Las luchas no son para pensar
Junio, 2023
Deporte-espectáculo, coreografía cultural, combinación de realidad y, sobre todo, un simulacro que despierta cualquier cantidad de afectos, la lucha libre no es, en efecto, como nos dice Juan Soto, para pensar, sino para presenciarla y perderse en los laberintos de su folclor. Es una de las expresiones de la cultura popular que le ha hecho frente a las avanzadas de la cultura de élite. Quizá por ello hoy en día, y sin ningún rubor, los whitexicans abarrotan los lugares preferenciales de sitios como la Arena México. La lucha libre ha logrado consolidarse ya como un elemento indispensable del mosaico cultural de nuestro país.
Cuenta la leyenda urbana que Salvador Novo (1904-1974) ―poeta, ensayista y cronista de México― acudía a las luchas de incógnito, cosa que no hacen hoy los whitexicans que abarrotan los lugares preferenciales de la Arena México, principalmente. Y aunque la lucha libre no ha dejado de ser un deporte-espectáculo de carácter predominantemente popular, ha logrado (a diferencia de otros tiempos) consolidarse ya como un elemento indispensable del mosaico cultural de nuestro país.
Para muchos (extranjeros y nacionales) es una curiosidad cultural y un evento ineludible que hay que conocer para sentir que, estando ahí, se está descendiendo por el túnel que conduce hacia una de las esencias de nuestra mexicanidad. En su texto “Mi lucha (libre)”, Novo afirma que por el camino de la sublimación artística de un hecho real y objetivo, cuya esencia se depura de la realidad, las luchas libres eran capaces de resistir a toda crítica académica. Y, sí, pretender cualquier descalificación de la lucha libre tratando de argumentar en contra de su verosimilitud resulta un ejercicio anodino porque su fascinación no radica, precisamente, en la brutalidad de sus excesos ni en el atractivo que produce la violencia regulada, al igual que sucede en muchos otros deportes-espectáculo, sino en el hecho de hacer pasar por real algo que sólo lo es de vez en cuando.
Sí, su atractivo es el simulacro. Simulacro que a veces se desborda y trasgrede ese marco que le impone la realidad y que le sirve de contenedor. Por ello, para resistir a cualquier crítica que argumenta en contra de su verosimilitud, sus defensores se desgañitan diciendo que la sangre que brota de los cuerpos de los luchadores es real (y lo es); que una buena cantidad de ellos han perdido la vida haciendo lo suyo arriba del cuadrilátero (y sí); que las fracturas y las lesiones son reales (y lo son). Basándose, pues, en sus elementos lúdicos, la lucha libre es acontecimiento y espectáculo. Por ello el carácter de su verosimilitud no debería importar. O no, al menos, para ser considerada como un entrecruce entre la realidad y el simulacro. Más no la ficción.
Y decir que se trata de un simulacro no le resta mérito. Muy por el contrario, es donde parece residir su gracilidad (justo donde podemos reconocer su ligereza y su armonía). Sí, la lucha libre, como muchos otros deportes-espectáculo, requiere de la sincronización, es decir, de la articulación de las coreografías corporales (de otro modo los luchadores se estrellarían fácilmente contra el piso al no ser recibidos por sus compañeros-rivales cada vez que deciden lanzarse desde la tercera cuerda realizando giros acrobáticos sorprendentes). Y también requiere, entre otras cosas, de la teatralización de las actitudes para provocar las reacciones necesarias que terminan por involucrar a propios y extraños. Y es, en este sentido, que deviene una guerra de símbolos y significados. Símbolos y significados que apuntan hacia distintas latitudes: lo nacional y lo extranjero, lo masculino y lo femenino, lo permitido y lo prohibido, lo urbano y lo rural, etc. Pero, sobre todo, apunta a una oposición entre lo sagrado y lo profano.
No, la lucha libre no es una escenificación de la oposición entre el bien y el mal. Idea que hasta Carlos Monsiváis se encargó de vociferar. En todo caso, las luchas se sirven de distintas oposiciones que aluden a lo sagrado y a lo profano. Oposiciones y alusiones que podemos reconocer en los nombres de los mismos luchadores y en el sistema de las apariencias del cual se valen para encarnar a un personaje. Es cierto, los luchadores se encuentran muy lejos de ser un puñado de heriofantes practicando ritos de iniciación en un cuadrilátero. Más que reconocer una equivalencia entre sagrado/bueno y profano/malo, sería mejor, y más prolífico, reconocer una asociación entre sagrado/puro y profano/contaminante para ir más allá de la suposición de que las luchas son una escenificación de la oposición entre el bien y el mal, pues en los cuadriláteros hay algo más que santos y démones.
Hay una lucha de símbolos y significados que invocan bien la épica, bien el drama (en sus más convencionales formatos de tragedia y comedia). Pero que quede claro: la lucha no es teatro, en todo caso es teatralidad que busca captar la atención de los espectadores y destapar sus afectos (desde el agrado hasta el enojo, desde la tranquilidad hasta la indignación, desde el desánimo hasta el coraje, desde el amor hasta el odio, desde la fascinación hasta la desilusión, etc.). Teatralidad que siempre parece respetar el canon de la progresión dramática alimentada por el conflicto entre el protagonista (el personaje principal con el que el público debe empatizar) y el antagonista (el personaje que representa la fuerza opuesta que trata de impedir que el protagonista alcance su objetivo). Y es, en este sentido, que tampoco es sostenible la idea de que la lucha libre sea reflejo de situaciones o procesos sociales, como también se ha querido sostener. En todo caso se sirve de las coyunturas para alimentar su propia dinámica (épica y dramática) construyendo héroes y villanos.
Como elemento indiscutible de las industrias culturales de nuestro país, ha pasado a ser no sólo un referente, sino un elemento central del entretenimiento y de la vida cotidiana. Si usted es capaz de entender expresiones como “me cayó la voladora”, si ya evocó esa voz que reverbera en los medios y en la cultura que anuncia que un rudo y técnico “¡lucharaaaaaán a dos de tres caídas sin límite de tiempo!”, si usted jugó con esos muñecos de plástico que tenían un brazo arriba y otro abajo y que no podían moverse, si usted se puso alguna vez una máscara para ir a un estadio de futbol o a una fiesta de disfraces, si jugó a las luchitas de pequeño, ¡si en un espacio ajeno a la arena gritó “!los rudos, los rudos, los rudos!”, si vio una de esas películas donde los protagonistas son los luchadores que enfrentan a cócteles de monstruos, científicos locos e invasores del espacio, etcétera, entonces entenderá que la lucha libre va y está más allá de las arenas: su presencia en medios como el cine y la televisión (aunque estuvo vetada algún tiempo por ser considerada una peligrosa influencia para los niños) permitió su masificación y asimilación en distintos espacios y ámbitos de la vida social y cultural de nuestro país.
Este deporte-espectáculo, esta coreografía cultural, esta combinación de realidad y simulacro que despierta cualquier cantidad de afectos, no es para pensar. En realidad, es para presenciarla y perderse en los laberintos de su folclor. Es una de las expresiones de la cultura popular que le ha hecho frente a las avanzadas de la cultura de élite. Sin lugar a duda podemos decir que la lucha libre se ha logrado consolidar como un patrimonio cultural propio de nuestro país.
Mujeres de arena
Por cierto: además de psicólogo social, Juan Soto también ha ejercido de cineasta al filmar este documental de corte antropológico sobre las mujeres y la lucha libre en México. La película ilustra los distintos aspectos de lo que implica ser mujer y ejercer el oficio de ser luchadora. (NdelaR)