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José Agustín (1944-2024)

Un modelo de las letras mexicanas

Enero, 2024

Se ha ido José Agustín. El pasado martes 16 de enero, a la edad de 79 años, partió de este mundo uno de los escritores más representativos de México. Su literatura —junto con la de un puñado de colegas— marcó en el país un antes y un después: fue un parteaguas que rompió con el canon literario de la época y que irrumpió con fuerza gracias al lenguaje coloquial y desenfadado que dio identidad y lugar a muchísimos jóvenes. A través de las redes sociales, instituciones gubernamentales —como las diversas secretarías de cultura del país—, instituciones académicas y universidades —como la UNAM—, así como colegas escritores y seguidores del autor mexicano le dedicaron palabras de despedida. En su perfil, el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura escribió: Con profunda tristeza lamentamos el sensible deceso del escritor, guionista de cine, traductor, dramaturgo y crítico de rock, José Agustín Ramírez Gómez, galardonado con el Premio Juan Rulfo para Primera Novela, cuyas obras son de lectura imprescindible para las jóvenes generaciones de lectores y un referente vital en la literatura contemporánea de México. Por su parte, la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México lamentó la partida del escritor, autor clave para entender las juventudes, el rock y la contracultura de la segunda mitad del siglo XX. TV UNAM, por su lado, añadió: Voz de una generación, de la rebeldía y la contracultura en México, José Agustín será recordado por su capacidad para capturar el espíritu de su tiempo. También Cultura UNAM le dedicó diversos comentarios, uno de ellos decía: Gracias al maese José Agustín por el talento precoz, por la pasión rockanrolera, por la literatura irreverente. Gracias por La tumba y tantas joyas más. Gracias al siempre joven Jefe de la Onda. Se le va a extrañar un buen. Que descanse en paz y que el rock siga sonando. Entre los escritores mexicano, Yuri Herrera puntualizó: “Abrió la puerta y todos nos metimos a la fiesta. Buen camino, enorme José Agustín”. Juan Villoro anotó: José Agustín cierra su paso por el mundo material. El rey llegó a su templo. Empieza el desafío de vivir sin ese maestro inigualable. Pocos escritores son capaces de cambiar el rumbo de las letras de un país. Agustín fue uno de ellos, señaló Rafael Pérez Gay. La muerte del escritor ha tenido lugar en su casa de Cuautla, en el Estado de Morelos, a donde José Agustín se trasladó con su familia hace más de 40 años y en donde permanecía en cama rodeado de sus seres queridos. Precisamente Jesus Ramírez Bermudez, hijo del escritor, apuntó en su red social: “Como saben era una persona inmensa, que llevó a su límite el acto de vivir. Hasta el último día ejerció el gozo, la autonomía, la creación, la lealtad, y sobre todo, el amor. Gracias por todo, papá!”. Con su muerte, se va uno de los últimos grandes de la literatura nacional del siglo XX. Víctor Roura le ha dedicado estas líneas.

1

José Agustín Ramírez Gómez nació, en realidad, en Guadalajara el 19 de agosto de 1944, sin embargo sus padres lo registraron como oriundo de Acapulco, Guerrero, de donde es su tío el afamado compositor de “Por los caminos del sur”: José Agustín Ramírez Altamirano (1903-1957).

El primer libro de José Agustín lo publicó a la edad de 20 años: La tumba, que se ha convertido en un clásico con el paso de los años. Premio Nacional de Literatura en 2011, dos años después de que sufriera una estrepitosa caída en Puebla —durante un homenaje a su carrera literaria— que lo distanciara, para desgracia nuestra, de su escritura: después de sufrir fractura craneal al colapsarse de una altura de más de dos metros mientras estampaba su firma en algunos libros suyos, José Agustín permaneció en terapia intensiva alrededor de veinte días.

Extrañábamos ya sus decires en la escritura (nos ha dejado más de una treintena de valiosos libros, de los que resalto Inventando que sueño dándonos una cátedra, sin ser esa su intención, de cómo escribir cuentos), cuantimás ahora que ya no está entre nosotros: se fue de esta vida el martes 16 de enero de 2024, siete meses antes de que cumpliera ocho décadas de vida.

