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Una herrumbrosa tarde con Ludwig, aquel a quien sólo se conoce por Beethoven

Fue un humanista, un inconformista, un visionario de la música, y sigue siendo hasta hoy uno de los autores más frecuentemente interpretados del mundo; su nombre: Ludwig van Beethoven. Compositor, director de orquesta, pianista, y profesor de piano alemán, en este 2020 se celebra el 250 aniversario de su nacimiento (llegó al mundo en diciembre de 1770 y fallecería en marzo de 1827). Hemos recuperado este texto, en memoria de este gran héroe del panteón sinfónico europeo…


Nota bene: el género periodístico de la entrevista aún no se hacía necesario durante los primeros años del siglo XIX. Por tanto, los testimonios reunidos acerca del gran maestro del romanticismo han de surgir indirectamente, a partir de charlas, reuniones o anécdotas alrededor del músico, y sus biógrafos han de recurrir a su abundante intercambio epistolar o a sus diarios como fuentes directas. El único registro escrito que podría acercarse al género de la entrevista, sería la carta escrita a Johann Wolfgang Goethe en 1810 por Bettina Brentano (o Elizabeth de Arnim, su nombre de casada), después de una visita al maestro que le hiciera en Viena. Sin embargo, su escrito está plagado de fantasías y charlatanerías que resultan, a la luz del tiempo, poco creíbles. Empero, el descubrimiento de este testimonio escrito por el brillante abogado Heinz Müller (1795-1849), en el que reseña una charla sostenida por él con el genio, a mediados del mes de abril de 1824, justo entre el estreno de la Missa Solemnis y de la Sinfonía en Re menor, resulta un sorprendente documento que prácticamente nos lega una entrevista, en el sentido moderno del texto, la única, realizada a Beethoven. Müller, quien se comprometió hacia 1825 con mi tatarabuela Heike Kohl aunque nunca contrajeron nupcias, le obsequió como muestra de afecto la narración de dicho encuentro, misma que permaneció como una reliquia familiar, sin valor histórico alguno hasta que hace un par de años llegó a mis manos. Una vez comprobada su autenticidad y traducida al castellano, pongo a disposición de los lectores interesados este valioso escrito.

oOo

De pronto me vi subiendo los tres escalones del pórtico y golpear con gran fuerza —extraída, con certeza, del supremo nerviosismo que me dominaba— la aldaba en cuya forma de pera se dibujaba la cabeza de un león de amplia melena.

El silencio, como respuesta a mi llamado, me pareció extraño: era miércoles, y la tarde estaba en su plenitud, por lo que resultaba inusual que no estuviera presente el servicio de la casa.

Desesperado y no queriendo destrozar con mi golpeteo la tranquilidad del vecindario, di un empellón a la madera ruda y pesada de la entrada. Para mi sorpresa, el picaporte cedió con facilidad y súbitamente me encontraba en el interior de una casa colapsada por el desorden. La oscuridad reinaba en su interior y un tibio tufillo a papelería rancia me pegó de lleno en el rostro.

La dorada luz de la tarde se colaba en chisguetes por las pequeñas rendijas de la puerta entrecerrada en una de las dos habitaciones que componían la casa. Pero también se colaban los pataleos y los gritos de un hombre que, acompañándose violentamente por un pianoforte, entonaba un cierto himno que no alcancé a reconocer. Con el corazón al borde del colapso me dispuse a huir de aquella cueva, cuando chirriaron fieramente los goznes y la puerta se abrió abruptamente, dejando entrar un potente oleaje de luz que se vaciaba directamente desde una gran ventana. Entre el resplandor que hería mis ojos surgió una sombra ancha, no muy grande, y la referida voz, ahora con gritos más destemplados, me exigió: ¿Qué diablos hace usted aquí, ladrón impío? ¡Ande!, ¡fuera de mi casa!, ¡ande!”.

Por unos instantes creí estar mirando aquel mismo león esculpido de la aldaba, pero muy pronto descubrí, estupefacto, entre esa maraña de cabellos encanecidos, al gran Ludwig van Beethoven. Comencé a tartamudear explicaciones y disculpas ante el famoso maestro, mientras, trastabillante, me acercaba a la puerta: le dije que su amigo —más bien secretario particular sin sueldo— Schindler me sugirió visitarle; que era diletantti de ese reciente instrumento de teclas impuesto por Muzio Clementi: el piano; que era gran admirador suyo y de los anteriores maestros vieneses, Haydn, Mozart, Meyerbeer…

La respuesta del maestro, ante aquel cúmulo de explicaciones, sólo había sido una: tomar un cuaderno empastado sobre el cual, con una tosca escritura, de rasgos duros y cercos, grafológicamente propios del temperamento sanguíneo, apuntó lacónico: “No puedo escuchar, sírvase anotar sus intenciones”.

