Artículos

El poeta y el periodista, subidos en un mismo barco

Vamos a ser discretos pero directos: si a estas alturas usted —o usted, o usted— no ha leído la poesía de Margarito Cuéllar, definitivamente algo va mal; se ha perdido de leer a uno de los más importantes poetas vivos mexicanos, cuya trayectoria literaria roza las cuatro décadas (y varios premios). Poeta, narrador y periodista mexicano, Margarito Cuéllar nació en Ciudad del Maíz, San Luis Potosí, en 1956. De 1982 a esta parte ha publicado casi una veintena de libros, dos de ellos de manera reciente: Nadie, salvo el mundo y Señales luminosas bajo el cielo de cobre. Aprovechando estas novedades, y tomando también de punto de partida el Día Mundial de la Poesía —que se celebra cada 21 de marzo—, hemos conversado con él… 


Nació en San Luis Potosí en 1956, pero es un reconocido regiomontano luego de algunos primeros balbuceos en Tamaulipas. Posee dos nuevos libros de poesía, que se suman a la más de una docena ya publicados desde el año 1982, cuando dio a la luz, en Monterrey, Que el mar abra sus puertas para que entren los pájaros. Las novedades bibliográficas son Nadie, salvo el mundo (Diputación de Huelva, España, 2020) y Señales luminosas bajo el cielo de cobre (Universidad Autónoma de Querétaro, 2020).

(No hace falta decir que los poemas intermedios durante esta conversación pertenecen a Margarito Cuéllar que hemos tomado, de manera indistinta, de sus dos nuevos tomos poéticos.)

Estamos hablando del poeta, periodista cultural, editor y docente Margarito Cuéllar, con quien dialogamos para conmemorar el Día Mundial de la Poesía el 21 de marzo.

Reconocido entre sus pares como un poeta sin par, Margarito se adentra en su oficio para hablarnos, sin tapujos, de su desarrollo escritural.

Entre el sueño y el recuerdo

—¿En qué momento Margarito se sintió atraído por las letras?, ¿hubo un autor clave, algunos libros que lo radicalizaron, un poema en particular, alguna visión, un consejo magisterial? ¿Por qué, por encima de la narrativa, la poesía?

—Nos remontamos a la adolescencia, Víctor. En esos momentos que se fugan entre el sueño y el recuerdo. Y en los que se suele confundir la ilusión con el amor. Debí encontrarme por accidente algún libro de Neruda y de Lorca. Básicamente los poemas de amor del poeta chileno y los romances de Lorca. Esa fue la primera escuela en aquellos ardorosos años. Mi maestro de español en la escuela secundaria en Altamira, Tamaulipas, alentaba mis disparates literarios que tenían como tema, por supuesto, el amor y que tenían el sello legible de la cursilería. Sobre todo a raíz de que gané un par de concursos de poesía en la escuela. Es la época primitiva de acercamiento a la palabra escrita y la de los primeros balbuceos. Había una chica a la que veía de lejos en una plaza de Altamira. Una plaza a la que solía llegar antes de ir a la escuela nocturna. A ella le escribí algunos versos. Ya luego le seguí.

“En casa no había un libro. Éramos muchos. Soy el mayor de nueve hermano, así es que había que trabajar desde chavos. Si bien nos iba se estudiaba hasta el grado que hubiera en las escuelas de los lugares en los que vivíamos, entre la tierra natal (San Luis Potosí), Tamaulipas y luego Monterrey, Nuevo León.

“Leía más narrativa que poesía, pero me latía más el ritmo, la musicalidad del poema; ese como sonsonete que se te pega y que puedes cortar en versos largos o breves. El acomodo mismo del poema en la página me agradaba.

“Ya en Monterrey, cuando entro en contacto con los poetas, descubro a poetas más modernos, las vanguardias literarias y nuevos maestros que me siguen encarrilando hacia la poesía. La narrativa no la he abandonado, sólo que ahí el ritmo es más lento. Únicamente he publicado un libro de cuentos: Los riesgos del placer”.

