Abril, 2023
Manuel González fue asesinado la semana en que cumpliría 67 años. Todos los vivió en el barrio, nunca intentó buscar suerte en el gabacho —como hicieron casi todos sus amigos—, ni pensó en mudarse al otro lado de la Calzada, donde dicen que vive la gente bien. Desde pequeño trabajó en la tienda de abarrotes más antigua y popular del barrio, esa que antes fue de sus padres y que luego heredó. Pasó su vida detrás del mostrador, por eso conocía a todos y todos lo conocían a él. Los viejos le llamaban Manuelito, los chicos don Manuel.
Fue acólito en el templo, ayudaba a repartir hostias, se ponía a organizar las fiestas patronales y, sin meterse al confesionario, se enteraba de las cuitas de las señoras devotas que confiaban en él tanto o más que en el señor cura. Era el que armaba las colectas para apoyar a la familia del vecino que, al fallecer, dejaba esposa e hijos en desamparo. Fue presidente de la asociación de padres de familia en la escuela primaria en que estudiaron sus hijos, lo nombraron presidente honorario vitalicio porque, quién sabe cómo le hacía, pero cada año las finanzas de la asociación alcanzaban para reparar un aula o construir una nueva cancha. También entrenaba al equipo de futbol del barrio. Ahí sí no tuvo suerte, llegó a dos finales, pero nunca logró un campeonato. Los viernes por la tarde, los viejos pasaban el rato fuera de la tienda, bebiendo caguamas y charlando con Manuelito. Ora les aconsejaba cómo llevarse mejor con el jefe, ora cómo contentar a la esposa, ora cómo disciplinar a los hijos, ora escuchaba nada más y eso ya era mucha ayuda. Los sábados, pasado el mediodía, después de los partidos de futbol, los chicos llegaban a tomarse un refresco y a escuchar los análisis de don Manuel. «Se tiraron mucho a la banda derecha, cuando el centro parecía una avenida». «El portero no sabía jugar con los pies y ustedes puro centro a lo alto». «Tienes que soltar el balón antes». «La papa estaba en el medio campo y no la cacharon, se la pasaron a puro balonazo».
Si alguien del barrio tenía algún problema, siempre lo buscaban a él.
Manuel hizo su vida en el barrio, ahí se casó y tuvo dos hijos, Memo y Tomás. Él apenas terminó la secundaria y no le hizo falta más, vivía bastante bien, pero estaba necio en que sus hijos conocieran otras cosas. Desde chiquillos los apuró a estudiar y no dejó que trabajaran, quería que fueran los primeros profesionistas en su familia. Los dos ya estaban en la universidad. El «doctor» y el «licenciado», así les llamaba durante las fiestas en que coincidía con sus cuñados o los compadres. Estaba orgulloso de sus hijos, convencido que tendrían un futuro exitoso y quería que todos lo supieran. Ellos saldrían del barrio porque estaban estudiando, les tenía que ir mejor y tenían que vivir mejor. Pero Manuel seguía sin siquiera considerar mudarse, tenía su vida hecha y le gustaba. No le hacía falta nada y en el barrio era feliz. Nunca le pasó por la cabeza irse, ni siquiera cuando las calles empezaron a cambiar para mal. Los viejos se fueron haciendo menos, los chicos empezaron a irse pa’l gabacho y se malearon; se iban buenos muchachos y regresaban malillas y enviciados. Se juntaron en pandillas, eligieron calles y las hicieron suyas, se adueñaron de todo y se dieron con todo. Cada pandilla tenía su territorio. Las broncas iniciaban cuando una se cruzaba al de otra, era una afrenta que se cobraba a chingadazos. Se armaban campales, barrio contra barrio. En un principio no pasaban de descalabrados y uno que otro hueso fracturado. Pero los muchachos estaban cada vez más rabiosos.
Los Fortys se instalaron en la cuadra donde estaba la tienda de Manuel. Se llamaron así porque se juntaban en el cruce de Gómez Farías y la calle 40. Los niños que don Manuel alguna vez entrenó, ahora eran muchachos ajados y tatuados que, un día sí y otro no, se agarraban a madrazos con los EnVi —iniciales de New Vikings—, que se juntaban en San Andrés. «Es cosa de la edad, ya se les pasará». Pero no se les pasó, las cosas se pusieron peor. Se metieron al negocio de las drogas y autopartes robadas. Con todo, las cosas estuvieron más o menos bajo control hasta que Eddy, el más morro de los Fortys, se enamoró de Karina, se la ligó y se la robó. El problema era que la muchacha vivía en San Andrés y había sido novia de Gabriel, el mero mero de los EnVi. «A mí nadie me pedalea la bicicleta». «Las morras del barrio son pa’l barrio». «Se pasó de verga el morro». «Ora sí sacaron boleto». El tiro estaba cantado. De un día para otro pasaron de los puños a las armas. De descalabrados y huesos rotos, a navajeados y baleados. De heridos, a muertos. Héctor, hermano de Eddy, mató al Patón. Beto baleó a Héctor para vengar a su primo, no lo mató, pero lo dejó paralítico. Todas las noches se escuchaban tiros y todas las mañanas aparecía un muertito o dos.
