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Un vecino distante

Carlos Santana: siete décadas y media del guitarrista y compositor mexicano-estadounidense.

Julio, 2022

Ha vendido más de 100 millones de álbumes en todo el mundo (contando las ventas de su banda y su carrera en solitario). Ha ganado diez premios Grammy y tres premios Grammy Latino. Por su habilidad con la guitarra, suele aparecer o ser nombrado entre los primeros cien mejores ejecutantes del instrumento de la historia. En los sesenta, además, fue uno de los pioneros en fusionar los sonidos afrolatinos con el rock. Nacido en Autlán de Navarro, Jalisco, el 20 de julio de 1947 —aunque naturalizado estadounidense casi desde que emigrara en los años sesenta—, Carlos Humberto Santana Barragán —acá, Carlos Santana— llega a las siete décadas y media de vida. Víctor Roura nos habla de él… 

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El pasado viernes 8 de julio, durante un concierto para dar a conocer su más reciente álbum discográfico: Blessings and Miracles (aparte de la sesión en vivo grabada en 1991 en Tokio que acaba de aparecer también en el mercado), el guitarrista estadounidense nacido en 1947 en Autlán, Jalisco, Carlos Santana sufrió un desvanecimiento del que se recuperó con prontitud, doce días antes de cumplir los 75 años de edad, aniversario que conmemora cada 20 de julio.

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León, Guanajuato. Sábado 5 de noviembre de 1988.

O una oportuna operación política o una venganza deportiva. Los habitantes de esta ciudad, y con ellos varios otros de numerosas regiones, no saben a cuál de las dos conjeturas irle. No saben con exactitud a qué se debió que Carlos Santana haya ofrecido, precisamente aquí, su concierto con el que celebró sus veinte años de estar en la escena roquera.

Lo único que no ignoran, porque lo vieron con sus propios ojos, es que su ciudad amaneció casi la misma el sábado 5 pero cuando se hizo de noche adquirió otra fisonomía: miles de jóvenes la poblaron para, incomprensiblemente, despoblarla en un santiamén. Porque la salida de un concierto de rock no tiene nada que ver con la salida de la muchedumbre de un partido de futbol. Los fanáticos del deporte se pierden por las calles para ir a festejar, o pasar el trago amargo de la derrota, en la casa del compadre o en el bar más próximo. Los que asisten a una audición roquera, en cambio, se empecinan en usar las calles porque no tienen otra solución a la mano. Y como no se previó la compra del boleto de retorno al lugar de origen, hay que ganar los sitios acostumbrados en estos casos: un parque, un camellón, los resquicios de las residencias, las banquetas al pie de los hoteles y, sobre todo, la central camionera.

Dormir en los suelos es ya una tradición.

[Recuérdese que este texto fue escrito cuando aún el rock, ¡oh tiempos inmemoriales, ya idos, ya cursados, ya caducos!, estaba prohibido en la Ciudad de México: faltaban todavía tres años para que, por fin, los conciertos masivos fueran instituidos oficialmente por la burocracia política, de manera que antes de 1991 estas crónicas tuvieran necesariamente los rasgos del desamparo juvenil, producto del autoritarismo incomprensible de las autoridades. Por eso Carlos Santana no podía tocar en el entonces llamado Distrito Federal, pues representaba un serio peligro para la intolerancia gubernamental. El primer concierto de este guitarrista jalisciense afincado gustosamente en Estados Unidos fue efectuado en Puebla en 1974: el rock, aunque bíblico (como el de Santana), no tenía aún un lugar en la cultura mexicana, pues tratábase entonces de una especie de subcultura despreciada, al margen de los desarrollos urbanos, sumida en las catacumbas del entretenimiento clandestino.]