“… el amor es frágil…”

Dormido o despierto
el amor es frágil zarza sin ley.
Lo pierdo
entre campos de flores
manglares y vientos moderados del Sur
donde las princesas esperan
el amago de una promesa
o el final de un cuento.
En la vendimia la caricia y el golpe
del granizo que no cesa
en el círculo de hormigas
que desfilan en el patio
con sus virutas de madera a la espalda.

A cada quien su páramo de espejos.

Eduardo Lizalde, el comienzo de la odisea

—¿Quiénes encarrilan al joven poeta?, ¿estudiabas letras en la etapa universitaria, entonces?, ¿cómo se va perfeccionando el poeta: por las lecturas o por la escritura encarrilada? A mí me hubiera gustado, Margarito, poderle escribirle a una chica en mi adolescencia, mas era incapaz de ordenar las palabras. ¿Cómo pudiste construir las frases, aun si fueran un alarde de cursilería?, ¿ya se gestaba entonces el poeta que había dentro del estudiante Margarito Cuéllar?

—Llegué a Monterrey en 1973. La ciudad atemorizaba porque era muy grande. A la vez era una oportunidad para hacer algo de provecho y conocerse a sí mismo de vago por las calles. Lo que no me gustaba para nada es que no había mar. En la partida de San Luis Potosí a Tamaulipas dejé atrás mis raíces, pero gané un mar. Dije: yo aquí no me quedo. Siempre pensé que estaba de paso. Como me gustaba la actuación en segundo de secundaria me inscribí en teatro. Las obras las dirigía una decana del teatro en Monterrey: Delia Garda. Yo era muy tímido, pero esa maestra hacía milagros: me caracterizó de Juárez en Su alteza serenísima de José Fuentes Mares y ganamos un primer lugar estatal con esa obra. Lo mejor vino después. Me dijo:

“—Si quieres ser poeta tienes que leer poetas modernos. Y si quieres hacer teatro, ver lo mejor de lo que se hace en Monterrey. Eso te va a servir para que elijas un camino.

“Me daba pases para ver lo que se presentaba entonces, que eran las grandes obras dirigidas por maestros de la talla de Sergio García, Julián Guajardo, Francisco Cifuentes y Luis Martín. Y puso en mis libros una edición de la Universidad de Guanajuato: Cada cosa es Babel de Eduardo Lizalde. Yo había intentado leer algo más allá de Neruda y de Lorca, pero no le atinaba. Compré En el invierno de las ciudades de Tennessee Williams y Fervor en Buenos Aires de Borges. Pero no les entendía y empezaba a dudar si la poesía realmente era lo mío. Con Lizalde descubrí la poesía contemporánea. Me abrió un mar de posibilidades y aunque se trataba de una obra complicada con un profundo sentido filosófico, me atrapó. Ahí empezó realmente la odisea poética de mi vida como lector y eterno aprendiz.

“Como me decían que si estudiaba letras me moriría de hambre me decidí darle por la comunicación y estudié periodismo en la Universidad Autónoma de Nuevo León, mi casa de estudios desde entonces. Me atraía lo de estudiar letras, pero tenía miedo de regresar a la chinga del trabajo del campo y al fracaso. Antes de inscribirme hice que el futuro periodista y el poeta hicieran un pacto: si el poeta tenía hambre y escaseaban los alimentos, el periodista lo alimentaría. Y decidí que poeta y periodista se subieran a un mismo barco, conservando sus diferencias y sus alcances.

“La lectura de Lizalde fue un verdadero detonante, porque de ahí en adelante todo fueron descubrimientos. Vinieron poetas como Efraín Huerta y Jaime Sabines, los surrealistas y las vanguardias europeas, los poetas beats norteamericanos… Leí a López Velarde, a Vallejo, a Enriqueta Ochoa. A Paz no lo leía por prejuicio ideológico. Sé que se oye mamón, pero, como a la par a esa formación yo hacía trabajo político de masas con organizaciones maoístas, y aunque nadie me decía qué leyera y qué no, Paz metía un poco de ruido en esa etapa. Al Paz poeta y al ensayista lo leí tarde. Y le aprendí mucho, por cierto.

