuenta que tu segunda novela (En tid for alt, ‘Un tiempo para todo’) va sobre ángeles, y que en tus obras no sólo quieres describir el mundo sino conectarlo con algo trascendente, primario. Los lectores te conocimos con la serie de Mi lucha, por la que se te etiquetó de hiperrealista: ¿crees que eso pudo distorsionar la perspectiva que tiene de ti como autor el público, que sólo ahora podrá descubrir lo que puedes hacer en realidad?
—(Risas.) Bueno, es culpa mía por haber escrito tanto sobre mí mismo. Siempre he sido lector, he leído toda la vida. De pequeño leía muchos libros, y siempre me han gustado los que me llevan a sitios en los que no he estado. Después, cuando empecé a escribir y a leer literatura más seria, los autores que de verdad me encantaron fueron Borges, Calvino, Cortázar, Gabriel García Márquez, Salman Rushdie… la tradición fantástica. Intenté implantar eso en mi realidad, en Noruega, pero no funcionó, y al final escribí mi primer libro, que era más o menos realista. El segundo sí va sobre ángeles, como has dicho antes. Ahí fue cuando pensé: “Vale, ahora sí soy un escritor, porque puedo escribir sobre cosas que no existen, que no están en mi mundo”. Pero entonces llegó Mi lucha, y por razones especiales tuve que escribirlo. Sin embargo, por temperamento, como escritor tiendo más a aquel tipo de literatura, y ahora que he vuelto a la ficción es este el lugar al que quería ir, por muchas razones, de las que quizá hablemos.
—La estrella de la mañana tiene elementos de novela de género, lo que lo convierte en un nuevo tipo de page turner knausgardiano, aunque a la vez sigue siendo el tipo habitual de page turner knausgardiano…
—¿En plan cosas aburridas?
—(Risas.) ¡Sí! Estamos todos ansiosos de más cosas aburridas. Lo que te quería preguntar es en qué medida querías seguir las convenciones del género o hacer algo distinto con esta novela.
—Quería hacer algo distinto, y creo que ningún autor sabe cómo escribir una novela. Ese es el punto de partida: que no sabes cómo hacerlo. Con una novela tienes muchas posibilidades, puedes coger cualquier cosa y meterla dentro y seguirá siendo una novela. Puedes meter poesías, artículos de periódico, ensayos, lo que quieras. La novela es una cosa muy libre y muy abierta. Yo me limito a intentar hacerlas lo mejor que puedo, y para eso hay que ir siempre paso a paso: todo sucede en el instante en el que escribo, lo cual lo hace todo muy excitante, pero también muy arriesgado, porque en cualquier momento puedes fallar. En esta novela yo quería un coro de gente: mucha gente, muchas voces diferentes, y todas mirando la misma cosa. Al principio del libro, hay algo en el cielo: puede ser una estrella, una supernova, algo sobrenatural, pero el caso es que está ahí, en el cielo, y todo el mundo lo ve. Da miedo, porque nadie sabe qué es: todos ven lo mismo, pero lo entienden de formas distintas. Eso es un poco lo opuesto de lo que estaba haciendo antes, donde había un solo hombre y el mundo entero entraba en su interior. Este libro va sobre las relaciones entre la gente, sobre cómo algo puede ser entendido de manera completamente distinta, desde distintas perspectivas. Esa es la posibilidad que ofrece la novela: la de explorar algo desde muchos ángulos, y preguntarnos qué define nuestra forma de mirar las cosas, de dónde viene la forma que yo tengo de mirarte a ti… Y todo eso tiene que ver con la cultura, y el lenguaje, pero también con nuestros padres, nuestras experiencias, que nos hacen ver el mundo de la forma en que lo vemos y ser las personas que somos, y eso cambia de persona a persona.
—En esta novela hay muchos personajes que necesitan cuidados (niños, ancianos, enfermos) y otros que cuidan, pero tienen sus propios conflictos con la idea de cuidar de los demás. Tanto en esta novela como en otras novelas tuyas, ¿de qué forma los cuidados que dan y reciben moldean y determinan a los personajes?