José Agustín se merecía todos los premios literarios que existen en torno a las letras, desde el Cervantes hasta el máximo reconocimiento al quehacer literario que ya se lo dieron incluso a Bob Dylan, pero José Agustín nunca se movió entre mafias ni potentados caciques de las letras, de ahí su innegable e indiscutible valía: él se dedicaba a escribir, nada más. No tenía tiempo, ni lo buscaba, para hacerse de las amistades con los jueces que deciden los Nobel, como Octavio Paz gracias a su trabajo diplomático que le dispensaba el gobierno mexicano.

Se nos fue en enero de 2024, si bien sus lectores sabíamos que ya nos había abandonado desde aquel ingrato percance en Puebla, hace ya tres lustros.

2

En 1982, cuando José Agustín publicaba su novela Ciudades desiertas, mantuvimos una conversación telefónica, la recuerdo bien, en la cual yo le hacía el reproche de su personaje principal que iba absurdamente en busca de su amada a Estados Unidos. Como buen lector suyo, encontraba algo inverosímil en la trama de su libro. Algo no me cuadraba, y si me pusiera a leerla de nuevo estoy seguro de que hallaría el mismo problema: el poderoso José Agustín, ese hábil estratega que despliega sinuosidades y portentos narrativos en sus cuentos, se me estaba quedando, según mi propia lectura, en un pasaje superficial, incluso diría televisivo. ¡Buscar a una hembra que no nos ama en Estados Unidos!

—Yo me imagino a un José Agustín partiendo no hacia esa inútil búsqueda —le dije—, sino luego de la infructuosa pesquisa.

Pero, bueno, no es lo mismo, lo sé, plantearse un tema en la mesa de trabajo que cavilarlo desde la tribuna. Pasado el tiempo volvería a gozar al José Agustín roquero con su selecta colección discográfica y discutiría ampliamente con él, aquí no en la práctica sino nada más en la soledad como lector, en su papel de ensayista abordando la tragicomedia y la contracultura mexicanas. Y 22 años después de Ciudades desiertas, en 2004, abordo otra vez una novela suya, género al que había abandonado tal vez por su agotadora inmersión en su trabajo de historiador.

Vida con mi viuda (Joaquín Mortiz) es su cimbrante título, pero a la vez también es una mentira. Porque la novela finaliza justamente cuando apenas comienza a vivir con ella.

Así está el asunto: Onelio de la Sierra es un cineasta digamos exitoso que está casado con una hermosa oaxaqueña llamada Helena Wise, pero eso no es condición para que no pueda seguir teniendo relaciones extramaritales, de modo que, luego de haberse acostado con la asistente de edición, se desperezó, tornó a vestirse y, antes de salir, se detuvo “al ver que afuera, en el estacionamiento, helaba casi como en Los salvajes inocentes”. Ah, porque esta historia, casi como el filme Los soñadores de Bernardo Bertolucci, va engarzada con —o se desarrolla bajo el amparo de distintas— películas. De ahí que la escena del comienzo sea idéntica a la cinta australiana Me myself I, de Pip Karmel, donde la protagonista Rachel Griffith se encuentra a sí misma en otra persona. Igual en Vida con mi viuda, donde Onelio, apenas saliendo de su oficina, mientras oprimía los botones del control remoto para abrir su carro, una camioneta deportiva “apareció a gran velocidad por la calle, en una impecable y muy filmable toma panorámica, y de pronto frenó en seco; con un gran chillido de llantas derrapó ciento ochenta grados y casi se estrelló contra la caseta videofónica de la esquina. Se detuvo a milímetros”.

