Cuando una idea ocupa nuestro espíritu
Octubre 2022
¿Dónde están las ideas? ¿Acaso se andan paseando tan tranquilas por ahí? En El invitado, la ilustradora francesa Marie Dorléans nos cuenta cómo el protagonista de su historia debe aprender a convivir con su nueva mascota: un caballo rojo que se mete hasta la sala de su casa apropiándose de todo. De la misma manera en que una idea ocupa nuestro espíritu, el caballo terminará echando al protagonista de su propio hogar. O eso supone: porque pronto se verá que este dueño tiene, para el caballo, otros planes.
Eso de encontrarse con una idea no ha de ser cosa fácil. Es decir, no, al menos, con una de esas ideas a las que todo mundo llama grandes, aunque también puede decirse de ellas que son buenas, magníficas, excelentes, extraordinarias, majestuosas, únicas, irrepetibles y hasta bonitas. Son esas ideas que se distinguen de todo lo demás. Esas ideas que, cuando aparecen, todo lo iluminan: destellan. Esas ideas que crecen y crecen y se instalan. Esas ideas que terminan por rebasar a quienes las vieron por primera vez y fueron capaces de apropiarse de ellas.
Cuenta la historia que algo así le sucedió al viejo Arquímedes mientras sumergía su cuerpo en la tina de unos baños públicos de la Magna Grecia, en su natal Siracusa, en la isla de Sicilia, hace muchos, muchos años. Cuando se encontró frente a frente con una de esas ideas buenas, magníficas, excelentes, extraordinarias, majestuosas, únicas, irrepetibles y hasta bonitas, el impacto fue de tal magnitud que brincó de la bañera en la que se encontraba y salió corriendo por las calles gritando “¡Eureka! ¡Eureka!”. Pero no todos reaccionan así. ¡Qué va! Hay quienes se lo toman con calma. Quizá porque ni siquiera sabían lo que buscaban hasta que lo encontraron.
Tal como sucede en El invitado, el libro en el que la francesa Marie Dorléans ilustra (y cuenta) que una mañana, después de meditar mucho tiempo [a veces uno puede meditar por días, semanas, meses o incluso años] el personaje de su historia decide salir a caminar para aclarar sus ideas. Y es así como en medio de una aparente nada se encuentra con algo muy diferente a todo lo que había podido ver hasta entonces.
Dorléans pinta ese algo como un caballo; un caballo rojo que estaba solo en el prado. Protagonista y caballo se reconocen y vuelven juntos a casa. El caballo entra hasta la sala, atiende las peticiones del protagonista, pero pronto se va volviendo un mimado que se apropia de los libros, del dormitorio y hasta de los invitados; se expande tanto dentro de la casa que terminar por echar al protagonista de ahí. O eso supone: porque pronto se verá que este dueño tiene, para el caballo, otros planes.
En el budismo, la meditación tiene el propósito de aquietar la mente. Ponerle pausa. Sin embargo, meditar, para la mayoría de las personas, consiste en liberar los pensamientos, que suelen ser como monos que no paran porque van de rama en rama buscando quién sabe qué cosa. Para poder meditar en serio, sea uno budista o parte de la mayoría de las personas, es necesario estar sentado y poner cara de melancolía, como si se anduviera flotando entre nubes [hay quienes, para meditar, prefieren poner un rostro circunspecto, pero no funciona, pues éste sólo sirve para posar o para darle vuelta a las preocupaciones]. Es muy importante, eso sí, extraviar la mirada en el horizonte, que no es sino una metáfora para indicar que alguien está observando sus propios pensamientos.
En algunas ocasiones esos pensamientos tienen asignada una tarea. Digamos, por ejemplo, hallar una idea. Pero una idea, aunque sea algo muy concreto, es, al mismo tiempo, algo cuya forma o color o tamaño o apariencia se desconoce. En ocasiones la idea puede tener forma de caballo rojo, como en El invitado de Marie Dorléans, pero otras, quizá, de Caballo de Troya, como en la Odisea de Homero; o de Rocinante, como en el Quijote de Cervantes.