“Había unos barbones de la Facultad de Filosofía y Letras que tenían un taller, Caligrama. Marxistas y filósofos que se reunían en los cafés. A mí nunca me ha gustado escribir en cafés ni en cantinas. Sí he sido cliente frecuente, pero no me gusta estar ahí con libros ni libretas tomando nota. Me empecé a acercar a ese grupo. Y en seguida fundé mi propio taller de literatura, junto con otros descarriados como yo. Estamos en 1977 y los compañeros decidieron que yo lo coordinara.

“A la par trabajaba en lo que fuera. Desde que llegué a Monterrey supe, por ser el mayor de nueve hermanos, que había qué chingarle bien y bonito si quería hacer algo de provecho en la vida. Trabajaba ya desde los 12 años, así que el trabajo no me asustaba. Mientras estudiaba la secundaria, la prepa y los primeros años de periodismo fui ayudante de albañil, tornero, pintor de brocha gorda, empleado de abarrotes de una Soriana, repartí refrescos y cervezas en un triciclo. Cuando de plano no tenía nada vendía los libros que ya había leído o empeñaba algo para comprar más libros.

“Escribía mucho, Roura. Sentía que empezaba tarde a todo: a la poesía, a la política, a la lectura, a la vida misma. No me decidía a publicar mi primer libro. Ya un compañero, Eligio Coronado, había creado una colección editorial para que los del taller sacáramos nuestros libros. Yo me resistía y seguía corrigiendo mis poemas, escritos entre los 18 y los 22 años. No conservaba ya nada de los escritos juveniles. Las lecturas y la retroalimentación, las primeras publicaciones en pequeñas revistas y hojas sueltas de finales de los setenta y los ochenta me apoyaron mucho y me empecé a sentir más seguro con lo que hacía. Sentía que los ladrillos con los que pegaba mis versos ya estaban más firmes y que si seguía así algún día podría construir una verdadera casa con mis poemas. Es hasta 1982, cuando ya tenía 26 años, que me decidí a publicar mi primer libro: Que el mar abra sus puertas para que entren los pájaros. De ahí siguieron mis primeros viajes a la Ciudad de México y el acercamiento con escritores de otros lares”.

“Vine a la vieja casa a domar las heridas…”

Vine a la antigua casa
a resanar los días nublados de mi madre
a dormir entre sombras que ven en mí a un ladrón
o al hijo que reclama la herencia inexistente.
Soy lumbre vegetal, hecha de luces y tonos
que agonizan.

Vine a matar olvidos con un tequila lento
mientras las horas crecen
sobre un fondo de querencias marchitas.
El rescoldo atraviesa la garganta
y nos deja un temblor
—río de lava auspiciado por los chistes
de un coro de borrachos.

Vine a la vieja casa a domar las heridas
mientras un gallo ciego
llama día
a un resplandor
que por más que amanece no despierta.

“El periodismo salvó al poeta…”

—En efecto, Margarito, toda una odisea. Dos cosas se me impregnan de pronto: ¿las dudas iniciales de tu escritura se debían a todo ese arduo proceso de lecturas de docenas de poetas ya definidos en sus prácticas literarias que te mostraban a ti mismo alguna solidez en tu propia expresión verbal o era una situación, acaso sin saberlo, de algún resquicio de ética en tu personal producción poética? La otra pregunta gira en torno al periodismo, que no nombras cuando haces el listado laboral por el cual has pasado. No lo miro por ninguna parte. Yo siempre he considerado al periodista cabal un escritor que a veces sabe mirar mejor que un literato. ¿Qué nos puedes decir de la práctica periodística en tu vida, no el periodismo de algún modo también te adentró, o no, a la escritura?

—Eran las dudas de un provinciano hijo de campesinos que se ve a los 17 años de edad en una ciudad que en principio le parece ruda. Los caminos de la vida al fin de cuentas los tenía que elegir solo, tanto en lo que quería estudiar como en lo que tenía que ver con la poesía. Leía a los poetas de mi edad y los veía con un lenguaje poético más construido; leía a los poetas consolidados y los sentía muy lejos por los libros que publicaban y la forma de decir las cosas, con herramientas que yo apenas entendía. Me sentía cursi y un poco a contracorriente. Vaya, mis amigos o compañeros, que escribían poesía y eran hijos de escritores o de intelectuales, yo veía que se movían como peces en el agua y yo, por más que apretaba el paso, no los alcanzaba. No es que me sintiera menos, sino que creía que tenía que imprimirle más velocidad a las cosas, más disciplina, más pasión y cabeza al asunto poético. Me deslumbraban los poemas de Enriqueta Ochoa, la “Muchacha ebria” de Huerta me dejaba con la boca abierta, no se diga los tigres de Lizalde, pero sentía que me movía entre arenas movedizas, pantanos y desiertos y que la verdadera poesía, al menos la mía, estaba lejos. Quizá en otra parte.

