IntermedioSociedad y Política

Tras las huellas de Lenin

Vladimir Ilich Ulianov sigue siendo una figura política colosal y un ser humano accesible, aunque desconcertantemente complejo

Enero, 2024

Nació el 22 de abril de 1870 y se fue de este mundo el 21 de enero de 1924. Se cumple el centenario mortuorio de Vladimir Ilich Ulianov, más conocido mundialmente como Lenin: revolucionario, teórico político, filósofo, pensador y líder ruso. En el centenario de su muerte, recuperamos este ensayo de Ilya Budraitskis en el que, partiendo del libro Lenin / Pantokrator solnechnyh pylinok, de Lev Danilkin, analiza la figura del político ruso.¿Cómo hallar una nueva forma de hablar de su vida y de sus ideas que permita reconsiderarlas ambas tanto en Rusia como en otras partes? Como señala aquí: “Lenin sigue siendo una figura política colosal y un ser humano accesible, aunque desconcertantemente complejo”.

La carcajada de Lenin

Lenin / Pantoktaror solnechnyh pylinok
[Lenin / Pantocrátor de polvo solar],
libro de Lev Alexandrovich Danilkin
(Moscú, Molodaya Gvardiya, 2017, 909 pp).

¿Qué deberíamos pensar hoy de Lenin? ¿Cómo habría que enmarcarlo en lo que Hayden White denomina una narrativa del «pasado práctico», que proporcione una orientación sobre el pasado capaz de aportar luz sobre el presente? En el siglo posterior a su muerte, Lenin cayó víctima tanto del planteamiento hagiográfico que se le aplicó en la URSS, como de la sovietología más o menos agresivamente anticomunista de Occidente. Este «sectarismo» historiográfico ha sobrevivido al final del sistema soviético y restringido la interpretación de Lenin a detractores o defensores acérrimos, dejando atrás a la mayoría no alineada. Hoy, el lugar que Lenin ocupa en la «política de la memoria» que se aplica oficialmente en Rusia ilustra la naturaleza contradictoria de dicha política: Lenin es respetado como una página de la historia estatal, pero rechazado por su carácter de insurrecto. Esta separación entre el Lenin visto como símbolo y su esencia como marxista revolucionario procede directamente del periodo soviético. En tiempos de Stalin, y en especial durante el mandato de Brézhnev, se creó en torno a él una enorme infraestructura conmemorativa que incluye docenas de museos dedicados a su memoria, desde su ciudad natal, Ulianovsk, hasta su última residencia en Gorki, cerca de Moscú. La edición completa de las obras de Lenin se publicó en decenas de millones de ejemplares; prácticamente cada mes de su vida está cuidadosamente descrito en los doce volúmenes. El Instituto Nacional del Marxismo-Leninismo le dedicó un edificio especial, en cuyos largos corredores cada sala estaba dedicada a un periodo específico de la vida de Lenin, con títulos como «Primera mitad de 1898» o «1/07/1917-10/07/1917».

Durante el periodo de la Perestroika la importancia de Lenin en la propaganda soviética cambió. Las reformas de Gorbachov se anunciaron como una puesta en práctica de las ideas de Lenin acerca de una verdadera democracia soviética, traicionadas por Stalin y sus herederos. Este breve brote de popularidad tardía de Lenin fue seguido pronto, sin embargo, por la década rusa de 1990, que conoció un giro radical hacia la economía de mercado. El anticomunismo liberal se convirtió en la nueva ideología estatal. En un país en el que cientos de calles siguen llevando su nombre, e incluso su cuerpo sigue yaciendo en el Mausoleo de la plaza principal de la capital, Lenin sólo estaba legitimado como una parte silenciosa de la tradición estatal, igual en prestigio a cualquier otro artefacto del pasado soviético o zarista.

