Relatario: Edición Especial

Gambeta

Abril, 2023

Busco ahora en los recuerdos instante más feliz que golpear un balón, ver cómo recorre la distancia requerida hasta detenerse entre las redes.

Tengo en la memoria las voces de las muchachas del barrio, el abrazo de la señora, el golpe efusivo en mi espalda desde las manos del señor. Fue en el juego, el futbol, que mi nombre cobró importancia en la vida.

Nací entre los escombros de la ciudad, allá donde la única visita cotidiana son los carros de la basura. Mi padre me formó con las monedas de la venta del cartón, botellas de plástico. Me crio también con la suela de sus zapatos en mi espalda. Una vez lo miré golpear contra la pared a mi hermano. A los años miré a mi hermano sentado en una andadera de metal, sin poder mover sus manos. Una tarde que le daba comida en la boca, me pidió un poco de agua, fui por ella, al regresar ya no respiraba.

Quisiera contar otra historia, que una vez hubo fiesta en mi honor, dentro de la casa. Decir que había noches con estrellas, refresco y pastel. Mi madre iba y venía con los botes de agua en sus manos, juntaba la ropa de otros recolectores para lavarla, y con los dineros de ganancia compraba a veces pan, leche, huevos.

Una vez miré, entre las paredes de cartón donde dormíamos, un arbolito de navidad. Era una rama de un mezquite seco. Mi madre lo puso blanco, con una pintura para calzado, le colgó con alambres algunas fichas de refresco, como esferas. Es el mejor que he visto en mi vida. Tal vez el único.

Tiempo después de la muerte de mi hermano, una tarde que fui a visitarle a su tumba, encontré a un maestro de primaria enseñando a sus alumnos a jugar futbol. Enseguida del panteón donde están las porterías (o estaban, ya ni sé si ese lugar se habrá transformado), miré a los chavos de mi edad, alrededor de doce años, sus disparos iban para todos lados, menos hacia la portería. Eran felices, en cada golpe al balón, una carcajada. El maestro afanaba en indicaciones con gritos.

No supe cuánto tiempo pasó, me quedé la tarde observando la belleza del balón al tocar el viento después de ser tocado por los pies de los chavalos. Encontré en la pelota los pájaros felices, como esos otros que volaban a diario sobre la basura, en los días de ayudarle a mi padre en la búsqueda de objetos que pudiera vender en la recicladora.

Un balón vino hasta la tumba, donde yo estaba sentado, conversando con mi hermano. Tuve la necesidad de golpearlo, pero era tan bella su textura que no me atreví. Tampoco sabía si el maestro me llamaría la atención. La belleza y el temor fueron impedimento para tocarlo.

Esa noche regresé a casa con el tema del futbol en mi cabeza, tarareaba una canción y sus versos los improvisaba hasta cambiarlos por historias donde había balones, porterías, aire y pájaros.

Mi padre esperaba con las manos en la cintura. El regaño era costumbre, por la tardanza, porque no metí las cajas de basura ya elegida y seleccionar los objetos que vendería. Así los días, así las tardes. Las noches a veces para inventar sueños felices.

Escribo ahora sobre mis recuerdos de infancia porque la sicóloga me lo ha pedido. Viene a verme dos días a la semana. De a poco informa los motivos de mi permanencia en este lugar. Dice que un día abandoné los escombros, la basura, los cartones de mi casa. Me cuenta que abandoné la violencia del padre, el silencio de la madre, que me fui al norte del país para trabajar en el campo, en la recolección de uva, en la pizca de tomate.

Me pregunto siempre por qué la sicóloga me cuenta lo que ya sé. Y a veces me ha dicho que porque ella piensa que mi mente inventa. Escribo y me alivia, me divierte acomodar las palabras, y si no obedezco, la permanencia en este lugar podría ser más tiempo, no sé cuánto, pero según me dicen llevo aquí ya seis años.

Siempre exigen que recuerde, y yo sólo deseo ir a esos días de ver el balón en el campo junto al cementerio. No le he dicho a nadie, pero hubo una tarde en la que el maestro de primaria me invitó a jugar. Rápido tomé la pelota, el disparo fue certero, contra el travesaño y un ruido llenó de vibración el viento. Dijo el maestro que mis pies nacieron para eso: para golpear balones.

Tienes la potencia de un centro delantero profesional, comentó cuando ya en el descanso me regalaba un refresco y unas galletas. Al día siguiente llegó al basurero, después de convencer a mi padre para que me diera permiso de jugar el domingo en un campo grande, de un barrio cercano, el maestro me regaló un par de calcetas, unos zapatos de fut, un coordinado de pantalón corto y camisa de algodón azul.

Ese domingo de jugar y ya de regreso a casa, sentí por primera vez la importancia de mi nombre, finalmente podía yo decir presente ante algunas personas, finalmente podía proponer la creación, el golpe exacto para los metros precisos, tocar la vida con un balón y ver la alegría de mis compañeros por esa magia en mis pies al momento de construir las jugadas. Yo sólo me concentraba en la diversión, era escalar las nubes al golpear el balón. Bailaba al recorrer el campo.

Semanas después un transporte llegó hasta mi barrio, lo alquilaba el club de futbol. Se subieron a él las doñas, los señores, mis camaradas. Juntos fuimos a disputar uno de los partidos más importantes del torneo. Nos jugábamos los tres puntos que nos daban la calificación a la liguilla. Aún no puedo creerlo, pero ya en el tiempo extra de ese juego, cerré los ojos, desde media cancha, le pegué con la zurda y el balón entró en el ángulo de la portería. Fue ese día que me abrazaron, felicitaron. Alguien me jaló del pelo. Un beso también sentí en mi espalda.

No supe cómo, pero he venido a parar aquí. Duermo en un cuarto con rejas, en el piso que es tan helado como la casa donde nací. Tengo dos cobijas, una caja con algunas camisas. Tengo también dentro de esa caja los libros que la sicóloga me ha pedido que lea. Al principio no entendía las historias, pero con el tiempo y tantos libros sugeridos por trabajo social y sicología, un día vinieron a engancharme. La poesía es cosa de algunos cuantos. Pero los cuentos escritos sobre fut, y esa batalla donde una vez los alemanes fusilaron a los integrantes de un equipo ucraniano por una goliza que les metieron, esas historias sí son para todos.

 Cada cinco horas, durante el día, me traen comida en un traste de plástico. Me avisan el instante de la repartición con los gritos y golpes en las rejas.

A veces sucede que los sábados, después de que vienen a visitar a los que viven igual que yo, nos llevan a jugar. Cuando hacen torneos, por cada gol que anoto me regalan un paquete de galletas, un par de refrescos. Una vez me dieron un reconocimiento firmado no sé por qué licenciado que según dicen es muy importante.

Sobre eso deseo escribir siempre. La sicóloga debería entenderme. Ella cree que digo mentiras, que el tema del futbol sólo es para evadir mi responsabilidad. En realidad, no creo nada de lo que dicen, ni sicólogos, ni abogados, ni quienes me señalan. No puedo creer que sea cierto que yo aventé a una niña contra la pared, en el comedor en ese campo del norte, donde trabajaba. No puede ser que yo haya hecho lo mismo que mi padre le hizo a mi hermano.

No es cierto que le haya destrozado la cara con mis pies, no es cierto que me encontraron llorando, con los zapatos llenos de rojo, pateando su cabeza como a un balón.

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