Abril, 2023
Yo no quería ir por el frasco de petróleo. Una voz me dijo que lo hiciera. La voz era fuerte y demandante, como la de una madre enojada. No quería escucharla. Por eso comencé a golpear mi cabeza contra el respaldo de fierro de mi cama. Toma el frasco de petróleo. Toma el frasco de petróleo. Agarra el puto frasco de petróleo. La voz no dejaba de decirme qué hacer. Quería que se apagara, por eso comencé a golpear, ahora, mi cabeza contra la pared. Al principio la movía de atrás hacia adelante como en un movimiento fuerte de afirmación, después tomaba vuelo,
uno,
dos,
tres,
cuatro,
cinco,
seis pasos largos en reversa y aceleraba con la velocidad de mis pies precipitados. Choqué contra la pared varias veces antes de sangrar. El Sr. B, el del cuarto número cuatro, perdió un dedo y no sangró. Yo comencé a sangrar antes de perder la razón. A veces quisiera volver a correr hacia una barda. Contra una barda. Dejar la vida pegosteada en una pared de bloques calientes. Échate encima el puto frasco de petróleo. Ve a la cocina. Coge la caja de cerillos. Préndete fuego. Conviértete en el vehículo de la lumbre y quema todo contigo, a la verga. Me sentía muy confundida, agobiada. Los golpes no me dolían. La sangre se sentía fresca. El cuerpo en conflagración, como si lo recorriera por dentro una jauría salvaje. Préndete fuego y baila.
Siempre tuve miedo de volverme loca. Todos nuestros miedos se vuelven realidad.
Todavía me duele la piel al recordar el momento en el que sucedió. No es que ahora no esté loca. Dicen que el sólo hecho de tener conciencia de la locura nos convierte, al menos relativamente, en personas estables de la mente. Tengo un conocimiento absoluto de mi demencia, del ello, y de todo lo que sucede en el terreno del inconsciente. Por eso, en ocasiones, confundo lo real con lo onírico. A veces, también, escucho voces que no son mías, pero que se apropian de los actos que debo realizar. Las oigo clarito como si tú me estuvieras hablando, niña (Yo soy la niña de la voz clara). De la misma manera en la que una persona de carne y hueso emitiera sonidos. Ya sabes, el aire pasa por los pulmones hasta la tráquea y, en la laringe, se crea esa vibración que produce resonancias, que suenan al igual que una bocina, desde la boca. La locura también son los datos, niña (Soy la niña de la información). ¿Cómo no volverse loca frente al funcionamiento perfecto de las cosas? La cordura es un estado de alerta donde prima la subsistencia. Estar cuerdos también es vivir al borde del pánico. ¿Quién dice que escuchar voces no es normal? Casi todos escuchamos. No quiero generalizar: la Termita, la del cuarto número doce, es sorda, pero en términos usuales, escuchar voces es natural. Algunos escuchan con los oídos. El sonido se captura por el oído, pasa al canal auditivo y llega al tímpano donde se convierte en vibración sonora. Otros escuchamos, además, con la mente. El sonido se recibe en forma de arena que cruje dentro del cerebro y crea imágenes auditivas que huelen a todos los colores juntos, pero refractados. El sonido se convierte después en frases sentenciosas que adquieren, más tarde, la forma de cuerpos humanos.
La voz fue la que tomó el frasco de petróleo. Sí, la voz áspera mutó hacia mi cuerpo y condujo mis movimientos. Dejó de ser arena que cruje en el cerebro y que huele a colores refractados. La voz tomó posesión de mí, así como en una de esas películas de exorcismos. La voz me llevó al cuarto de tiliches que estaba en el patio. Me dijo que el recipiente estaba enseguida del quinqué. Afuera jugaban unos vecinitos con los perros. Ellos me vieron encendida. La voz movió mi aparato locomotor hacia la cocina. Tomó los cerillos. Vertió el petróleo sobre mi cabeza dejando que cayera lentamente por mi cuello, pecho, estómago. Echó el líquido sobre mis brazos y piernas. Prendió un cerillo. Lo posó sobre mis cabellos empapados en combustible. La voz bailó mientras todo ardía. La voz no me permitía gritar para pedir ayuda. Cuando la voz ya no pudo bailar —creo que se consumió por el fuego— corrí hacia fuera de la casa. Mi esposo estaba en el porche con sus amigos. Era Año Nuevo. Yo era la pirotecnia y los balazos. Me apagaron con el extintor de la cocina. Los niños y los perros no dejaban de emitir sonidos de pánico por sus bocas y sus hocicos. Dicen los doctores que estuve prendida unos cuantos segundos. Ellos no saben que llevo toda la vida ardiendo, consumiéndome.