Dice el cineasta De la Sierra que un hombre salió del auto al instante, “con las manos en el cuello y las quijadas como si no aguantara el dolor. Era de mi estatura y complexión. Inexplicables sensaciones de angustia crecieron en mí. Los pasos veloces y trastabillantes de ese hombre que sufría, agonizaba de hecho, eran los de la fatalidad, mientras yo, paralizado con la mano en la puerta de mi auto, lo veía, intrigado e incómodo. Llegó exactamente hasta mí, perdió el paso y yo, por reflejo, estiré los brazos para sostenerlo. El hombre, congestionado de dolor, sudaba sin parar y tenía los labios azulosos, pero la estupefacción superó sus dolores momentáneamente al verme. Yo, tan pasmado como él, observé que, bajo la luz escasa de los faroles lejanos y en un frío de muerte, nuestras facciones, el cabello, la estatura y la complexión eran prácticamente iguales. Aterrorizado, quiso decir algo, pero de súbito perdió el sentido. Pensé que venía muy mal, obviamente enfermo porque no olía a alcohol, y en sus delirios creyó verse a sí mismo cuando llegó a mí. Fue demasiado. Ya no pudo hablar, sus ojos se blanquearon, la boca se le torció con un rictus de pasmo y horror, y se derrumbó en mis brazos”.

De película, en efecto.

Cuando Onelio de la Sierra salió del estupor “de ver el parecido tan extraordinario entre los dos”, se dio cuenta de que él había muerto: “Su corazón ya no latía, no tenía pulso. Pero si somos iguales, cómo puede ser. No había sangre ni rastros de golpes, así es que pensé: le dio algún ataque que lo mató finalmente al creer que se encontraba consigo mismo, o sea: conmigo; si no, se había o lo habían envenenado o una sobredosis de drogas de repente lo aterró y buscó dónde curarse, pero no llegó a tiempo. En todo caso, estaba bien muerto. Logré sacudirme la fascinación un tanto ominosa de ver que fuéramos tan parecidos y de que mi sosias llegara a morir exactamente en mis brazos. Eso quería decir algo. Pero qué”.

Así fue como, de pronto, lo “fulminó” la idea de “cambiar identidades”. De la Sierra, ¡en plena calle! (¿nadie más oyó el espantoso chirrido de la camioneta de ese hombre en agonía?), “a pesar del frío”, le quitó toda la ropa e hizo él lo mismo y se puso la del muerto y a éste lo vistió con la suya, “lo cual me costó un trabajo enorme porque se había vuelto como fardo y me costaba trabajo moverlo y meterle cada prenda”.

Le puso al muerto sus pertenencias y las del muerto fueron suyas. En seguida, habló por teléfono desde la cabina para notificar la muerte de alguien en el estacionamiento de los Estudios de Edición de la Exquisita Orquesta de los Mil (por fin, ¿el suceso ocurrió en la calle o en el estacionamiento de la empresa de Onelio?) y partió rumbo a la casa de su nueva personalidad, que es decir la de León Kaprinski, según se apuntaba en las tarjetas que De la Sierra halló en la cartera ajena.

Perfecto.

Ahora, el paso siguiente sería desarrollar literariamente el turbio y peligroso cambio de filiación.

Pero no. Porque José Agustín, y por eso uno entiende ahora el árbol genealógico (¡treinta y seis nombres, más uno, Manuel Enríquez, que queda flotando en el aire porque no pertenece a ninguna de las familias cronicadas!) que aparece en la primera página, en lugar de involucrarse en la compleja trama que se ha elaborado (resulta que el tal Kaprinski, con placa y credencial de las Fuerzas Federales de la Paz, está introducido en una red de pervertidores y pornógrafos de menores junto con políticos insignes y religiosos de alcurnia), decide recrear las vidas tanto de los familiares de la esposa de Onelio como las de éste mismo, disolviendo —para frustración del lector que no deja de preguntarse qué carajo va a pasar con el falseador de identidades y seguramente con el regocijo del propio narrador, que le da vuelo a la hilacha contando cuestiones del pasado, de manera que la novela, en realidad, más que la historia de la simulación de personalidades resulta una retrospectiva in extenso de un pasado que, la verdad sea dicha, no nos interesa. ¿Cómo diablos nadie se percata de que el “nuevo” Kaprinski tiene otra voz?, ¿o también su tono es idéntico?, ¿y si era atendido servicialmente por su gente de confianza en su propia casa cómo nadie lo ayudó en su agonía? Y aunque Onelio cambia de identidad (sin saber por qué, ya que carece de problemas personales, y además vive con sus cuatro hijos y su exuberante mujer, nieta de una chamana indígena de Oaxaca), se da cuenta de que su esposa, tal vez al igual que él, tampoco lo ama como suponía porque en la primera noche ya está acostándose con su mejor amigo —¡y Onelio oye los susurros de placer que se desprenden de la alcoba que hace apenas dos días atrás también era suya! Y cuando la hermosa Helena descubre que Onelio no está muerto, cuando las cosas empiezan a ponerse realmente interesantes, ya estamos, para nuestro desconsuelo, en el último capítulo…

