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¿Somos lo que el espejo nos dice que somos?

Lo único que podemos ver de nosotros con nuestros propios ojos son siempre partes, fragmentos, trozos. No obstante, estamos convencidos de que nuestro cuerpo tiene tales formas, de que nuestro rostro es así y no de otra manera sin notar que cuando los vemos (cuerpo y rostro) lo hacemos a través de algún medio. Vamos por el mundo confiando en ello; es decir, sin darnos cuenta de que sólo lo virtual nos hace reales ante nuestra propia mirada.


Vaya paradoja: en un mundo tan visual como el de hoy (en el que hay que ver para creer, en el que “santo que no es visto no es adorado” y en el que, para no dudar, hay que ver todo con estos nuestros ojos que algún día se han de comer los gusanos), en un mundo tan visual como el de hoy, decíamos, es una gran paradoja que no podamos ver nuestro propio cuerpo entero, de un solo vistazo, con los ojos que la naturaleza nos brindó. La única aproximación que podemos tener hacia lo que nos es más cercano, hacia nuestra propia figura, hacia nuestro rostro, hacia nuestro cuerpo, siempre es virtual.

Claro, el sentido común nos ha hecho creer que podemos “ver” nuestro propio cuerpo, nuestro rostro, nuestra imagen en directo cuando nos miramos con ayuda de algún medio: un video, una fotografía, un espejo bien azogado o el reflejo que de nosotros nos devuelven las tranquilas aguas de un estanque cristalino. Pero todo eso que vemos ya no es, sin duda, nuestro cuerpo. Es la imagen que de él nos otorga un medio. Así, con relación al cuerpo creemos que somos lo que somos no por lo que “en realidad” somos, sino por lo que algo o alguien nos dice que somos. Lo único que podemos ver de nosotros con nuestros propios ojos son siempre partes, fragmentos, trozos. No obstante, estamos convencidos de que nuestro cuerpo tiene tales formas, de que nuestro rostro es así y no de otra manera sin notar que cuando los vemos (cuerpo y rostro) lo hacemos a través de algún medio. Vamos por el mundo confiando en ello; es decir, sin darnos cuenta de que sólo lo virtual nos hace reales ante nuestra propia mirada.

Lo virtual no es necesariamente aquella cualidad tecnológica contemporánea que intenta imitar lo mejor posible las formas y las experiencias del mundo físico al que consideramos, sin ninguna duda, como real. Lo virtual es también aquello que difumina los contornos de ese mundo físico que está presente aquí y ahora para llevarlo más allá de sus limitaciones objetivas. Estas palabras que escribo, por ejemplo, son una forma de lo virtual: no sólo me permiten ordenar mi pensamiento y darle una dimensión que lo separa de aquella con la que “surge”, sino que estas palabras me dan la posibilidad de compartir ese mismo pensamiento hecho palabras más allá del momento específico en que “surge”. Lo virtual permite entonces no sólo ser parte de lo ajeno, de lo otro, de conocer y percibir lo extraño, incluso de aceptarlo, sino que permite ser parte de nosotros mismos al reconocernos. Permite, al instante, una actualización de nosotros frente al mundo.

El cuerpo puede ser indicado o referido, por decir algo, con alguna de las siguientes palabras: gordo, flaco, robusto, bien formado, musculoso, enclenque, atocinado, mofletudo, cachetón, de buenas formas, panzón, obeso; alto, chaparro, enano, de talla pequeña, mediana o grande. Pero, ¿cuál palabra nos ajusta? ¿En cuál cabemos? ¿Somos nosotros exclusivamente quienes lo decidimos? No. En esa decisión, junto con nosotros, participa un contexto del que no podemos escapar. A tal grado que llegamos a ser más reales frente a los ojos de los demás que frente a nosotros mismos. El niño no sabe que es gordo hasta que los demás se lo indican con toda la mala leche posible. Porque lo que es externo a nosotros nos señala: las personas que nos conocen, los lugares que visitamos, la ropa que usamos, las revistas que leemos, las lecturas que tenemos, los centros comerciales que recorremos, el grupo de amigos que frecuentamos, nuestros enemigos, los anuncios publicitarios. O sea, es siempre lo otro (los objetos, la época, los lugares) y son siempre los demás (la gente) los que nos califican. Lo hacen con la herramienta que les va más modo: la comparación. Utilizan una referencia. Un punto de partida.

