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Historia mínima(mente crítica) de Colombia


La colección Historias Mínimas de El Colegio de México, que tan buena acogida ha tenido entre académicos y estudiantes, remonta sus orígenes a los de la propia institución. En el prólogo de la Historia general de México (Colmex, 1976), Daniel Cosío Villegas, su coordinador, advertía que “El Colegio ha buscado que algunos de sus libros de historia nacional alcancen a un público lector mucho mayor que los que han tenido sus publicaciones anteriores, por su carácter erudito. El primer paso fue la Historia mínima de México [1973] redactado de modo especial para quien desea iniciarse en el conocimiento de nuestra historia”. La empresa y su espíritu, a mayor escala, resurgieron en 2004 con la publicación de la Nueva historia mínima de México.

Llegado el turno para la historia de Colombia, el filósofo Jorge Orlando Melo ha sido el encargado de ofrecer un manual que alterne un enfoque lo suficientemente amplio para la brevedad y lo forzosamente riguroso para la exigencia de la institución que lo auspicia. El orden expositivo es naturalmente el cronológico. Así, el punto de partida irrecusable es el mismo de cualquiera historia Iberoamericana: las poblaciones prehispánicas. Sin embargo, lo elocuente y único es el final. El inciso “Santos: una nueva negociación de paz” (p. 278-81)  es acaso la primera y casi simultánea consignación —consagración— histórica (como grabando en los anales lo que se está viendo acontecer abajo en la plaza) de este proceso que el Gobierno de Juan Manuel Santos, hoy concluido, presentó entonces como signo para fijar el lindero, en los decretos y en las consciencias, entre dos términos históricos (un incipit vita nova), y como única solución viable para la desaparición de las FARC y su reinserción a la sociedad. El libro, editado en 2017, alcanzó a apuntar el desarme de la guerrilla con la ONU como garante, y auguró visionariamente, aunque con dificultades, el buen éxito del proceso. Poco le faltó para poder afirmar, como hoy podemos: las FARC ya no existen.

De alguna manera, este final narrativo premeditado y retórico articula sutilmente la exposición. La historia de Colombia (cuál podría no serlo) es el recuento de los conflictos entre partes: comunidades indígenas entre sí, españoles e indígenas, separatistas y monárquicos, centralistas y federalistas, liberales y conservadores, Estado y guerrillas. Este reparto de personajes, francamente compartido con cerca de veinte naciones de habla hispana, encuentra su color local en la decoración y el escenario. Así, la descripción geográfica (las tres cordilleras y sus valles fluviales intermedios, la variedad de alturas y climas, los dos mares) explicará en gran medida las vicisitudes propias del relato. La difícil comunicación y el acendrado sentido regionalista (presentido desde tiempos prehispánicos) darán cuenta de procesos posteriores, lo mismo políticos que económicos.

El género del manual es el mapa indispensable que acostumbra a los pasos a andar con firmeza un terreno desconocido, pero es también el terreno mismo, que se allana para mejor caminarlo. Como la gramática, postula reglas con abundancia de excepciones que, o enumera para confundir y agobiar, o calla para no desdibujar los trazos generales. Tales son las características del texto escolar.

En cuanto a la entonación, esta debe ser desapasionada pero magistral, con el tiempo futuro del verbo a su disposición: “Hoy viven en Colombia 48 millones de personas (…) pero en el último medio siglo las tasas de crecimiento han caído y esa población tal vez nunca se duplicará otra vez. La geografía seguirá pesando en forma de sequías o lluvias más extremas, la desaparición de los glaciales de alta montaña, la elevación del nivel del mar, la reducción del tamaño de las selvas, el costo de la producción de energía derivada de fósiles o agua, el sol o el viento”. Y no por esto se deja de conceder que “lo decisivo será la respuesta de la población” (p. 17).

Los predicados, los atributos y la adjetivación son también parte del entramado, pero más problemática y compleja. De las comunidades agrícolas prehispánicas se dice por ejemplo que “aunque no existían clases sociales, había una fuerte desigualdad de rangos: caciques, caciques menores, capitanes, sacerdotes y chamanes, gente del común y, en algunos sitios, prisioneros esclavos” (p. 24). Al no haber un glosario, el lector debe aceptar que a pesar de tal “jerarquización” (la palabra es del autor) aquellos grupos no tenían “clases sociales”. ¿Qué implica este requiebro?, ¿eran igualitarios, sin clases… teniendo clases? O bien, ¿qué es una clase y, luego, qué es una clase social?