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Dormir en los suelos es el pago, digamos, por un reventón inimaginado, acaso no merecido. Algo así como el sacrificio secular de nuestros antepasados. Los rituales, en acontecimientos mágicos, valían la pena revalorarlos. No dejarlos caer en el olvido. Y un concierto de rock como el de Santana,/

[O los de Queen en Monterrey y en Puebla a principios de los ochenta, ¡o los de Chicago y Procol Harum en 1975 ocurridos sorpresivamente en el Auditorio Nacional!, castigados a la postre con severidad por la policía, que se dio el lujo de golpear a mansalva a los asistentes a la salida, luego de que hubo un camión incendiado por el descontento de la gente que no pudo entrar al recinto.]

/ nadie va a negarlo, tiene mucho de suceso mágico porque acaece muy raras veces. /

[Suena extraña tal vez la aseveración anterior, mas no deja de ser cierta para aquella época, cuando el rock no era concebido culturalmente en México.]

/ Como en los tiempos que narran las crónicas aztecas, en los cuales los rituales se asemejaban asombrosamente uno a otro, de igual modo en los conciertos de rock, que se efectúan en México cada cuatro eclipses de Sol y una caída de un dictador en Sudamérica, las actitudes son una copia al carbón del llevado a cabo hace justamente cuatro eclipses de Sol atrás con la caída de cualquier dictador sudamericano. Igual. /

[Bueno, a ese excesivo grado era la escasez roquera en el país, de ahí la exagerada acotación, que no he querido modificar para conservar la agobiada versión original, que denota, de suyo, una característica muy sui generis: el aprensivo —¿o reprimido?— modo de apreciar el rock debido a la estrecha vigilancia de la que éramos objeto los sutiles y ansiosos ayunadores roqueros de antes de la irrupción neoliberal del salinato.]

/ No cambia nada. De modo que lo sucedido antes, durante y después del concierto de Carlos Santana fue algo lógico, normal, habitual, pronosticable, nada sorpresivo y, por lo tanto, algo aburrido y monótono. /

[Tal cual siguen siendo los conciertos de Santana, por muy Santana que siga siendo.]

/ Como con la leyenda de los Cinco, sin sorpresa alguna.

Cuenta la crónica que luego de nueve años y de un largo ayuno de Mixcóatl, los Cinco descendieron del cielo y pusiéronse en unos árboles donde les daban de comer las águilas. Durante este tiempo, relata Christian Duverger en su libro El origen de los aztecas (Editorial Grijalbo), Camaxtli inventó el pulque y se lo dio a probar a los chichimecas, quienes abusaron de él: en ese momento los Cinco, desde lo alto de su mezquite, los vieron, arrebatados y ebrios, y pusieron pie en tierra para masacrar a los 400; no hubo, según la crónica, más que tres sobrevivientes.

Tal cual.

Carlos Santana en una imagen de 1978. / Foto: Chris Hakkens (Wikimedia Commons).

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Llegan, de diferentes poblados, pero sobre todo una abundante mayoría del Distrito Federal, para habitar por unas cuantas horas la ciudad de León. Y, ebrios (de rock, de pulque, de cigarrillos castos, de lo que fuera), sobreviven sólo unos cuantos después de haber probado la pócima camaxtliana envueltos en las reiteradas e igualitarias sonoridades de su paisano que ignora qué ocurrió en su país en octubre de 1968 pero sabe muy bien qué sucedió en ese mismo año en Vietnam: Carlos Santana, ausente 14 años de México [desde su actuación en Puebla en 1974 porque viviendo en Estados Unidos, ya él con nacionalidad norteamericana, ya llevaba más de dos décadas], logra, quién sabe mediante qué arreglo (unos dicen que ofreció su concierto casi regalado: 100 millones de pesos por dos horas de audición, /

[Entonces al peso había que agregarle, recuérdese, tres ceros salinistas.]

/ pero hay quienes aseguran que fue por casi 500 millones de pesos, aunque él, muy mexicano en Estados Unidos o precisamente por eso mismo, los cobra por supuesto en dólares), venir a nuestro país, que también es el suyo, para hacer lo que sabe hacer: demostrarnos que gracias a Dios, y a la virgencita de Guadalupe (y a que no vive en México), es considerado uno de los mejores guitarristas roqueros del mundo.