—Es una buena pregunta. Cuando escribo lo hago de forma muy intuitiva y no suelo pensar en estas cosas: hay un personaje y escribo sobre él, o sobre ella, pero no pienso “Esto va a ir sobre cuidados” o lo que sea: simplemente pasa. Yo quería escribir sobre una buena persona, que es alguien que da y no toma. Cuando escribí Mi lucha me di cuenta de que es fácil escribir sobre gente que toma cosas: eso deja un hueco, deja algo sobre lo que es fácil escribir. En cambio, escribir sobre gente que da es muy difícil. Es gente desinteresada, que no pide nada, y además la mayor parte de lo que se da es invisible, la gente que lo recibe ni siquiera se da cuenta.
—Has dicho alguna vez que uno de los temas más importantes de la novela es qué sucede cuando los límites empiezan a disolverse, y creo que el asunto de los límites está presente en muchos de tus libros. Pienso en un texto que se llama “Marcos”, incluido en En otoño. Allí se menciona la idea de que en la naturaleza las cosas no tienen límites, pero eso es algo que nosotros no podemos comprender, porque necesitamos marcos que nos sirvan de referencia. En la novela parece que algo pasa en la naturaleza, que los límites van a desaparecer, y pensé que quizá querías representar esa cualidad ilimitada e incomprensible de la naturaleza. También me preguntaba qué piensas sobre los problemas a los que se enfrenta la naturaleza hoy.
—¡Sí! (Pausa.)
—Ésta es difícil, lo sé…
—(Risas.) ¡Sí! Sólo tengo que intentar encontrar una forma de contestar. Sí: creo que si uno piensa sobre la estrella que hay en el cielo, y que nadie sabe qué es… ¿Podemos imaginar algo que nadie sepa qué es? No lo creo: siempre pensamos que si aparece algo de lo que no sabemos nada, en uno o dos días alguien sabrá de qué se trata. Puede aparecer un objeto raro, un animal extraño, un fenómeno desconocido en una playa de Japón y muy pronto sabremos qué es. Lo tenemos todo bajo control, y lo hemos puesto todo en cajas: tenemos la filosofía aquí, la psicología ahí, la física allí, la biología allá, política más allá… Lo tenemos todo organizado y fijado, y tenemos la sensación de que lo sabemos todo… He leído sobre Brasil y conozco alguna gente de allí, como Pelé, así que lo sé todo sobre Brasil… Y luego vas y allí hay un montón de gente y en realidad ves que no tenías ni idea, y que sólo tenías la sensación de que sabías algo. El Big Bang… yo no sé nada de eso, y creo que ni siquiera la gente que lo inventó sabe lo que es. No sé por qué estamos aquí, ni cómo es posible que nazca algo a partir de nada… Realmente no sé nada. En la novela intenté mover un poco las fronteras entre las cosas; no mucho, sólo un poco. Está la estrella desconocida, o la frontera entre la vida y la muerte, que creemos que es exacta, y que separa dos cosas distintas, pero luego hay todo lo que está entre medio de la vida y la muerte: las estrellas, la religión… Esa frontera se desplaza un poco en el libro. Y luego los animales empiezan a comportarse de forma algo diferente, y eso resulta increíblemente amenazador, porque no sabemos qué está pasando. Eso es lo que el libro intenta hacer: empujar esas fronteras un poco. El verdadero punto de partida del libro fue la idea de que habíamos dado la espalda a la naturaleza. Ya no estamos conectados con ella: sabemos qué es, pero somos distintos, no somos naturaleza. Pienso en la muerte casi como en el último resto de naturaleza: la muerte viene y te arranca de ella, y eso es naturaleza. Toda esta clase de cosas están en el libro, pero cuando lo lees no creo que se vean: son más bien la clase de cosas en las que pienso cuando escribo.