3

El poeta Alberto Blanco habla de José Agustín: “Mi primer contacto con la literatura de José Agustín se dio cuando leí en 1969 La nueva música clásica, un modesto libro de menos de 80 páginas impreso por los Cuadernos de la Juventud del Injuve. Aquella primera edición sigue siendo un tesoro para todos los amantes del rock en México. En sus páginas descubrí que José Agustín consideraba Shine on Brightly y A Salty Dog, de Procol Harum, la cima del rock de aquellos años. Y yo, que todavía sigo creyendo que los tres primeros discos de Procol Harum (el epónimo Procol Harum de 1967, Shine On Brightly de 1968 y, sobre todo, A Salty Dog de 1969) deben ser considerados como parte de la cadena de los Himalayas del rock, entendido éste como un vehículo para hacer arte, sentí de inmediato una viva afinidad con José Agustín. Afinidad en gustos roqueros que cimentó en buena medida nuestra amistad.

“Pero no fue sino hasta principios de la década de los ochentas que nos conocimos personalmente, si mal no recuerdo, en una tocada de Las Plumas Atómicas por los rumbos de Satélite. En esa ocasión también estuvo presente el poeta Ricardo Castillo, a quien acompañamos con música en su lectura. José Agustín se quedó impresionado con la música y las letras de las canciones y comenzamos a frecuentarnos.

“A partir de ese primer momento, la amistad con José Agustín, y muy pronto con su esposa Margarita, así como con sus tres hijos (Andrés, Chucho y Tino, que eran entonces unos chavitos) creció sostenida y rápidamente. Lecturas, música, visitas a Cuautla, viajes compartidos. Recuerdo con especial agrado, por ejemplo, los viajes que hicimos juntos a Alemania, en 1992, particularmente a Wiesbaden y Frankfurt; a Lagos de Moreno, para asistir a uno de los tumultuosos encuentros de contracultura que organizaba Carlitos Martínez Rentería; el viaje a las alucinantes ruinas de Chalcatzingo; o el último, al puerto de Acapulco, para participar en uno de sus muchos homenajes con motivo de los 50 años de la publicación de su novela De perfil.

“Precisamente para esa ocasión escribí el siguiente comentario:

De perfil no sólo consiguió con su sabiduría narrativa y vital legitimar el lenguaje coloquial de los jóvenes de la Ciudad de México de mediados de los años sesentas, sino que le dio voz a una generación y un estrato social que no se habían hecho presentes en la literatura nacional como protagonistas: los adolescentes urbanos y clasemedieros de la Ciudad de México, con sus muy peculiares actitudes y formas de hablar. Un libro fundacional donde el ritmo del rock lleva la voz cantante aunque en su trama casi no se haga presente, como sí lo haría de manera notoria en sus siguientes libros. El rock es la música de fondo en De perfil: el aire en el que se mueven sus jóvenes personajes.

[Hasta aquí llega el texto que escribiera Alberto Blanco para la presentación del libro.]

“Estoy muy de acuerdo con lo que escribió entonces sobre este libro nada menos que Ramón Xirau: Hoy, y sobre todo en el futuro, De perfil es y será un documento del tiempo que vivimos. Es, a pesar de gestos, altivoces, desapegos y cinismos, la novela de quien busca, sabiendo que no habrá de encontrarlo, el paraíso de la inocencia perdida una vez que se ha perdido la historia”.

4

En realidad José Agustín escribió varios libros roqueros, aunque si se los lee de corrido vienen a ser uno y el mismo, si bien de manera desordenada e incluso desperdigada. Todos sabemos que de quien más ha escrito en este terreno es de los Rolling Stones, pero que su grupo del alma es, fue, Procol Harum, y lo confesó en el volumen Los grandes discos de rock: “Si trato de ir hasta el fondo, pero de veras hasta el fondo de mí mismo —confesaba—, debo reconocer que mi grupo favorito de todos los tiempos es Procol Harum. Me pega durísimo”.