[A nadie debe importar, y menos a un mexicano, que gente como Frank Zappa diga lo contrario.]

Y, sí, uno creyó escucharlo. /

[Y en Puebla sí lo escuché, pero fue casi lo mismo.]

/ Y, los más, intuimos, en efecto, que estábamos oyendo a uno de los mejores guitarristas del rock. Porque no logramos escucharlo del todo debido a que el sonido en general se oía como un mazacote del cual buscaba uno desesperadamente de dónde asirse (¿se puede uno agarrar de una masa plana, encementada, enfangada incluso?). Y como por momentos era imposible, no había más remedio que tomar la actitud sabia, recomendable para estos casos: hacerse al buen entendedor masacrando a los chichimecas sordamente ebrios.

—¡Qué maravilloso bajo, cómo toca ese tipo, caray…!

Decía el amigo entusiasta a sus otros amigos, la camarilla, para volver, luego, a encerrarse en sí mismo queriendo de verdad oír con todo el corazón a ese bajista que por nada del mundo le estaba entrando por los oídos. O, de plano, mejor le hacía como la Ofelia, que no dejaba de bailar, con los ojos prudentemente cerrados, y cuya concentración parecía, verdad de Dios, tan profunda que de no haber preguntado en un momento dado, en medio de una extensa pieza percusiva, la hora, cualquiera hubiera pensado que su baile era un éxtasis como-ya-no-los-hay roquero.

[Y hoy, con la explosiva música roquera de Disney hasta en el desayuno infantil con cereal vitamínico, mucho menos…]

5

Pero ése era el rito, precisamente.

Como nunca se tiene ese tipo de cosas /

[¡Es 1988, la antigüedad mexicana en lo referente a la masividad roquera! No fue sino hasta 1991, con el concierto de Inxs en el Palacio de los Deportes, cuando por fin —y demasiado tardío, ciertamente— son permitidas de manera oficial estas multitudinarias congregaciones juveniles en torno al rock.]

/ habría que involucrarse, o tratar de involucrarse, del todo a esas músicas aunque, por breves instantes, nomás no le entraran a uno por la cabeza. Como a estos tipos que están delante mío que se han sacado ya la playera y las ondean con sus bailes al ritmo de lo que ellos han llamado el afrorrock de Santana, como si el guitarrista no proviniera de Autlán sino de Mali. Se han bebido toda la cerveza, a dos mil 500 el vaso, /

[Veinticinco pesos, pues, recuérdese el asunto de los ceros del salinato.]

/ que pudieron haber guardado para tres fines de semana en la esquina de la casa con la banda; pero han preferido acabársela de una buena vez para luego decir, asegurar, recalcar, que el reven de Santana estuvo de poca su.

[Chido, dirían hoy, tal como dijo Mick Jagger en su concierto en México ya en el siglo XXI.]

Aunque por supuesto ellos dos, y muchos otros, se hayan quedado dormidos mucho antes de que Santana le pusiera punto final a su religiosa actuación.

Y los camaradas a despertarlos.

—Ora, Rubén, ya aliviánese, ya vámonos que ái viene la tira…

Y al Rubén no hay ni habrá nadie que lo despertara en ese momento. Ni el mismito Santana. Ni aunque le hubiese tocado un solo a unos cuantos pasos de su profundo sueño.

[Quizás un macanazo de la salvaje tira sí.]

Porque así era el rito.

6

La historia de los chichimecas sorprendidos ebrios por los Cinco. Lo cual, en estos tiempos, no asusta ya a nadie. Lo contrario sí sería realmente de temer, si tomamos en cuenta que el concierto estuvo dirigido, no especialmente pero sí en su mayor parte, a los sobrevivientes de los sesenta y de la época de Avándaro, /

[1971, septiembre.]