De acuerdo con el punto de vista oficial en la tríada de figuras históricas rusas del siglo XX, Lenin representa el mal absoluto, mientras que la reputación de Stalin es contradictoria: «mala» como revolucionario y como arquitecto fanático del terror masivo, pero «buena» en cuanto estadista que comandó el país hacia la gran victoria de la Segunda Guerra Mundial. La tercera figura, el zar Nicolás II, es literalmente un santo, canonizado por la Iglesia ortodoxa rusa. En los últimos veinte años se ha ido estableciendo un impresionante culto al último zar, que lo presenta como gran estadista y víctima inocente que falleció por los pecados de la nación. Esta visión conservadora, clerical y antirrevolucionaria de la historia nacional tiene muchas similitudes con otros regímenes «iliberales» de Europa del Este, como Hungría o Polonia; la diferencia principal con la Rusia de Putin radica en que el legado soviético no puede interpretarse aquí como un producto de la dominación extranjera, como algo completamente ajeno a la historia nacional, lo cual ha dado a la memoria colectiva construida por el Estado ruso contemporáneo un carácter cuasi esquizofrénico de acuerdo con el cual Lenin sólo podría ocupar un lugar legítimo como forma vacía —un cuerpo momificado o un monumento privado de sentido— mientras sus ideas y creencias difícilmente podrían tratarse como objeto de debate público.

La propaganda oficial de la pasada década —desde 2012 aproximadamente— retrata por lo general a Lenin y a los bolcheviques como fanáticos criminales, dispuestos a sacrificar el país por sus ideas utópicas. Durante el centenario de la Revolución Soviética conmemorado en 2017 se aireó ampliamente esta perspectiva de la historia, con series televisivas como Trotski (una figura monstruosa) o el infinito drama de época titulado Las alas del imperio. Una de estas series, El demonio de la revolución, llevada más tarde al cine, se centraba en las relaciones de Lenin con las autoridades alemanas a comienzos de 1917 y reproducía el viejo relato conspirativo del «dinero alemán». A partir de todo este material producido por la industria cultural rusa actual podríamos derivar una lección sencilla: todas las revoluciones, desde los bolcheviques hasta el Maidan ucraniano de 2014, han sido repeticiones de la misma estrategia de «cambio de régimen» usada por Occidente para desestabilizar y destruir al Estado ruso.

Portada del libro de Lev Danilkin.

Hace unos años las autoridades rusas condenaron con firmeza, desde esta posición conservadora, la «descomunistización» simbólica de Ucrania y la eliminación de los monumentos a Lenin por considerarlos actos revolucionarios, que constituían una «traición a nuestra historia común». Pero en el discurso que pronunció en febrero de 2022 para justificar la invasión de Ucrania, Putin culpó a Lenin de esta independencia. Desde su punto de vista, la política de nacionalidades aplicada por los bolcheviques, así como el principio de autodeterminación inscrito en la propia fundación de la URSS, permitieron que Ucrania emergiera como un «país artificial» dotado de un pueblo ficticio. Rusia ha proclamado explícitamente que el objetivo de su agresión es el de destruir el principio de independencia ucraniano y de ese modo corregir el «error» cometido por Lenin.

¿Cómo empezar a reflexionar libremente sobre Lenin en este contexto? ¿Cómo hallar una nueva forma de hablar de su vida y de sus ideas que permita reconsiderarlas ambas tanto en Rusia como en otras partes? Lev Danilkin empezó a abordar estas cuestiones poco antes del centenario de la Revolución Soviética de la mano de un encargo de una vieja editorial —en otro tiempo la editorial del Komsomol— especializada en biografías populares de figuras históricas. Nacido en 1974, Danilkin es uno de los principales críticos literarios de una generación más joven, conocido gracias a las reseñas bibliográficas que publica de manera asidua en Afisha, una guía cultural surgida en la década de 1990 y en gran medida responsable de la promoción del estilo de vida y la cultura «hipster» en Rusia. Ciertamente no puede calificarse a Danilkin de izquierdista, pero al mismo tiempo siempre se ha mostrado ligeramente crítico con la orientación anticomunista y pro libre mercado de su propio medio liberal. Inicialmente presentó su ambicioso intento de reinventar a Lenin en cuanto hombre de carne y hueso y figura histórica como un experimento sobre él mismo: ¿qué le ocurrirá a una persona rusa contemporánea que intentase leerse los cincuenta y cinco volúmenes de las obras completas de Lenin, visitar todos los museos existentes sobre él que aún se conservan y viajar a todos los lugares remotos en los que residió o estuvo? ¿Es posible, de hecho, entender a Lenin a través de estos artefactos, que siguen al alcance de todos los habitantes de Rusia, pero guardan silencio?