—Conversar con usted, el genio, para honrarle en su justa medida y para intentar aprender la esencia del arte —garabateé con prisa, casi quebrando el carboncillo. Él intentó una sonrisa en su dura expresión mientras mascullaba justificaciones en su peculiar alemán con inconfundible acento dialectal renano, exigiéndome comprender su situación. Me dio entre otras explicaciones que sus criados la tarde anterior le habían abandonado, y eso justificaba el completo desorden de su vivienda; este hecho lo había sumido en una crisis tal que aún no probaba bocado desde la tarde anterior.

—Afortunadamente, contra la costumbre, no fui presa de agudos dolores en el vientre —dijo con una sonrisa amarga. Luego su fiera mirada traspasó mi espíritu mientras afirmaba lentamente: —Disculpe amigo, esta inoportuna cerrazón mía, entre sin reservas.

Ofrecí traerle una merienda, mas con dulce gesto el titán me retuvo. Se arrellanó sobre un sillón avejentado y frágil, y devoró unos trozos de queso rancio y de pan duro.

Entonces le escribí en un papel una alabanza al alto legado que es el ciclo de sus ocho sinfonías, cuya cumbre dramática, desde mi humilde perspectiva, es la quinta de ellas, escrita en Mi menor, así como los serenos, bellísimos pasajes de ese dueto inseparable de la séptima y la octava, que es su finalización. Él me respondió, desdeñoso, manoteando, que eso había quedado atrás.

Me explicó muchas cosas entre un enredijo de palabras, que aquí trataré de transcribir lo más fielmente posible, entre lo que atiné a comprender: aunque se le ha impuesto el destino de plasmar en la forma sinfónica una gran vista panorámica de la existencia humana, uncir al arte sonoro las ideas del Sturm und Drang (tempestad e ímpetu) exigen el matrimonio entre genio y vida. Pero no le ha bastado cumplimentar el ciclo y se encuentra detallando los mínimos problemas que le restan para completar su más reciente encargo sinfónico, mismo que sin duda reunirá y superará el discurso filosófico íntegro de las anteriores para aventurarse, sin traba alguna, por las alturas inmensurables del alma: la Sinfonía y Coro final sobre la Oda de Schiller a la Alegría, para gran orquesta, cuatro voces de solo y cuatro más de coro, que por cierto, está dedicada al rey Friedrich Wilhelm II de Prusia.

—Caro amigo, note usted muy bien que no le engaño —me dijo, y sonrió con malicia—, muy arriba, sobre nuestras cabezas, bate sin freno ni traba la esencia de todas nuestras más altas obras y empeños. Yo lo sé y juro por lo más sagrado, que al poseer tal certeza, el total de nuestras miserias terrenas se desvanece, para dar lugar a un genuino entusiasmo, a un gozo calmo que se constituye como la más preciada recompensa del artista. Intenté basar el adagio en algún mito griego y el Allegro en una bacanal, inspirada en Dioniso y los ritos que se le ofrendaban. Mas he vivido lo que Schiller esboza en su oda y ello es lo que compuse…

Me recitó, entonces, el popular poema de Schiller:

“Alegría,
sublime destello divino,
hija de Eliseo.
Ebrios de tu fuego,
penetramos en tu alto santuario.
Tu maravilla une nuevamente
todo aquello que la costumbre separó.
Los hombres todos se igualan,
allí donde tus suaves alas se posan”.

Lo miré. Su rostro, ajeno al mundo, era nuevamente abrasado por ese fuego conmovedor.

—Maestro… —comencé diciendo, hasta que con una mano fuerte, me indicó la libreta, donde anoté—, sus críticos le reprochan la falta de una vena lírica, tan arraigada en la escuela italiana. Ah, y que gasta demasiado tiempo en inútiles modulaciones y secos artificios técnicos que eluden el contrapunto y la armonía para dar lugar a experimentos monstruosos.