/ a los maeses que han rebasado la década de los 30 e incluso celebrando sus octavos lustros. /

[Que ahora son honrosos sexagenarios y septuagenarios, como todos los buenos roqueros, que han empezado ya a retirarse de este mundo].

/ Ellos sabían que lo que iba a pasar era exactamente lo que pasó. Ya lo habían vivido con Joe Cocker y con John Mayall, con Chicago y con Procol Harum, con Johnny Winter y con John Lee Hooker. Saben que este tipo de conciertos no volverá a suceder sino hasta después de cuatro eclipses solares, así que nadie, ninguna autoridad superior, vendrá a acomodar lo que, óyelo bien cabrón, yo quiera hacer porque hemos oído que en otros países, donde el rock se da de manera natural en los estadios donde se realizan los conciertos masivos, el espectador obtiene su libertad el tiempo justo lo que dura la audición. Puede hacer lo que quiera dentro del terreno de juego. Hasta tomarse de las manos y oscilar con ellas, como el péndulo de un viejo reloj, mientras Santana toca “Samba pa ti”, como si los roqueros tuvieran enfrente a Daniela Romo o a Lucía Méndez: /

[O Luismi o Timbiriche o Marco Antonio Solís o cualquier conjunto grupero, faltaba más.]

/ las enseñanzas de la televisión llegan a dominar hasta al público más freak. /

[Hoy la manipulación es total, completamente absorbidos los televidentes, maniatados a las brutalidades o banalidades electrónicas, donde las niñas ya quieren ser adultas para amar con intensidad a sus novios de secundaria que todavía no saben usar con corrección los papeles del baño, donde las obscenidades han ocupado un sitio privilegiado en la sala de la casa, donde los ricos y los famosos son la única fuente noticiosa entretenedora, donde el colmo radica justamente en hablar sobre los pormenores dictados por la televisión aun no sintonizándola, donde los aparatos digitales han venido a reforzar estas domesticaciones como algo sintomáticamente naturales, donde la manipulación es tal que ya nadie puede percatarse de que se vive la vida de manera aleccionadamente manipulada.]

/ Pero lo que se ha perdido de vista es que, a la larga, el perdedor ha sido el espectador porque nuestras altas autoridades ya conocen cómo se mueve, de qué lado cojea y cómo se lo puede aislar.

[A tal grado las cosas han cambiado, como pronosticaba el Nobel estadounidense Bob Dylan, que incluso hoy en día la generalidad de la gente cree, a pie juntillas, que Luismi, por ejemplo, es un talento memorable a la altura de un Armando Manzanero, por ejemplo, y que venga uno a decirle a esta gente lo contrario, ¡válganos el Señor el desastre verbal que pueda ocurrir con la impertinencia!]

7

El público de rock, más que el público futbolero, no ha cambiado en lo más mínimo: ha condicionado su comportamiento de tal modo que suceda lo que suceda nunca le va a suceder nada. /

[Y no ha cambiado, en efecto, a pesar del paso del tiempo: a fines de 2008 el argentino Andrés Calamaro se presentó por vez primera en un concierto en el Auditorio Nacional con una nula ingeniería sonora que no hizo mella en el público, que coreaba las canciones sin importarle los quebrantos de la reproducción eléctrica: lo importante era la presencia del artista, lo de menos fue su actuación, justo como Carlos Santana en aquel 1988.]

/ Por ejemplo, se sabía que quienes iban a comprar los boletos de 35 mil pesos, /

[Tres mil 500, pues.]

/ que les daba el derecho de pisar el pasto del Estadio Nou Camp, iban a compartir ese espacio con los compradores de los boletos de 10 mil, a quienes supuestamente les tocaría las gradas, por la sencilla razón de que las rejas que separaban a ambas clases (en un total quizá de 40 mil jóvenes) caerían, tarde o temprano, por la violencia ejercida por cientos de personas que no se hubieran ido felices a sus respectivas casas si no rompían algo. La frontera desapareció y allí, en el pasto, las mareas fueron continuas y los empujones estuvieron a la orden del día (deje ái, no toque, pero qué niña, cómo te llamas, qué onda).

