Expertos en todo
Los expertos en todo tienen como deporte preferido el de andar discutiendo sin profundizar. Hablan superficial y banalmente de cualquier cosa. Están condenados a repetir aquello con lo que simpatizan y a olvidarse de lo que abnegada y rabiosamente defendían ayer. Y aunque los expertos en todo pudieran parecer inofensivos, son, no obstante, como nos dice Juan Soto en su columna mensual para Salida de Emergencia, los monstruitos que hacen funcionar de magnífica forma un sistema social como el nuestro: sin memoria y sin anhelo de renuncia a la banalidad.
Escuchar a alguien decir que “el sentido común es el menos común de los sentidos” no sólo despierta las ganas de acomodarle un buen zape, sino que también pone en evidencia, entre otras cosas, que tiene un profundo desconocimiento de lo que es el sentido común. ¿Por qué? Porque el sentido común no es equiparable al gusto, a la visión, al oído, al tacto o al olfato. No es uno de esos cinco sentidos que todas las personas modernas pueden mentar sin mayor problema, sin dudar y sin equivocarse. Sólo a los fantasmas y a los ángeles, dice Diane Ackerman en su bonito libro Una historia natural de los sentidos, se les representa como ajenos a sus sentidos. Y aunque una de las cosas más interesantes de los cinco sentidos sea que también están ligados a las culturas, al tiempo y a los espacios sociales, insistentemente se nos repite la idea de que son como esas extrañas fronteras entre el mundo y la conciencia. Entre el mundo y el cuerpo. Y también nos dicen que funcionan a través de células receptoras enviando información al cerebro (si algo caracteriza a la neurociencia contemporánea es su terquedad en reducir los procesos psicológicos a procesos biológicos, su incultura pues). Y si bien la discusión sobre la forma en que la neurociencia pretende librarse de las presuposiciones culturales es en extremo interesante, es también un asunto de otra reflexión. Baste decir que eso que denominamos sentido común no es un sentido. Es algo más complejo que si bien puede estudiarse de forma empírica, no se puede estudiar de forma experimental o cuasi experimental (como suelen hacerlo los psicólogos que no han entendido que su estudio está vinculado a los métodos cualitativos).
La vida cotidiana —lo sabían los partidarios de la sociología del conocimiento— se presenta como una realidad interpretada. Y también sabían algo más profundo: que el análisis fenomenológico de la vida cotidiana (y de las experiencias subjetivas) era un freno contra todas las hipótesis causales o genéticas. Así que el estudio de la forma en que se presenta la realidad por excelencia, que es la vida cotidiana, exige una aproximación cuyas coordenadas estén vinculadas a los pensamientos y a las acciones de las personas en su día a día. A sus conversaciones. A su forma de habla. A sus aspiraciones y deseos, etc. Es decir, a todo lo que hacen, piensan, dicen, etc., de manera rutinaria y que está íntimamente ligado con la cultura y la época. Pero incluso las formas para tratar de escapar de las rutinas también serían de interés pues, al fin y al cabo, también están rutinizadas.
El sentido común no es el mismo para todos en tanto que funciona como una especie de frontera cultural y temporal. Si cambia la cultura y el tiempo, cambia el sentido común (y cambia lentamente). Y como lo hubiese dicho de manera clara ese filósofo y sociólogo de origen austríaco a quien no puede dejar de nombrarse si se quiere hablar del tema, Alfred Schütz, el conocimiento se halla distribuido socialmente y puede constituirse en objeto de una disciplina sociológica. De tal manera que podemos entender que a pesar de vivir en un mismo tiempo y en una misma cultura, nuestro sentido común puede variar de manera moderada o radical, ya que su distribución es heterogénea. Pero el sentido común no es una forma de pensamiento individual, sino colectiva. Pensamos con el pensamiento de nuestra época y de la cultura a la que pertenecemos. Es un pensamiento preexistente que compartimos con nuestros contemporáneos y con el cual nos vinculamos íntimamente. Aprendemos a utilizarlo para relacionarnos con el mundo, con los otros y con nosotros mismos. Le da forma al pensamiento individual. Nuestra forma de pensar tiene un origen social. El sentido común es, también, un conocimiento que nos permite resolver situaciones problemáticas.