—En la novela hay varios personajes que tienen una relación particular con la religión. Cada uno de ellos tiene su propia idea de ella, y la usa de la manera en que le resulta más útil. En algunos de tus libros, la religión aparece como algo en lo que tú probablemente no creas, pero con lo que aún tienes una relación particular y que quizá todavía tenga algo que decirnos sobre el mundo de una forma que puede que hayamos olvidado. Así que quería preguntarte por estas distintas visiones de la religión en el libro, y también por la tuya propia.
—Como persona en el mundo, no pienso demasiado en la religión. (No pienso demasiado, en general.) Pero cuando escribo siempre acabo con cosas de la Biblia, o de los mitos. En la Biblia hay historias increíblemente poderosas, tanto que han sido leídas durante miles de años: si uno escribe, sabe lo increíblemente difícil que es resultar interesante durante una semana, o un mes, y estas historias llevan resultando interesantes miles de años, porque son esenciales. En la Biblia, las buenas historias son muy cortas, y todas las partes aburridas son muy largas; hay grandes historias que son casi nada, pero se pueden leer de muchas formas diferentes. Nos permiten acceder a algo que es verdadero y contemporáneo, aunque no en el sentido habitual. Si a uno le interesan las preguntas existenciales, como por qué estamos aquí, la religión está muy cerca de la filosofía. Por eso sigue apareciendo en mis libros: es una forma de entender las cosas. Jean Genet escribió una vez un ensayo sobre una pintura de Rembrandt en el que contaba una anécdota en la que iba en un tren y tenía sentado al lado a un hombre muy feo y desagradable que mascaba tabaco, alguien que claramente no era bueno, y se preguntaba qué pasaría si en realidad esa persona valiera lo mismo que él, fuera su igual: ese pensamiento imposible es el pensamiento radical del cristianismo, de Jesús. Nos tenemos a nosotros mismos en tanta consideración que es casi imposible pensar una cosa así, es demasiado radical… pero luego todo eso ha sido absorbido por la religión y la tradición, y su radicalidad ha desaparecido, pero está ahí, en la Biblia, junto con muchas cosas más. En el libro hay una historia sobre dos palomas que llegan a un sitio, ponen un huevo, salen los pollitos, aprenden a volar y entonces llega un águila y se los lleva: es terrible; al cabo de un año, las palomas llegan al mismo sitio y vuelve a pasar lo mismo; y un año después vuelve a pasar lo mismo otra vez: las palomas no tienen sentido del futuro ni del pasado, y por eso pasa lo mismo todo el rato, tragedia tras tragedia. Pero, como dice Kierkegaard, las palomas son felices.
—Tu novela ha sido comparada, principalmente por la presencia de la estrella, con Melancolía, de Lars von Trier, pero también hace pensar en otras dos películas: Vidas cruzadas, de Robert Altman, y Magnolia, de Paul Thomas Anderson, que son básicamente la misma película, o variaciones sobre un mismo tema: son distintas historias que van entrecruzándose hasta que al final llega un fenómeno meteorológico que tiene algo de catártico, como una especie de purgación o purificación. En este libro hay cliffhangers, también. Sé que has escrito un ensayo breve sobre Bergman, y, aunque en tus libros hablas de cine, tampoco lo haces tanto, así que me preguntaba si el uso de algunos recursos cinematográficos era deliberado o más bien casual.
—Soy un escritor muy visual: siempre tengo en mente los espacios, los escenarios, los lugares, que son muy importantes para mí. Pero no me interesa tanto el cine: de hecho, en ese ensayo sobre Bergman hablo de sus novelas. Son muy buenas: son realmente, realmente, realmente buenas. [Knausgård se ríe]. Creo que son mucho mejores que sus películas, que es por lo que se le conoce. En ese ensayo digo algo que no sé si es cierto: que la literatura y la novela pueden llegar más lejos que el cine. Quizá sea injusto para con el cine: yo soy escritor, así que no hay que hacerme mucho caso, pero aun así creo que se puede hacer mucho más en una novela que en una película. He intentado escribir para el cine: es muy fácil de hacer, una escena tras otra, pero increíblemente difícil de hacer bien. En una novela puedes decir lo que quieras y que siga siendo una buena novela, pero en una película tienes que presentar las cosas y mostrarlas sin decirlas, y eso es mucho más limitado, lo que hace que en cierto sentido sea más difícil escribir una película que una novela. Bergman es interesante porque es claramente alguien del mundo del cine, y luego hace una novela como si nada y es maravillosa.