El planteamiento de Danilkin es populista en el mejor sentido del término y altamente eficaz para propiciar una lectura de masas. Danilkin no es ni un historiador profesional, ni un «partidista» que intenta defender su punto de vista predecible —ya sea apologético o negativo— sobre Lenin, sino un buen escritor, de mente independiente, dispuesto a seguir la investigación allí donde esta le conduzca. Como él mismo confiesa, el recorrido por los archivos de Lenin, que le llevó al menos cinco años, alteró la opinión que tenía sobre su objeto de estudio, que al final del libro acabó siendo de «respeto incuestionable». Pantocrátor de polvo solar —el enigmático título, casi de ciencia ficción, que conserva su misterio hasta las últimas páginas— está lleno de referencias y citas ocultas de la literatura soviética y postsoviética, desde El maestro y Margarita de Mijàil Bulgakov o Las doce sillas de Iliá Ilf y Yevgueni Petrov hasta las novelas más recientes de Víctor Pelevin. Al mismo tiempo, Danilkin mezcla libremente referencias cultas y populares, comparando a Plejánov con Shakira, o a los delegados del Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso celebrado en 1903 con los hobbits que llaman a la puerta de Bilbo Bolsón, lo cual probablemente ayuda a hacer el libro más interesante para un público ruso joven, aunque tal vez lo haga intraducible en el exterior.

No sólo el lenguaje y el estilo literario sino también el método del libro de Danilkin son muy distintos del tratamiento convencional que se otorga a Lenin en la Rusia actual. Por momentos, Lenin. Pantocrátor de polvo solar parece más una obra narrativa, periodismo de investigación o incluso una guía de viajes que la biografía al uso de una figura histórica. Danilkin comienza efectuando un interesante análisis sobre una «carta de tótems» en corteza de abedul que Vladimir Ilyich dibujó a los doce años para un amigo que se había mudado a otra ciudad. Los elementos pictográficos recuerdan las famosas Peticiones de las Tribus Indias al Congreso estadounidense, piensa Danilkin, quien recuerda que durante el verano los seis hermanos Ulyanov, después de devorar a Cooper y Mayne Reid, corrían salvajes por el campo, construyendo tiendas indias y cazando con arcos y flechas. El biógrafo se detiene en el complejo uso latinizado de la endíadis, dos nombres en uno («tótems carta»), una figura muy inusual en ruso. Pero la carta cifrada contiene también los pictogramas de las tumbas egipcias y las figuras esquemáticas de las pinturas rupestres prehistóricas. Figuran también tótems dibujados con precisión —samovar, langosta, grulla, serpiente, rana, cerdo—, el Hombre Durmiente de aspecto surrealista, el Nadador Barbudo, el Reino de la Comida en la esquina superior derecha, con una jarra de leche, una salchicha cortada en dos y rostros bigotudos que parecen máscaras de Guy Fawkes.

El joven criptógrafo les resultará familiar a los lectores del gran fragmento de Isaac Deutscher, «Lenin’s Childhood»: el preadolescente escandaloso, dado a cometer trastadas y amante de los juegos ruidosos, que nadaba en el Volga, lideraba expediciones nocturnas por los bosques, pero que al mismo tiempo era el primero de la clase en griego, latín, alemán y literatura rusa, recomendado por su director (padre de Kerenski) por sus talentos y diligencia excepcionales; lleno de entusiasmo por la narrativa y la poesía, mientras su hermano y su hermana mayores estudiaban con ahínco Das Kapital, antes de que el golpe extraordinario que supuso la ejecución de su hermano Sasha, acusado de regicidio, destruyese su mundo infantil e infundiese una determinación de acero a su compromiso político. Pero como observa Danilkin:

El documento escrito por Lenin en madera de abedul desalienta al biógrafo: símbolos antiguos, alucinaciones, lagos sin fondo, indios, conexiones secretas entre objetos y fenómenos, metáforas visuales, series de dobles, samovares que no son lo que parecen. El campo está generosamente sembrado de claves, pero ninguna abre nada. El Documento Número Uno [en el archivo de Lenin] […] no se presta a una interpretación fácil. Lenin era un criptógrafo profesional. Los biógrafos le atribuyen la capacidad de pasar desapercibido, de desaparecer con rapidez, y otras habilidades de los exploradores «indios». Hay relatos apócrifos sobre su capacidad de abrirse camino a través de los bosques guiándose por las estrellas y a través de las praderas siguiendo los patrones de vuelo de las abejas. Pero bosques aparte, incluso en su habitación, escribiendo artículos, caminaba silenciosamente como los indios de Cooper, sin apoyar los talones. Detectarlo —y después atraparlo con la mano: ¡te pillé!— no vale.