El antropólogo estadounidense Clifford Geertz propuso que el sentido común tenía cinco cuasi cualidades: naturalidad (obviedad y elementalidad), practicidad (astucia), transparencia (simplicidad y literalidad), asistematicidad (inconsistencia) y accesibilidad. Esta última es la que nos remite al hecho de que cualquier persona con sus facultades razonablemente intactas pueda llegar a las conclusiones correctas del sentido común. En sociedades como la nuestra, la vejez y la sabiduría están fuertemente asociadas. Idea que indica que la sabiduría estaría garantizada por el simple hecho de envejecer. Envejecer, en este sentido, sería la puerta de acceso a la sabiduría. Pero por muy doloroso que sea, esto no es del todo cierto. Las conclusiones a las que se puede llegar gracias a la accesibilidad del sentido común, las más de las veces, suelen estar equivocadas porque son ideas que se espetan sin una situación social real de por medio. Como la idea de que ser pobre es una cuestión de voluntad o como la idea de que sólo los ricos son materialistas e interesados. Muchas de las ideas de sentido común han permanecido incuestionadas durante mucho tiempo y han arraigado notablemente en la forma de pensar de las personas que son parte de un mismo tiempo y de una misma cultura.
Estas ideas suelen presentarse en forma de epigramas, proverbios, obiter dicta, chanzas, anécdotas, contes morals, etc. Gracias a que el conocimiento de sentido común es accesible para cualquier persona promedio, al estar abierto y disponible para todos (aunque no distribuido de la misma forma), es fácil para cualquiera que pertenezca a un grupo social pensar o suponer que es experto en su uso, manejo y conocimiento. La accesibilidad del sentido común garantiza la expertez de quienes se acercan a él porque es propiedad de todos. En los dominios del sentido común nadie puede pensar mejor o peor que el otro. Todas las ideas valen lo mismo siempre y cuando no trastoquen la moral de la mayoría. Sin importar el tema del que se hable o se quiera polemizar, sin mayor recato y con prontitud, siempre aparecerán expertos en aquello sobre lo que se quiera discutir: futbol, religión, política internacional, conflictos bélicos, pandemias, tratamientos contra la covid-19, violencia, consumo de drogas, desapariciones, narcotráfico, secuestro, aeropuertos, trenes, protestas, economía, sexo, turismo, moda, huelgas, cultura digital, divorcios, cachetadas, cinematografía, maltrato animal, veganismo, vegetarianismo, arte culinario, descuentos, rebajas, cuidado de plantas, educación, votaciones, revocaciones de mandato, juicios a expresidentes, accidentes en toboganes, etc. Un buen referente del índex del sentido común contemporáneo son las plataformas publicitarias (en México y América Latina Facebook y Twitter van por delante) y las aplicaciones de mensajería instantánea (como Whatsapp). Todo mundo opinando de todo considerándose experto en todo. Las polémicas y las preocupaciones, ya no digamos del año pasado, sino de la semana o del mes pasados, suelen desdibujarse con prontitud y suelen ser sustituidas por otras que aparecen de manera incesante. Porque un mundo que ha aprendido a relacionarse comprometidamente con el espectáculo y el escándalo demanda que la realidad y sus acontecimientos se traduzcan en representación caricaturizada o, por lo menos, degradada en forma de imágenes y entretenimiento banal. Antier la invasión de Rusia a Ucrania. Ayer la cachetada de Will Smith. ¿Hoy? ¿Mañana? ¿Pasado mañana?
Una sociedad atiborrada de expertos en todo no puede especializarse en algo en específico. Ni siquiera tiene la capacidad de recordar, sino que tiende a olvidarlo casi todo. Sus preocupaciones cambian con las de los medios, con las de los patrocinadores y con el trending topic Los expertos en todo están condenados a hablar superficial y banalmente de cualquier cosa sin profundizar. Están condenados a repetir aquello con lo que simpatizan y a olvidarse de lo que abnegada y rabiosamente defendían ayer, la semana, el mes o el año pasados. Discutir sin profundizar parece ser el deporte preferido de los expertos en todo. Debatir sin argumentar es algo que están acostumbrados a hacer a diario. En sociedades como la nuestra donde se suelen contrarrestar las situaciones cotidianas de violencia, corrupción, pobreza, desigualdad económica, falta de acceso a bienes y servicios, etc., con espectáculo, escándalo y entretenimiento seguiremos teniendo muchos temas acerca de los cuales los expertos en todo podrán seguir discutiendo de forma trivial. Esto continuará garantizando que no se profundice en nada (situación que beneficia a las instituciones, a los políticos, a los gobiernos, a los empresarios, a los medios y a sus amigos los patrocinadores).