¿A quién, por Dios, le encanta ser absorbido (absorbida) por la turba, empujado (empujada), manoseado (manoseada), maltratado (maltratada)? ¡Ni a la turba misma!

Y no por un afán masoquista, pero precisamente menos a ellos, a quienes quieren ver al Guitarrista Mexicano Afamado Mero Enfrente de Uno.

—¡Sí, míralo, es él, es él el que está tocando…!

El, la, los, las, no pueden creer que Santana esté mero enfrente suyo. Por lo mismo no importa, ya qué, compartir los sudores del momento. Esta acción no volverá a repetirse. ¡Apriétame más, vamos, para sentir que estoy en un verdadero concierto de rock!

Santana sabe, estoy seguro que lo sabe, que quienes están abajo de él le aplaudirán todo lo que haga y diga. Vino a remover nostalgias. Y la nostalgia, aunque no se haya vivido, es una cosa siempre bien recordada, aplaudida, vitoreada.

Para comenzar, un Padre Nuestro que Estás en los Cielos.

Luego, a rocanrolear.

Todo se aplaudió, aunque más, mucho más, de uno ya deseaba que Santana diera el último acorde para regresar a casa. Amén.

—¡Ya la hicimos! —alguien gritó de la organización que llevó a Santana al Estadio Nou Camp.

Y, como siempre, como un rito mágico (todo ha sido mágico desde la creencia de la llegada de Quetzalcóatl arropado con barba y caballo proveniente del otro lado del océano), la gente aplaudió pero nunca supo realmente quién ya la había hecho, ni en qué.

8

El regreso fue penoso, como siempre, a excepción de los leoneses, que tampoco supieron qué cosas interpretaron los mexicanos Kenny y los Eléctricos y Ritmo Peligroso, grupos que abrieron el programa musical pero a los que nadie escuchó con atención pues su sonido fue alborozadamente malo. Si eso es hacerse promoción, como les dijeron los organizadores del concierto, ¿qué sería no haberla realizado? Pues casi estoy seguro que, con dicha eficaz propaganda, nadie va a correr al mercado a comprar sus discos. En lugar de beneficiarse, el tiro evidentemente les salió, ¡ay!, por la culata.

Un poco antes del inicio de las audiciones me encuentro con el guitarrista de los Eléctricos, el admirado Ricardo Ochoa.

—¿Cómo va todo? —le pregunto.

—No sé, no nos han permitido un minuto para probar el equipo…

—Todo gira, lógicamente, alrededor de Santana —le digo.

—Así es…

Me mira un tanto sorprendido.

—No, Roura, no cobramos ni un quinto. Todo es para Santana, obvio.

Nos despedimos. Siempre afable, el buen Ricardo, ex Peace and Love, ex Náhuatl, ex Polvo.

—¿Para qué tocar, entonces? —pregunto al impecable guitarrista bajacaliforniano Daniel Tuchmann, quien también estaba por allí para escuchar al músico californiano pero nacido en Jalisco.

—Yo también lo haría gratis —dice—. Si lo hacemos para una institución como el Crea, cuantimás en un concierto como éste. No es el dinero. Es la oportunidad de lanzar por un momento tu rollo. Eso es todo. Nosotros no pedimos otra cosa. Sólo que nos dejen tocar.

No sé si la razón esté de su parte, pero es claro que no les queda de otra… a menos que, si son buenos en lo que hacen, decidan naturalizarse estadounidenses e irse a otras tierras como inmigrantes roqueros. Que es lo que, bajita la mano, desea todo roquero mexicano que se respete, aun sin atreverse a confesarlo públicamente. Porque así sería recibido como Santana en León y en cualquier otra parte, aunque no hablara bien el español, o justamente por ello. ¡Vaya uno a saber qué diantres con el éxito, que no tiene, dicen, un lenguaje específico, si bien es desmesuradamente recompensado en el idioma inglés!