—Hay algo que sí mencionas mucho más que el cine en tus libros, y que creo que sí te interesa mucho: la música. En la novela hay una subtrama que va sobre el asesinato de tres miembros de una banda de black metal. En Noruega hubo una época convulsa, con asesinatos, suicidios e iglesias quemadas que tenían que ver con bandas que recurrían a una imaginería satánica y neopagana: parecía que se estaba desencadenando algo particularmente negativo. Cuando asesinaron al guitarrista de Mayhem, tenía veinticinco años, como tú entonces, así que me pregunto cómo viviste la época del black metal en cuanto joven aficionado a la música en la Noruega de los noventa.
—Es muy raro. A mí me interesaba mucho la música, pero básicamente era música británica. El punk, y todo lo que vino después, era lo más: extremo, revolucionario… Y entonces en los ochenta apareció en Noruega un género musical mucho más radical: el black metal. Leí un poco sobre esa gente, que venía exactamente del mismo sitio que yo: teníamos un solo canal de televisión, comíamos pizza cada sábado… En los setenta y ochenta en Noruega no había restaurantes, ni vida, ni nada que hacer. Y entonces apareció esa gente, con sus shows satánicos, increíblemente agresivos y teatrales. En uno de los primeros conciertos el cantante se cortó y sangró tanto que tuvo que ir al hospital mientras la banda seguía tocando. Estaban obsesionados con la muerte y con el Diablo. Cuando estudiaba en Bergen hubo una banda de black metal que quemaba iglesias del siglo XV, y hasta del XIII. El bajista de la banda mató al guitarrista, y otro mató a un hombre al azar en un parque. Eso estaba pasando a nuestro alrededor: leíamos sobre ello en los periódicos y no nos importaba, no lo considerábamos parte de la cultura, pero lo era, venía de Noruega y era extremo. No sé si has escuchado black metal alguna vez, pero es increíblemente agresivo y poderoso: ya no puedo escucharlo demasiado, y sin embargo… Hace mucho, uno de los puntos de partida de esta novela era pensar qué habría pasado si en el Bergen de 1995 los adoradores del Diablo hubieran logrado convocarlo de verdad, y anduviera suelto por Noruega. Aún hay algo de eso en la novela: en el centro hay el asesinato en un bosque de tres miembros de una banda de black metal a los que matan de una manera horrible, y no sabemos qué ha pasado, ni quiénes son. La estrella de la mañana es parte de una serie, así que en el tercer volumen, que acabo de escribir, hay un inspector de policía que investiga el tema. La cosa es que yo no planeo demasiado las tramas, y ahora que tengo que escribir sobre esta investigación me pregunto “¿Qué pasó aquí?” y empiezo a pensar “Oh, esto quizá significa esto…”, y me doy cuenta de que estaba leyendo sobre el personaje real en el que se inspiró Fausto: a los tres chicos de la novela les dan la vuelta a la cabeza, y cuando leí este libro descubrí que así es como el Diablo mató a Fausto. Yo no lo sabía, pero eso está presente en la novela de alguna forma. Cuando la escribí, se la mandé a mi hermano para que la maquetara, y me escribió diciendo: “¿Sabes cuántas páginas tiene este libro? 666”. Es raro, pero pasó de verdad: si te acercas a esta clase de temas, empiezan a pasar cosas así. (Risas.)
