Artículos

Un nuevo cine (disidente) alemán

Los contracines de Alemania...

Marzo, 2023

En el siguiente ensayo, Julia Hertäg hace una pormenorizada vivisección de la cinematografía actual alemana. ¿Está surgiendo un nuevo cine disidente en Alemania? Desafiando la sobreabundancia de las producciones «de época» y sorteando la asfixiante burocracia de las ayudas públicas, un grupo de cineastas intergeneracional, que trabaja ajeno a la tradición de la Escuela de Berlín, se interroga por el pasado y el presente de la potencia hegemónica regional. Hertäg es puntual aquí: las películas más interesantes producidas en los últimos años son, en cierta medida, testimonio de la posibilidad de encontrar un lugar para el cine disidente en el seno de la burocracia encargada de la financiación pública.

La economía de Alemania está orientada principalmente a la exportación y su industria cinematográfica mantiene en algunos aspectos importantes la misma orientación. Desde comienzos del milenio, las películas alemanas de más éxito entre los públicos internacionales han readaptado con esmero para consumo externo determinados episodios problemáticos del pasado nacional. Mientras que la taquilla interna está dominada por amables comedias multiculturales como Fack Ju Göhte (2013), los premios internacionales los han recibido películas sobre el nazismo, la Stasi, la caída de la RDA o la Rote Armee Fraktion [Fracción del Ejército Rojo] —Good Bye, Lenin! (2003), Der Untergang (El hundimiento, 2004), Sophie Scholl (2005), Das Leben der Anderen (La vida de los otros, 2006), Baader Meinhof Complex (2009), 13 Minutes (2015), Der Staat gegen Fritz Bauer (El caso Fritz Bauer, 2015)— todas ellas representadas por narrativas cinematográficas convencionales, de corte hollywoodiense, que confirman las percepciones establecidas de la historia alemana y muestran que, como miembro maduro de la «comunidad internacional», el país ha asimilado su pasado.

Este cine «patrimonial» ha sido recibido cáusticamente por los críticos cinematográficos más mordaces. El germanista alemán de la Universidad de Harvard Eric Rentschler lo tachó de continuación del «cine de consenso» predominante en tiempos de Kohl: «Fantasías agradables que ofrecen una sensación de cierre»[1]. Aunque películas como Das Leben der Anderen y Der Untergang toman las claves formales de Hollywood, sin embargo su producción y distribución dependen de un tipo de aparato distinto. Si bien fueron diseñadas para alcanzar el éxito de taquilla internacional, reciben en gran parte financiación estatal en buena medida a través de los canales de la televisión pública[2]. Esta estructura de financiación ha modelado la cultura cinematográfica alemana de maneras apenas registradas por los críticos de fuera del país, si bien internamente la mecánica y la trayectoria del sistema de financiación pública —y sus representaciones de la historia— han sido objeto de un debate acalorado. Los críticos de cine más populares consideran que el auge del drama histórico ha ido de la mano de un giro hacia las producciones comerciales, eludiendo las películas arriesgadas o provocadoras. La financiación ha ido a parar cada vez más a películas que «se mantienen dentro del corsé de la narrativa convencional», escribía Cristina Nord, crítica de cine del periódico taz. «Los temas pueden ser controvertidos, no así la forma». El resultado, afirmaba el veterano comentarista cultural Georg Seeßlen en Die Zeit, fueron «cursiladas cinematográficas light»[3].

Maquinaria de consenso

No siempre ha sido así. En 1962 veintiséis cineastas jóvenes presentaron en el Festival Internacional de Cortometrajes de Oberhausen un manifiesto para exigir la libertad de crear un nuevo cine alemán: «Libertad frente a los convencionalismos del sector. Libertad frente a la influencia de los socios comerciales. Libertad frente al paternalismo de los grupos de interés»[4]. Tres años después del Manifiesto de Oberhausen, el gobierno de Erhard, inspirándose en Francia, creó un fondo económico para películas de «valor cultural». En 1967 la Ley de Financiación del Cine estableció un marco de financiación pública, que incluía un gravamen impuesto a las cadenas televisivas, las distribuidoras y las salas de cine[5]. Las cadenas de televisión públicas —la nacional ZDF y la red de los estados regionales, ARD— proporcionaron financiación a las primeras películas de Fassbinder, Reitz, Kluge, Farocki así como de otros directores y directoras. Durante la década de 1970 y a comienzos de la de 1980, las obras experimentales disfrutaron de una financiación estable, aunque relativamente pequeña, y de un sistema de distribución establecido.

A lo largo de los años, sin embargo, a pesar de que la cantidad de dinero aumentaba, los determinantes del sistema de financiación comenzaron a cambiar. Con la llegada de la televisión comercial, que explotó en la década de 1990 tras la unificación alemana, los burócratas de la ZDF y de la ARD regional se volvieron más reacios a asumir cualquier riesgo de enemistarse con el público; en lugar de aspirar a conseguir prestigio cultural, competían por las cifras de espectadores. Al mismo tiempo, su posición dentro del sistema de financiación cinematográfica se volvió más destacada; los fondos de los estados regionales exigían a menudo una cadena televisiva como coproductora antes de acordar su contribución, lo cual otorgó a los directores de las televisiones un enorme poder de decisión sobre las películas que se producían, mermando los trabajos más experimentales o desafiantes, que se consideraban «inapropiados» para los espectadores televisivos. Es importante tener en cuenta que las directrices de la Filmfördergesetz [Ley de Financiación Cinematográfica] estipulan que, además de los criterios culturales y estéticos, deberían tenerse en cuenta el potencial de éxito comercial y la promoción del «desarrollo positivo de la industria» como factores clave para la asignación de fondos, sin definir la relación que pueda existir entre estas tres dimensiones[6]. Al mismo tiempo, las cadenas televisivas estatales tienen la obligación, en virtud del Acuerdo de Emisión Interestatal, de proporcionar «educación, información, asesoramiento y entretenimiento», debiendo cumplir este último con einem öffentlich-rechtlichen Angebotsprofil (un perfil de oferta de servicio público)[7].

El resultado ha sido un mecanismo de financiación cinematográfica diseñado en gran medida para producir cine apto para el público generalista, lo cual excluye inherentemente las libertades recogidas en el Manifiesto de Oberhausen, aunque ello mantenga vivo el cine alemán. Por lo general, en la financiación de una película alemana de presupuesto modesto, de 1 a 2 millones de euros, hay dos instituciones de financiación nacionales y tres o cuatro regionales, así como dos entidades televisivas. Si es una coproducción internacional, el número de instituciones aumenta. Ello significa muchísima gente queriendo tener capacidad de decisión en la película. Como resultado, los guiones pueden languidecer entre un comité y otro durante seis o siete años y, aunque raramente se produce una interferencia política abierta, los organismos regionales imponen ciertas consideraciones territoriales; como dice Seeßlen, hay más posibilidades de conseguir una subvención para una película de cualquier Kleinkleckersdorf [pueblo de mala muerte], si esta incluye una escena delante de la torre de su reloj medieval. En el plano ideológico, el sistema se había convertido en una «máquina de la verdad» que no sólo prohíbe cierto tipo de afirmaciones, sino que genera además toda una gramática cinematográfica capaz de modelar relatos y estéticas[8]. Ello se ha convertido, en la famosa expresión acuñada por Angela Merkel, en una burocracia «adaptada al mercado». Existe la sensación de que a menudo las películas obtienen financiación, porque apelan al mínimo común denominador: una «dictadura de la mediocridad», de acuerdo con Lars Henrik Gass, actual director del Festival de Oberhausen[9]. Estas condiciones contribuyen también a explicar por qué a las instituciones de financiación cinematográfica alemanas y a las cadenas de televisión públicas les atraen los relatos históricos, dado que ofrecen una combinación ideal de sus dos objetivos, a menudo contradictorios: por una parte, educar a sus espectadores y, por otra, aumentar su cuota de mercado a través de un entretenimiento comercialmente exitoso.

«A los organismos públicos de promoción cultural les encantan las películas que “envuelven” en historia la ilustración política», se quejaba el director Ulrich Köhler[10]. Series de televisión como Babylon Berlin (2017), ambientada en la República de Weimar inmediatamente anterior a la toma del poder por parte de los nazis, o Deutschland 83/8G/8y (2015- 2020), encuadrada en los últimos años de la RDA, sirven este menú a un público internacional. También en la televisión nacional se ha consumido ansiosamente una miniserie tras otra. El resultado final de este aprovechamiento de la historia alemana se muestra en Eldorado KaDeWe: Jetzt ist unsere Zeit (2021), una serie en seis capítulos dirigida por Julia von Heinz, que cuenta la historia altamente ficticia de los grandes almacenes más prestigiosos de Alemania, fundados y regentados por una familia judía hasta que los nazis subieron al poder. Como muchas de estas series, Eldorado KaDeWe no se interesa mucho por la época que describe; sus relatos de liberación sexual, privación y exceso podrían ambientarse perfectamente en el presente, pero proyectar estas imágenes en el pasado proporciona el sentimiento reconfortante de que, a pesar de todo, ahora estamos mejor que antes.

