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El ‘crimen’ de Charles Darwin

Abril, 2023

En una carta dirigida al botánico Joseph Dalton, Charles Darwin confesó su crimen: había encontrado una explicación a la evolución de las especies que resquebrajaba los cimientos de la religión. De ello nos habla José Manuel Sánchez-Ron, catedrático y autor de Querido Isaac, querido Albert (Editorial Crítica), el cual ya circula en librería.


José Manuel Sánchez-Ron


Charles Darwin (1809-1882) figura entre los científicos más importantes de la historia de la ciencia, y no podía dejar de estar presente en mi libro de correspondencias Querido Isaac, querido Albert. Su gran obra, aquella por la que es y será recordado, desvela que las especies han variado a lo largo del tiempo, y desencadenó procesos que afectaron a algo tan básico como nuestras ideas acerca de la relación que liga a nuestra especie, Homo sapiens, con otras formas de vida animal que existen o han existido en la Tierra.

Encajar el rompecabezas de la naturaleza

Darwin defendió que la vida es como un árbol, de cuyas raíces comunes han ido brotando diferentes ramas; esto es, especies (emparentadas por su conexión con el tronco común) que con el paso del tiempo continúan diversificándose, dando origen a otras “ramas” bajo la presión de determinados condicionamientos (entre ellos —esto Darwin no lo supo— las mutaciones genéticas que espontáneamente se producen).

Después de afanarse por encajar en una gran síntesis las piezas (botánica, zoología, taxonomía, anatomía comparada, geología, paleontología, cría domestica de especies, biogeografía….) del gigantesco rompecabezas que es la naturaleza, y estimulado por la noticia de que Alfred Wallace había llegado a conclusiones similares, aunque no tan sustanciadas, en noviembre de 1859 publicó un libro que forma parte del tesoro más precioso del que dispone la humanidad: El origen de las especies. Pero el camino que lo llevó a su teoría y libro no fue ni fácil ni breve.

El pinzón que cambió el mundo

Un momento fundamental de ese camino fue cuando en marzo de 1837, mientras estudiaba las aves recogidas por Darwin en las Galápagos —una de las últimas paradas del Beagle, el bergantín en el que había partido el 27 de diciembre de 1831 en un viaje de cinco años que cambiaría su vida—, John Gould, un taxónomo de la Zoological Society, identificó varias especies de pinzón terrestre cuyos picos se habían adaptado para comer insectos, cactus o semillas.

Gould pensó entonces que estas variedades de pinzones probablemente vivían cada una en islas diferentes, pero no podía asegurarlo porque Darwin no las había etiquetado con la indicación del lugar en que las recogió.

Las indicaciones de Gould dieron pie a Darwin para considerar si las semejanzas entre los pinzones de las diferentes islas no serían restos de un antepasado común. Semejantes datos llevaron a Darwin a atreverse con la idea que le rondaba la cabeza: que las especies no son estables.

Pinzones de Darwin o pinzones de las Galápagos. Dibujados por Darwin en 1845 en el Diario de investigaciones de la historia natural y geología de los países visitados durante el viaje del H.M.S. Beagle alrededor del mundo, comandado por el capitán Fitz Roy, R.N. / Foto: Wikimedia Commons.

La carta de Darwin: “Es como confesar un crimen”

En una carta que Darwin envió el 11 de enero de 1844 al botánico Joseph Dalton Hooker expresó con claridad sus pensamientos:

“Me impresionó tanto la distribución de los organismos de las Galápagos […] y […] el carácter de los mamíferos fósiles de América […], que decidí reunir a ciegas toda suerte de hechos que pudieran tener que ver de alguna forma con lo que son las especies. He leído montones de libros de agricultura y horticultura, y no he parado de recoger datos. Por fin han surgido destellos de luz, y estoy casi convencido (totalmente en contra de la opinión con la que empecé) de que las especies no son (es como confesar un crimen) inmutables. El Cielo me libre del disparate de Lamarck de ‘una tendencia al progreso’, ‘adaptaciones debidas a la paulatina inclinación de los animales’, etc…, pero las conclusiones a las que he llegado no son muy diferentes de las suyas, aunque sí lo son por completo los instrumentos del cambio. Creo que he descubierto (¡esto es presunción!) la simple forma por medio de la cual las especies devienen exquisitamente a adaptarse a varios fines”.

“Es como confesar un crimen”, decía.

Evolucionan, pero ¿cómo?

Ahora bien, una cosa era reconocer que las especies cambian y otra identificar algún mecanismo para que sucediera esto. En otras palabras, era necesaria una teoría que diese sentido a la evolución; no bastaba con las observaciones que realizó durante el viaje en el Beagle, ni lo que luego aprendió sobre los cambios producidos por la selección artificial de animales domésticos.

Darwin encontró la clave en las ideas del economista Thomas Robert Malthus, tal y como éste las había expuesto en un texto de 1826: Ensayo sobre el Principio de la Población.

En su autobiografía, Darwin explicó lo que significó para él aquella obra:

“En octubre de 1838, es decir, 15 meses después de haber iniciado mi indagación sistemática, leí por casualidad el libro de Malthus sobre la población, y como, debido a mi larga y continua observación de los hábitos de los animales y las plantas, me hallaba bien preparado para darme cuenta de la lucha universal por la existencia, me llamó la atención enseguida que, en esas circunstancias, las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El resultado de ello sería la formación de nuevas especies”.

La puerta que le conduciría a su teoría del origen de las especies queda así abierta definitivamente.

[José Manuel Sánchez-Ron: profesor emérito de Física Teórica. Historiador de la Ciencia. Académico de la RAE, Universidad Autónoma de Madrid. / Fuente: The Conversation. / Texto reproducido bajo la licencia Creative Commons.]

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