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¿Así que quieres ser escritor?

Nació en Ohio el 13 de septiembre de 1876, y falleció en Panamá hace exactamente ocho décadas, el 8 de marzo de 1941. Sherwood Anderson pertenece a la categoría de los padres fundadores de la narrativa norteamericana junto a nombres como Hawthorne o Melville. Lo es gracias a George Willard, el protagonista de todos los cuentos que componen su temprana obra maestra Winesburg, Ohio. Con él, el cuento dejó de ser un género artificial. Se podría decir de él que es el gran innovador-fundador del género en su país, cuya aportación hace pensar en un Chéjov americano (a quien, por cierto, no había leído). Escritor de talento natural y sin formación literaria, se convirtió en el maestro de la entonces incipiente generación de escritores de la que formaban parte Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Steinbeck, Carver o Tobias Wolff, entre otros. En este aniversario de su muerte, invitamos a descubrirlo… O releerlo.


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Nacido en Ohio el 13 de septiembre de 1876, el narrador Sherwood Anderson falleció en Panamá hace ocho décadas, el 8 de marzo de 1941.

Sherwood Anderson decía que, “en todo grupo de escritores jóvenes, es inevitable toparse con los que quieren escribir y los que simplemente quieren ser escritores. Éstos anhelan, según parece, una peculiar distinción que proviene del hecho de ser escritor. Nada más. Es de lo más extraño”.

Creía el estadounidense, sí, “en un tipo de distinción que, me temo, es siempre un poco falsa y que se da en muy pocos casos; pero en realidad en estos tiempos hay demasiados escritores. Están por todas partes; imposible huir de ellos”.

Recuperado el artículo por Horacio Heredia para la revista (paréntesis) —ya desaparecida— en su número 4, el correspondiente al mes de marzo del año 2000, Sherwood Anderson, ya desde las primeras décadas del siglo XX, ironizaba sobre el supuesto estatus del literato. En el texto, intitulado “¿Así que quieres ser escritor?”, retrata, con fina mordacidad, la secreta soberbia y la gratuidad superficial del oficio literario: “Y arrancas. Comienzas a conocer mucha gente. Probablemente pienses, en lo más íntimo de tu ser, que todo el mundo te conoce. Olvidas que, como escritor, para ser eso que se llama una celebridad, una de cada cien mil personas debe haber oído siquiera una vez tu nombre. Todo indica que has estado juntándote demasiado con gente de tu misma especie”.

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Asombra la actualidad de su crónica pese a haber sido escrita quién sabe cuándo (porque la dirección —a cargo de Aurelio Asiain— de esta revista literaria prescindía de los importantes detalles), quién sabe de qué año exactamente data la crónica literaria, digo, porque no hay ninguna especificación del caso, pero uno supone que fue escrito en los años veinte, en la madurez del oficio de Sherwood Anderson: “Buscas gente y la gente te busca. Ya te codeas con los llamados intelectuales. Recién impreso tu último libro, el editor, pensando que con una estrategia como ésa despegarán las ventas, ha enviado una copia preliminar a varios escritores. Y escribe: ‘Le enviamos por correo un adelanto de lo que será la más reciente novela del Sr. Musgrave. Creemos que es un gran libro. Si coincide con nosotros, por favor escriba’. O bien podría ser la novísima novela de la señorita Ethel Longshoreman. Todo parece indicar que, en estos días, son las mujeres las que más y más se dedican a hacer nuestras novelas. Creo que lo hacen en lugar de casarse, y tal vez sea a causa del desempleo que hay entre los hombres. No lo sé. Como quiera que sea, es un hecho”.

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El texto de Sherwood Anderson pudo haber sido escrito ayer mismo.

Vea el lector si no: “Y cuando te toca, ni modo. Piensas: ‘Si no alabo el libro de él o de ella, él o ella no alabarán el mío’. Y lo común es que nunca leas el libro, que se lo acabes dando a tu suegra para que ella lo lea. Ese es, por ejemplo, mi sistema. El hecho es que has llegado a pensar que todo el mundo debe conocerte. Has consultado a muchos escritores y ellos te han dicho que tu libro está ‘bien’. Te dicen que tienes un ‘estilo maravilloso’ o cosas semejantes, y tú debes corresponder al halago, diciendo mil linduras de sus libros, tal como lo esperas. Quiero decir, ya sabes, haciéndote el encantador, llamando la atención a donde quiera que vayas”.

Los escritores, decía con honesto cinismo Sherwood Anderson, “nos aprovechamos de cualquiera que se deje” (porque se dicen a sí mismos que están “más allá del bien y del mal”), como con los “proveedores”, así llamados por el propio autor norteamericano: “Los narradores adoramos a estos hombres. Van por la vida contando pequeñas anécdotas de lo que les ha ocurrido. Están imposibilitados para escribir historias, pero pueden contarlas. Pon una pluma en sus manos y verás cómo a las historias les salen alas y se van volando”.

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En la granja de Sherwood Anderson trabajaba un hombre que era una especie de cuentacuentos: “¡Qué de historias contaba! Estos hombres tienen una cierta candidez: pueden contemplar toda su vida con mirada nítida. Te cuentan las más maravillosas historias de lo que sienten, de lo que han hecho, de lo que les ha pasado. Todo lo cuentan con mucha claridad. Ese hombre trabajó para mí sólo un verano, pero acabé ganándomelo. Obtuve infinidad de delicadas historias, todas escuchadas de sus labios, mientras trabajábamos juntos o, mejor, cuando él trabajaba y yo me sentaba a mirarlo, y en determinado momento corría a la casa a escribir las historias tal como él me las había contado. Pero fui un tonto. Al final del verano le confesé lo que había estado haciendo, y él comenzó a tenerme miedo. O pensó que yo estaba ganando mucho a cambio de nada. Debí haber mantenido la boca cerrada. Perdí a un buen proveedor. Las historias que ahora estará contando a otros las perdí, y todo por mi culpa. Así que ahí estamos, los escritores. Vamos alegremente por la vida, jactándonos de poder leer a las personas como un hombre común y corriente lee las páginas de un libro. Pero la mayor parte del tiempo estamos sin hacer nada”.

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Sin embargo, la gente sigue consultando a los escritores.

—¿En qué está trabajando ahora? —preguntan, pero el escritor “no está trabajando en nada, le duele una muela y necesita que se la empasten, se está preguntando dónde conseguirá dinero para comprar un auto nuevo. No está trabajando en nada, pero sabe lo que se espera de él. Se espera que esté realizando una tarea portentosa”.

Por eso, cuando le preguntaban a él en qué estaba trabajando ahora, solía responder con monumentalidades:

—Estoy haciendo una historia de la guerra civil norteamericana…

Porque eso suena muy edificante y académico. Entonces, “en los ojos de la gente aparece una mirada de asombro y temor reverencial”.

—¡Qué hombre! —piensan, y es maravilloso. “A ratos —escribió Sherwood Anderson— casi me convenzo de que realmente estoy en una tarea portentosa”.

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Ocasionalmente alguien dice que los escritores son grandes, y es difícil, siendo escritor, no creérselo, “y si te convences de que es pura palabrería, entonces eres miserable, y por partida doble”.

Perfecta y hermosa desmitificación del escritor, la suya.

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