La escuela de Berlín y lo que siguió

Estos géneros realizados para la exportación nunca han agotado, sin embargo, las posibilidades del cine alemán contemporáneo. Al igual que la obra de Fassbinder, Kluge, Reitz o Von Trotta —«abiertamente política, estilísticamente radical y experimental, consciente de la evolución que se estaba produciendo en otras artes y en otros países, en ocasiones, descaradamente intelectual»[11]— cuestionó la imagen que Alemania tenía de su propio milagro económico durante las décadas de 1970 y 1980, también la Escuela de Berlín ha sido invocada como contraejemplo de las narrativas «encorsetadas» propias de la década de 1990 y comienzos de la de 2000. Tras un breve periodo de sequía para el cine independiente alemán, los críticos se mostraron más que dispuestos a detectar un movimiento cuando las películas de Angela Schanelec, Christian Petzold y Thomas Arslan comenzaron a llamar la atención en el circuito de festivales. Los tres habían estudiado juntos de la Deutsche Film-und Fernsehakademie Berlin (la Academia Alemana de Cine y Televisión, DFFB) a comienzos de la década de 1990, lo cual facilitaba la observación de paralelismos entre ellos. En 2001, el crítico cinematográfico de Die Zeit introdujo la etiqueta «Escuela de Berlín» en una reseña sobre Mein langsames Leben (The State I Am In, 2001) de Schanelec, observando sus similitudes con Die innere Sicherheit (Seguridad interior, 2000) de Petzold, y Der schöne Tag (A Fine Day, 2001) de Arslan: un gusto por la elipsis y por mantener distancias; una forma similar de abordar el espacio y el tiempo; la misma luz difusa y radiante. Y lo más importante, «toda aserción ha desaparecido, sustituida por la observación»; en un país cuyos cineastas estaban «aprendiendo con diligencia a crear esquemas argumentales simplificados», esto era una bendición[12].

Fotograma de Bungalow, película de Ulrich Köhler.

La obra de la Escuela de Berlín se ha interpretado como la reacción y el rechazo de las categorías estéticas promovidas por la burocracia alemana financiadora de las películas, así como de la producción de espectáculo histórico. Ha adoptado la forma de un cine abiertamente presentista, resistiéndose al realismo psicológico, a la estructura dramática convencional y a los raídos tropos políticos favorecidos por el sistema, al tiempo que explora formas de realismo —o verismo, lo llamó alguien[13]— que desafían las convenciones realistas miméticas y pretenden alcanzar, por el contrario, como dice Marco Abel en un indispensable estudio titulado The Counter-Cinema of the Berlin School, «una percepción de la realidad del presente». Son películas inconfundiblemente ambientadas «en el aquí y el ahora de la Alemania unificada»[14]. El presentismo aportaba dos ventajas, ya que permitía a estos cineastas jóvenes operar con bajos presupuestos y, en parte gracias a ello, convertía estos proyectos en propuestas relativamente fáciles de aceptar por parte de financiadores y directores televisivos, porque parecían suficientemente inofensivos sobre el papel al contener pocas afrentas para el espectador medio. Por otro lado, los efectos de extrañamiento de la Escuela de Berlín eran muy sutiles: en las primeras obras de Petzold, por ejemplo, la arquitectura anodina de un parque empresarial podía llenarse de tensión.

Pero el cine de la Escuela de Berlín pertenecía a su momento, la década inmediatamente posterior a la unificación alemana. En la cúspide de su recepción internacional, la exposición Films from the Berliner Schule organizada por el MOMA en 2013, uno de los teóricos y profesionales del grupo, Christoph Hochhäusler, había anunciado ya su desaparición en el capítulo que escribió para el catálogo[15]. A esas alturas, cineastas de una nueva generación —el propio Hochhäusler, Valeska Grisebach, Benjamin Heisenberg, Maren Ade y Ulrich Köhler entre otros y otras— se habían asociado vagamente a la «escuela» de Petzold, Schanelec y Arslan: casi una docena de directores y directoras, que sumaban cerca de cincuenta películas. Hochhäusler tenía razón, sin embargo. Los cineastas originales han divergido en estilo e intereses y han surgido nuevas cohortes con perspectivas diferentes, en ocasiones opuestas. A continuación examino este cine posterior a la Escuela de Berlín de las décadas de 2010 y 2020, incluidas películas recientes realizadas por los miembros fundadores de la misma. Aunque el conjunto de esta obra es demasiado variado como para poder considerarlo movimiento, no deja de presentar un fuerte contraste con los tropos oficiales del drama histórico de estilo hollywoodiense. Podemos contemplarlo, de acuerdo con este criterio, como un nuevo contracine que intenta, con diversos grados de éxito, resistirse a las prerrogativas de la burocracia cinematográfica alemana y ello a pesar incluso de que los directores apuesten y negocien en el seno de ella. Pueden detectarse diversas tendencias presentes entre cineastas de diferentes generaciones y perspectivas. Aquí se identificarán dos en concreto.

Catálogo de la exposición Films from the Berliner Schule, organizada por el MOMA.

Observamos, en primer lugar, un giro hacia el exterior. Maren Ade ambienta Toni Erdmann (2016) en una Rumanía colonizada por multinacionales inclinadas a despedir a los trabajadores locales de las empresas que adquieren en el país. En Western (2017), de Valeska Grisebach, obreros de la construcción alemanes se asientan en las colinas búlgaras, lo cual provoca fricciones con los habitantes locales. Transit (2018), de Petzold, ambientada en Marsella, superpone la experiencia de los refugiados de la década de 1940 con la de los de hoy. Le Prince (2021) de Lisa Bierwirth, reúne a una mujer del mundo artístico alemán con un africano, un empresario de la República Democrática del Congo. Giraffe (2022), dirigida por Anna Sofie Hartmann, de coproducción germano-danesa, registra la desaparición de la vieja vida insular en una isla danesa mientras obreros polacos construyen un túnel para enlazarla con Alemania.

La segunda tendencia constituye un giro histórico, que experimenta con nuevas estrategias estéticas para representar el pasado. Petzold ambienta Barbara (2012) en la República Democrática Alemana de comienzos de la década de 1980 y Phoenix (2014) en el Berlín de posguerra. Su película Undine (Ondina, 2020), explora las conexiones existentes entre el Berlín actual y el mundo de la mitología romántica. La acción de Blutsauger (Chupasangre, 2022), dirigida por Julian Radlmaier, se desarrolla en 1928. Gold (Oro, 2013), dirigida por Arslan, sigue el viaje de un grupo expedicionario alemán al Klondike (Yukón, Canada) en la década de 1890. A estas películas podríamos añadirles Fabian (2021) de Dominik Graf, basada en la novela epónima escrita por Erich Kästner en 1931, y Die Andere Heimat (Heimat, la otra tierra, 2013) de Edgar Reitz, ambientada en la hambrienta década de 1840, en la que los renanos se presentan como emigrantes económicos. In My Room (En mi habitación, 2018) de Ulrich Köhler, el director nos lleva, por el contrario, al futuro, pero a un futuro que se parece al estado primitivo de un pasado imaginario y distante.

Antes de pasar a explorar algunas de estas obras, tal vez resulte útil contrastar los contextos, las preocupaciones y los motivos característicos del nuevo contracine con los de la Escuela de Berlín, de la que deriva en parte. De nuevo, el análisis sistemático efectuado por Marco Abel proporciona puntos de partida útiles. En su opinión, el contexto de los directores originales de la Escuela de Berlín era la percepción del malestar social y la parálisis que caracterizaron a Alemania después de la unificación verificada en medio de una elevada tasa de desempleo tras la euforia de 1989; la decepción, la paralización y una sensación intangible de pérdida desmentían el lema oficial de que Alemania estaba en curso de «convertirse en un país normal que asume su pasado». En obras como Der schöne Tag, de Arslan; Sehnsucht (Nostalgia, 2006) de Grisebach; o Die innere Sicherheit y Yella (2007), de Petzold, estos cineastas no pretendieron evitar esta realidad, sino que la examinaron con mayor agudeza. Su «preocupación abrumadora» era el problema de la Alemania actual, que sondeaban desde el distanciamiento permitido por la posición aventajada proporcionada por el futuro: «¿Qué habrá sido de Alemania?». Los temas principales, de acuerdo con Abel, eran la movilidad y el estancamiento: viajar sin llegar a ninguna parte, como en Yella; o, como en Die inner Sicherheit, mantenerse en una huida permanente. Estilísticamente, aunque no rehuían el relato, los directores de la Escuela de Berlín buscaban una inquietante intensificación audiovisual de la normalidad —la «perturbadora claridad» de los árboles susurrantes y el borboteo del agua en Yella— con un «encuadre clínicamente preciso», tomas largas, pocos cortes y escasa música extradiegética para conseguir que los espectadores alemanes vean su país como algo nuevo[16].