—También hay discos de black ambient. Estos días he vuelto a escuchar algunos que me gustan bastante. Son extraños, pero interesantes: igual podemos hablar de ellos más tarde. (Risas.) Has mencionado muchas veces que consideras que la novela es una forma que puede contener de todo, y algo que suelen contener tus novelas son ensayos. En el último volumen de Mi lucha hay uno de cuatrocientas páginas sobre Hitler, y aquí hay uno más corto sobre la muerte, que escribe el personaje de Egil. Has dicho muchas veces que tú no lees filosofía en cuanto tal, sino en cuanto literatura, así que me pregunto cómo usas la filosofía o la forma ensayo en una novela: cómo la moldeas para poderla usar en una novela.
—Sí… (Piensa.) Al final de la novela, Egil, que no puede estar con su hijo y vive en una cabaña, está escribiendo un manuscrito que va sobre la muerte. El libro se abre con una cita de la Biblia que es muy interesante: “Y en esos días los hombres buscarán la muerte, pero no la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos”. ¿Qué clase de afirmación es esa? En el libro, la estrella de la mañana parece conectar con eso, la muerte parece detenerse, y por eso necesitaba un ensayo sobre la muerte. La primera pregunta que Egil se hace es: “¿Por qué existe la muerte?”. Si existen la vida y la muerte, debe de ser que la muerte es necesaria para la vida de algún modo. ¿Podríamos imaginar la vida sin la muerte? ¿Cómo podría evolucionar la vida si no existiera la muerte? Ése era el punto de partida. Entonces leí a Bataille, filósofo francés muy brutal, increíble, que ha escrito mucho sobre cómo podría ser la vida sin la muerte. Egil lo lee y lo introduce en el ensayo, que luego aborda todas las distintas formas de pensar sobre la muerte que ha habido a lo largo de la historia, y que son muy distintas entre las diferentes culturas. Yo siempre había pensado que Grecia era el lugar del que venía la democracia, la filosofía, la biología y todo el resto de ciencias, la racionalidad, la forma humana y natural en el arte. Y entonces empecé a leer sobre su relación con la muerte y todo era tan irracional… La forma que tenían que contactar con los muertos, poniendo en la tumba una especie de pajita que sobresalía… Tenían muchas formas de comunicarse con los muertos: Platón habla de eso, y Aristóteles tiene ideas que para nosotros son totalmente irracionales. Yo no sabía nada de eso, y me puse a escribir sobre ello. En el lugar de donde vengo nadie cree en la vida después de la muerte, la muerte es la nada, no hay alma, ni paraíso: estás muerto y estás muerto. ¿Cómo puede ser que algo que era tan fuerte el día anterior ahora no sea nada? Ese es el punto de partida del libro: quizá empezó a pasar algo.
—Egil introduce en el ensayo la idea, muy desafiante, de que la ciencia y la religión se han acercado porque la ciencia está a punto de conseguir algo que la religión ha prometido siempre: la inmortalidad.
—Sí, sí: es exactamente así. La tecnología y la biología se están acercando cada vez más a eso. Está la inteligencia artificial, que es algo más abstracto, y luego la parte más física, lo que pueden hacer en el cuerpo, en el cerebro… Y se están acercando cada vez más. La inmortalidad ya no es un chiste, hay muchas investigaciones sobre cómo prolongar la vida, cómo averiguar por qué mueren las células y todo eso a nivel micro y nano. Estamos cerca de llegar a una situación en la que la muerte ha desaparecido y queremos morir pero no podemos. Y también está el tema de la juventud en nuestra cultura: no queremos ver el envejecimiento, ni saber nada de él. Leí un libro de una antropóloga llamada Anya Bernstein sobre el tema: estaba en Rusia, y cubría unas manifestaciones en contra de la muerte: “No a la muerte. Envejecer es una enfermedad, y podemos curarla”. Investigué más y descubrí una tradición en Rusia que viene del siglo XVIII y tiene que ver con imaginar formas científicas de alcanzar la inmortalidad. El libro que viene después de éste tiene lugar en Rusia por ese motivo.