***
De niño viví en casas de cartón. Mi papá construyó cada una de ellas con resignación y lágrimas encapsuladas. Nadie pensó que un miembro de la familia podría llegar a estudiar una carrera universitaria.
En 1967 se gestó un movimiento estudiantil, comandado por la preparatoria de la Revolución, que dependía de la Universidad de Sonora. La idea era defender la universidad del activismo conformado por los trosksos y por partidarios del PRT. El veintinueve de marzo del sesenta y siete, padres de familia y estudiantes entramos a rescatar a nuestra Alma Máter, por la puerta principal. Tumbamos con sopletes el portón y tomamos la escuela. Ahora se asustan porque unas muchachas les prenden fuego a las instituciones. La única forma de abrirte camino cuando las palabras dejan de ser suficientes es por medio de la ignición. Se debe de arder para vivir.
Después de un mes de resguardar el campus lo entregamos a las autoridades universitarias. Muy rápido nos dimos cuenta de que tampoco servían para nada. Pero éramos jóvenes y el mundo se inflamaba con nuestra lucha. Ser joven es tener siempre hambre y encenderse en sueños. Es decir que sí, antes de saber por qué. Es balbucear ideales añejos. Reconstruirlos. Transformarse con ellos y sentirse dueño de todas las filosofías y de los aparatos teóricos y militantes del mundo. A partir de ahí inició un movimiento golpista donde la izquierda, liderada por el Partido Comunista Mexicano, después llamado Partido Socialista Unificado de México, comenzó a tener injerencia directa en el mundo estudiantil. Se sabotearon programas de estudio y se introdujeron propaganda subversiva y drogas dentro del plantel. Los Micos y la Federación de Estudiantes Universitarios, FEUS, intentaron contrarrestar el movimiento, pero la divergencia política terminó en ofensiva. La lucha se dio primeramente a nivel académico, después en mítines, en asambleas y, desgraciadamente, después vinieron los golpes. Se usaban mucho las cadenas, los chacos, los gases lacrimógenos, etcétera. Luego de algunas luchas intelectuales y debates, me tocó sufrir violencia física. Correr por mi vida. Cambiar de rutas constantemente. Dejar de dormir por miedo a ser asesinado en la cama. Creo que esa es la forma más cobarde de quitarle la vida a alguien.
En cierta ocasión, estaba solo en un aula del edificio que ocupa la escuela de Derecho, por la Colosio (ese mártir que vio un «México con hambre y sed de justicia»), antes Yucatán, y llegó un grupo de personas armadas con varillas y cadenas. Estaba sentado, leyendo un libro de teoría del Derecho. Me levanté, me subí al escritorio y les dije que si me golpeaban iba a ser para matarme. Que me tenían que asesinar, porque si me dejaban vivo, el día de mañana, iba a ser peor. No sé si no esperaban esas palabras. No sé si se sorprendieron, pero no me hicieron daño y se fueron. Mi acto no fue valiente, moría de miedo, pero sé que infundirlo es mejor que proyectarlo. Me fui al baño de hombres y lloré como un bebé. No era un hombre, era un bebé en el baño de hombres sin supervisión de sus padres. Mis papás nunca me entendieron. Pensaban que perdía el tiempo en el movimiento. ¿Cómo explicas el ideal a quien no arde?
Mis hermanos y yo trabajamos desde los cinco años en los bulevares vendiendo frutas y dulces. No entendían que ahora hiciera berrinches con la universidad por sabe qué de la política de los jóvenes, que querían sabe qué de las materias, y se golpeaban por sabe qué de unas drogas. Era el primer universitario de la familia. Mi posición, pensaban, debía de ser pasiva y regular. Estudiar calladito y no rezongarle a nadie. No entendían que por el ideal se vive y se muere. Que por el ideal se incendia.
Al día siguiente del suceso en el aula de clases, hubo una asamblea donde se decidieron puntos importantes de las dos facciones, para llevarlos al consejo universitario. Fue una lucha muy pesada. Tomamos rectoría varias veces para hacer cambiar la política universitaria. Cerramos escuelas. Sacamos maestros ineptos. Con el paso del tiempo fue mejorando el nivel académico. Hubo muchas luchas en distintos planteles de todo México. Me tocó ir al auditorio Venustiano Carranza, en el antiguo Distrito Federal, a un congreso permanente donde los discursos de los universitarios eran escuchados.