El contexto del nuevo contracine ha sido, por el contrario, la Alemania expansionista de las décadas de 2010 y 2020; el país que emergió convertido en la potencia económica predominante de Europa y que determinó los resultados de la crisis financiera y de la crisis migratoria en la eurozona al precio de aumentar la competencia neoliberal y la reacción conservadora. En lugar de la parálisis vivida en la década de 1990, el nuevo contracine alemán muestra el estrés provocado por la intensificación de la competencia capitalista, de la incertidumbre y de la precariedad. Quizá la principal preocupación de este cine sea un cuestionamiento del expansionismo alemán; tanto el giro hacia el exterior como las nuevas formas de investigación histórica implican encuentros con «el otro», bien sea como migrantes y colonizadores o bien, como en Undine de Petzold, a través del mito y lo inconsciente. Si bien muchas de estas películas han abandonado la estética purista de la Escuela de Berlín, en su mayoría no han optado por el realismo convencional. Mantienen a menudo una estética improvisada, que sitúa la cámara incómodamente «en medio» del plano largo y el primer plano, como si la propia creación cinematográfica se hubiera vuelto provisional. En otras películas, hallamos una estética de encuadre y construcción narrativa precisos, que, sin embargo, llama la atención sobre sus condiciones de producción. La heterogeneidad del contracine alemán de la pasada década impide una categorización rígida incluso en lo referente a la actitud opositora de dicho cine. A continuación examinaremos la obra de cineastas como Grisebach, Ade, Petzold, Graf y Radlmaier, que exploran estrategias alternativas a las del cine de consenso pensado para la exportación.

Los giros hacia el exterior

El cambio experimentado por Valeska Grisebach desde Sehnsucht, estrenada a comienzos de la década de 2000, a Western, concluida once años más tarde, ejemplifica el giro de intereses dado por el nuevo cine más en general. Nacida en Bremen en 1968, Grisebach creció en Berlín Occidental y estudió Literatura y Filosofía en Berlín, Múnich y Viena. Se matriculó en la Academia Cinematográfica de Viena en 1993 y se graduó con Mein Stern (Be My Star, 2001), un estudio atento sobre una relación adolescente, filmado en Berlín. Sehnsucht, en cuyo rodaje empleó dos años, estaba ambientada en un pueblecito cercano a Berlín, un área muy afectada por la decepción que siguió a la reunificación alemana, y cuenta la historia de un matrimonio que se está rompiendo. Con Western, Grisebach trasladó su atención a la frontera de la UE con los Balcanes. Una empresa alemana está construyendo una central hidroeléctrica en el sur de Bulgaria, cerca de la frontera con Grecia, un área de actividad partisana durante la Segunda Guerra Mundial.

Fotograma de Western, filme de Valeska Grisebach.

La película aborda los temas del género cinematográfico del western en varios sentidos. Trata de la masculinidad, de los forasteros, de la conquista de nuevo territorio, del choque entre los recién llegados «civilizados» y los habitantes autóctonos de la región; la batalla por los derechos del agua es un elemento esencial de las películas de asentamiento colonial en la frontera estadounidense. Pero este oeste es en realidad un este en el que los indígenas son también europeos. El título indica que hay en juego un fuerte aspecto metafílmico. El hecho de que los conflictos básicos del western estadounidense se mantengan tan elegantemente intactos constituye una firme declaración sobre la naturaleza de la actividad económica de Alemania en los Balcanes y en Europa Oriental. Pero aun tratándose de una película sobre tensiones y desigualdades, Western trata también de aspectos comunes provisionales y de intentos de comunicarse en una escala humana básica, modelados, por supuesto, por las dificultades lingüísticas, los prejuicios por ambas partes y, lo más importante, por el planteamiento de naturaleza extractiva y explotadora que los recién llegados dan a la tierra. Poco después de su llegada, los hombres izan en su campamento una bandera alemana, que a partir de entonces ondea sobre el telón de fondo de los montes arbolados y el claro cielo azul, mientras los trabajadores intercambian pullas verbales, haciendo gala de su masculinidad.

Desde el punto de vista estético, sin embargo, la película rebaja a menudo las expectativas establecidas por el título. En su mayor parte, la discreta cámara manual de Western llama poco la atención sobre el acto de enmarcar y mostrar, lo que la distingue no sólo, por ejemplo, de la obra de John Ford, sino también de las de Petzold y Hochhäusler. Grisebach subraya la importancia de la investigación que precede a la producción, así como de la colaboración con los actores en el diálogo. La directora afirma también que su objetivo es permanecer abierta a lo que sucede en el plató, confirmando la impresión de espontaneidad y de un enfoque cuasi documental[17]. Las escenas y el diálogo tienden a comenzar in media res sin la típica insistencia del western en la sincronización como aspecto formal del drama. No obstante, los planos en gran angular, con los hombres en el primer plano del paisaje, o moviéndose por él en la profundidad de la imagen, guardan un parecido perceptible con el lenguaje fílmico del western. Aquí, sin embargo, el paisaje búlgaro, con sus laderas boscosas y su luz radiante, no representa las praderas americanas, como en tantos westerns europeos —Sergio Leone filmando Por un puñado de dólares en Andalucía, etcétera—, sino a sí mismo. El espacio fílmico es simultáneamente un lugar específico y un comentario sobre las tradiciones de representación propias del género, lo cual abre, por lo tanto, toda una nueva dimensión de asociaciones e interpretaciones.

Lo mismo puede decirse de la interpretación. Los actores no profesionales que interpretan Western fueron elegidos entre cientos de aspirantes en un largo proceso de investigación y casting realizado en las calles. Su identidad de trabajadores manuales cualificados es visible en la forma en la que se mueven, efectúan las tareas o portan sus herramientas. Cuando afirman la supuesta superioridad sobre los habitantes búlgaros de la zona, lo justifican haciendo referencia a sus destrezas. Para la película es crucial que los obreros estén interpretados por personas con cuerpos modelados por el trabajo que realizan. Esta priorización del elemento físico sobre la psicología une a Grisebach con otros cineastas de la Escuela de Berlín. La tensión entre estos elementos concretos de la realidad prefílmica cuidadosamente escogidos y los temas cinematográficos explorados dota a Western de su profundidad y complejidad. Esta tensión no llega a resolverse. Los sobresaltos y giros de guión inesperados del elemento prefílmico permanecen visibles, aunque quedan también integrados en la obra, explicando la sensación de que aquí hay algo más que ver fuera de la imagen. Estos encuentros transfronterizos apuntan a un contexto más amplio, vital para entender el presente, que nos llevará más tiempo captar.

Maren Ade ha escogido un planteamiento contrario. Nacida en Karlsruhe en 1976, estudió en la reputada Hochschule für Fernsehen und Film München (HFF, la Universidad de Cine y Televisión de Munich). En 1999, siendo todavía estudiante, fue cofundadora de Komplizen Film, una productora cinematográfica con sede en Berlín que ha apoyado a muchos cineastas alemanes de la nueva generación, incluida Grisebach, y a través de la cual Ade estrenó Der Wald vor lauter Bäumen (Los árboles no dejan ver el bosque, 2003) y Alle Anderen (Todos los demás, 2009). En Toni Erdmann analiza las repercusiones del capitalismo internacional sobre las relaciones humanas a través de una semicomedia sobre la relación de un padre con su hija. Ines (Sandra Hüller), la hija, trabaja en una consultora multinacional en Bucarest y la mayor parte de la película está ambientada en su mundo, mientras se esfuerza por abrirse camino en el ámbito implacablemente competitivo del capitalismo corporativo, luchando desesperadamente por ser trasladada de Rumanía a Shanghái. Bucarest aparece como un lugar remoto en el que una empresa consultora puede beneficiarse subcontratando trabajadores y trabajadoras para una petrolera.

Toni Erdmann, película de Maren Ade.