Por deducción, Danilkin emplea también el método de pisar con cuidado, siguiendo las huellas de su objeto de estudio. La presentación que hace de la historia familiar y de la niñez de Lenin ilustra este toque diestro. La biografía evita sistemáticamente sensaciones baratas del estilo «el demonio de la revolución». Al describir la procedencia étnica de Lenin menciona correctamente los ancestros judíos y alemanes de su madre, que también tenía familia sueca y báltica, y los ancestros calmucos del padre, cuyos retratos muestran rasgos mongoles, de pómulos prominentes. El abuelo materno, el Dr. Alexander Blank, era un médico muy culto que insistió en la educación de sus hijas y se retiró a una propiedad rural ubicada en Kokushkino, cerca de Kazán, donde los hermanos Uliánov pasaban las vacaciones de niños. El abuelo paterno era un sastre calmuco procedente de la región más pobre de Astracán, cerca del mar Caspio. Su hijo menor, el padre de Lenin, Ilya Nikolayevich Ulyanov, logró entrar en el colegio local con ayuda del sacerdote de la familia, estudió astronomía en la universidad de Kazán y escribió una tesis sobre la paradoja de Olbers antes de convertirse en profesor y, más tarde, en inspector de educación. Esos orígenes tan variados, recalca Danilkin, eran característicos de las clases medias en el Imperio ruso en el que la confesión ortodoxa constituía el principal criterio de «rusianidad».

Nacido en 1870, Lenin vivió la adolescencia bajo los nubarrones cada vez más oscuros de la década de 1880: la apertura limitada que tuvo lugar a finales de la década de 1860 y durante la de 1870 fue brutalmente revocada tras el asesinato del zar Alejandro II por militantes de Naródnaya Volia en 1881. Durante el gobierno de Alejandro III, los colegios del país que tanto se había esforzado en mejorar el padre de Lenin volvieron a estar a cargo de los párrocos. Golpeado por la derrota, Ilya N. Uliánov falleció de hemorragia cerebral en 1886, a los 55 años. Al año siguiente, la ejecución de Sasha, que aceptó la plena responsabilidad de una conspiración estudiantil mal organizada contra Alejandro III, dejó al joven Lenin, así como a su madre, hermanas y hermano menor, estigmatizados por su parentesco con un regicida. Durante toda la vida de Lenin, los miembros de este grupo familiar estrecho siguieron siendo las personas a las que permaneció más unido y, junto con Nadzhda Krupskaya, con las que mantuvo relaciones de mayor confianza.

En estructura, Lenin. Pantocrátor de polvo solar sigue dos líneas del legado material de Lenin: sus escritos y los lugares en los que vivió. Para los segundos, Danilkin ha viajado miles de kilómetros, de la aldea de Kokushkino a la remota población siberiana de Shushenskoe, de París a Cracovia, Zúrich y Capri. Las descripciones detalladas de estos lugares —como los encuentra hoy Danilkin, así como en las reconstrucciones de su estado hace cien años— desempeñan un papel significativo en el libro. Aunque no estén completamente justificadas en una biografía, estas descripciones ingeniosas y bien elaboradas ofrecen una lectura muy placentera. Y de hecho esta cartografía de la vida de Lenin nos ayuda a comprender su actitud, como persona con un profundo conocimiento de Rusia y de Europa occidental, donde pasó casi la mitad de su breve vida adulta. Danilkin sigue sus pasos, de los grupos de debate izquierdistas en Samara —donde, a los 19 años, tradujo el Manifiesto comunista al ruso— a la actividad clandestina en San Petersburgo, donde en 1894 conoció a Krupskaya; de las reuniones con revolucionarios en Ginebra, París o Berlín, hasta la detención y el exilio en Shushenskoe, donde Lenin convirtió la enormidad de datos que había llevado consigo en El desarrollo del capitalismo en Rusia (1899). Danilkin analiza la importancia de dicho libro en cuanto descripción a gran escala de la transformación social experimentada por un país en el umbral del siglo XX, carcomido por la pobreza, con una colosal descomposición de las estructuras de la vida campesina, es decir, de la mayoría absoluta de la población, y el surgimiento dinámico de una nueva clase obrera. El Lenin de Danilkin observa la llegada del capitalismo como una enorme tragedia y como una oportunidad para impulsar el cambio revolucionario.