Aun así, presencié muchos golpes, mucha sangre. Vi a gente, la cual quizás engañada, se enfrascaba en las luchas físicas. Siempre reprobaré esos encuentros. No es posible que una persona fuera caminando por el campus y tuviera que correr para salvar su integridad física. Inclusive brincarse las bardas. Desgraciadamente se descubrió que una gran cantidad de los líderes de las luchas eran pagados por el gobierno. Había un sinnúmero de infiltrados en el movimiento. Yo sufrí una decepción con un colega. Se descubrió que era un agente que recibió de pago una beca de dos años en Toronto. Después vino a Hermosillo y ahí anda como apestado. También hay experiencias no muy gratas de personas que después se aliaron con las instituciones. Llámese Procuraduría General de Justicia. Unión Ganadera. El PRI, el PAN. Mucha gente que gritó y luchó en contra de la burguesía y de los empresarios, y que se convirtieron, después, en burgueses, empresarios o asesores. He ahí la hipocresía. Dentro de la guerrilla aprendí que debes ser leal, honesto y respetuoso con tus ideas. Fue una lucha muy intensa. Fueron pasadas de hambre. Fueron desveladas. Desilusiones.
***
Mi esposo me cuidó durante la recuperación de mis quemaduras. Nunca quiso internarme en el hospital psiquiátrico, pero me canalizaron ahí por mi propio bien, dicen. Muchos años después terminé en este asilo, el cuarto número diez es mi hogar. Cuando llegué aquí ya nos habíamos separado. Juan, así se llama mi esposo del pasado, peleó con medio mundo para sacarme del psiquiátrico, pero la demanda de los vecinos tuvo mucho peso. Dijeron que los niños que estaban conmigo pudieron haberse visto afectados. Tienen razón. Aun así, me dieron de alta después de seis meses de supervisión. Lo único que se me exigía era no volver a acercarme a esos críos. Nos cambiamos de casa. A él nunca le molestaron las cicatrices, decía que la gente importa por su capacidad de amar y por el tamaño de sus ideas. Era tan detallista. Lamento mucho lo sucedido. La voz volvió a llegar un día después de muchos años. No lo reconocí. Era como si él fuera un ser perverso. Su cara se había transformado en una efigie malévola de la mitología. Córtale la cabeza. Córtasela, porque si no, él te comerá viva. Lo bueno es que era muy fuerte y pudo defenderse de mí.
Cuando lo conocí, su cuerpo macizo fue lo que más me gustó de él. Amor a primera vista. No lo digo como cliché. Me dio un golpe de amor. Todo se nubló. Una voz me dijo que yo no servía para el romance. Tenía razón.
Él trabajaba en el MP. Yo llegué con mis amigas a dar parte de una colisión. Un viejito nos chocó al cruzarse un alto. Se distrajo hablando con su nieto. Le agradezco mucho que se haya descuidado. Juan era muy varonil. Él todavía estaba estudiando Derecho cuando lo conocí. Al año y medio ya nos habíamos casado.
Fui muy feliz con él, en ese entonces las voces eran casi inexistentes. No era celoso. Cocinaba. Los viernes jugábamos dominó con nuestros amigos, los sábados íbamos a bares con música en vivo. Vino el embarazo. Fue psicológico. Las voces regresaron. Soñaba, o no, a nuestro bebé de agua. El agua se convertía en tormenta y la tormenta en lava. Después llegaron las ganas de incendiarme toda.
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Le decían el Dólar. Era estudiante de la carrera de Agronomía. Un muchacho inteligente. Líder universitario. La noche del doce de julio de 1967 asistió a una boda y terminó muerto en la calle. Le sacaron las vísceras con un cuchillo. Yo no fui a la boda porque al día siguiente cumplía años Marthita, mi novia. La señora de la que estás escribiendo en el asilo. Le llevé serenata. Mi hermano y dos amigos más del movimiento me acompañaron. Mi plan era ir a la boda después de la serenata. Ellos me convencieron de desistir. Dijeron que era peligroso porque muchos miembros de los dos bandos asistirían. Al día siguiente todas las noticias locales hablaban del asesinato. Publicaron fotos sin censura del cuerpo abierto tirado en el suelo. La calle estaba llena de botes de cerveza, colillas de cigarros, de bolsas negras del expendio. De platos desechables donde seguramente se sirvió la barbacoa con frijoles y sopa fría.