Mientras que Western se interesa por las conexiones existentes entre el trabajo manual y la masculinidad, Toni Erdmann examina el estrés social de las directivas y el mundo altamente sexista del trabajo no manual. En una película sobre las tensiones internas y las presiones que se manifiestan a través de encuentros interpersonales parece apropiado que Ade haya escogido actores profesionales para representar estas interacciones, que a menudo resultan a un tiempo familiares y absurdas. La llegada del padre de Ines, Winfried (interpretado por Peter Simonischek), un bohemio en la sesentena, aficionado a contar chistes tontos en los que suelen entrar peluquines de mala calidad y dentaduras postizas, no logra interrumpir el procedimiento. Al introducirse en el círculo de Ines como el coach Toni Erdmann, Winfried es invitado a una recepción de empresa. Vemos a Ines perder lenta pero inexorablemente la compostura, mientras sigue soportando las ofensas constantes y las exigencias sexistas de sus superiores —salir a comprar un regalo de boda con la nueva esposa rusa de su jefe, etcétera— así como las intervenciones del padre y una lesión en un dedo del pie. Pronto queda claro que la posición de la mujer ha sido frágil desde el comienzo, pero Ines sigue luchando por tener éxito; en lugar de rendirse, contraataca empujando al extremo la absurda normalidad de sus interacciones laborales. Cuando llegan los invitados para su fiesta de cumpleaños, los recibe desnuda, asegurándole a su jefe que es una gran idea para fomentar la relación de equipo. Padre e hija se reconcilian al final de la película, pero el impulso del capitalismo corporativo sigue intacto; Ines se va a trabajar para McKinsey en su sede de Singapur.

A diferencia de Western, en Toni Erdmann la cámara rara vez se desvía de un plano medio. A Ade le interesan los matices sutiles y las disrupciones de las interacciones personales y profesionales más que el espacio propiamente dicho, que en su mayor parte es genérico: salas de reuniones, vestíbulos de hotel, restaurantes, clubes nocturnos y apartamentos impersonales de la elite corporativa internacional. En un momento Ines mira por la ventana del despacho de dirección y alcanza a ver a una abuela gitana con su nieto, que viven en una chabola diez pisos más abajo. Sólo una vez salen Ines y su padre de la ciudad para inspeccionar el lugar de producción, donde los trabajadores extraen petróleo sin equipo de protección, y la protesta de Winfried no sirve más que para que despidan a uno de ellos. En la película de Ade, como en la de Grisebach, la trama está abierta a vías aparentemente secundarias, que amplían los temas de las películas en direcciones inesperadas sin avanzar hacia ninguna resolución narrativa. Y Ade se atiene también al acuerdo tácito adoptado por la Escuela de Berlín de evitar la psicología como causalidad. En Toni Erdmann, el comportamiento de la protagonista no es completamente comprensible y nunca puede reducirse a una simple reacción. La persistencia de la observación de Ade, mientras empuja a sus protagonistas a poner a prueba los límites de lo normal, quizá sea el aspecto definitorio más radical de su obra, que, desde el punto de vista de la estética, sigue siendo mucho más convencional.

Reformulando pasado y presente

Si en sus comienzos la Escuela de Berlín fue conocida por centrarse en el presente contra la verdadera riada de películas históricas convencionales realizadas a comienzos de la década de 2000, el trabajo reciente de Petzold, Arslan y otros directores y directoras ha roto con esa dicotomía, lo cual puede no sorprender en el caso de Petzold. Nacido en 1960, criado en una pequeña ciudad industrial cercana a Düsseldorf, Petzold se trasladó a Berlín Occidental para estudiar Literatura y Teatro en la Freie Universität a comienzos de la década de 1980, matriculándose entre 1988 y 1994 en la DFFB, donde comenzó una colaboración duradera con su profesor, Harun Farocki[18]. El interés de Petzold por las conexiones existentes entre pasado y presente era ya perceptible en su primer largometraje, Die innere Sicherheit, cuyo guión escribió en colaboración con este último. Este drama tenso sobre una pareja que ha pertenecido a la antigua Rote Armee Fraktion y todavía sigue a la fuga con su hija adolescente, no usa un sólo flashback para narrar el pasado. La tensión aparente en cada toma habla de las fuerzas estatales invisibles cuya «seguridad interior» era —y sigue siendo— el oponente mortal de los protagonistas. Con Gespenster (Fantasmas, 2005) y Yella, estas películas iniciales acabaron conociéndose como la «Trilogía de los fantasmas» de Petzold, cuyos protagonistas se encuentran atrapados entre la legalidad y la ilegalidad, la vida y la muerte. Están perseguidos por un pasado que no se revela plenamente, pero que sigue presente en las imágenes que vemos.

Quizá no sorprendiera, por lo tanto, que Petzold rompiera con el presentismo que había constituido un elemento fundamental de la Escuela de Berlín. Su primera película explícitamente histórica, Barbara (2012), de nuevo sobre un guión escrito en colaboración con Farocki, parecía adoptar los temas y la forma narrativa del «cine de consenso» apreciado por la burocracia encargada de financiar la producción cinematográfica alemana: represión de la disensión social por parte del Estado policial de la República Democrática Alemana, representada en forma de drama costumbrista realista. Una médica (Nina Hoss) ha sido trasladada a un hospital cercano a la costa báltica como sanción por haber presentado una solicitud para emigrar a Alemania Occidental; acosada y humillada sistemáticamente por la Stasi local, sigue planeando su huida. La película de Petzold contiene, sin embargo, escenas que eluden de maneras sutiles el relato oficial alemán sobre el régimen represivo; otro médico compañero de la protagonista, André (Ronald Zehrfeld), se adapta sin ilusión a hacer todo lo que pueda dentro del sistema, cultivando un huerto de hierbas medicinales en el patio de su casa. Analizando el cuadro Lección de anatomía de Rembrandt que cuelga en su clínica, André sugiere que trata de la simpatía por el cadáver que hay sobre la mesa y no sobre el libro de texto al que miran los estudiantes. La película cuestiona esto, acercándose a la única figura de Rembrandt que mira directamente fuera del cuadro en un reto al espectador. A pesar de sus similitudes en otros aspectos, este estrato de reflexión está completamente ausente en la película canónica del «cine de consenso» sobre la Stasi, Das Leben der Anderen, con la que se han comparado repetidamente los interiores de la República Democrática Alemana meticulosamente recreados en Barbara[19].

La siguiente película de Petzold, Phoenix (2014), dejó atrás las dudas sobre la precisión. Cuenta el relato de una judía (Hoss) que regresa a las ruinas de Berlín tras sobrevivir a Auschwitz, pero no es reconocida, extrañamente, por el marido que la traicionó ante los nazis y que ahora espera explotarla como una doble sustituta para obtener compensación. Lo absurdo de la trama no elimina por completo las cuestiones existenciales planteadas por la película, su mise en abyme de la negación de la identidad y de la responsabilidad. Realizadas con destreza, con una fotografía perfectamente equilibrada y buenas interpretaciones, Phoenix y Barbara carecían, sin embargo, de la tensión cinematográfica que hizo tan atractiva su «Trilogía de los fantasmas». El cambio de perspectiva en sus películas posteriores, Transit y Undine, indica un cierto apremio por encontrar nuevas formas de relacionar pasado y presente, que vayan más allá de la representación naturalista.

Transit, filme dirigido por Christian Petzold.

Adaptar Transit, la novela escrita por Anna Seghers en 1944 sobre los refugiados que huyen de los nazis a través de Marsella, transponiendo su relato a la Unión Europea actual, puede parecer un movimiento un tanto tosco. Pero el uso que Petzold hace de la ambigüedad temporal crea un Verfremdungseffekt [efecto de extrañamiento] sorprendente y complejo. La historia comienza como una obra vertiginosa de cine negro. Georg (Franz Rogowski) huye, mientras las fuerzas de seguridad del nuevo régimen rastrean las calles de París, pero el conocimiento del contexto de la década de 1940 da inmediatamente un significado distinto al sonido de las sirenas en las calles. Transit aprovecha los recursos argumentales de Seghers: a Georg le piden que le entregue una carta a un escritor, Weidel, pero descubre que este se ha suicidado, dejando un manuscrito y la documentación necesaria para obtener un visado de salida; la esposa de Weidel lo aguarda en Marsella, con la esperanza de poder huir a México juntos. Cuando Georg sale de París, con sus calles estrechas y sus patios fabriles abandonados, la película adquiere un ritmo más lento bajo el radiante sol de Marsella. Georg asume la identidad de Weidel para recoger el visado. Se mueve entre el hotel barato en el que se aloja y una pizzería de barrio, uniéndose a las respectivas colas de los consulados mexicano y estadounidense, espacios de tránsito atestados de refugiados.