Debido justamente a estas sesiones tan disparejas de José Agustín en el rock, hasta ese momento, a principios del siglo XXI, nadie hubiese creído que el conjunto de Gary Brooker (1945-2022) era el que le llegaba hasta el alma. Y es éste precisamente el punto en que quiero centrar el asunto: la desproporción de la distancia crítica de José Agustín, ese revolver aparentemente sin definición una cosa con otra, lo hace un comentarista no agudo aun siéndolo, un analista disperso cuando es en la práctica un organizado historiador, un reseñista distraído cuando es un hombre centrado en sus puntos de vista. En la segunda edición de su Nueva música clásica, la del sello Universo a mediados de los ochenta del siglo XX, ya por fortuna corregida y discretamente aumentada por su autor, nos cuenta que en 1975 seguía escuchando todo lo que grababa Procol Harum cuando se entera de que viene a México: “Como tiro me apunté para conocerlos y entrevistarlos —decía—. Realmente todos eran unos introvertidos del carajo (Keith Reid, impenetrable), salvo Brooker, cantante, pianista y compositor genial. Con él cotorreé todo el tiempo: me dijo que andaban crudos, lo cual era más que evidente. Al final, B. J. Wilson, uno de los mejores batuquistas del mundo, le entró al cotorreo. Pero por más esfuerzos que hice, la onda nunca se puso realmente buena. Los conciertos, sin embargo, sí lo fueron. Estoy seguro de que Procol no se hallaba en sus mejores momentos ni a chingadazos y que el show que nos reventaron estaba excesivamente programado, pero aun así fue un verdadero ondón”.

En El hotel de los corazones solitarios, editado por Nueva Imagen en 1999, apenitas hay una mención, como de pasada, de Procol Harum: “Los intensos teclados de Gary Brooker y Matthew Fisher, y las letras de Keith Reid, eran perfectos. Procol Harum fue siempre un gran grupo de rock hasta que se disolvió en 1980”.

Eso es todo.

No es sino hasta el primer, y único, último, tomo de Los grandes discos de rock (Planeta, 2001) cuando, por fin, José Agustín se desnuda: “Un par de años antes, en el 75, Procol Harum, que para hablar en términos realistas ya se hallaba en decadencia, dio dos grandes conciertos en México. A mí me tocó pasar una mañana con Gary Brooker y B. J. Wilson, los más extravertidos, porque Keith Reid era de la estirpe de poetas que no hablan por nada del mundo. Les dije que eran mi grupo preferido de todos los tiempos, pero que fue trágico que Matthew Fisher y Robin Trower se hubieran ido. Gary Brooker respondió con un suspiro, y los suspiros, como se sabe, son válvulas de escape del alma”.