El asesinato fue imprudencial. Una de las atenuantes del proceso penal fue la defensa propia. El muchacho que cometió el crimen se quiso defender, porque lo atacaron entre muchos. Sacó el cuchillo y el Dólar estaba frente a él. Le perforó los intestinos y le tajó el vientre con un corte vertical. El miedo y la locura son lo mismo. Somos máquinas potentes de supervivencia que segregan sustancias químicas al por mayor durante las situaciones de peligro. La causa penal fue la 134/67 en el Juzgado Segundo. La sentencia condenatoria: ocho años de prisión. Como tenía buena conducta, salió en tres. El proceso, como ya lo dije, se manejó sosteniendo la legítima defensa, pero no se dictó sentencia absolutoria por ser un delito de alto impacto.
Antes de resolver el crimen, la investigación apuntó hacia los líderes del grupo contrario. Entre ellos iba yo. Hubo una desbandada desde el trece hasta el treinta y uno de julio. Tuve que esconderme mientras buscaban pruebas. Una vez que se investigó a quiénes querían detener, algunos compañeros tuvieron que huir de la ciudad. Como yo no aparecí en la lista, me quedé aquí. Poco después me casé con Marthita. Me ayudó a superar mis miedos. Al final, ella se convirtió en el principal de todos. La esquizofrenia tuvo la culpa, no ella.
Al homicida le decían el Marco Alemán, porque le dio en la madre al Dólar. Humor negro. Estando en prisión estuvo escudado, porque el asunto fue muy mediático, y se esperaba que alguien tomara represalias y lo privara de la vida. Se pagaban en ese entonces quinientos pesos semanales por protección. Salió libre porque se le tramitó un beneficio especial libertario. Cumplió los requisitos. Se fue de esta ciudad.
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A veces soñaba, o no, a mi bebé de agua y lava, como si fuera un niñito de carne. Pequeñito. De treinta centímetros. Los testículos eran semillitas de trigo. La carita de Juan, los ojos míos. Todavía recuerdo sus mutaciones. De niño a elemento. De elemento a tritón. De tritón a magma. Recuerdo el olor a luz de sus piecitos. Al despertar, o no, una tristeza muy pesada, muy acuosa, muy acuosa pero de agua en ebullición, de fuego líquido, se apoderaba de mis días. Es imposible narrar con letras las tristezas que duelen en los sueños. De verdad quería ser madre. No que me sintiera obligada por ser mujer. Lo necesitaba para alcanzar la cordura. A veces los cambios sustanciales suceden al adquirir una plataforma de razones que se fundamentan en los orígenes. No creo en dios y necesitaba creer en algo. Ese bebé hubiera sido una buena razón para ser mejor persona. Para acallar las voces de la mente. De seguro se hubieran ido con los cantos de cuna y con los llantos nocturnos. Con las nuevas preocupaciones por su futuro inmaculado. Claro que así hubiera sido. Lo presentía. Presentir es como hacer magia. Presentir es como prometer. Anticipar la sensación. Anticipar la acción de dar nuestra palabra a futuro. Hubiera sido buena madre, necesitaba serlo.
Juan y yo hacíamos llamadas telefónicas largas cuando éramos novios. Entrada la noche lo escuchaba roncar del otro lado de la bocina. Me daba risa el sonido gutural de esas emisiones. Los ahogos. El regreso al mundo de los vivos con frases incongruentes que buscaban la cortesía cuando despertaba de manera abrupta. Niña linda (Ella también era la niña), ¿sabes dónde guardé los documentos del establo? ¿A qué hora maullaron los gatos? ¿Qué día dejé la bicicleta en tu cuarto? Me decía Juan entre despierto y dormido. Yo me carcajeaba. ¿Dónde se deposita la risa del pasado cuando te vuelves loca? Ya no puedo reírme.