Margarito Cuéllar. / Foto de Susy Robles.

“Menciono una serie de actividades que hice, previas al periodismo. Ahora que mencionas, Roura, el tema del periodismo, no es porque lo haga a un lado sino porque apenas llego ahí. El periodismo, recapitulo, salvó al poeta. El periodismo cultural, en aquellos años maravillosos para esta región norte, trajo suplementos y revistas literarias. Los principales medios tenían un suplemento. Ahí empezó mi escuela. De hecho comencé en la prepa y en los primeros años de la Facu de Comunicación. Empecé a publicar en el periódico Universidad. Notas muy elementales sobre cultura, poesía y así. Un día me armé de valor y metí en un sobre unos artículos y reseñas y los dejé en la redacción de El Diario de Monterrey. Estaba encarrilado porque ya desde 1974 El Norte El Porvenir publicaban de vez en cuando mis poemas. No conocía a nadie, sólo dejaba los escritos en un sobre y me retiraba presuroso como quien ha cometido un delito. El Diario, hoy Milenio, lo dirigía un decano del periodismo: Jorge Villegas. Me aterroricé, a la vez que salté de gusto, cuando se publicaron mis trabajos en la página editorial. Ahí estaba yo, un potosino imberbe, flacucho y de pelo largo hablando sobre los problemas políticos de China y de las obras de José Agustín, Gustavo Sainz y de las novedades literarias de entonces. Eso fue a finales de los setenta. Ya en 1983 empieza la escuela de los suplementos culturales con el ‘Aquí Vamos’, de El Porvenir. Ya El Norte tenía ‘Ensayo’, donde hice mis siguientes paradas dentro del periodismo. En ambos suplementos escribía, por años, reseñas, pequeños ensayos, entrevistas, notas de teatro, adelantos de obras literarias y crónicas. Hubo un auge de diez años. Justo la posibilidad para combinar periodismo y literatura. Y lo que me pagaban era bastante para un estudiante, viajaba en aquel tren que llamaban El regiomontano un par de veces al año y volvía con un par de cajas de libros.

“Luego vinieron los puentes. Amigos poetas como Arturo Ortega y Óscar Wong fueron fundamentales para trazar una línea de conexión con la Ciudad de México, ese sí, un monstruo verdadero y con tentáculos centralistas muy fuertes. Wong, que nos dejó no hace mucho, víctima de covid [el pasado 13 de diciembre, a los 72 años de edad], nos contactó con Juan Cervera y empezamos a publicar, yo y los integrantes de mi taller, Tinta Joven, en los espacios culturales del antiguo Distrito Federal. Enviábamos nuestras primicias de libros y nuestras hojas volantes y recibíamos reseñas elogiosas y de ánimo de los protagonistas de la literatura mexicana. Efraín Huerta fue muy generoso con nosotros; particularmente conmigo José Emilio Pacheco, Emmanuel Carballo y Carlos Monsiváis. Con Monsi colaboré un tiempo en ‘La Cultura en México’, suplemento de Siempre! Esos fueron los inicios en el periodismo, sin abandonar nunca la creación, siempre de la mano. Un día de 1983 yo estaba pintando puertas y ventanas en el Hospital Universitario. Me llevé el periódico para leerlo a la hora de la comida. Vi mi primera colaboración en el ‘Aquí Vamos’ en un formato sábana, a color, con un diseño fabuloso y dije este es el camino”.

“… la ilusión tiene prisa”

Los pájaros se marchan
y la ilusión vive tanto como la pena.
Coloco trampas para fieras domésticas
pero ninguna cae.
El día tiene la noche para despedirse.
Si preguntan por el paisaje de mañana
la ilusión tiene prisa
y la rutina acostumbra a no dormir.