Los expertos en todo son los monstruitos que hacen funcionar de una magnífica forma un sistema social sin memoria y sin anhelo de renuncia a la banalidad. Los expertos en todo asumen que nadie los controla porque son de miras cortas y no alcanzan a reconocer que casi todo aquello de lo que discuten furiosamente ha sido seleccionado y presentado cuidadosamente por los medios y sus patrocinadores, los gobernantes y, hoy, los administradores de las plataformas publicitarias, entre otros. Los expertos en todo son esos peones de avanzada listos para disputar (en las plataformas publicitarias y en los sistemas de mensajería instantánea, por ejemplo) una realidad que ni siquiera les pertenece y, además, ni siquiera pueden darse cuenta de ello. No importan sus grados académicos porque, salvo András Arató, en el sentido común no existen especialistas reconocidos. ¿De qué se ha cansado en ser experto esta semana?
Decía William Blake, “sin contrarios no hay progreso” y, más adelante, en el mismo libro, agrega “la verdadera amistad es la oposición”. Con ese par de adagios en ristre, traducidos muy libremente por mí, va este comentario que espero te resulte edificante. Primero, tu texto me parece estupendo; segundo, algunas frases me parecen sutilmente elípticas. Así que no hablaré de lo primero porque el elogio no necesita abundancia, sino de lo segundo, porque lo que no dices, acaso por reticente o, simplemente, porque ejerces hasta las últimas consecuencias el síndrome de Bartleby: “I would prefer not to”, da para algo más que el silencio. Dicho de una vez, tu escrito da la impresión de que faltan frases como estas: “no estoy de acuerdo con los expertos en todo” o “no me gustan los expertos en todo” o “quiero que solamente opinen de lo que sí son expertos y lo hagan con una profundidad plausible”. Esto último es, precisamente, lo que ha despertado mi ánimo “dóxico”. Y para desplegarlo comenzaré con una anécdota. Hace ya varios años atrás, asistí a un seminario dictado por Paul Stenner. Este profesor, a quien tengo en muy alta estima, hablaba sesudamente sobre asuntos críticos para la psicología y a cada rato decía que tal o cual cosa debía ser tratada con mayor profundidad. Alcé la mano y pregunté por qué asumía, a priori, que “lo profundo” era preferible en sí mismo o que nos conduciría a “buenos” o “mejores” resultados en el plano del pensamiento y de la vida en general. La pregunta lo descolocó un poco y luego, en la noche, en un bar y sin las rigideces de la academia mediando el intercambio, me dijo que nunca lo había visto así y que en adelante tenía material para pensar. Leyendo tu texto y otro de Pablo que leí momentos antes de leer el tuyo, recordé esta vieja incomodidad mía con el imperativo de profundidad. ¿Por qué está chido ser profundo mientras que todas las aristas de la superficialidad son cuestionables? ¿Qué hay “allá abajo” en el oscuro abismo del sentido que merece nuestro esfuerzo intelectual para alcanzarlo? ¿Qué es más profundo el enunciado “me casé con María” o el enunciado “el matrimonio es un mercado en el cual sólo la entrada es libre”? ¿Por qué si los profundos son capaces de llegar al tuétano semántico de las cosas, el mundo es dirigido o, mejor dicho, llevado a la deriva por los superficiales? Elípticamente, insisto, pareces asumir que, si no profundizamos en todo, ganan los políticos, las instituciones, los empresarios, etc. Lo cual puede interpretarse como “si profundizamos en todo se solucionan nuestros grandes males, así que hay que dejar de opinar superficialmente sobre todo y ponernos serios”. Pero ¿en serio en lo profundo está “lo bueno de encontrar”, es decir, la panacea psicosocial que garantizará la armonía universal?