Los viernes lavaba a mano las camisas de Juan. Él no quería que lo hiciera, pero a mí me entretenía. Durante el embarazo, o no, estuve encerrada en casa por miedo a perder al bebé. ¿Cómo se pierde algo inexistente? Así es la locura. Pierdes algo abstracto. Pierdes la construcción de la idea de la normalidad. Recuerdo que todavía vivíamos en el primer departamento. Me gustaba lavar la ropa en la terraza. Colgaba las camisas del cerco negro que se ubicaba entre el margen del techo y el abismo. Gran parte del día me la pasaba reposando. No quería perder al bebé líquido. Esos viernes veía a lo lejos cuando Juan se acercaba a casa. Desde la esquina poniente avanzaba con pasos firmes mientras el sol se ocultaba detrás de él. Me imaginaba que su fortaleza inhibía al mismo sol. Me saludaba desde lejos y mi corazón se aceleraba dando brinquitos rítmicos. Era como si dentro de mí habitara la música orquestal que juntos habíamos escuchado en vivo tantas veces. La banda sonora interna de la espera. El concierto de viernes en la puesta de sol. Cuando me veía, corría hacía mí. En pocos segundos subía las escaleras de caracol que daban acceso a nuestro departamento. Se acercaba cantándome algo bonito que improvisaba, me daba un beso y otro al niño tritón de lava. Guardaba sus camisas. Sacaba la mesita del comedor, la limpiaba. Ponía el dominó sobre la superficie de la tabla pulcra. Prendía la grabadora. Preparaba botanas e iniciaba nuestra fiesta. Los amigos llegaban más tarde.
Cuando me hicieron la ecografía, en la pantalla del procesador sólo se vio un agujero negro. En el centro de todas las galaxias hay agujeros negros supermasivos. Mi útero es uno de ellos. Cargo en el vientre el vacío de la muerte de una estrella gigantesca. Cargo en el vientre vacío los átomos comprimidos de todas las eras. Una explosión líquida del anhelo fallido. No sirvo para dar origen y cargo en el vientre la marea y la fuerza gravitacional en su punto extremo. Mi bebé de agua era un disco de acrecimiento. La entropía no es sólo la transformación. Es la medida de organización de un sistema de energía interna. Mi bebé no medible se perdió en el agua estelar de una nube de gas y polvo cósmico. ¿Cómo te embarazas con la mente? Sí, de la misma forma en la que escuchas voces inaudibles desde el centro de la galaxia del cerebro. ¿Has visto un cerebro por dentro? Una tomografía es una foto del cosmos. Una ecografía crea imágenes a través de las ondas de ultrasonido. El eco de las ondas de alta frecuencia llega hacia el interior del cuerpo y una computadora convierte el sonido en imagen. ¿Entiendes la locura de esto? El proceso de la conversión sucede gracias al efecto piezoeléctrico. A veces pienso que viajo como el sonido en ondas invisibles. O que soy la luz transitando casi un millón de veces más rápido que el sonido. Y que me pierdo en el tiempo que recorro en un instante. ¿Qué es el instante sino la luz de la historia? Nunca tuve una foto de mi bebé de carne. Él era la materia oscura. ¿Qué haces con la imagen de la nada?
Antes de perder al bebé de núcleo acuoso compramos nuestra primera casa. Adornamos su cuarto con cenefas de globos aerostáticos. Pintamos las paredes de amarillo y compramos una cuna de madera blanca. Enseguida de ésta, colocamos una mecedora para amamantar que tenía unos cojines de color hueso, con encaje también amarillo. Pusimos repisas con discos infantiles y libros de literatura fantástica, de viajes y de ciencia ficción. En una de ellas colocamos exclusivamente las fábulas de Esopo. Anidamos antes de saber que teníamos un bebé de gotitas de llanto sideral. Después de la ecografía, justo al llegar a casa, esa voz me dijo que me incendiara. Juan soportó mi locura porque entendió su origen.
No le importaron las cicatrices, ya te lo dije.
No recuerdo, niña (Soy la niña sin memoria), el momento en el que estuve a punto de matarlo. Sólo tengo el destello del miedo que sentí ante su mutación de humano a monstruo. Los ojos me convirtieron a Juan en una bestia. La voz me decía que mi esposo me quería comer viva y los ojos se encargaron de volverlo execrable, inhumano.