Así que los pensamientos, cual si fueran monos buscando una banana escondida en algún oscuro lugar de la selva, andan tanteando a ciegas, yendo de rama en rama, intentando encontrar algo que aunque no se sabe cómo es, bien que se puede intuir y sentir y reconocer con todo el cuerpo cuando llega. Si no, habría que preguntarle al viejo Arquímedes de Siracusa, quien corría desnudo y empapado por las calles de la isla de Sicilia gritando “¡Eureka!” con todo su ser. Porque lo que impulsa a esos monos (o al pensamiento) a seguir buscando no es la certeza de encontrar algo, sino la mera sospecha de que aparecerá.
Es muy curioso que las ideas sean, en teoría, ilimitadas, pero, al mismo tiempo, sólo sea posible buscarlas dentro de los límites del propio pensamiento. Más aún: rara vez aparecen. Esto quiere decir, en sentido estricto, que las ideas siempre han estado ahí. Ésta es la razón por las que a veces la gente dice: “¡Cómo no se me había ocurrido antes!”. A los impacientes les urge encontrar una idea. Y los abusados, que ya tuvieron al menos una, están dispuestos a vender caro el secreto para, según ellos, generarlas, convenciendo a incautos que deberán pagar por acudir a sus incubadoras, fábricas o sembradoras de ideas.
Mientras eso sucede, Marie Dorléans muestra en El invitado [Trilce Ediciones / Embajada de Francia en México / IFAL] que las ideas se andan paseando tan tranquilas por ahí; que una silla o un sofá es el mejor sitio para empezar la búsqueda; que es necesario rodearse de un silencio en el que los objetos parecen mirarnos, atentos; que después de un tiempo es importante salir a caminar para despejar la mente y aclarar esa bruma que nubla los pensamientos, a fin de estar listos para observar con claridad cuando la idea aparezca en toda su forma. Es pertinente aclarar, desde luego, que salir a caminar no significa estar atento al mundo: uno tiene que estar mirando los pensamientos. Por eso, quien busca una idea, camina con la cabeza gacha: lo que busca no está en los alrededores sino en sí mismo.
Se debe advertir que no es suficiente con encontrarse y poseer una idea. Hay que confiar en ella. Jugársela con ella. Es importantísimo tratarla bien: alimentarla, consentirla, estimularla. A una idea no hay que hablarle de otras ideas porque las ideas son extremadamente celosas. Es necesario, eso sí, hacerla sentir cómoda, aunque parezca destruir todo alrededor, aunque sea capaz de causar un desastre. La genial bióloga estadounidense Lynn Margulis sólo pudo publicar su teoría sobre la célula eucariota después de que fue rechazada por más de 15 revistas especializadas. La teoría encajaba con los hechos, pero no con los prejuicios de la siempre hermética comunidad científica, como señaló el periodista Javier Sampedro.
Lo cierto es que las ideas a veces crecen tanto que se instalan indefinidamente dirigiendo nuestros pensamientos. Einstein afirmaba no haber tenido más que dos ideas en toda su vida. Una sola idea puede copar cada ruta de una existencia, gobernar la vida, la mirada, las sensaciones, el conocimiento y las lecturas, las relaciones sociales y el tiempo. George Steiner, filósofo y crítico literario franco-anglo-estadounidense, escribió que “el pensador importante en el campo de las humanidades o de la ciencia sería el que percibe una idea o concepto decisivo y saca provecho de ello, el que se centra en un descubrimiento o relación crucial”; es decir, aquel que “invierte casi avariciosamente en un acto de pensamiento u observación pionero, explotando su pleno potencial”. Para Steiner, Darwin sería el caso más paradigmático, según apunta en su libro Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (FCE / Siruela).
Hay un riesgo en lo anterior: cuando una idea “ocupa nuestro espíritu”, como pasa en la historia que ilustra y cuenta Marie Dorléans en El invitado, puede alterarnos, lastimarnos, enloquecernos, darnos terror, ponernos en estado de locura, echarnos de nosotros mismos y derrumbar, en fin, todo aquello que nos configura, llevándose la calma, la cordura, la tranquilidad, el tiempo, la paz. ¿Es posible olvidar, entonces, esa idea para abrirle paso a una nueva como recurso para no asfixiarse? Quizás. Pero lo más probable es que, aunque esa nueva idea posea una forma distinta, estará teñida del mismo color. Será la misma gata, nada más que liberadora y revolcada.