El poema no se finaliza nunca…

—Férrea y decidida voluntad literaria, Margarito. Creo que la creación puede provenir incluso de alguien que no cursó la universidad, ni la preparatoria. Muchos de nuestros consagrados literatos no estudiaron la primaria. El narrador Jesús Luis Benítez, fallecido en 1980 a los 30 años de edad, leía a José Revueltas mientras vendía en la calle fruta con sal y pimienta. ¿Cómo nace el ímpetu creador?, ¿cuándo se reafirma en su arte el creador?, ¿cuándo se percató Margarito Cuéllar de que los versos empezaban por fin a definirse, a tomar sentido para él, a darse cuenta de que lo escrito era, ahora sí, una poesía diferente a las demás?, ¿cuánto tuvo que escribir Margarito Cuéllar antes de saberse poeta?, ¿demora la escritura en la poética o a veces es iluminadoramente espontánea?

—Después de publicar tres libros: el ya mencionado con el tema del mar, Hoy no es ayer [1983] y Batallas y naufragios [1985], vino el Premio de Poesía de la Universidad Autónoma de Zacatecas, hoy Ramón López Velarde. Tenía 29 años y había enviado al concurso un libro que era una especie de la carta de naturalización de un fuereño: Estas calles de abril. Aparecía por primera vez un tono más fresco, algo de sentido del humor, las montañas, el sol y la atmósfera de Monterrey, mi ciudad adoptiva. Para mí fue muy importante que Óscar Oliva, José Vicente Anaya y Enrique Márquez me otorgaran ese premio, importante en ese momento. Lo habían ganado antes Jaime Reyes, Marco Antonio Montes de Oca y Francisco Hernández, si no me equivoco.

“Me puse a leer como loco a los brasileños, a los poetas beats, a los surrealistas, a César Vallejo, a José Carlos Becerra. La Generación del 27 española fue determinante en mi formación. La poesía de Alberti, de Aleixandre, de Miguel Hernández, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado me enseñaba un rigor formal fabuloso.

“Es a raíz de mi acercamiento con la poesía brasileña en 1992 que escribo Tambores para empezar la fiesta. Se publicó en la colección ‘El Ala del Tigre’ de la UNAM, dirigida por Vicente Quirarte. Ahí rompía de manera abrupta con mis poemas de iniciación. Sentía que me empezaba a mover con mayor fluidez en las aguas del poema gracias a las enseñanzas de poetas como Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade y el poeta portugués Eugenio de Andrade. También con la energía y la libertad que me daban Leonard Cohen, Breton, Eluard y, por qué no decirlo, mis pares generacionales: Vicente Quirarte, Eduardo Langagne, Silvia Tomasa Rivera, Luis Miguel Aguilar y poetas como José Luis Rivas, que me parecían realmente frescos y novedosos en esa etapa.

Tambores… tuvo reseñas y me trajo otros acercamientos con poetas del país, lecturas y demás. Pero sentía que algo raro pasaba con Estas calles de abril, que se publicó parcialmente hasta 1996 en Guadalajara. Lo intenté publicar y no se daban las condiciones, sólo negativas y rechazos. Salió a la luz hasta 2008, junto con Retrato hablado, que mutó en Saga del inmigrante, y había ganado otro premio nacional, esta vez en 1994 en Calkiní, Campeche. Los reunió Aldus en coedición con la UANL.

Saga del inmigrante fue al mismo tiempo shock y catarsis. Mi padre había muerto en 1993 de una manera violenta a los 56 años. Eso nos desarmó a mis hermanos, a mi madre y a mí. Al año siguiente me recuperé un poco y le puse final al libro, que tiene como tema principal la muerte del padre y el retorno a las raíces potosinas y a la tradición familiar.

“Con estos dos libros, y con Tambores para empezar la fiesta, desde mi punto de vista, nacía el poeta. Los tres libros anteriores eran como la punta de lanza, integrados por poemas sueltos. Aquí ya había libros armados como tal y con más unidad temática. Aunque seguía siendo un aprendiz y me corregía, fiel a la escuela de José Emilio Pacheco de que el poema no se finaliza nunca.

