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Mateo y el valor de la amistad

La familia de Mateo es un poco rara: su papá llega siempre muy tarde; su mamá siempre está muy ocupada, y Raquel, su hermana, se la pasa gruñendo en vez de hablar y lee todo el tiempo. En la escuela las cosas no son mucho mejores, excepto por Berna, que es su mejor amigo, y Karen, que es… bueno, una amiga. En el libro Los muchachos no escriben historias de amor, Brian Keaney nos narra, de manera franca, entretenida y natural, una historia que permite darnos cuenta de que si bien la infancia puede ser un paraíso, tarde o temprano se pierde. A cambio, no obstante, se forjan amistades sinceras, se descubren verdades dolorosas”.


Dicen que los muchachos no escriben historias de amor. Y quizá sea cierto. Pero Mateo Paton tiene una caja llena de cartas que le ha escrito a Elizabeth. Lo que pasa es que nunca las ha puesto en el correo porque resulta que Elizabeth no existe. Mateo la inventó. Un día escuchó que Stuart Hall presumía de haber salido con centenares de chicas y Mateo sintió que no podía quedarse atrás: le contó al agresivo y fanfarrón de Stuart que estaba saliendo con Elizabeth Collins; una amiga de la familia, le dijo. Desde entonces, Mateo comenzó a garabatear el nombre de Elizabeth. A imaginarla. A describirla. A distinguirla incluso de las niñas de su salón en el colegio: “Hay una gran diferencia entre Elizabeth y las niñas de mi clase. Todas ellas son realmente desagradables o, si no, comunes y corrientes”.

Aunque imaginaria, Elizabeth se le vuelve a Mateo una vía de escape. A ella le puede contar lo que le sucede. En su casa. En la escuela. Por ejemplo, le cuenta, sin temor a ser juzgado, de su hermana Raquel, mayor que Mateo, una adolescente callada, ensimismada, ausente y quien, debido a que siempre está leyendo, empieza a tomar conciencia de su lugar en el mundo; pero también le cuenta a Elizabeth en esas cartas de su papá y de su mamá, de los problemas que existen entre ellos, de la forma en que cada uno de sus padres se ha ido apartando de él: “Cuando yo era pequeño, mi papá acostumbraba tirarse en el piso y jugar al Lego conmigo. Me acuerdo como si fuera ayer”, le escribe Mateo a Elizabeth. Las cosas, pues, ya no son como antes.

En el libro Los muchachos no escriben historias de amor (FCE), ilustrado por Carmen Cardemil, el profesor inglés Brian Keaney nos narra, de manera franca, entretenida y natural, una historia que permite darnos cuenta de que si bien la infancia puede ser un paraíso, tarde o temprano se pierde. A cambio, no obstante, se ganan experiencias, se forjan amistades sinceras, se descubren verdades dolorosas, va apareciendo la magia del amor de pareja y hasta se tiene la oportunidad, a veces, de convertirse en héroe ayudando a otros. Aunque con un final del cuento de hadas (muy acorde a los tiempos que corren, de cristal, a pesar de que la edición original en inglés se publicó en 1983), el libro de Keaney es valioso, entre otras razones, porque no evade temas que padecen muchos niños y jóvenes dentro de las familias y a los cuales casi todo mundo prefiere darles la vuelta, como los problemas que se generan cuando uno de los padres está enredado en un relación extramarital.

Beth, la madre de Mateo, hace tiempo que empezó a notar que su marido llega muy tarde del trabajo. No sólo eso. El mismo Mateo —quien está en esa dura edad en la que ya no quiere ser niño aunque los demás no lo ven como un joven— ha sido capaz de percibir este drástico cambio en su padre y, a pesar de que es incapaz de sospechar el significado cabal de lo que anota, le escribe a Elizabeth: “Mi papá ha vuelto de la oficina; tardísimo. Huele como una fábrica de perfumes. Mi mamá está furiosa con él. En este momento se están peleando. Puedo oírlos decirse cosas como si fueran dos víboras. No creo que tus padres hagan eso nunca. Qué suerte tienes”. Por si fuera poco, Raquel, la hermana de Mateo, ha empezado a faltar a la escuela y en no pocas ocasiones se va de casa por varias horas sin avisar a nadie y sin decir dónde está. Además, ha dejado de comer carne. Desde hace algún tiempo parece siempre molesta. No soporta el maltrato animal. Parece que está a punto de hacer una locura.

—¿Has oído hablar de la prueba Draize? —le pregunta un día Raquel a Mateo—. Pues deberías —le advierte casi a punto del llanto—. Es una prueba para los animales. Todo el mundo debería saberlo. La usan para poner a prueba nuevos productos: perfumes y esas cosas. Ponen los compuestos en el ojo de un conejo, para ver qué pasa. El conejo no puede moverse. Está inmovilizado. ¿Y sabes por qué usan conejos? Porque no tienen conductos lagrimales. No pueden quitarse esa cosa de los ojos.

Esta ira de Raquel en contra del daño estúpido hacia los animales muy pronto la conducirá al desastre. Mateo tendrá que valerse entonces de la amistad que ha podido formar con Karen Pearson, la única persona que en el salón de clases no teme plantarle cara al provocador de Stuart Hall, y de los consejos del tímido y retraído Berna, su amigo más cercano, para tratar de salvar a Raquel de cometer un crimen que podría cambiar su existencia por el resto de sus días. Y es precisamente Raquel quien habrá de poner en su sitio a su papá, al descubrirlo con otra mujer en un lujoso restaurante.

La lectura de Los muchachos no escriben historias de amor resulta, además de amena y divertida, muy valiosa, pues aún hoy son pocos los libros para niños que tocan de forma tan clara y sin prejuicios temas tan espinosos para nuestra sociedad: el paso de la niñez a la adolescencia, los primeros e inseguros flirteos, la violencia escolar, la brutalidad hacia los animales, las emociones de los protagonistas o la infidelidad del papá o de la mamá. Es un libro que, sin duda, convoca a involucrarse afectivamente con los hijos: con cuidado, pero sin tapujos. Porque, como apunta el buen Daniel Goldin en Los días y los libros (Paidós): “Leer y escribir es, sobre todo, construir y acceder a un territorio compartible con otros lectores y escritores. Es abrir nuevas posibilidades de participar en ese espacio simbólico en que cobran sentido las acciones de los hombres, y simultáneamente resignificarlas. Leer y escribir posibilita el control y el autocontrol, la ubicación en un flujo temporal y la previsión. Leer y escribir procura una diversidad de experiencias vicarias, y en este sentido implica un ejercicio civilizatorio de experimentación y previsión”.

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