Nuestra época es light

Lo virtual sólo aparece con la subjetividad humana: es la interpretación. Por eso puede “comprenderse” que el artista colombiano Fernando Botero jure y perjure que no, que de ninguna manera pinta gordos, aunque en todos sus cuadros no haya más que gordos. Él (junto con algunos incautos lambiscones) es el único que se lo cree. Al comparar los personajes de Botero con nuestro mundo cotidiano contemporáneo lo que vemos, inevitablemente, son gordos. Porque nuestra época es light, delgada, magra, flaca, liviana, parca. Es como si nos hubiéramos dado cuenta de que ya somos muchos y estamos apretados y no cabemos. Entonces hay que hacer que las cosas sean ligeras, de poco peso y de dimensiones minúsculas. Pero también las personas. Empezando, cómo no, por nosotros mismos. Hay que hacernos delgados para caber en la ropa. Hay que hacernos delgados para caber en el Metro. Hay que hacernos delgados para no morir de un infarto. Hay que hacernos delgados para poder escapar por cualquier rendija en caso de emergencia. Hay que hacernos delgados, en fin y sobre todo, para caber en sociedad.

Porque cuando miramos nuestro cuerpo con la mediación de un espejo, un video, una fotografía o de las aguas cristalinas de un calmado estanque no sólo vemos nuestra imagen o nuestro reflejo, también vemos una época: con sus gustos, sus fobias, sus anhelos, sus deseos, sus pasiones, sus tentativas, sus crueldades; con sus malestares y enojos. No es nuestra propia mirada la que observa e interpreta nuestro propio cuerpo. Nunca. Al menos no directamente. Es nuestro mundo el que mira por nosotros y con nosotros.

Como explicaba el profesor tunecino de ciencias de la comunicación Pierre Lévy poco antes de que entrara el siglo XXI, lo virtual es, esencialmente, un cambio de identidad, un paso de una solución particular a una problemática general o, bien, la transformación de una actividad especial circunscrita a un funcionamiento deslocalizado, desincronizado, colectivizado. Es por eso que para entendernos, para mirarnos y comprendernos, tenemos que recurrir a las clasificaciones. La segunda acepción de la palabra “talla” en el diccionario en línea de la Real Academia Española dice, en su segunda acepción, que “talla” es la “estatura o altura de las personas”. Y de la palabra “pequeña”, este mismo diccionario dice, también en su segunda acepción, que “dicho de una persona, de un animal o de una cosa” significa “que tiene poco o menor tamaño que otras de su misma especie”. Entonces, sumando ambas definiciones podemos concluir que la talla pequeña alude a la “estatura o altura de la persona que es poco o de menor tamaño que otras de su misma especie”. Por lo que para saber si alguien es de talla pequeña es necesario compararlo o ponerlo con relación a algo o a alguien más. ¿Cómo se hace?

Generalmente ese algo o ese alguien más no es el vecino. “La pintura y la escultura, los álbumes fotográficos, la publicidad y las revistas de moda registran los modos de representación del cuerpo de acuerdo con los cánones sociales y culturales de cada época”, nos dice Andrea Saltzman en un interesante libro intitulado El cuerpo diseñado. “Cuerpo y contexto —continúa Saltzman— se convalidan y definen recíprocamente a partir de la contemporaneidad. Así, el estado de la cultura (la sociedad, la ideología, la tecnología, etcétera) se corresponde con un ‘modo de ser del cuerpo’ en ese contexto”. Alimentamos, construimos y remodelamos nuestro cuerpo de acuerdo con los cánones sociales y culturales de cada época. Así se da, como decía el profesor Lévy, el paso de una solución particular (nosotros mismos) a una problemática general (el estado de la cultura que señala Saltzman); así es como la transformación de nosotros mismos pasa por la circunscripción a un funcionamiento deslocalizado (la cultura contemporánea es global como nunca antes), desincronizado (la cultura contemporánea es veloz), colectivizado (la cultura contemporánea es heterogénea y en ella, se dice, cabemos todos). Nosotros somos realmente lo que los demás (lo que lo externo) nos dice que somos. Pero también nosotros somos lo que virtualmente vemos de nosotros. Sí, sabemos que somos tan reales como los otros, pero en general ignoramos que somos tan virtuales como nuestra figura, nuestro rostro o nuestro cuerpo entero se presenta siempre ante nosotros mismos.

La mirada sobre nosotros mismos siempre está mediada por otro objeto: un video, una fotografía, un espejo bien azogado o el reflejo que de nosotros nos devuelven las tranquilas aguas de un estanque cristalino. No hay escapatoria: la exterioridad técnica es lo que contribuye a forjar una subjetividad colectiva.

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