—En el ensayo hay muchas ideas sorprendentes que van saliendo, como la de que la muerte es lo que nos crea porque crea espacio para vidas nuevas.
—¡Sí! Si piensas en lo que hace la tecnología con el pasado… Antes el pasado desaparecía, pero ahora está ahí: está YouTube, puedes grabar en vídeo… Cada vez nos acompaña una parte mayor del pasado, y es como si el futuro hubiera desaparecido: sólo hay el presente y el pasado. Volvemos un poco a los setenta y su moda, y luego un poco a los noventa y su moda, y luego a los dos mil, con su música, y es como si el pasado ocupara tanto espacio que ya no hay más futuro. Ya sólo podemos pensar en el futuro como en más de lo mismo: será como hoy, pero unos cuantos días más tarde. Si volvemos atrás, a los setenta, sesenta, cincuenta, se creía más que todo podía ser diferente, que se podía hacer algo y cambiar algo. Para mí, eso se ha terminado: estamos aquí, esto es lo que hay y no hay futuro, pero tenemos el pasado, y podemos sumergirnos en él. Todo esto también tiene que ver con la muerte y la inmortalidad, o al menos estaba pensando en ello en el libro.
—Es interesante, porque precisamente leí un libro —Utopía no es una isla, de Layla Martínez— que hablaba sobre cómo hace un tiempo en el cine había muchas utopías y ahora todo son distopías, cosa que en cierto modo determina la forma en que pensamos en el futuro.
—Exacto. No lo había pensado, pero es verdad, sí.
—Quería preguntarte por el estilo. En algunas entrevistas has dicho que la clave para escribir es bajar el listón, sentarte y escribir, y que consideras que muchas partes de Mi lucha están mal escritas, así que me pregunto si es realmente verdad que usas todo lo que escribes, que lo das todo por bueno. ¿Cómo trabajas con tu material para que sea, si no bello en un sentido convencional, sí al menos útil para lo que te propones hacer? ¿En este libro también optaste por no editar ni corregir nada, o eso fue sólo en Mi lucha?
—Lo que lees es lo que escribí. Por supuesto, hay cambios durante el proceso de edición: puede que mi editor me sugiera que quite algo y yo lo quite, pero básicamente lo que está en el libro es lo que escribí. Ayer, después de dar algunas entrevistas, fui a una librería y me compré algunos libros: uno de ellos era Mientras escribo, de Stephen King, en el que habla sobre escribir. Ha escrito ya más de cincuenta libros, así que sabe hacerlo, y por eso hizo este libro. ¿Lo has leído?
—¡No, pero me han dicho que está muy bien!
—Sí, es muy bueno, porque habla sobre el oficio: no le importa la metafísica, todo es oficio, oficio, oficio. Él dice que no hay que planear las tramas: es un truco barato y de mala calidad. Lo que hay que hacer es crear una situación y un personaje y ver qué pasa, cómo se desarrolla todo a partir de ahí. De esta forma, tú no sabes nada, el lector tampoco y es todo más estimulante. Si lo planeas todo, tú ya sabes adónde vas, y el lector va a empezar a sospechar, así que la tensión desaparece. Si planeas, sabes demasiado, y algo desaparece. Me gusta esa crudeza. Pero luego también dice que hay que escribir diez páginas al día, y sí, se puede hacer, pero yo me he marcado un objetivo de tres. Pero es siempre lo mismo: cada día un poquito, y sin planear nada. Si tienes paciencia, al final sale una novela.
—Así que al final has leído a Stephen King, ¿no? La estrella de la mañana se ha comparado a veces con Stephen King, pero en algunas entrevistas decías que no lo habías leído.