Aunque hay indicios —los coches, los uniformes— de que el mundo prefílmico es nuestro presente, la ambientación de muchas de las secuencias es ambigua. Las lámparas y los muebles podrían ser productos del art nouveau histórico o reproducciones modernas. Estas sutilezas del diseño escénico provocan una sensación de familiaridad y extrañamiento al mismo tiempo. ¿Qué mundo es este y qué significa? La época evocada por el relato aparece y desaparece, al igual que el presente. Estamos atrapados en la mitad, flotando en la historia. Los planos de situación en Marsella están rodados en gran angular, dibujando una imagen de la ciudad, los edificios y las calles que la película visita de manera repetida, pero son lo suficientemente breves como para minimizar las distracciones. Un bloque residencial podría ser de las décadas de 1960 o 1970, pero podría confundirse también con un bloque de viviendas construido en la de 1930. Los carteles de restaurantes y los anuncios publicitarios mantienen la ambigüedad. Los trajes tienen una simplicidad clásica. Sólo hacia el final de la película se abre este cosmos artificial que no puede vincularse con ninguna época específica: en el momento en el que se produce la supuesta partida de los protagonistas, vemos de repente los cruceros contemporáneos y los rascacielos de la Marsella actual. Cuando está a punto de terminar, la película nos lleva a lo que, desde la perspectiva de los protagonistas, es el futuro en el que su historia está condenada a repetirse.

Gracias a esta ambigüedad cuidadosamente elaborada, Transit elude la trampa de establecer analogías históricas simples. Evoca, por el contrario, la sensación difusa de un mundo en el que el pasado y el presente coexisten y se hacen referencia mutuamente. El otro lado de la moneda es la ausencia de especificidad. Este relato de refugiados se convierte de manera inevitable en el relato de todos los refugiados: aquellos que viven en suspenso, en lugares intermedios, en habitaciones de hotel y vestíbulos atestados de gente, esperando papeles de admisión o denegación fruto de decisiones burocráticas opacas. Marsella se convierte en una ciudad como cualquier otra en la que todos están de paso y nadie se encuentra como en casa. Georg es otro de los fantasmas de Petzold, un hombre sin pasado ni futuro. A pesar de toda la precisión de la trama y la coreografía, Transit deja tras de sí un sentimiento irresuelto. La película parece reivindicar cierta universalidad en la experiencia de las personas obligadas a pasar la vida en tránsito mediante la creación de un no-tiempo, una época que no es pasado ni presente, pero que está acosada por ambos. Transit intenta encontrar una forma de repetición de la historia, un concepto abstracto. El precio de dicha abstracción es que no aprendemos nada acerca de situaciones específicas. Con Transit, Petzold ha llevado su metacine a un punto en el que corre el riesgo de perder el contacto con la realidad.

Undine, ambientada resueltamente en el Berlín de hoy, coexiste por el contrario con el ámbito del mito. Petzold ha dicho que, tras la apropiación nazi de la mitología alemana, esta desapareció del cine; Undine puede interpretarse como un intento de retomarla de maneras nuevas y autorreflexivas. La protagonista epónima (interpretada por Paula Beer) está comprometida con lo racional; tiene un doctorado en Historia y da conferencias elocuentes y precisas sobre la arquitectura de la ciudad en el Stadtmuseum de Berlín. Pero «Undine» es también el nombre de una ninfa acuática que, según la leyenda, puede volverse humana por el amor de un hombre, que si la traiciona, debe morir. Petzold ha dicho que se inspiró para la película en un relato, «Undine geht», escrito en 1961 por Ingeborg Bachmann desde la perspectiva de la ninfa[20]. Pero en su película la inversión feminista del mito parece menos importante que la existencia precaria de la protagonista: Undine alquila un estudio de una habitación en el paisaje fragmentado del centro urbano y trabaja en el museo con un contrato temporal. Está atrapada entre diversas esferas y en ese sentido es otra de las figuras fantasmales de Petzold.

Undine, cinta de Christian Petzold.

La película contrasta las maquetas de madera de Berlín expuestas en el museo con el lago en el que Christoph (Franz Rogowski) trabaja como buzo industrial, haciendo reparaciones subacuáticas en una vieja presa. El lago es la transición a otra dimensión, la de lo mítico, centrada en secuencias subacuáticas casi oníricas. El amor entre Christoph y Undine emerge de esta dimensión, catalizado por una colisión con un acuario que los salpica de agua a los dos. La ternura de su romance, hermosamente sugerido por Beer y Rogowski, forma el núcleo de la película. Pero incluso creando estos espacios imaginarios, fuera del ámbito de lo racional, la película establece una representación diferente del lugar. En el museo Undine explica las diferentes maquetas de la ciudad. Una de ellas muestra los edificios construidos después de la unificación alemana o que todavía están en fase de planeamiento. Otra muestra «la imagen idealizada que el Estado socialista planteaba de sí mismo». En su piso, envuelta en un edredón, le recita a Christoph su próxima charla sobre los proyectos rivales presentados para el llamado Stadtschloss, el antiguo palacio imperial situado en el corazón de la ciudad. Una de las maquetas representa la perspectiva de un régimen que, en lugar de reconstruir el palacio prusiano bombardeado, arrasó las ruinas y construyó en su lugar un palacio socialista. La otra maqueta muestra la eliminación del Palacio de la República de estilo moderno construido en la RDA y la réplica de la fachada de Federico I erigida en su lugar, que utiliza el interior como foro cultural. «La forma sigue a la función», comenta con sequedad Undine; ¿qué tipo de régimen produciría un museo construido en el siglo XXI con la forma del palacio de un gobernante del siglo XVIII? La película distingue entre el romance del amor verdadero, que afirma, y el falso romanticismo ejemplificado por la reconstrucción del maltratado Stadtschloss.

En algunos aspectos, Undine supera a Transit en la creación de una distancia respecto a la inmediatez del presente. El uso de las maquetas de la ciudad nos recuerda que nada de esto es real, pero también opera el impulso opuesto. Las maquetas simulan la visión general que las composiciones del espacio hechas por Petzold rechazan habitualmente. Podría decirse que, junto con las charlas de Undine, las maquetas de madera fijan los acontecimientos de la película en un lugar específico, el Berlín de comienzos de la década de 2020, y en la historia real y objetiva de la ciudad entendida como un proceso en marcha. Por último, es la sensualidad entre los dos amantes, la cercanía de sus cuerpos, la que proporciona a Undine un sentimiento de concreción en comparación con la abstracción de Transit. Por un instante, la ninfa fantasmal se vuelve todo lo humana que puede llegar a ser. Cuando desaparece bajo el agua —al menos esa es la sugerencia de una toma prolongada de las maderas y el cielo vistos desde la superficie del lago, esto es, desde el punto de vista de la ninfa— parece haberse disuelto por completo. Nuevos arrendatarios temporales ocupan su apartamento. Lo que queda es una mancha de vino tinto en la pared, que sólo tiene significado para quienes conocen la historia. La tensión entre inmersión y contemplación, ser y ver, experiencia y conocimiento, está siempre presente en las películas de Petzold, pero en Undine forma parte de su núcleo. Se nos obliga a afrontar las tensiones existentes entre la historia y el presente, el amor y la pérdida, lo real y lo mítico. Sin embargo, a pesar de estos encuentros repetidos, la película rechaza cualquier causalidad narrativa. Los cabos sueltos de la historia siguen pendientes.

Épocas fracturadas

El planteamiento cinematográfico de Dominik Graf es en muchos aspectos el polo opuesto del de Petzold. Sus películas no comparten la incomodidad con el «cine de identificación» tan profundamente inscrita en la obra de este. Al cine de Graf le gusta seducir. Tras aprovechar las posibilidades que le ofrecía la industria televisiva y convertir en una misión propia la subversión de los géneros existentes, a menudo está considerado como un extraño entre los directores alemanes. Nacido en Múnich en 1952, se dejó atraer durante su época de estudiante en la HFF, a comienzos de la década de 1970, por la nouvelle vague francesa, pero nunca se identificó con las películas del Nuevo Cine Alemán. La idea de trayectoria profesional de Graf como cineasta, declaró él mismo, era la de hacer el mayor número de películas posible dentro del sistema. Se inspiró en el cine de género estadounidense. Quería introducir «el sexo, el suspense, la delincuencia y el vicio» en el cine comercial alemán, esperando hacer películas más desafiantes, pero al mismo tiempo bien realizadas[21]. «¿Por qué tiene la vanguardia que ser tan avantgardistisch?», pregunta Jakob Fabian, el protagonista de su trabajo más reciente. Su amor por los géneros populares, la ambición de hacer entretenimiento televisivo realmente bueno, sigue siendo tangible hoy en día; su posición le concede la máxima libertad de la que cualquiera pueda disfrutar en la industria televisiva alemana. A pesar de las diferencias de actitud, comparte con la Escuela de Berlín el interés por la discusión. De hecho, Petzold y Hochhäusler establecieron una conexión personal con Graf para intercambiar ideas y opiniones; publicados en la revista Revolver, sus debates condujeron a una colaboración en Dreileben (Tres vidas, 2011), una trilogía de películas, cada una de las cuales contaba, desde diferentes perspectivas y usando los mismos actores, la historia de un violador que escapa de la cárcel[22].