Al detallar las batallas para construir el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR) antes y después de la Revolución de 1905, Danilkin no se resiste a comparar Iskra con una próspera start-up o al Partido Bolchevique con un eficaz equipo empresarial. En parte por esta razón —su intento parcialmente lúdico de aprovechar el lenguaje de los lectores rusos de clase media actuales— figuras como los «hombres de acción» bolcheviques, Leonid Krasin o Nicolai Bauman, reciben más atención que «hombres de palabras» como Zinoviev o Radek. Analizando la vida cotidiana de Lenin antes de la revolución, Danilkin llama la atención sobre la importancia del secretismo. Lenin mejoró constantemente sus habilidades para la ocultación o la autotransformación, no sólo en Rusia en los primeros años y a su regreso en 1917, sino también a lo largo de todo su periodo en la emigración. Tenía talento para parecer una persona corriente allí donde fuera, ya se tratase de una aldea siberiana o un café parisino, dispuesto a entablar una conversación intrascendente con cualquiera. (Sobre esta base, Danilkin aventura que muy posiblemente Lenin se encontrara con el dadaísta Tristan Tzara durante la Primera Guerra Mundial en Zúrich). Para Lenin, sin embargo, estas prácticas no constituían sólo una táctica clandestina, sino que le daban acceso a un gran tesoro empírico de sentimientos ciudadanos. Esto resultó crucial para documentar su análisis sobre las perspectivas del movimiento internacionalista durante la Primera Guerra Mundial o sobre las circunstancias para tomar el poder en octubre de 1917.

Danilkin hace un buen trabajo a la hora de presentar el legado intelectual de Lenin. Explora con esmero los principales textos de Lenin en orden cronológico, desde El desarrollo del capitalismo en Rusia y ¿Qué hacer? hasta sus últimos escritos. En la exposición que hace de El imperialismo, fase superior del capitalismo, declara sin rodeos que el análisis de Lenin conserva en gran medida su importancia hoy en día y explica el porqué de manera muy sencilla y convincente para el lector ruso actual. Basándose en un libro de Kevin Anderson, Lenin, Hegel and Western Marxism (1995), proporciona un análisis detallado e impresionante sobre la lectura que Lenin hizo de Hegel en los Cuadernos filosóficos. Quizá el análisis más revelador sea el dedicado a El Estado y la revolución. Danilkin explica con acierto la intención antiestatalista del texto de Lenin y contrasta esta alternativa sin Estado y autogestionada con la evolución posterior del Estado soviético. Para Danilkin ejemplifica la naturaleza trágica de Lenin en cuanto figura histórica, cuyo legado supremo no fue más que otra enorme máquina estatal construida contra su propia voluntad manifiesta. Lenin. Pantocrátor de polvo solar demuestra que en sus últimos años Lenin era plenamente consciente del peligro que suponía la creciente burocracia del partido y el dominio que éste ejercía sobre la sociedad; a pesar de su fracaso a la hora de frenar esta progresión, su perspectiva «aestatal» sigue siendo necesaria y pertinente.

El relato de Danilkin se centra abrumadoramente en el propio Lenin y en quienes lo rodeaban. Proporciona sólo información mínima y selectiva sobre el contexto histórico más en general. El autor da por sentado que los lectores rusos conocen los grandes episodios de la historia nacional: el comienzo sangriento del gobierno de Nicolás II a mediados de la década de 1890, cuando una nueva generación de revolucionarios fue enviada al patíbulo; la asombrosa derrota de la Guerra ruso-japonesa, prólogo del «ensayo general» de 1905; las revoluciones de febrero y octubre de 1917 y la devastadora guerra civil de 1918-1921. Danilkin se concentra, por el contrario, en una especie de contextualización histórica situada fuera del currículo político-histórico convencional: proporciona imágenes vívidas acerca de las condiciones sociales de los obreros rusos a comienzos del siglo XX o acerca de la participación crucial de Lenin en los debates sobre el plan de electrificación soviético.