“Demoraba la poesía, pero llegaba al fin. Habían valido la pena los primeros libros y los premios y las lecturas. El libro de la UNAM me abrió muchas puertas. Prácticamente esos poemas fueron mi carta de presentación cuando en 1999 tuve una estancia de casi tres meses en Colombia y esos poemas se empezaron a difundir por allá. A partir de entonces empezó mi diálogo con la poesía latinoamericana. Ya estaba presente a través de las lecturas de Darío, Neruda, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, pero ahora se fortalecía con poetas de mi edad y con la obra de mis hermanos mayores y de los padres de la poesía en español y que desconocía”.

“… en los jardines de la infancia”

Los que se marchan
siguen la ruta de los vientos
y buscan su destino
en los jardines de la infancia.
Los que aún permanecen en el álbum
saben que hay entre ellos
un hilo que por más que se tensa no se rompe.

“La poesía le dan sentido a la fugacidad de las cosas”

—Sin embargo, ahora Margarito Cuéllar es publicado incluso en Huelva, España, pese a la reticencia inexplicable de algunos dictaminadores literarios como sucediera con Saga del inmigrante, ¿pero estas perturbaciones no afianzan aún más la convicción poética al saber del aprecio ineludible del contenido del libro contra viento y marea? ¿Cuál consideras la valía intrínseca de tu poesía?, ¿para qué escribir?, ¿cuál es el estímulo mayor que recibe un escritor cuando ve publicada su obra?, ¿por qué escribe Margarito Cuéllar?

—De alguna manera, Roura, toda dictaminación negativa fortalece tu trabajo. Tenía confianza en lo que hacía y los poemas encontraron otras salidas. Por ejemplo el abordaje de puentes hacia Latinoamérica, o las traducciones de poemas sueltos que se han publicado en revistas de Estados Unidos primero, en China en los años recientes.

Margarito Cuéllar. / Foto de Marcela Sánchez.

“No me queda muy claro cuál es el valor intrínseco de mis poemas. Quizá que mezclan una serie de registros y matices que tienen que ver con mis obsesiones como lector, por una parte; y la otra (sigo suponiendo) con que se nutren de lo cotidiano, de lo que está cerca, de lo vivencial, que a la vez se nutre de la imaginación y de una especie de realismo de uso diario. Creo que soy el menos indicado para ahondar en el tema. Quizá si señalo que mis preocupaciones son poner a dialogar temas y formas que se generan en el corazón y se cocinan en el cerebro. El resultado es una especie de lirismo que se engarza a las vanguardias poéticas. Probablemente por ello mi obra poética, aunque dialoga con la tradición mexicana, se desplaza hacia un territorio más amplio que es América Latina.

“En este sentido, la escritura, aunque no soluciona de una manera pragmática los problemas del mundo, por lo menos nos permite entender que la poesía, como la filosofía, le dan sentido a la fugacidad de las cosas. El porqué de la escritura tiene que ver a su vez con la inutilidad misma de la palabra escrita. Yo escribo porque son más las dudas de la vida que tengo con relación a las respuestas. Porque encuentro en la poesía un misterio no develado, un ejercicio de la memoria y una práctica de vuelo que me permite ensayar a diario la caída. En la medida en que el mundo es más imperfecto, los trazos de mis poemas se van haciendo legibles porque soy parte de esa imperfección y eso no me gusta de mí ni del mundo. Pero sigo aquí, al pie del poema, porque es mi única tabla de salvación en el naufragio de la existencia. La escritura poética es la única forma que tengo para retener los relámpagos efímeros de la felicidad y la dicha.

“Para mí, Roura, el estímulo mayor de un escritor es saber que a diario comienza la batalla con la página en blanco. Y que el hecho de publicar un libro o ganar un premio no te hacen mejor ni peor, sino que te reafirman como un ser condenado a enarbolar la batalla de las causas perdidas. La palabra escrita es un espejo de la deformidad humana. Eso que llamamos belleza no es otra cosa que una metáfora de lo imposible. Me ruboriza cuando publico un libro o gano un premio, porque en el fondo sigo siendo el campesino de la infancia. Siembro y recojo un fruto, pero el hecho de que haya miseria, hambre e injusticia en el mundo y nos devoremos el planeta a dentelladas me hace vulnerable como ser humano. La poesía contiene entonces un alto grado de cuestionamiento. Reivindico lo sagrado en el poema, no en el sentido de lo divino sino como misterio y reivindicación del silencio. Un silencio compartido.