Desperté a tomar agua en medio de la noche. Una jarra de vidrio con el líquido helado aguardaba en el refrigerador. Serví un vaso para mí y lo bebí de un trago. Después volví a llenarlo para Juan. Abrí la puerta del cuarto con cuidado de no despertarlo. Me acerqué a su lado de la cama, despacio y en silencio. Coloqué el vaso en el buró. Destapé su rostro para darle un beso en la frente. A contraluz su cara parecía distinta. Regresé a la cocina, volví a encender el foco, dejé entreabierta la puerta del cuarto y me acerqué de nuevo a la cara de Juan. Algo extraño le pasaba. No parecía él. Las facciones se habían endurecido. Las cejas se veían muy pobladas. Los labios secos y grandes. La piel vieja y escamosa. Me aproximé lo más que pude a su rostro y vi claramente cómo de la frente comenzaban a salirle unas protuberancias filosas, parecidas a los cuernos de un carnero adulto. Fui corriendo al estudio y prendí la lámpara de pedestal. También encendí los focos de la sala. Regresé al cuarto y me acerqué otra vez a su cara. Los cuernos le habían emergido en su totalidad desde la frente hasta las sienes, y la cara se le había cubierto de un pelaje cobrizo muy tupido. Nariz, párpados, mejillas. No había espacio sin vellosidad. El miedo me invadía. Estaba segura de que se trataba de una de esas pesadillas vívidas, en las que todo parece muy real. Me di una cachetada. Me dolió. Grité. Juan abrió los ojos y los volvió a cerrar. Eran rojos y brillaban como los de un gato. Seguía dormido. Se movió de posición en la cama y pude ver cómo su cuerpo había crecido. El pelaje estaba en todas partes. La espalda parecía una montaña rocosa. De las manos pendían garras afiladas. De la boca le salía un humo azulado y fétido. Expedía sonidos antiguos, de ultratumba. Volví a golpearme, ahora con el vaso con agua. Era de vidrio. No se reventó en mi cabeza, pero el golpe se sintió muy fuerte. Juan volvió a moverse sobre la cama. Pude ver su lengua bífida. Corrí a la cocina y fui por algo para defenderme del monstruo. Tomé un cuchillo afilado. Regresé al cuarto y el monstruo seguía dormido. Mi única oportunidad de sobrevivir era atacándolo mientras no podía defenderse. No estaba segura de nada de lo que estaba pasando a mi alrededor. Podía tratarse de una pesadilla en la que era capaz de percibir el dolor. Pero tal vez no era una pesadilla, y realmente el monstruo existía. Lo escuchaba gruñir. Si no lo matas tú, él te comerá viva. Pensando sólo en mi supervivencia, decidí creer que mi vida estaba en peligro. Ahora eso me parece absurdo. Así de horrible es la pesadilla de estar loca.
Me acerqué al monstruo, ahora sé que no era el monstruo. Que siempre fue mi Juan, mi Juan bueno. Le puse el cuchillo en el cuello, y antes de clavárselo en la tráquea, despertó. Sus ojos eran color canela, como siempre. Su voz, aunque asustada, tenía esa misma tonalidad conocida por mí. Tardé unos segundos en darme cuenta de que era el Juan de mis días. Forcejeamos en la cama, en el piso. Le pedí perdón. Él ya no podía estar conmigo. Yo era la pesadilla.
Me encontraron deambulando en la calle, dicen. No recuerdo cómo ni cuándo escapé del psiquiátrico. Como sea, me trajeron a este asilo. Habito, como te dije, el cuarto número diez. Otra extensión del cuatro por cuatro del psiquiátrico. Juan a veces me visita. Tiene tres hijos de carne. Una mujer se los pudo dar.
***
La guerrilla es la mente de tu esposa. Es un niño ficticio y muerto. La guerrilla no sólo es el asesinato a mano armada con un objeto punzocortante. Son los intestinos en una calle llena de gente que celebra una boda. La guerrilla es esconderse por miedo a ser detenido por un crimen que no cometiste. La guerrilla es aparecer en la lista de los próximos asesinados, publicada en el periódico mural de tu facultad. Es que te ataquen dormido en tu cama. Es abrir los ojos y ver a todos los fantasmas del miedo en la cara de tu esposa que quiere degollarte con un cuchillo de cocina afilado. La guerrilla es someterla. Apretar sus muñecas hasta casi romperlas. Quitarle el cuchillo. Forcejear con ella por tu vida. Ver en su rostro encendido el vacío de un miedo negro. De un miedo milenario posicionado en una mente preciosa. Marthita a veces se enferma y pierde esa inteligencia brillante. Su carita cambia. Algo distinto a ella misma la mueve. Ella es el títere de su voz en el cerebro.
La guerrilla es la paradoja.
Es el amor y el miedo en una mirada de lumbre. Es saber que estás a punto de morir o de matar a la persona más buena del mundo, y afirmar que la persona más buena del mundo no está consciente del mundo real. La guerrilla es llorar, desconsolado, en un baño de asilo cada vez que visitas a tu gran amor. La guerrilla es la esquizofrenia. Son los pedazos de papel sanitario desmoronados en las mejillas llorosas. Es darte cuenta de que siempre serás el niño que llora solo en todos los baños del mundo. Es salir del baño con el rostro rojo de llanto y los recuerdos pegados en los ojos. La guerrilla es saber que eres viejo y tienes miedo. Es saber que el miedo nunca termina.