Beethoven. / Ilustración de Luis Carreño. (Wikimedia Commons)

—¡Ah, los contrapuntistas! —murmuró, mientras alzaba la vista. Luego, meditó un buen rato en silencio y continuó: —Nunca me vi en la necesidad de aventurarme hasta Italia para dotar mi arte con los maravillosos artilugios belcantistas, pues mi composición es atraída hacia el sinfonismo y no hacia la ópera. El gran Rossini, quien hace un par de años visitó Viena, o también Cherubini, son surtidores que barbotan incesantemente las más dulces y frescas melodías que adornan exuberantemente con sus rítmicos arreglos. Sin embargo, el temperamento mío resulta un reflejo áspero y difícil de tragar, de la naciente humanidad libre o, por lo menos, del deseo ferviente que bulle en los corazones clamando por una existencia republicana. Por tanto, es el rigor, la imperiosa necesidad por conectarme con las alturas suprapersonales, ocultas tras la belleza de la naturaleza y el maravilloso mecanismo de los organismos. Puedo, incluso, echar mano de algunos sencillos temas populares de los cantores vieneses como “¿Ves la hierba crecer en el jardín?” o la infantil “Los pajaritos llegaron”, para entonces, alcanzar el majestuoso monumento sonoro, mediante un tratamiento complejo de la estructura musical.

“No soy lírico y tampoco me dedico al arte contrapuntístico actual… Mire, en el Antiguo Testamento, es decir, El Clave bien temperado de Bach, podrá sin duda entender lo que intento explicarle. Ahí, las melodías fluyen con mayor dificultad y las armonías y contrapuntos van tejiéndose arduamente, pero con mayor cohesión. Reflejando esto, como bien lo describe Immanuel Kant, en la grata y perecedera unión de las cosas, que aisladas y en su conjunto, reflejan al ser sensible la tenue impronta del espíritu de Dios a través de ellas. Mi creación comparte con la humanidad entera sus mensajes, porque claramente equipara a todos los hombres. Si los grandes músicos se vieron forzados hasta hace unos años a realizar su música solamente para reyes y obispos, ahora el arte está al alcance del vulgo. Predigo que antes de cincuenta años la humanidad y todos los pueblos que la conforman, habrán dejado atrás las prácticas monárquicas y se fundarán todas las naciones como repúblicas. Entonces, la igualdad bañará a todos los hombres y bajo su fronda protectora, no sólo la música, sino todo saber humano, serán democráticamente distribuidos.

“Por ello me resulta imposible ver en los nobles otra cosa que espíritus cultivados, a quienes respeto por su sensibilidad artística, pero a los que me resulta muy difícil brindarles las cortesías acostumbradas como quitarme el sombrero o hacerles caravanas. A pesar de ello reconozco que me ofrecen sus saludos con cordialidad y orgullo. Mi familia, lo pienso ahora, resulta en gran parte el origen de estas actitudes… es decir, me refiero a este escaso respeto al carácter nobiliario”.

Dicho esto, el maestro descansó su mirada en el techo vacío y guardó silencio. Mientras lo observaba, a mi memoria llegaron pasajes de su vida que me habían contado. Por ejemplo, que camina como un demonio. Que pasa por los bosques vieneses y en verano en los de Mölding. Que se escapa del pueblo en completa soledad, y se emociona al mirar los más pequeños detalles y redacta notas y toma apuntes musicales provocados por inspiraciones naturales. Únicamente el café y la charla bohemia pueden captar su fervor en el mismo grado. Por tanto, decidí anotar eso en el papel: “Caminatas por el campo y cafés que tanto disfruta”.

—Mi familia es flamenca —me dijo, el grande de Bonn— y en mi temperamento sanguíneo algo debe hallarse de esa necesidad compulsiva por la campiña, por el invisible e interminable éxtasis que sólo puede ser provocado a la vista de la naturaleza. Algún pajarillo de Bavaria bien pudo sugerirme cierto conocido tema, pero, sin duda, únicamente la portentosa visión de la creación en su conjunto ha sido el origen de mis grandes obras. Gracias a estos paseos que me apartan aún más del trato social que mi propia sordera me obliga, durante algunas mañanas experimento intensas fiebres creadoras que me fuerzan a trabajar incansablemente, sin probar bocado, hasta no conseguir que se cristalicen tales impulsos que, sin duda, provienen de la divinidad que se cuela por todos los puntos del universo.

“El café de las tardes ha sido, por el contrario, una grandísima pérdida de tiempo. Es imposible atender a dos amos y en este caso la convivencia social, así como mi anterior actividad de concertista del pianoforte, me ha hecho extraviar valiosas horas que debieron dedicarse por completo a la composición. Sin embargo, ha sido un goce mayúsculo el departir con mis amigos agradables charlas y oscuros brebajes, eso me otorga un buen estado de ánimo. Afortunadamente, la enfermedad que me habita me aparta cada día más de aquellos sitios que tan agradables tentaciones proporcionan”.