Sin embargo, la biografía no sólo encuentra espacio para las aportaciones teóricas, sino también para el debate historiográfico. Danilkin hace referencia a la obra, que logra popularizar, de Vladlen Loginov, autor de los que probablemente sean los mejores estudios históricos sobre Lenin escritos en la Rusia del siglo XXI, que desafortunadamente son todavía poco conocidos. (Curiosamente, no menciona el trabajo de Deutscher). Polemiza con buen criterio con las interpretaciones anticomunistas de Lenin, como las de Alexander Solzhenitsyn o Dimitri Volkogonov, pero al mismo tiempo adopta parcialmente la dudosa perspectiva del historiador semiestalinista Valentín Sajarov, que sugirió que artículos de Lenin como «Testamento» y «Acerca del problema de las nacionalidades o sobre la “autonomización”», ambos profundamente críticos con Stalin, eran falsos, probablemente fabricados por Trotski. Danilkin coincide en que Lenin no escribió el «Testamento», pero no lo atribuye a Trotski sino a Krupskaya. Esta extraña versión no se basa en una investigación documental seria, sino en la intuición de un escritor. Argumenta que, con la grave enfermedad de Lenin y el enfrentamiento creciente entre Trotski y Stalin, y la progresiva ventaja de este último, Krupskaya comenzó a jugar su propia partida para restablecer el equilibrio de fuerzas en el partido y garantizar la posibilidad de que se estableciese una pura línea leninista incluso después de Lenin.

Pareciera que Danilkin hubiese inventado esta explicación poco fundamentada para situar en primer plano la importancia política de Krupskaya en lugar de retratarla como una mera sombra de Lenin. (Como corolario, al tratar sobre el Privatsache [asunto privado] de Lenin, Danilkin sostiene que el marido de Krupskaya veía a Inessa Armand, la hermosa bolchevique considerada en general como su amante secreta, exclusivamente como una amiga íntima; prácticamente una hermana). Este fuerte movimiento dramatúrgico del escritor —casi con seguridad incorrecto para el historiador— es congruente con la estrategia general de Danilkin, que no se centra tanto en las figuras predecibles del entorno de Lenin como en aquellas que han sido olvidadas injustamente. Por ejemplo, proporciona retratos impresionantes de Iván Babushkin, uno de los principales militantes en el primer grupo de Lenin, la Liga de la Lucha por la Emancipación de la Clase Obrera, organizado a mediados de la década de 1890 en San Petersburgo; del socialista suizo Fritz Platten, que acompañó a Lenin en el viaje en tren a través de Alemania en abril de 1917 y se quedó en Rusia, donde murió víctima de las purgas de Stalin; y de Roman Malinovski, una de las grandes decepciones para Lenin, líder del grupo parlamentario de los bolcheviques en la Duma desenmascarado como un provocador policial.

Es imposible pasar por alto el cambio de tono de Lenin. Pantocrátor de polvo solar después de 1917. Si durante la emigración hay elementos de humor en la presentación de Lenin, en especial durante sus interminables microluchas dentro del partido en el periodo transcurrido entre la las revoluciones de 1905 y 1917, después de la Revolución de Octubre el texto se vuelve mucho más sublime y trágico. En el proceso, Danilkin se revela como un sincero defensor de Lenin, justificando la posición de este en los episodios más vulnerables: la disolución de la Asamblea Constituyente, el Tratado de Brest-Litovsk y la ejecución de los Romanov. Estos acontecimientos son fundamentales para lidiar con las acusaciones dirigidas contra Lenin de inmoralidad, crueldad y de haber librado una guerra sin escrúpulos por el poder. Danilkin las interpreta como respuestas racionales a circunstancias concretas. Así, por ejemplo, analiza en detalle la acusación presentada por el gobierno provisional en el verano de 1917 y extremadamente sensible para la mitología política rusa de que Lenin colaboró con las autoridades alemanas en lo referente a su regreso en el «tren sellado». Danilkin demuestra la incongruencia de esta acusación. También analiza en detalle momentos controvertidos, como la firma del Tratado de Brest-Litovsk en 1918 y la introducción de la NEP en 1921, defendiendo en todas las ocasiones a su héroe y manifestando que sus decisiones, forzadas por las condiciones imperantes, eran las únicas posibles en aquel momento.