Perfilado el entorno roquero, uno confusamente se pregunta para qué tanto vuelo, entonces, a los Rolling Stones de parte de José Agustín. Ningún otro conjunto ha ocupado tanto espacio en su pluma. Y es cuando levanto la voz: la crítica de rock en México sólo se ha dedicado a proseguir la mitificación musical, no a reconsiderar sus entrañas. Porque, vamos, un roquero como nuestro José Agustín, intelectual que jamás se ha afiliado a ninguna asociación sectaria literaria, que ha caminado con dignidad por su propio pie en los recovecos de la estigmatizada maquinaria cultural, ya estaba distanciado, desde hace varios años —incluso antes de su retiro a causa de sus padecimientos—, de la inamovible percepción del rock, que desde el segundo lustro de los ochenta fue completamente aniquilado por la industria discográfica transnacional. Y en México, ingenuos que somos, cooptados displicentes, aún creemos que un ya octogenario Mick Jagger, por ejemplo, es un héroe de las rebeldías sociales de la contracultura (¡como si este artefacto comunal todavía existiera en el cuerpo del rock!). Si ya cantan, o han cantado, al unísono un Elton John con los Backstreet Boys no significa que el pop haya por fin derribado las obvias diferencias del mercado juvenil, sino que los estrategas del mercado han uniformizado con destreza las diversas etiquetas de lo pop al grado de que, ahora, no existen fisuras en la maniobra mercadológica pues el rock ocupa (¡y por rock ahora debe entenderse genéricamente cualquier ejercicio musical moderno, incluyendo al reguetón e incluso al grupero!), ya, una sola e interminable hilera en el centro comercial, aun sin compactas grabaciones. Después de Enrique Iglesias puede subir a la escena, sin complejos, Neil Young a compartir el mismo público. Si antes hubiese sido incomprensible un dueto entre, digamos, Pete Townshend y Donny Osmond era porque el propio rock, y sus roqueros, sabían diferenciarse de sus colegas. Por la naturaleza de su oficio, el mismo género de la música podía unirlos en una tienda de discos pero nunca ubicarlos en un mismo sitio o escenario. Cada uno tenía su lugar, y no eran caprichos de dignidades sobradas ni de presunciones farragosas. Era, simplemente, la superioridad creativa la que denotaba los brillos particulares. Pero aquí seguimos hablando del rock en los mismos términos que lo veníamos haciendo desde los setenta. Lo puedo entender, acaso, de toda esa barahúnda de comentaristas que le nacieron al rock luego de rebasados los ochenta, pero no de una personalidad como la de José Agustín, que ha estado imbuida mero adentro del rock no por la gracia anodina del reflejo condicionado de los medios electrónicos (tal como lo están ahora la mayoría de los jóvenes del mundo) sino por la básica vivencia. En esta perspectiva es necesario subrayar que este grande escritor nos quedó a deber, desde hace ya varias décadas, un buen libro de rock: si en el plano narrativo ya nos ha entregado piezas esenciales, deslumbrantes, del rock mexicano (como su magnífico e inigualable cuento “Cuál es la Onda”), ¿por qué José Agustín, con toda esa potencia suya literaria, se empeñó en negarnos el vital libro de rock hecho desde México y le cedió el terreno a don Federico Arana, que con Las jiras o Guaraches de ante azul ha tomado la batuta en estas lides?

5

Recuerdo, en mis años universitarios, a mi maestro de literatura, al buen Antonio de Tavira, que nos decía en clase, allá por mediados de los setenta del siglo XX, que no leyéramos gracejadas como las de un autor como José Agustín y nos recomendaba, con amplitud, las lecturas de Agustín Yáñez. Yo levantaba la mano para contradecirlo.

—Ha leído usted mal a José Agustín —decía al buen Antonio, y ambos nos enfrascábamos en una sabrosa plática acerca de los pormenores en los relatos sucios u orondos, profundos o de aparador, vertiginosos o decadentes, ante la indiferencia de todos mis demás condiscípulos.

Porque a José Agustín lo había leído desde mi primer asomo a las letras, y he admirado, sí, su admirable despliegue de voces, su orgulloso desparpajo, su recorrido por los fondos pasillos del alma de la búsqueda y el extravío de los hombres que abandonan, a veces sin percatarse del todo, su vieja adolescencia, su maravilloso reinado de la invención narrativa. Por todo eso y más, quizás, es que insisto en que nos quedó a deber, ya, un libro sobre rock, pero no el de la reproducción de los mitos y bondades del imperio anglosajón, que de esos ha elaborado uno otorgándole disímiles variaciones en diversos tomos, sino el de las entrañas mismas de esta tierra nuestra con su propia respiración, su propio latido, su propio canto.

No todas las piedras rodantes, y permítaseme de nuevo la redundancia, ruedan con el mismo sonido. No porque un disco le guste a mucha gente va a ser necesariamente un disco bueno. He aquí el riesgo de la confección de un libro como éste de José Agustín (Los grandes discos de rock). Habría que empezar por dejar atrás los viejos mitos, pues no por ser sólo rock and roll tiene forzosamente que gustarnos. Empezar por saber que, finalmente, los Stones no siempre tienen la razón.

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El narrador Agustín Ramos habla de José Agustín ante dos preguntas mías que se infieren de acuerdo a sus respuestas: “Hace cuarenta años escribí lo que repito ahora con más convicción, José Agustín es el portavoz y el profeta de varias generaciones, empezando por la suya. La mayor parte de la generación que le siguió, es decir la mía, lo admiraba mucho pero le aprendía con tibieza, desde lejos, discretamente, y sólo le dedicaron ensayos, libros y alabanzas cuando ya era imposible mantenerlo en la marginalidad sin vergüenza.