Una de las más recientes películas de Graf es Fabian oder Der Gang vor die Hunde ( (2021), adaptación de la novela escrita en la época de Weimar por Erich Kästner[23]. Jakob Fabian (Tom Schilling), que trabaja como publicitario en una empresa de tabacos berlinesa, se dedica a recorrer garitos de madrugada. En uno de esos paseos nocturnos conoce a Cornelia (Saskia Rosendahl), una aspirante a actriz. Cuando el joven empieza a comprender que tal vez estaría dispuesto a invertir en una vida que lo convierta en compañero aceptable para esta mujer ambiciosa, ella lo deja, sabiendo que su profesión le exigirá sacrificios que le impedirían establecer una relación feliz. Como es habitual, Graf aplica una estrategia de inmersión, no de reflexión crítica. Al mismo tiempo, Fabian es mucho menos hermética que Transit o Undine. Transmite la sensación de que nunca hay un único camino que seguir, que hay diferentes posibilidades abiertas, tanto en la trama como en la forma. Los encuadres de la cámara manual de Hanno Lentz contrastan drásticamente con la precisión inquebrantable de Hans Fromm en las películas de Petzold. La cámara no parece anticipar lo que va a venir y le resulta difícil mantener el ritmo de los actores, intentando aprovechar las diversas opciones que se le puedan presentar. A menudo parece indecisa acerca de qué filmar y cómo filmarlo. Se tambalea por la noche, abrumada por las impresiones, distraída por los detalles. Las tomas nocturnas en interiores son tan oscuras que las imágenes trémulas pueden resultar casi abstractas. Si bien el uso de la cámara manual crea una impresión de inmediatez, cualquier interpretación de autenticidad está contrarrestada por el montaje, que combina estéticas y perspectivas heterogéneas, confiando en la capacidad y en la voluntad de los espectadores para integrarlas. También en este sentido el cine de Graf es el opuesto exacto al purismo de Petzold. Mientras que el cine de este mira fijamente al mundo hasta que le devuelve la mirada, Graf sólo ofrece un vistazo para contracortar de inmediato con una impresión nueva. El montaje es demasiado rápido para permitirnos estar seguros de nada. Las imágenes se vuelven volátiles, asociativas, como en un flujo de conciencia.

Imagen de Fabian oder Der Gang vor die Hunde, cinta de Dominik Graf.

A diferencia de Transit, Fabian reproduce con precisión histórica los escenarios y el vestuario propios de comienzos de la década de 1930. Los interiores, los carteles indicadores y los anuncios publicitarios parecen auténticos. Pero la película frustra cualquier esperanza de que se produzca una declaración grandiosa o un análisis estricto del periodo que precedió al ascenso de Hitler al poder. Fabian está ambientada en la trastienda de la historia. A diferencia de la popular serie televisiva Babylon Berlin, Graf evita los lugares icónicos de la capital. Sus protagonistas circulan, por el contrario, por sórdidos clubes y cafés alternativos, silenciosas calles secundarias y las decadentes habitaciones alquiladas en un apartamento burgués, cuyo propietario «antes no necesitaba ingresos extras». En el material contemporáneo se integra metraje documental en blanco y negro, como gotas de la realidad de la época: calles llenas de gente, tráfico, trabajadores, anuncios de neón. Los movimientos levemente acelerados y vacilantes del material cinematográfico antiguo se mezclan con el montaje inquieto; su importancia no radica tanto en el análisis político como en el efecto atmosférico que causan.

Sin embargo, en algunos momentos la película está cargada de las tensiones políticas del periodo. Cuando Fabian y Cornelia caminan por las calles oscuras la noche de su primer encuentro, evalúan la posibilidad del amor en los tiempos modernos. Mientras la cámara observa el acercamiento de los dos personajes, se distrae repetidamente con los panfletos pegados en las paredes: propaganda política tanto socialista como nazi. En un momento posterior, una patrulla de las SA adelanta a Fabian y a su madre a pasos rítmicos. La pareja sigue caminando y no ocurre nada más. No hay una relación causal con el desarrollo del relato; la realidad histórica no es sino un mero telón de fondo para la historia de Fabian y Cornelia. Pero en medio del placer inmersivo y las múltiples impresiones estéticas que Fabian proporciona, siempre queda una sensación de artificiosidad, de falta de solidez. En dos ocasiones la película efectúa referencias explícitas a la temporalidad de la perspectiva de la película a modo de guiño al espectador: en la primera secuencia, un trávelin por una estación de metro de la época de Weimar la muestra poblada por personas del presente; sólo cuando la cámara emerge del subsuelo nos encontramos en la década de 1920. Y más tarde, un Stolperstein en la calle nos recuerda lo que les espera a estos personajes[24].

A los espectadores se les ofrece, por lo tanto, una perspectiva similar a la de Fabian, quien se sitúa en el papel de observador distante de las modas de la época. A diferencia de Stefan (Albrecht Schuch), su amigo comunista, él no espera mucho de la vida. No hay razón para pensar que «la razón y el poder llegarán algún día a juntarse», ni que el mundo tenga «talento para la decencia». Sin ambición personal, Fabian se considera demasiado corrupto para tener fe hasta que aparece Cornelia y su leve ironía se desmorona. Su indiferencia no es sino la fachada de una persona llena de dudas, en una época —como la nuestra— caracterizada por divisiones profundas entre izquierda y derecha, ricos y pobres. Los personajes de Fabian están condenados a vivir este presente, a observar sin entender, a medida que ocurre. Y, sin embargo, incluso mirando a Fabian desde la distancia, no hay razón para que el espectador se sienta superior. Las cosas siguen siendo complicadas. Graf se niega a retirar los enigmas del pasado. La forma de la película produce la sensación de que hay espacio para otras posibilidades; las cosas podrían haber salido de otra forma. Graf y su coguionista, Constantin Lieb, se niegan a admitir la inevitabilidad causal inscrita por las generaciones posteriores. Si nos retrotrajéramos en el tiempo, no habríamos sabido hacerlo mejor. De hecho, al negarse a construir esa causalidad, a establecer líneas rectas o usar el terror del nazismo con fines dramáticos, es cuando el planteamiento de Graf se vuelve político. En lugar de lecciones de historia, Fabian aspira a transmitir la sensación de la atmósfera tensa y fracturada captada por Kästner.

El capital como género cinematográfico

Desde el punto de vista formal, el tratamiento que Julian Radlmaier otorga al pasado contrasta de manera radical con el de Graf y Petzold: abiertamente político y teórico, tomando préstamos de las metodologías teatrales expresionistas. Radlmaier, el más joven de los cineastas aquí considerados, nació en 1984, creció en la ciudad bávara de Núremberg y estudió cine e historia del arte en Berlín y París antes de formarse en la DFFB entre 2009 y 2016, un cuarto de siglo después que los fundadores de la Escuela de Berlín. Su película de graduación, Selbstkritik eines bürgerlichen Hundes (Autocrítica de un perro burgués, 2017) demostraba ya este nuevo planteamiento, compartido por otros miembros de su cohorte de edad, como Max Linz, contemporáneo de Radlmaier en la DFFB. El trabajo de ambos explora los límites de lo posible dentro del sistema de financiación alemán, realizando películas con referencias múltiples a la teoría y a la historia del cine, análisis políticos explícitos combinados con comedia y payasadas, y un lenguaje visual que en muchos aspectos obstruye el realismo convencional. (En L’État et moi, [2022], de Linz, que invierte las coordenadas de pasado, presente y futuro, un viajero del tiempo exiliado de la Comuna de París vive como refugiado en el Berlín contemporáneo, donde aparece como extra en Les Misérables).

Como revela su subtítulo, Blutsauger, eine marxistische Vampirkomödie (Chupasangre: una comedia marxista de vampiros, 2021) es explícita acerca del marco teórico y cinematográfico sobre el que reflexiona, mientras usa el pasado como una lámina en la que se hacen cómicamente visibles las similitudes y las diferencias. Blutsauger revela de antemano su interés por la teoría. Comienza en una playa del Báltico, donde varios jóvenes se sientan en las dunas para analizar Das Kapital. ¿En qué medida, pregunta uno de ellos (Bruno Derksen), deberíamos tomarnos en serio la afirmación de Marx de que el capital es trabajo muerto que, «cual vampiro», sólo vive a base de chupar trabajo vivo? Blutsauger se toma la afirmación muy en serio y nada en serio. Llena de personajes coloridos, detalles absurdos y una trama repleta de giros y ampliaciones sorprendentes, esta ficción ofrece al mismo tiempo un análisis profundo de la sociedad de clases. Para Radlmaier, Octubre de Eisenstein no es sólo una referencia cinematográfica, sino también un recurso argumental fundamental. La acción está ambientada explícitamente en 1928, el año en el que por fin se estrenó Octubre en la propiedad báltica de Octavia (Lilith Stangeberg), rica heredera de una familia relacionada con la cosmética. El drama está catalizado por la llegada de un refugiado ruso empobrecido, el actor que interpretaba a Trotsky en la película de Eisenstein, cuyo personaje fue eliminado por orden de Stalin. Haciéndose pasar por un barón ruso exiliado, el actor espera empezar una nueva carrera en Hollywood.