Danilkin defiende a Lenin no como leninista, sino como un biógrafo que ha logrado adquirir un conocimiento profundo sobre su objeto de estudio. Para él, Lenin no es sólo un revolucionario que creía en la posibilidad de instaurar una sociedad socialista, sino también un pensador con una visión amplia y realista de las contradicciones y los límites del capitalismo en cuanto sistema. Esta interpretación, basada en la dialéctica marxista, permitió a Lenin captar el vínculo existente entre las guerras interimperialistas y los levantamientos revolucionarios, así como comprender el gran potencial de las luchas anticoloniales. Desde esta perspectiva, Danilkin describe la creación de la Comintern bajo dirección de Lenin no sólo como el instrumento de una «revolución mundial» abstracta, sino también como un proyecto de «globalización roja», relacionado con las circunstancias específicas de la crisis del orden mundial capitalista imperante después de 1918, lo opuesto a la globalización actual, puesto que empoderaría a «los perdedores» y ofrecería a los países periféricos la independencia.

La de Danilkin podría considerarse una biografía «leninocéntrica», un intento introspectivo de alcanzar el núcleo de la lógica política de Lenin. Podríamos compararla con otra obra reciente que se dispone a ofrecer una perspectiva nueva sobre el tema. Dilemmas of Lenin de Tariq Ali adopta el enfoque contrario, explicando al líder bolchevique a través de una serie de anotaciones acerca de la época en la que vivió. El libro de Ali se estructura en torno a cinco «situaciones» a las que se enfrentó Lenin: terrorismo, guerra, imperio, amor y revolución: retos políticos que encontraron respuestas provisionales en la vida y el pensamiento de éste. Cada «dilema» podría presentarse como un ensayo separado que ilustra alguna parte debatible o no obvia del legado bolchevique. Pese a las diferencias existentes respecto al planteamiento adoptado por Danilkin, los dos escritores comparten objetivos similares: el intento de «desmomificar a Lenin», de encontrar un método y un lenguaje nuevos con los que hablar sobre él en la actualidad. Mientras que Danilkin intenta hacerlo en el contexto ruso, el relato de Ali va dirigido a los lectores de habla inglesa. En consecuencia, la introducción a la historia del movimiento revolucionario ruso ocupa una parte importante del libro. El primer dilema de Lenin, de acuerdo con Ali, derivó de sus relaciones complicadas con el movimiento populista Narodnik (los narodniki se presentan con un grupo equivalente a los anarquistas, algo que en el contexto ruso no es completamente cierto). La explicación —que Lenin se hizo marxista y desarrolló una crítica al terrorismo revolucionario tras la ejecución de su hermano— coincide en gran medida con la versión canónica. Pero ofrece a Ali la oportunidad de explorar la tradición revolucionaria rusa más en general, abordando así la prehistoria de los bolcheviques, desde los decembristas de 1825 hasta Voluntad del Pueblo y sus herederos, el Partido Social-Revolucionario (SRS). Por un lado, Lenin fue un crítico irreconciliable de esta tradición, pero, por otro, mostró un interés incansable por ella; visitaba junto con Krupskaya a viejos narodniki, y se aseguró de que el gobierno soviético organizase un entierro solemne para Kropotkin, el patriarca del anarquismo ruso, en 1921.

The Dilemmas of Lenin, de Tariq Ali, ya está disponible también es castellano, publicado por Alianza Editorial.

The Dilemmas of Lenin muestra que el feroz polemista era capaz de respetar a oponentes del propio movimiento socialista y de reconocer sus méritos. Ali describe con detalle la relación compleja entre Lenin y el líder menchevique Julius Martov, que siguió siendo amigo personal suyo hasta el final. En los capítulos que detallan la crisis de la Segunda Internacional después de 1914 y la Guerra Civil rusa —en los que se presta especial atención a Mijaíl Tujachevski— Lenin está prácticamente ausente. Regresa, sin embargo, en el capítulo dedicado al amor, centrado en su «dilema» personal: la relación con dos de las mujeres más importantes de su vida, Krupskaya y Armand. Ali adopta la línea contraria a Danilkin —Lenin y Armand mantenían una relación amorosa— pero lo describe como un inusual triángulo amoroso: carente de conflicto y basado en la igualdad de género y la fidelidad a la causa común. A Ali la historia personal de Armand le ofrece la oportunidad de examinar la cuestión más general de las relaciones de género en el movimiento revolucionario ruso para lo cual se inspira en el clásico de Richard Stites, The Women’s Liberation Movement in Russia. Feminism, Nihilism and Bolshevism, 1860-1930 (1977).