“Esa marginalidad no era en absoluto de los lectores, sino exclusivamente de la convenenciera e hipócrita vida literaria; pero no sólo la sufrió por parte de Octavio Paz sino también de algunos detractores de José Agustín que después reconocieron públicamente el gran valor literario de Se está haciendo tarde, entre otras novelas (para mí la mejor es La mirada en el centro, aunque toda su obra la viví como viví a Cortázar y a Revueltas). Lo detestaban (lo envidiaban) en todas las capillas, fueran de Paz, de Monsi, de la UNAM o del Partido Comunista.

“En cuanto a su valor humano, olvídate, nunca coqueteó con nadie y fue el único, junto con Emmanuel Carballo, que se atrevieron a reconocer el sitio de José Revueltas en tiempos de la peor guerra fría, la mexicana, donde todos se decían de izquierda, pero pocos osaban hacer la imprescindible crítica cultural y todos se aborregaban en la Sogem de José María Fernández Unsaín. En este contexto, mi tocayo no es un Big Brother ni distópico sino utópico: talentoso y valiente, genial.

“A José Agustín lo considero excepcional, genial. Si me apuras apostaría que es el mejor de todos en un panorama amplio, fíjate lo que te digo. Sin olvidar a Leñero ni a Del Paso, a Jorge Aguilar Mora y a Arreola. Para mí fue el primogénito de Rulfo, aunque al contrario de éste, quizá por el contexto roquero y sesentayochero, no supo ni pudo guardar el debido silencio político. Por último, pese a mi profunda admiración a José Agustín, jamás le ahorré mis críticas, en pláticas, en prólogos y en entrevistas que me concedió (y me concedió muchas). Y él aguantaba a pie firme, sin resentimiento ni nada. Hace poco leí mi prólogo al Material de lectura que le publicó la UNAM, y no pude menos que regañar a ese joven insolente que fui y que no supo anteponer a todo el reconocimiento de su inigualable poder narrativo, a su genio presente en todo lo que tocaba, muestra de ello es la Tragicomedia”.

7

José Agustín sigue siendo un buen roquero. Con este maestro pasa una cosa muy curiosa: a pesar de ser, en la práctica, efectivamente el primer crítico de rock en México, sus críticas, en lo concerniente a rigor y análisis, siempre han dejado mucho que desear. Sin embargo, esta carencia la ha suplido, con profunda disciplina, mediante su inagotable persistencia escritural. Esto, aunado con que no dejó de estar al día en los asuntos de la música eléctrica, lo consolidó, con el tiempo, como un experto en la materia roquera. No obstante, sus pininos en esta especialidad no fueron, digamos, muy afortunados: su libro La nueva música clásica, de 1969, consciente de su endeble manufactura roquera, lo rehízo tres lustros después. Similar, mas nunca parecido, al caso de Parménides García Saldaña (1944-1982), que reforzaba su carencia de conocimientos musicales con su vigor narrativo, José Agustín, con evidentes mejores gustos musicales que el desaparecido autor de En la ruta de la onda (1974), no cejó en sus experimentos literarios para sustituir su falta de precisiones musicales teóricas. Con los años, y pese a su escaso glosario del rock, se convirtió, sin duda, en la referencia obligada de esta música en México.