“Yo escribo para corregirme. Para extender la mirada y profundizar en el sentido de las cosas. Para contagiarme de dicha y a la vez contagiarme de las impurezas del mundo. Y porque la experiencia del otro también es la mía, a sabiendas de que nunca vamos a ser uno, porque al observarnos nos tememos. Lo que me lleva a concluir que escribimos porque tenemos miedo. Y esta palabra, tan sencilla, tan envuelta en su cáscara de inseguridad y pesimismo, es lo que se revierte en violencia en la sociedad civilizada.

“Para mí la escritura es una puesta del presente con las armas del pasado”.

“… en una fuga de colores ya hechos”

El día se marcha con suma cautela.
con el pincel manchado de tinta
y la energía suficiente para iluminar ciudades
a menudo asediadas por bárbaros
el día se tiene que ir.
Los autos semejan juguetes
y a medida que la penumbra endurece sus frutos
la luz se dispone a dormir aunque sea unas horas.
Ajeno a la mirada que se borra de pronto
el paisaje es la textura de un lienzo
oculto en una fuga de colores ya hechos.

“No se escribe para ganar premios…”

—“Escribimos porque tenemos miedo”. Aunque la frase suena poética, no deja de ser temerariamente osada, Margarito. Y con cierta cocción de veracidad. En este tenor, de los 16 libros que hasta este momento has concebido, ¿cuál, o cuáles, han tenido mayores reparos, demoras por alguna expresión que no se hallaba, mayores cavilaciones justamente por el temor de sus significados? ¿Qué libro tuyo define a Margarito Cuéllar o en cada uno podemos encontrar las piezas idóneas para armar finalmente el rompecabezas expresivo?

—Más que nada, Roura, los clásicos arrepentimientos una vez que el libro ha salido a la luz, sobre todo cuando no ha reposado lo suficiente y nace de manera prematura. El primer libro lo cociné como siete años y siento que no debió publicarse, ja-ja. Parecen autogoles, pero así lo veo. De los dos siguientes hay ahí indicios y algunos poemas rescatables, no más de cinco. Luego, a partir de Estas calles de abril viene un cavilar, sin dejar de escribir, como de siete años, hasta el lanzamiento de Tambores para empezar la fiesta, que es de 1992. Ya por el 2000 los libros se van encausando solos, sobre todo en otros países. En Colombia, por ejemplo, he publicado como siete libros, no sólo de poesía sino también la segunda edición de mis cuentos: Los riesgos del placer. La poesía ha seguido su curso con ediciones en Chile, Ecuador y España. Con ellos llegaron las traducciones a otros idiomas, aunque sea de manera parcial. Un libro que es como un parteaguas es Las edades felices, publicado en coedición por Hiperión y la UANL. Por una parte emplea un lenguaje muy directo, un poco de humor y rasgaduras de la vida, aunque paradójicamente el tema es la felicidad. Aposté mucho por ese libro. No se hizo visible entre los jurados de los premios para obra inédita a los que lo envié, pero mereció el Premio para Obra Publicada que convoca el Instituto Nacional de Bellas Artes junto con el gobierno de Tabasco. Esto fue en 2014. Lo cual me hace pensar que el tema de los premios es muy relativo y aunque me ha ido bien en este terreno en años recientes, estoy convencido de que no se escribe para ganar premios, aunque tampoco para perderlos. Suena medio contradictorio, pero al final de cuentas el premio es un reconocimiento y una posibilidad de que la obra no se quede ahí, sobre todo ahora que es más complicado publicar libros de poesía.

“Finalmente creo que cada libro, pese a mis arrepentimientos prematuros, contiene una dosis de mí, de mis obsesiones, mis lecturas, mis sueños, mis frustraciones, mis amores, mis rupturas, mis preocupaciones, mis indagaciones, de lo que me dan quienes me rodean y de lo que el poeta le suele robar a la vida. Yo creo que todo se lo debo a la poesía. Incluso la posibilidad de hacer un periodismo más ágil. Eso creo, pero no me hagas mucho caso”.