Sobre los muiscas se dice que “tenían sacrificios excepcionales de niños y enterraban con los caciques muertos a veces a sus esposas, adormecidas previamente con el borrachero, pero no parecen haber sido muy crueles” (p. 30-31). Es que tal vez el nivel de crueldad era menor porque eran sacrificios “excepcionales”. Y, al cabo, ¿no sería incorrecto decir de los indígenas que eran “muy” crueles?

Hablando del grupo caribe, nombre que viene de caníbal, se dice: “Como la ley permitía esclavizar a los caribes, los españoles tenían interés perverso en describir a cualquier comunidad como perteneciente a este grupo, para poder hacerle guerra sin restricciones” (p. 29). Bien puede ser. Pero la perversidad ¿está en catalogar mañosamente o en hacer la guerra? Porque más atrás, cuando se habla del “sometimiento” entre caciques mayores de muiscas o taironas, se dice de este tipo de líder que “tenía el dominio sobre decenas o centenares de tribus gobernadas por caciques menores, y coordinaba las guerras para defenderse de sus vecinos o consolidar su poder” (p. 26), pero aquí, entre los tecnicismos “tener el dominio”, “coordinar la guerra” y “consolidar el poder”, no hay asomo de “perversidad”, que parece ser, como las ratas y las pestes, utilería exclusiva de las carabelas. Y si el problema está en la catalogación, ¿sabemos qué pensaban los chibchas de los arawak y si los juzgaban mesuradamente? ¿Importa?

Saltando el abismo de los tiempos, llegamos a la ponderación de la infausta Constitución de 1886: “Eliminó el capítulo sobre los derechos del hombre y el ciudadano —desaparecieron las libertades de expresión, imprenta, pensamiento y movimiento” (p. 168). Por supuesto que eliminó dicho capítulo afrancesado, siendo una constitución romana que empezaba “En nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad”. Y en efecto, un “capítulo” se puede “eliminar” de un texto. En cuanto a “las libertades de expresión” e  “imprenta”  se puede afirmar que fueron atacadas, disminuidas y hasta castigadas por los gobiernos de la llamada Regeneración (ca. 1886-1898) a través de varias formas de censura, pero sólo metafóricamente y haciendo uso de la hipérbole podría decirse que “desaparecieron”, como prosopopeyas que salen de escena. Pero ¿de las libertades de “pensamiento y movimiento”? Si se quiere decir que desaparecieron de hecho, la historia lo refutaría porque ¿cómo pudo haber un levantamiento liberal en 1895 si primero no lo pensaron y cavilaron y luego se movilizaron con armas? Y si se quiere decir que desaparecieron de derecho, ahora que tengo el texto de esa Carta ante los ojos, no encuentro una prohibición a pensar o a moverse. Es que desapareció la libertad para hacerlo. Pero aún así se estipulaba, como confirma el propio Melo, que a los no católicos —aquí está el meollo— “se les concedió (…) el derecho a ‘no ser molestados’ por sus creencias” (p. 169), lo cual tampoco es equivalente a que se hubiera prohibido la libertad de pensamiento o movimiento en una de sus expresiones más críticas para el debate de la época. Nimiedades, cosa de énfasis dramático. Bien puede ser, pero si así se frasea la Constitución del 86, ¿por qué en ningún pasaje dedicado al siglo XIX encuentro mención a que los liberales también cerraron imprentas de opositores? Y no he dicho “atentaron contra la libertad de imprenta y expresión”, porque esa frase, así en abstracto y tono propagandístico, parece ser sólo achacable a “los conservadores” (aunque “el redactor” —¿pero no hubo varios?— de la Constitución del 1886, Miguel Antonio Caro renegara siempre de esa palabra: pero en el relato debe ser un “conservador”). Pues, en efecto, bajo el gobierno “liberal” de Aquileo Parra, por decreto ejecutivo número 174, de 4 de septiembre de 1876, le fue expropiada al dicho Caro la imprenta donde publicaba El Tradicionista (no por cierto El Conservatista). Y buenas razones tenía Parra, pues este folletín era pólvora ultramontana con incienso. Pero para fines de esta Historia Mínima, nimias excepciones como esta confundirían, agobiarían y posiblemente terminarían desdibujando el necesario trazo general.

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