Más adelante, le escribí: su Missa Solemnis, estrenada por Alejandro de Prusia apenas el 6 de abril anterior, refleja en magnificente medida esa profunda fe suya en el creador…

El maestro suspiró con exasperante lentitud y me dijo casi murmurando: “Para acercarse cada vez más a la divinidad, con el objeto de vaciar su radiante espíritu sobre la humanidad. No existe labor más elevada…”

Entonces se interrumpió unos segundos. Luego, con mayor ánimo, continuó:

—Finalmente he logrado obtener el permiso de los Habsburgo para estrenar la sinfonía en Re menor junto con tres fragmentos de la Missa Solemnis en un recinto no consagrado como lo es el Kärntertheater hacia principios de mayo, la Academia está casi lista, apenas me falta congregar a un par de instrumentistas. Esto me será de gran ayuda pues pienso ya en el fatigante proceso de la creación de una sinfonía más, esta sin voces humanas, por ahora, y tal vez, elaborar una misa de Requiem, una labor que me demandará al menos un par de lustros, porque puedo escribir la música con rapidez: concluí en pocos meses dos sinfonías en La mayor, la séptima, y en Fa mayor, no la Pastoral sino la Octava. Pero doce años de mi vida fueron necesarios para la concepción de esta nueva en Re menor. Tal esfuerzo es inevitable, dado que la música es el elemento por el cual fluye el espíritu y es el deber del artista mostrarlo. Además, aunque ya no improviso al pianoforte (lo que llegué a hacer incluso por intervalos de media hora), aún poseo bastantes ideas musicales para plasmar dentro de la forma sonata, bien para teclado o bien para cuartetos, en las cuales regodear mis necesidades musicales.

(Mis ojos, imantados por lomos de letras doradas, desviaron su curso del maestro y se posaron por un momento en La Biblia bilingüe que posee, latín-francés; en el raro ejemplar de los Evangelios Apócrifos; también, en la decena de tomos con las obras de Goethe, en el Homero, en los tomos sueltos de Shakespeare y Schiller, en Sobre la nobleza de Kotzebue, en la Antología lírica de Matheson, en El Clave bien temperado de Bach… El maestro me sorprendió…)

—No importa, no importa; eche un vistazo —me dijo—: descubrirá que para la Missa he estudiado compulsivamente esa obra maestra, el Messiah de Handel, el más grande de todos los maestros de la música, sin desmerecer las grandezas de Mozart ni Haydn. Ahora, deberá usted marcharse y devolverse alguno de estos días, pues me dispongo a esperar a Carlos, mi hijo, ese ruin mozalbete que es capaz de arrebatarse la vida por un desaire y cuyo salvaje desamor por este cansado tío suyo me ha arrancado más penas de las que debieran permitirse. Pero este demonio posee mi amor sin reservas, como ninguna de mis amantes lo ha tenido jamás. ¡Ja!, el amor debiera ser metafísico, ¿no cree usted? Tal vez todos debiéramos serlo.

Trágico asunto: sólo pude pagar esa visita que le debía en su última mudanza —de entre la treintena de sitios que habitó— en Wäring, el cementerio vienés, donde sobre una pequeña lápida ha sido grabado con sencillez un solo apellido, inmortal: “Beethoven”.

Spoiler alert: este artículo ha pretendido ficcionar una presunta entrevista con el genio de Bonn encontrada durante el periodo entre el estreno de la Missa Solemnis y la creación de su Novena Sinfonía Coral en Re menor Opus 125. Una primera versión de este texto ficcional fue fruto de un concurso, precisamente titulado “Entrevista a Beethoven”, convocado en 1999 por la disquera Deutsche Grammophon y el periódico Reforma, para difundir la salida al mercado de una gran caja con las obras integrales del gran compositor romántico: la Beethoven Complete Edition, con 87 discos compactos (por cierto: en noviembre del año pasado, 2019, el sello lanzó The New Complete Edition, justo en conmemoración por el 250 aniversario natal).

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One Comment

  1. ¡Es el mejor texto que he leído sobre Beethoven! Capta perfectamente todos los puntos humanos del genio y la maravilla de su obra de manera sutil. Lo malo es que deja esperando más.

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