Como Danilkin, Ali acaba su libro con una reflexión sobre «la última batalla de Lenin»: la lucha contra la degeneración del partido y contra su propia enfermedad. Pese a la diferencia de planteamientos, Ali y Danilkin llegan a la misma conclusión. Lenin luchó hasta el final contra la burocratización, el «gran rusismo» y el fortalecimiento de la maquinaria estatal soviética. Perdió políticamente, pero no moral ni intelectualmente. Lenin sigue siendo una figura política colosal y un ser humano accesible, aunque desconcertantemente complejo. En una extraordinaria «secuencia poscréditos», tras imaginar los cientos de nombres que pueblan su libro ascendiendo por la pantalla oscurecida, Danilkin invoca el trabajo del padre de Lenin acerca de la paradoja de Olbers. De acuerdo con este problema, dadas las innumerables estrellas del firmamento, todas emitiendo luz, deberíamos ver una pared de luz cegadora y sólida, como cuando miramos un bosque y vemos todo un muro de árboles. Y sin embargo el firmamento por la noche está oscuro, y sólo muestra algunas estrellas titilantes dispersas. La explicación que dio Olbers fue que entre las estrellas había un velo, una nube de polvo cósmico. La física moderna ha afirmado que, de ser así, las propias partículas de polvo deberían brillar como estrellas.

«El big bang de la Revolución de Octubre llenó el espacio de un número pasmoso de personas que, por primera vez en la historia, brillaron hasta el punto de poder ser vistas desde el otro extremo del universo», escribe Danilkin. Las metáforas de la «solarización» de Lenin proliferaron tras su muerte: un verdadero «culto solar». Los acontecimientos que tuvieron lugar en 1989 hicieron disminuir la fe en él como suministrador de energía fiable, pero el fenómeno Lenin, «enorme cuerpo luminoso que muestra una actividad no autorizada e impredecible», sigue siendo fuente inagotable de ansiedad. El «acuerdo de paz definitivo acerca de Lenin» —entre sus defensores, biógrafos o en la sociedad rusa contemporánea— todavía es imposible, explica Danilkin. Su secuencia poscréditos llena a cambio la pantalla. La oscuridad, las orillas del río Yenisey; los flotadores oscilantes de las cañas de pescar; las ondas en el agua; el crepitar de una hoguera. Tres personas a su alrededor: Stroganov, el tendero de la aldea de Shushenskoe al que Lenin ha enseñado a jugar al ajedrez; Sosipatich, el niño campesino, profundamente dormido; y Vladimir Ilich, soñando envuelto en su abrigo de borrego. Stroganov comprueba los sedales y encuentra una enorme lota, escamosa y bigotuda, peleando con el anzuelo. Para gastarle una broma a Lenin se la mete dentro del abrigo y vuelve corriendo a su lugar junto a la hoguera. Lenin se levanta de un salto, dando un grito, se saca el pez de la ropa preso de una sensación de horror y entonces ve a Stroganov, partido de risa, y regresa al mundo real, «un mundo todavía reconocible y prometedor para cualquiera capaz de ver sus absurdidades y su gama infinita de posibilidades». En ese momento, escribe Danilkin, las estrellas brillan con tanta fuerza, que pareciese de día. «Lenin se agarra el chaleco con los pulgares, cierra los ojos y empieza a reír, echándose hacia atrás y después, literalmente doblándose en dos, meciéndose hacia delante y hacia detrás, radiantemente, golpeando, girando como una campana, preso de una incontenible carcajada: ¡jajajajaja-jajajajaja-jajajajaja!».

[Texto publicado en New Left Review. Es reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons 4.0 Internacional—CC BY-NC-ND 4.0.]

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