La historia se desarrolla a modo de relación triangular entre Octavia, que coquetea con las ideas socialistas, Jakob (Alexander Herbst), su joven mayordomo y enamorado, y Lyuvoschka, el actor/barón (interpretado por el joven director georgiano Aleksandre Koberidze, también alumno de la DFFB). Inspirada por los relatos de Lyuvoschka sobre la Rusia posrevolucionaria, Octavia se ofrece a financiar la película de vampiros que él quiere rodar como tarjeta de visita para Hollywood. Mientras tanto, los trabajadores de la propiedad han estado sufriendo extrañas mordeduras, oficialmente dejadas de lado como producto de «pulgas chinas»; pero se extiende el rumor de que es obra de vampiros. A esas alturas los espectadores tienen ya claro que Octavia está chupándole la sangre al joven Jakob; claramente, a esta película de vampiros no le interesa el suspense, ni la identificación con los personajes o la inmersión en el periodo en el que está ambientada. No hay autenticidad histórica en juego; a Blutsauger le interesa crear una representación del pasado visiblemente influida por el presente. Ya sea mediante la presencia de un kitesurfista o de una llamativa moto japonesa, de hecho, el presente se inscribe en cada imagen. También el vestuario es ecléctico.

Fotograma de Blutsauger, película de Julian Radlmaier.

A primera vista, la estrategia historiográfica de Radlmaier en Blutsauger es similar a la de Petzold en Transit, pero su efecto es muy distinto. Transit tiene lugar en un tiempo indefinido, un limbo eterno, con invasiones ocasionales del presente. Blutsauger, por el contrario, crea un mundo caracterizado por el eclecticismo y el anacronismo voluntario: sus elementos refieren claramente a periodos diferentes; parece querer que colisionen, haciéndonos adquirir conciencia de nuestro momento histórico concreto. También permite con sutileza que las perspectivas de los periodos que intervienen, entre 1928 y hoy en día, entren por derecho propio en la película. Este examen del pasado a través de la lente de un presente consciente de sí mismo parece perfectamente apropiado, ya que la película quiere cuestionar la adaptabilidad de la teoría que usó como punto de partida (el marxismo) a la época actual, lo cual supone una cierta tendencia a la nostalgia, reflejada también en las localizaciones. El drama transcurre en medio de playas vacías de arenas blancas, suaves montes verdes y el escenario decadente de la mansión de Octavia y sus jardines. Los planos largos, tomados desde posiciones de cámara fijas, dan a estas localizaciones una cualidad hiperreal, que se extiende también a los costosos bienes de consumo; podría afirmarse que la película demuestra la fetichización de las mercancías que deriva de la alienación del trabajo que las produce.

La película recuerda al mismo tiempo al espectador que no debe enamorarse de esas ilusiones. Cuando, por ejemplo, el supuesto barón camina por la playa, espesas nubes blancas de niebla avanzan hacia él, una imagen hermosa que recuerda por un momento el Caminante sobre un mar de nubes de Caspar David Friedrich. Pero la fuente de estas nubes es prosaica: un hombre está quemando algas para obtener un ungüento contra las pulgas chinas. Más tarde, un flashback que ilustra la explicación del pasado de Lyuvoschka muestra el rodaje de Octubre, donde la máquina de humo se ha roto, de modo que tres trabajadores del plató están soplando el humo de sus cigarrillos hacia la imagen. Estos zigzags entre encantamiento y desmitificación son típicos de Blutsauger y constituyen una fuente importante de su humor. La película expresa una profunda ambigüedad entre la fascinación por la capacidad seductora del medio, su capacidad de cargar de significado y trascendencia los objetos más prosaicos, por una parte, y su capacidad para sacudir esta ilusión principalmente a través de lo cómico y lo irónico, por otra.

En lugar de buscar universales, Blutsauger delinea estructuras específicas, estableciendo paralelismos con las actuales para plantear cuestiones agudas: ¿qué nos dice el tipo de sociedad de la década de 1920 acerca de la nuestra?, ¿es útil contemplar esta hipotética relación desde el punto de vista de Marx? Al señalar su representación histórica como una ficción contemporánea, la película de Radlmaier revela tanto superposiciones como discordancias en el mundo ecléctico que crea. Podríamos sospechar que la película no se toma muy en serio las cuestiones que plantea, que le gusta demasiado jugar con ellas, ridiculizando a los que se aprovechan en los mismos términos que a los que sufren. Pero el hecho de que estas cuestiones impregnen todos los niveles de la película, así como la conciencia constante de su propia implicación en las estructuras capitalistas, sugiere que es un intento serio de entenderlas.

Voces diferentes

La totalidad de estas películas difiere de formas importantes de las representaciones nacionales e históricas ofrecidas por el «cine de consenso» alemán. Los encuentros periféricos de las películas de Grisebach y Ade suscitan cuestiones desconcertantes sobre la influencia del país en las desigualdades actuales, tanto en Europa como en otras partes del mundo. En su mayoría, las películas del «giro histórico» no intentan efectuar una reconstrucción realista y convencional del pasado; las que más se acercan a ello —Fabian, Barbara, Phoenix— siguen oponiéndose a la ilusión de una superioridad retrospectiva privilegiada. Las diferencias existentes entre estas películas de las décadas de 2010 y 2020, sin embargo, son igual de significativas: no sólo sus características estéticas, sino también sus perspectivas acerca del pasado y el presente de Alemania, y el origen de sus respectivos deseos de abordar el material histórico y transnacional.

Si Abel acierta al afirmar que los principales motivos de la primera Escuela de Berlín suponían el estancamiento y la movilidad, es asombroso que en estas películas más recientes lo que predomine sea el trabajo, o, como en Blutsauger, las articulaciones del capital y el trabajo. Western tiene prolongadas escenas en las que los protagonistas lidian con su maquinaria para remover tierras, mientras que Ines habla sin parar de estrategia empresarial en Toni Erdmann. A Christoph lo vemos soldando una turbina subacuática en Undine, mientras que el personaje que da título a la película está constantemente de pie, con un cordón de identificación alrededor del cuello, explicando la historia de Berlín a los visitantes del museo. Cornelia, que trabaja como camarera por la noche y como becaria en el departamento jurídico de una empresa de producción cinematográfica durante el día, sacrifica la relación con Fabian, que se ha quedado en paro, para dar prioridad a su carrera cinematográfica. Parece que el trabajo se ha convertido en una condición definitoria de estas películas de las décadas de 2010 y 2020, por encima de fronteras, clases y épocas. Hasta en las formas más explotadoras, concede a los personajes su propósito y dirección, empujándolos a los extremos, en ocasiones a costa de sus relaciones. El trabajo les ofrece un lugar en el despiadado sistema actual, lo cual parece preferible a carecer de lugar alguno en el mismo. Incluso Georg, en Transit, al que el estatuto de refugiado le impide trabajar, encuentra un momento de significado y realización arreglando un transistor. Blutsauger continúa el tema: a la ociosa heredera industrial, Octavia, le resulta fácil dejarse llevar por los ideales socialistas. Para su «asistente personal», Jakob, una revuelta contra su empleadora significaría la pérdida de posición e identidad, mientras que seguir siendo explotado por ella supone desangrarse hasta la muerte. Si el contracine de la pasada década posee un tema crítico común, tal vez radique aquí.

Imagen de Nachmittag, cinta de Angela Schanelec.

¿Qué relación guarda entonces este nuevo cine con el sistema general? Las películas más interesantes producidas en la década pasada son, en cierta medida, testimonio de la posibilidad de encontrar un lugar para el cine disidente en el seno de la burocracia encargada de la financiación pública, aunque esto ha sido algo notablemente desigual. Alguien como Angela Schanelec no tuvo en absoluto al comienzo la seguridad de que fuera a encontrar financiación dentro del sistema. Christian Petzold, por el contrario, hizo sus dos primeras películas para la televisión (Pilotinnen, 1994; Cuba Libre, 1996) y más tarde dirigió dos episodios de una serie policiaca de éxito, Polizeiruf 110. Petzold ha conseguido producir una película aproximadamente cada dos años, mientras que otros directores y directoras han pasado periodos prolongados entre sus proyectos. La formación en escuelas de cine sigue siendo esencial. El apoyo de los grandes críticos cinematográficos, una recepción positiva en el circuito de festivales y la aclamación de Francia (Cahiers du Cinema, Le Monde, Positif) fueron vitales para que los directores de la Escuela de Berlín obtuvieran la aceptación de la burocracia cinematográfica y televisiva alemanas, que se muestra ahora un poco más dispuesta a considerar el valor de «prestigio» que aportan las obras de vanguardia.