“El llanto es la palabra…”

El domingo en familia se congela en la corteza
del papel.
Un coro de fantasmas da júbilo a la fiesta.
No tiene caso dirigirse al aire
tocar la nada que cruje en la madera
ni rastrear las señales
de los que se adelantan en el viaje.

El llanto es la palabra:
piedra se llama y arde si la tocas
supura si gotean los vidrios de la sangre.

“El escritor siempre camina en la cuerda floja”

—Sí te hago caso, Margarito, porque en efecto creo que si los periodistas fueran también poetas, o por lo menos leyeran poesía, el periodismo en la prensa mexicana no sería tan mezquino ni tan vigorosamente inclinado a los intereses personalistas. “No se escribe para ganar premios, pero tampoco para perderlos”, dices con justificada razón, mas los galardones obtenidos fuera de los circuitos compactos de las cúpulas culturales me parece que sí deben causar orgullo, como los que has recibido. Thomas Bernhard decía que lo avergonzaban los premios, pero no por recibirlos sino por la runfla de halagos o de la exhibición de vanidades o envidias que se tienen que soportar en las ceremonias privadas. ¿Algo de eso ha podido percibir Margarito Cuéllar? Y, finalmente, ¿te reconoces en los poemas traducidos en otros idiomas, te encuentras en aquellos lenguajes que no son los tuyos?

—Fíjate que sí abruma un poco, pero también soy de la idea que después de un reconocimiento no vas a esconderte. Soy de la idea de darle la cara a todo. Una parte tiene que ver con medios, en la mayoría de los casos se quiere el dato para ayer; lo entiendo, porque también me muevo en ese campo. Otra parte con invitaciones a espacios, a charlas con jóvenes y eso que se llama compartir una experiencia. Por lo regular no me niego porque me parece, al fin también soy docente, que hay una didáctica en todo eso. No en ponerse como ejemplo de superación ni nada, pero sí de conciencia de defender y dedicarte a lo que te gusta y desarrollar tus habilidades. El diálogo, la retroalimentación, es la parte cool de los premios. Lo que no está chido es el riesgo de que el escritor laureado le dedique más tiempo a la parte social post-premio que a escribir, a leer y a corregir su obra. Pero eso no es culpa de nadie, entonces se va equilibrando. El escritor, de una u otra manera, siempre camina en la cuerda floja.

“Respecto a qué de mí como poeta se refleja en las traducciones depende mucho de dónde vengan. Del español al francés e italiano te entretienes un rato buscando lo que te identifica en esos idiomas, más o menos entendibles. Con el inglés sucede lo mismo, o medio te identificas o te identificas totalmente. Ya cuando hablamos del griego, del alemán, el rumano, el búlgaro o el chino, la historia es otra, porque ahí sí es la bruma total. Entonces, tu punto de partida, el poema en su lengua original, no sabes ya qué tanto de ti hay en ese nuevo recipiente. Sobre todo porque los poemas que me han traducido al chino, por ejemplo, no son bilingües. Pero ando en esas para no perderme del todo. Dicen que chango viejo no aprende maroma nueva, yo practico caligrafía china todos los días, y el idioma también, para ver si me encuentro en ese mar de criptogramas en los que sólo identifico el año, mi país, mi nombre y la arquitectura del poema a través de su formato visual”.

Margarito Cuéllar en Jianshui, Yunán, China, 2015.

Related Articles

One Comment

  1. Excelente entrevista y excelente el entrevistado, felicidades, se conjugan la inteligencia y profundidad de las preguntas con la fuerza, sencillez, lucidez y visión lucida y madura de una de las voces poéticas vivas más potentes de nuestra América Latina. Margarito, sobra decirlo pero lo digo es y ha sido ejemplo de vida y obra no solo para los escritores de este lado del mundo sino para otros que como el suscrito simplemente hemos tenido el privilegio de leerlo y compartir con él. Excelente publicación la de ustedes. Gracias mil desde la Comarca Verde de la U, aquella que queda abajo del canal y arriba de la línea ecuatorial.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button