Tanto muerto llamó la atención de los periódicos. Las notas molestaron a los políticos. Los políticos declararon que la policía no estaba haciendo su trabajo. La policía se aplicó y envió patrullas a recorrer el barrio día y noche. Tanta atención no era buena para los negocios, ambas pandillas empezaron a perder dinero. Las ganas de venganza estaban trastocando las ganancias. Urgía terminar la guerra, pero los Fortys estaban bien parados y, en su territorio, no dejaban EnVi con cabeza. Gabriel sabía que el pleito les estaba costando dinero, así que mandó a Simón a pedir una tregua y discutir un acuerdo. «Que se queden con la Kari, ni hablar, total, viejas hay un chingo. Diles que a’i muere, que si quieren podemos hablar hasta de nuevos límites de los territorios y que, de entrada, les damos una Suburban en señal de buena fe, nomás pa’ empezar a platicar. Todo sea porque todos volvamos a trabajar». Los Fortys recibieron con gusto la promesa de paz, sentían que habían ganado y también querían volver a los negocios. Se convocó la reunión entre ambas bandas en la trastienda del negocio de Manuel. No le preguntaron, nomás le avisaron que usarían el lugar. No podía negarse, eran del barrio y al barrio no se le niega nada, además, cualquier objeción habría tenido consecuencias. A la cita asistieron el Javis, Rolando y Johnny, los más viejos y más vivos de los Fortys; a los tres les brillaron los ojos al escuchar las promesas que hacían los EnVi, estaban por cerrar el trato cuando interrumpió don Manuel. «No se fíen y menos si les van a dar una camioneta, ¿cómo por qué tanta generosidad? No sean mensos, les están poniendo un cuatro». Manuel había escuchado todo desde el mostrador, sabía que había gato encerrado. Se la pensó antes de intervenir porque, aunque no estaba de acuerdo con lo que hacían, conocía a esos muchachos desde que eran niños: Javier vivió con él una temporada, cuando a su papá lo encerraron en el penal de Oblatos; a Robert lo entrenó durante un par de años, tenía todo para ser profesional, pero le ganó el vicio; Johnny nació en el gringo, pero llegó al barrio con algunos de los muchachos que regresaron cuando los deportaron, además, era hijo de Juan, un buen amigo de Manuel que se fue pa’l otro lado y tuvo su familia allá. Sabía que se estaban metiendo en la boca del lobo, pero eran sus muchachos y no quería que les pasará nada malo, aunque lo merecieran. «El viejo tiene razón», dijo Johnny. «No mames, está chocheando», respondió Javis. «Ésta ya la ganamos, no hay que apendejarnos», secundó Robert. «Más sabe el diablo por viejo que por diablo, y este don siempre le atina, vamos dándole calma». «Este pinche viejo qué sabe de estas cosas», rugió Javis. Después de una corta discusión, Johnny dobló las manos, así que aceptaron la tregua y la troca. En los siguientes días se reunirían de nuevo para acordar los detalles del acuerdo de paz definitivo.
Ese mismo día, por la noche, el Juanon y el Buchacas, dos de los Fortys de más baja calaña, entraron a la tienda de don Manuel. «Manda decir el Javis que nadie lo contradice y que le enseñemos a no andar de metiche». «No hay que ponerse contra el barrio, viejo, eso no se hace». Los dos pandilleros tenían la voz quebrada, lenta y los ojos rojos de tan chemos que andaban, tuvieron que pegarle duro a la mona pa’garrar valor. Le tenían respeto a don Manuel, pero órdenes son órdenes y el barrio siempre es primero. «Muchachos…», la tristeza se tragó las palabras de Manuel, no entendía cómo había llegado a ese punto, le dolió el pecho de sorpresa y decepción. «Muchachos —continuó—, ¿en serio quieren hacer esto? ¿No se acuerdan cuando estaban chamacos y…?» Tomás y Memo salieron de la trastienda antes de que su padre pudiera terminar la frase. «Ya estuvo pinches cholos, cáiganle o le hablamos a la policía». «¿Pa’ qué la policía?, ¿qué no pueden solos?» «Con o sin policía, se van a la chingada». «¿Qué, a poco se van a pegar el tiro?» «Con nuestro jefe no se meten, así que como quieran». «Pos órale, vénganse pa’ fuerita, a ver si es cierto que muy acá». Manuel se puso delante de sus hijos tratando de impedirles salir. «Mi’jos, metanse pa’ dentro, yo ‘orita hablo con los muchachos, es un malentendido». «¿Qué? ¿Se van a esconder detrás de papi, pinches nenas?» «¿O les da frío, culeros?» A Memo y a Tomás se les subió el barrio, hicieron a un lado a su papá y se encaminaron a la calle «No, mi’jos, no salgan, no salgan…», rogó Manuel. Los muchachos no hicieron caso y, nomás al salir, los recibieron a balazos. Manuel, al escuchar los tiros, corrió a buscar a sus hijos. Tenía el rostro descompuesto y miedo en la panza. Lo rafaguearon apenas puso un pie fuera de la tienda. Los tres cuerpos baleados quedaron tirados en la acera.
«El don era del barrio y el barrio se respeta», dijo Johnny, apretando los dientes. «Nomás iban a sacarle un susto, pero se les pasó la mano a los cholitos, ni pex», respondió Javis. «Además, pinche viejo se puso muy acá, quién le manda a hacerse el muy, muy», secundó Rolando. «Ya cálmala, si quieres les damos piso a los cholos esos, por pendejos». «Sí, man, además, qué, ni que fuera tu papá, así que bájale de güevos». «Pinches putos, váyanse a la verga», dijo Johnny, haciendo un corte de manga y dándoles la espalda antes de marcharse.
Javis y Rolando estaban calando la troca cuando los detuvieron los militares. La Suburban en que viajaban era robada y el dueño fue asesinado durante el asalto. El ministerio público les cargó el muertito y les negó la libertad bajo fianza. En los días siguientes a Eddy lo mataron saliendo del cine, le dieron cuatro puñaladas por la espalda. Johnny se regresó a California. Sin jefes, los cadáveres de los Fortys más resueltos fueron apareciendo en las calles; los demás se fueron del barrio o cambiaron de bando. Los EnVi se quedaron con la tienda de Manuel. Karina regresó a San Andrés. Gabriel le hizo un hijo, luego otro y después la dejó.