Aunque el trabajo de la Escuela de Berlín en cuanto «escuela» tal vez haya cambiado, su red de colaboración e intercambio continúa existiendo. Para los cineastas más jóvenes, las conexiones de amistad personales —formadas a menudo en escuelas cinematográficas por razones de simpatía, gusto, estética o compromisos políticos— parecen en ocasiones ofrecer la esperanza de que existan islas de resistencia a las presiones del sistema. Sin embargo, como ha señalado Lars Henrik Gass, el sistema quiere mantenerse; la política, así como los elementos que se benefician de ella, se asegura de que a los implicados les interese evitar los sobresaltos[25]. Desde ese punto de vista, la cinematografía disidente, o el trabajo que resiste estéticamente de una forma u otra, tal vez ayude a sostener el propio aparato de financiación con el que tiene que batallar. Aunque es importante celebrar los logros de cineastas individuales como Grisebach, Ade, Petzold, Graf, Radlmaier y otros y otras directoras, parece difícil imaginar un cine alemán genuinamente vital en ausencia de otro Manifiesto de Oberhausen.

NOTAS AL PIE:

[1] Eric Rentschler, The Use and Abuse of Cinema: German Legacies from the Weimar Era to the Present, Nueva York, 2015, pp. 317-320.

[2] Por ejemplo, Das Leben der Anderen recibió fondos de cuatro instituciones regionales y estatales diferentes, así como de la Filmförderungsanstalt (FFA), y fue coproducida por dos cadenas de televisión públicas: véase la página de Internet de Blickpunkt Film.

[3] Cristina Nord, «Genie, Wahnsinn, Konsens», taz, 24 de marzo de 2006; Georg Seeßlen, «Genug vom Cineastischen Magerquark», Die Zeit, 10 de septiembre de 2020; véase también Andreas Busche, «Qualitätskino staat Blockbuster», Tagesspiegel, 7 de marzo de 2018.

[4] Entre los firmantes del manifiesto de Oberhausen se encontraban Alexander Kluge, Edgar Reitz, Ferdinand Khittl, Peter Schamoni, Haro Senft y otros miembros de la Escuela de Múnich. Véase Ulrich Gregor, «Diel Freiheit, die sie meinten», Tagesspiegel, 27 de febrero de 2012.

[5] Los radicales de Oberhausen no se dejaron impresionar. En el festival de 1968 Besonders wertvoll [De especial mérito], un corto de diez minutos realizado por Hellmuth Costard, mostraba un pene parlante, acariciado por una mano femenina, que alcanza el clímax mientras recita la cláusula de moralidad de la Ley de Financiación del Cine. «De especial mérito» era una de las categorías de la autoridad cinematográfica federal.

[6] Véase la página web del Staatsministerium für Kultur und Medien. El pretexto de que la financiación cinematográfica alemana está subvencionando una «industria» puede tener consecuencias absurdas: se pueden financiar producciones de éxito hollywoodienses con dinero de los contribuyentes alemanes, siempre que se gaste en la RFA; la película de Tom Cruise Valkyrie, estrenada en 2008, recibió casi 5 millones de euros de financiación pública. Durante un tiempo, hubo tan pocas restricciones que entre los productores de Hollywood se volvió típica la expresión «estúpido dinero alemán». Véase «Deutsche Millionen für Cruise-Film», Frankfurter Allgemeine Zeitung, 5 de julio de 2007; Thomas Kniebe, «Schluss mit “Stupid German Money”», Süddeutsche Zeitung, 19 de mayo de 2010.

[7] «Ihre Angebote haben der Bildung, Information, Beratung und Unterhaltung zu dienen. Sie haben Beiträge insbesondere zur Kultur anzubieten. Auch Unterhaltung soll einem öffentilich-rechtlichen Angebotsprofil entsprechen» [Sus ofertas deben estar al servicio de la formación, la información, el asesoramiento y el entretenimiento y han de contribuir especialmente al ámbito de la cultura. El entretenimiento ha de tener también un perfil de oferta público], Staatsvertrag zur Modernisierung der Medienordnung in Deutschland, 7 de noviembre de 2020.

[8] G. Seeßlen, «Genug vom Cineastischen Magerquark», cit., que toma prestado de Foucault el uso de la «máquina de la verdad».

[9] Véase el debate entre Lars Henrik Gass y el productor Martin Hagemann, «Die Filmförderung vor der Implosion», critic.de, 24 de enero de 2014.

[10] Ulrich Köhler, «Warum ich keine politischen Filme mache», New Filmkritic, 23 de abril de 2007.

[11] E. Rentschler, The Use and Abuse of Cinema: German Legacies from the Weimar Era to the Present, cit., p. 8.

[12] Merten Worthmann, «Mit Vorsicht genießen», Die Zeit, 27 de septiembre de 2001.

[13] Michael Baute, Ekkehard Knörer, Volker Pantenburg, Stefan Pethke y Simon Rothöhler, «“Berliner Schule”–eine Collage», en Kolik.Zeitschrift für Literatur, 6 de octubre de 2006.

[14] Marco Abel, The Counter-Cinema of the Berlin School, Nueva York, 2013, p. 13.

[15] Christoph Hochhäusler, «On Whose Shoulders: The Question of Aesthetic Indebtedness», en Rajendra Roy y Anke Leweke (eds.), The Berlin School: Films from the Berliner Schule, Nueva York, 2013, p. 28. En 1998 Hochhäusler fue uno de los editores fundadores de Revolver, revista cinematográfica dedicada a organizar «una teoría de la práctica», que publica entrevistas inquisitivas con cineastas, además de artículos y manifiestos; véase Marcus Seibert, Revolver–Kino muss gefährlich sein, Frankfurt, 2006. Entre las películas de Hochhäusler anteriores a 2013 se encuentran I Am Guilty (2005) y The City Below (2010).

[16] M. Abel, The Counter-Cinema of the Berlin School, cit., pp. 17, 19, 4, 22, 14-16.

[17] Véase «“It’s Good to Lose Control”: An Interview with Valeska Grisebach», Senses of Cinema, núm. 90, marzo de 2019.

[18] Un relato esclarecedor de la formación de Petzold como cineasta es «The Cinema of Identification Gets on My Nerves: An Interview with Christian Petzold», Cineaste Magazine, vol. 33, núm. 3, verano de 2008.

[19] Petzold ha declarado que tomó Chinatown de Polanski como ejemplo de película en la que la experiencia histórica no estaba sellada desde el presente, como establece la crítica de Kracauer en Teoría del cine (1960), sino que se hace palpable en «el calor, la sequía, el sudor», Brad Prager, «No Time like the Present: The Edges of the World in Christian Petzold’s Barbara», Senses of Cinema, num. 84, septiembre de 2017. Véase también «Christian Petzold über Barbara: Ich wollte dass die DDR Farben hat», taz, 11 de febrero de 2012.

[20] «Christian Petzold über seinen Film “Undine”: Der Mensch geht ans Wasser», taz am wochenende, 26 de julio de 2020.

[21] Ekkehard Knörer y Simon Rothöler, «Fighter im System: Dominik Graf im Gespräch», cargo-film.de, 11 de diciembre de 2008.

[22] Véase «Mailwechsel “Berliner Schule”: Graf, Petzold, Hochhäusler», Revolver 16, 1 de mayo de 2007.

[23] Fabian oder der Gang vor die Hunde es la versión original reconstruida de la novela de Erich Käster sobre la República de Weimar. Una versión abreviada, en la que se censuraron varias escenas con sexo explícito o que contenían comentarios políticos, se publicó en 1931 con el título Fabian. Die Geschichte eines Moralisten.

[24] Los Stolpersteine (escollos o piedras) forman parte de un proyecto artístico iniciado por Gunter Demnig. En el suelo de las ciudades se instalan placas metálicas en recuerdo de personas concretas asesinadas, deportadas, expulsadas u obligadas a suicidarse por los nazis.

[25] Lars Henrik Gass, «Abschied von Morgen», filmdienst.de, 18 de mayo de 2022.

[Ensayo publicado originalmente en New Left Review, número 135; es reproducido aquí bajo la licencia Creative Commons.]

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button