—No. He visto algunas películas basadas en libros suyos, pero no he leído sus novelas. Pero me ha gustado su perspectiva sobre la escritura, creo que está muy bien. Es muy sencilla, en realidad, pero tiene mucho que ver con la experiencia. Siempre digo que es fácil escribir, pero es muy difícil llegar al lugar desde el que es fácil escribir. Puedes pasarte dos o tres años sin escribir nada y luego puede aparecer una novela en unas pocas semanas, porque todo tiene que ver con sentarte y escribir algo, que viene de todas las cosas que te rodean: de la cultura, las cosas que ves, otros libros, películas, toda clase de lugares. Necesitas un sitio al que ir, algo que quieras explorar. Creo que fue Durrell el que dijo que escribir es marcarte un objetivo y perseguirlo en sueños: me parece una buena idea. Y por lo que respecta al estilo, uno de los peores estilistas de la literatura universal es Dostoyevski, quien escribe como un cerdo: si sus libros son lienzos, no le interesan las esquinas ni nada de eso, sólo lo que hay ahí, pero funciona muy bien, porque es muy intenso, y tiene esa clase de energía en crudo, de curiosidad… Sabes que ahí está pasando algo, y eso es lo que importa. En Dostoyevski no importa si la descripción es bonita o no, porque están pasando muchas más cosas que sí importan. Si lo comparamos con Tolstói, vemos que Tolstói es increíblemente elegante: yo pienso que es igual de bueno que Dostoyevski, pero están a kilómetros de distancia, aunque ambos son grandes escritores.
—Creo que eso mismo es lo que tienen de atractivo tu estilo y tus libros, que no hace falta que estén muy pulidos, que sean muy perfectos. Parte de su poder viene de esa crudeza.
—Sí, aunque también puede salir realmente mal. Eso pasa, en la literatura: hay muchos libros así. A veces es difícil de distinguir: yo nunca sé si lo que hago es bueno o malo. Sólo puedo seguir escribiendo.
—¿Así que no distingues lo malo bueno de lo malo malo?
—No, cuando estoy escribiendo no. Creo que todo es malo malo. (Risas.)
—Tengo un par de preguntas más, antes de terminar. Has dicho que si hubieras tenido la capacidad de pintar quizá hubieras sido pintor, y si hubieras tenido la capacidad de tocar un instrumento quizá hubieras sido músico. Ya te he preguntado por la música, así que te pregunto ahora por la pintura. Has escrito un libro sobre Munch, y cada uno de los volúmenes del Cuarteto de las estaciones lleva unas ilustraciones que has escogido tú personalmente. En esos libros hay algunas citas sobre pintores en las que me parece detectar por qué te interesan: en relación con Munch, hablas de la necesidad de la intimidad para alcanzar la autenticidad, que encaja bastante con lo que haces; de Anselm Kiefer destacas “las distintas velocidades en lo material y en lo humano, y una continua búsqueda de profundidad en la superficie” (eso de la “búsqueda de profundidad en la superficie” creo que es muy propio de ti, también); y al hablar del estilo de Van Gogh, dices que “renunciando a la técnica consiguió algo distinto, una despreocupación que deja llegar al mundo no ligado a lo que podemos haber pensado de él”. Te veo en todas esas citas, pero me gustaría que desarrollaras un poco más tu relación con la pintura, que es algo que creo que te interesa bastante.