Unos fueron por Santana, otros por asimilarse en la contemporaneidad musical, lo cierto es que no todos sabían con certeza las razones de su presencia en León. Unos decían que Santana estaba en Guanajuato por una oportuna operación política y otros pensaban que por una venganza deportiva. Lo primero porque hizo quedar bien al aspirante priista a la presidencia municipal de León, Joaquín Yamín Saade, cuya contienda electoral se decidirá a finales de este noviembre. /

[Recuérdese que estamos a principios de noviembre de 1988, en el inicio del salinato, el sexenio en que son aprobados, por fin, los conciertos roqueros masivos en México. Por cierto, el empresario priista Yamín Saade perdió la contienda electoral con el panista, también empresario, Carlos Medina Plascencia, partido que le arrebatar al PRI la alcaldía leonesa por primera vez en la historia, de modo que, si nos obsesionamos en la mala catadura del rock en aquellos tiempos, su derrota política, la del priista, fue una consecuencia, ¡ay!, de la fantasmagoría roquera santanera en su León.]

/ Y lo segundo, porque la gente leonesa sabía que el campo de su estadio sería maltratado y sus rejas tiradas al suelo, venganza clandestina tomada a su debido tiempo por los habitantes de este estado contra los Esmeraldas, su equipo de futbol que no pudo subir a la primera división en el torneo recién finalizado.

Quiero creer, sin embargo, en la segunda teoría.

Así las cosas irían tomadas de la mano en este surrealista país. /

[Los Esmeraldas, que así eran nombrados los futbolistas del León, regresan a la primera división en 1990 y al siguiente año de su retorno, en la temporada 1991-1992, son los campeones de liga al vencer al Puebla por dos goles a cero en ese mismo Nou Camp donde Santana, casi cuatro años atrás, había colaborado, de manera colateral, en su destrucción.]

/ Tal para cual.

[Santana ha regresado ya varias veces más a México, como el equipo de futbol León al torneo de la primera división. Santana es cada vez más guadalupano, aunque jamás haya leído la Biblia, al igual que la mayoría de los mexicanos, que rezan a la virgen morena por cuestiones de fe, no de certezas religiosas, que son dos cosas distintas. Santana ha obtenido el preciado Grammy, el máximo galardón que se otorga a los músicos del mundo oficialmente en el idioma inglés, fiesta a la cual México se arrodilla al igual que el oscareado festival del cine. Santana, como Clapton, toca como Dios, dicen, porque conversa con El Señor Todopoderoso desde su cómoda mansión estadounidense, país donde, dicen, se aloja el Ser Supremo, tan alejado de los mexicanos, incapaces de dialogar en otro idioma que no sea el suyo. Dicen. Carlos Santana sigue grabando discos, tan iguales en su timbre guitarrístico unos de los otros, ya con su propia banda o ajena, como con los Isley Brothers, la Mahavishnu Orchestra o Maná, aunque nadie duda en señalar que su mejor disco es Supernatural (1999) acompañado de una colectividad de grandes músicos, si bien es dable señalar que sus primeras grabaciones sorprendieron por la magnífica fusión que hace con la música caribeña y el rock, deteniendo o definiendo o estancando su escala rítmica precisamente en esos parajes musicales, porque todo lo demás viene siendo la misma cosa, que por lo menos al jalisciense le ha redituado de maravilla: ha sabido, con aplomo y seguridad, cómo continuar toreando al mismo toro con los mismos pases de su primera corrida, y su apabullante prestigio es debido justamente a esa milagrosa, obsesiva, reconocida, memorizable, jubilosa, reiteración temática.]

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One Comment

  1. Solamente una aclaración:
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