Abril, 2023
Se dice que el animalejo repta por las paredes en las sofocantes noches veraniegas, justo cuando el instinto más animal nubla a la humana razón. O que brinca de mano en mano durante las apacibles reuniones familiares y ahí, donde una prima acomoda las viandas en la terraza, disponiéndolo todo para una partida de damas chinas, de pronto mira con nuevos ojos al tío (y si la abuela también ha sido mordida por el maléfico bicho, acariciará sospechosamente al nene…).
Otros afirman que el susodicho no existe, que ni siquiera tiene consistencia física, volumen o apariencia, y que toda su fama se debe a las ensoñaciones fuera de control de un famoso médico vienés (por cierto, enamorado de su mamá), y cuya obra, escrita bajo el amparo de un tremendo pericazo, sigue dando de que hablar entre sus pacientes y correligionarios. Sea de una forma u otra, se arrastre por los muros, muerda a la traicionera o sólo exista en la enfebrecida imaginación de los profesionales del diván, el incestívoro no debe ser tomado a la ligera, menos aún por las hordas defensoras de las buenas costumbres (que prefieren ni mencionarlo).
Algunos zoólogos, practicantes convencidos de la más necia y rígida taxonomía, incluyen al incestívoro como una especie perdida entre los reptiles y los mamíferos. Sostienen que de ambas clases —por cierto, bien representadas en cualquier libro decente de biología—, el incestívoro ha tomado sólo algunas características morfológicas y de conducta, pero que el resto de sus rasgos no es sino una peculiar versión del íncubo.
De los reptiles, por ejemplo, ha adquirido la capacidad de desplazarse por techos y paredes lisas, pues, como el gecko cantarín y las lagartijas listadas, posee minúsculas ventosas en sus patitas, lo que lo vuelve un hábil escalador (y abusador, agregan los científicos).
Por su parte, de entre los mamíferos, los más emparentados con esta lujuriosa bestezuela, tenemos a los conejos y a los gatos, famosos ambos porque en cuestiones de amor y hábitos reproductivos, no respetan ni a su propia madre. Así, el incestívoro es capaz de hacer maullar de deseo a la más frígida de nuestras hermanas al vernos caminar en la sala y puede, incluso, si se le presenta la ocasión y no hay trabas mayores, convertir en un harem particular a todos los hijos de una familia si el padre ha sido mordido por el bicho con despiadada enjundia.
Como se podrá suponer, aquel infeliz que ha sido contagiado del mal, puede, en cuestión de un parpadeo, subir la temperatura de su sangre desde la más respetuosa frialdad hasta la más descarada de las calenturas con sólo echar un vistazo a la tía que borda punto de cruz en la mecedora de siempre. El enfermo no se anda con remilgos y lo mismo le da, pues el pobre ya no es dueño de sus actos, tirarse a las hermanas, tías, sobrinas, padre y madre, que dejar para el postre (después del cigarrito, por supuesto) a primas y primos segundos y terceros, y toda la parentela hasta la quinta o sexta generación.
Pero no nos asustemos ni rasguemos las vestiduras (que nuestra madre podría estar espiando): el incestívoro ha existido desde siempre y no se va a ir, así como así, sólo porque los diligentes discípulos del Doctor Freud lo acorralen en el consultorio y lo tundan a escobazos. Su mordedura ha inspirado, y lo seguirá haciendo, la más amplia gama de manifestaciones artísticas, cultas o vulgares, profanas o pías, así como un considerable número de profundos análisis. Para aquellos escépticos que aún se nieguen a dar su brazo a torcer, sugerimos echar un vistazo a la riqueza de la lírica popular: en sus miles de tonadillas y coros, versos y cantos, la presencia del incestívoro es un hecho. Por no dejar, recordemos aquella de “…ardiente, ardiente, qué rico se siente; chile caliente no respeta pariente…” famosísima entre los universitarios y entonada a manera de consigna política dentro y fuera de las aulas. O la pegajosa cumbia colombiana “…qué rebuena está mi madre, qué rebuena está mi tía; yo me tiro a mi hermana con sabor, con alegría…”, de moda en las fiestas, graduaciones y toda reunión de sociedad. ¿Y qué decir del género paródico, tan socorrido entre los poetas de los barrios bajos?: “Estas son las hermanitas que me trajo el rey Daviiid, primas, tías y sobrinas nos las tiramos aquiií…”.
En fin, el efecto causado por el incestívoro, sea este pasajero y superficial o permanente, forma, nos guste o no, si se nos permite la expresión, un pilar fundamental e irremplazable de nuestra augusta civilización judeocristiana. Aquellas voces trasnochadas y timoratas que llaman a erradicarlo, como si se tratara de la peor plaga desde Sodoma y Gomorra, y que insisten, con una necedad sospechosa, que este inocente animalejo representa una sórdida amenaza a las más básicas reglas de convivencia humana, son de la clase de ingenuos que creen poder tapar el sol con un dedo. A todos ellos les contestamos, con la contundencia y la energía de los contagiados, que la enfermedad transmitida por el incestívoro llegó para quedarse, pues el placer carnal (¿es que hay algo mejor que la carne de mi carne?) con los de familia, es el impulso más cegador. Pregúntenle a Yocasta.