—Sí, me interesa porque en la pintura no hay palabras, nadie dice nada: sólo hay colores, formas. Puedes ver un vaso de agua o una manzana en un cuadro holandés del siglo XVII y que sea mágico. Eso siempre me ha atraído: que no haya palabras, ni intelecto, sólo emoción verdadera, cosa que hace que se establezca una comunicación increíblemente directa entre la obra de arte y tú. El arte siempre me ha hecho sentir así, pero nunca he sabido por qué, así que cuando escribo sobre arte intento averiguarlo. Ese es un proceso completamente distinto, y muy interesante, porque tienes que tomar conciencia de la obra de arte y de ti mismo, y es muy gratificante. Por supuesto, hay muchas conexiones con la literatura: lo último que leyó Munch el día de su muerte fue a Dostoyevski, y en su pintura se nota que lo leyó. Pero también tiene mucho peso la intuición. He escrito un libro sobre Anselm Kiefer, y fui a su estudio en París y lo seguí mientras trabajaba y era algo increíble. Trabaja día y noche, y está totalmente entregado, en cuerpo y alma: y no es que esté pensando, sino que es muy intuitivo; logra comunicar algo que no se puede comunicar de ninguna otra forma pero que es muy importante. Por ejemplo, con El grito, de Munch, ¿qué pasa ahí? Es como si lo hubiéramos eliminado todo y sólo quedara la expresión. Antes de Munch, siempre aparecían habitaciones con algo dentro, o calles, gente; pero en Munch la habitación ha desaparecido, y todo tiene que ver con el instante: tú estás ahí cuando sucede todo. También tiene un cuadro sobre un bebé moribundo en el que pasa lo mismo: la habitación ha desaparecido, tú estás ahí con él y es increíblemente intenso. Pienso que en esa época, los años sesenta, setenta y ochenta del siglo XIX, eso era esencial: Munch no quería hacer algo romántico, sino algo que fuera lo más real posible: él perdió a su hermana y a su madre, y quería que sus pinturas lo reflejaran de una forma directa. Hoy en día todo es instantáneo: las pantallas están por todas partes, y si sucede algo en el mundo todos podemos verlo en directo, así que necesitamos lo contrario: distancia, profundidad, tiempo, que es justo lo que proporciona Anselm Kiefer. Tiene una habitación hecha de plomo y llena de camas en la que parece que el tiempo se haya detenido, y luego pasas a la siguiente habitación y ves muchos símbolos antiguos, pero no hay gente, ni caras ni nada: sólo el espacio vacío, que creo que es lo que necesitamos ahora. (Risas.) Así son las cosas en el arte: están ahí. Un novelista realmente bueno quizá pueda hacer eso mismo en unos cientos de páginas, pero la novela es una manera completamente distinta de comunicar.
—Sólo me queda una última pregunta rápida sobre Mi lucha. Escribiste esa serie entre 2009 y 2011, y desde entonces las condiciones en que se reciben y valoran las narrativas en primera persona han cambiado mucho: esa clase de relatos tienen más aceptación, y hay una gran demanda de ellos en el mundo literario, y en el mundo en general, pero también hay mucho debate acerca de las responsabilidades de la representación. ¿Te apela ese debate de algún modo? ¿Qué piensas de él en relación con Mi lucha, que escribiste hace unos doce años?
—En Noruega, la discusión ha girado en torno a si uno tiene derecho a escribir sobre uno mismo y su familia, porque quizá sea inmoral hacerlo. Pero fuera, en Inglaterra y Estados Unidos, la discusión es la contraria: ¿se puede contar la historia de otro, de otra cultura? Para mí, como escritor, es increíblemente importante que haya un lugar en el que todo esté permitido. Más allá de los actos criminales, debería estar permitido mirar incluso cosas que no te gustan, que son terribles. Creo que eso en una novela aún es posible, pero cada vez es más difícil: uno se autocensura, va con más cuidado porque sabe que hay presión, pero a pesar de todo creo que eso es lo importante. En cualquier caso, es muy difícil: es muy difícil escribir sobre tu familia, por ejemplo, y exponerla, y quizá no habría que hacerlo, pero para ser sincero, creo que hace más bien que mal.
—Y para terminar: sé que mientras escribes te gusta escuchar la misma música en bucle, y que cuando escribiste La estrella de la mañana no parabas de escuchar a Father John Misty, así que, ¿qué música escuchabas en bucle mientras escribías la próxima novela de la serie [Ulvene fra evighetens skog, ‘Los lobos de la eternidad’, que Anagrama publicará a finales de 2024], que ya estamos esperando?
—Siempre escucho la misma clase de música, nunca voy más allá: estoy atrapado en los ochenta y los noventa. Pero he empezado a escuchar cada vez más música clásica, así que ahora sólo escucho música para piano, tipo Sibelius, y es genial. Me pregunto por qué no lo habré hecho antes.
—Yo también estoy metido en esa clase de cosas ahora. (Risas.)