Por lo mismo publicó el primer tomo —y único debido a su infortunada desaparición literaria luego de su caída en Puebla a fines de la primera década del siglo XXI que le imposibilitara retornar a su sagrado oficio literario— de Los grandes discos de rock, 1951-1975 (Planeta, 208 páginas todas a color en papel couché, 30×23 centímetros, 2001), que congrega a un poco más de 100 músicos, pasa revisión a casi 500 discos y toma nota de 543 específicas canciones en una respetable exposición roquera. Y es que en asuntos de rock, y particularmente a partir de los noventa (menudo lío en que se hubiera metido el buen José Agustín para resolver el segundo tomo, que abarcaría los años de 1976 al 2000), el disco nuevo hace olvidar, a veces con prontitud, al escuchado apenas hace unos cuantos minutos, sobre todo si tomamos en cuenta que, debido por fin a la absoluta apropiación del rock —al mediar los ochenta, cuando las grabaciones eran fundamentales, a diferencia de lo que ocurre hoy, donde las plataformas niegan ya la existencia discográfica— por parte de la industria musical (lo que conllevó, asimismo, a su muerte ideológica), los trabajos en los estudios de grabación cada vez iban siendo más artificiosos, menos, digamos, artísticos: hoy en día, la crítica musical ya no va por el camino de la debilidad sonora o la defectuosa estructura (¿qué músico torpe en la actualidad es admitido en las sesiones finales?), sino por la búsqueda de la honestidad individual. Los roqueros, ahora, hasta para rebelarse tienen la debida autorización de sus agentes de venta. José Agustín lo sabía muy bien. Por eso armó un volumen cuidadoso, incluyendo acaso hasta discos que no son del todo de su agrado pero que son indispensables en una decorosa colección.

“Viéndolo bien —dice el autor—, en realidad hay mucho que oír, pero, bueno, así es esto de la gula musical, la enajenación compactada o la pasión por la novedad roquera. En estos casos, en lo que llega nuevo material, lo apropiado es revisar la colección y, de pasada, ya borracho, elegir cuáles son, a lo largo de casi cincuenta años, los Discos Absolutamente Imprescindibles que se Deben Tener para Circular Por la Vida sin Sobresaltos. Como es grotesco proceder jerárquicamente, mejor me voy por el viaje de la semilla al árbol a través de la carretera cronológica; pero éste es un libro urobórico que se puede leer por cualquier parte. De más está advertir que se trata de mi muy particular punto de vista, de mi manera de concebir el rock y de mis muy personales gustos. Supongo que muchos dirán que algunos discos que señalo no son tan buenos, o, más probable aún, que haya infinitas omisiones”.

No van a faltar, aseguraba José Agustín, quienes digan que falta éste o éste otro, “o que el grupo está bien pero elegí mal los discos. O que ya están muy choteados. O que ya chole con temas políticamente incorrectos. Ni modo. Para mí, este libro no se consiente. Eso sí, sin renunciar a mis gustos, traté de moderar al máximo mis códigos personales y de apreciar la objetividad de la música; quise ver los discos en sí y la importancia que tuvieron. En otros momentos opté por una vía más cercana a la literatura. Pensé que cada disco narra una historia y traté de referirlas por medio de parábolas”. El libro, en efecto, contiene todos los discos que debe poseer un respetado coleccionista, y si el volumen ha de juzgarse es, ciertamente, por las omisiones. Por ejemplo, me pregunto cómo es posible que José Agustín no le haya dedicado una página al célebre Ian Anderson y su Jethro Tull. Pero en realidad éstas son minucias, ya que el esfuerzo es verdaderamente loable. Sacudiéndose con firmeza el prejuicio propagado por los exquisitos del rock, José Agustín selecciona, en buena hora, a los Creedence: “Nada de refinamientos ni experimentaciones; puro rock vivo y sencillo, casero, hecho por el gusto de hacerse, sin pretensiones pero auténtico, muy rítmico e inspirado, un poco como Las cintas del sótano de Bob Dylan y The Band, lo que tocarían Willy y sus Cuates Pobretones en la esquina de la cuadra, junto al estanquillo y chela en mano, sin delirios de LSD, ni orquestaciones elaboradas, ni virtuosismos, ni paredes de sonido, pero, eso sí, con fuertes influencias de blues sureño, como si el cuarteto siempre hubiera vivido en los esteros del río Mississippi”.

También está, cómo no, Procol Harum, cuya memorable pieza “A whiter shade of pale” (bendito Dios que el buen José Agustín no escribe con mayúsculas todas las canciones y los discos, tal como lo hacen varios solemnes literatos dizque con el pretexto de que así lo escriben, uf, los gringos) nos entrega su versión al español: “Brincamos el ligero fandango/ y damos marometas por el suelo/ Me sentí un poco mareado/ pero las multitudes pedían más/ El cuarto zumbaba fuerte/ y el techo se fue volando/ Cuando pedimos otro trago/ el mesero trajo una charola/ Y así fue como después/ mientras el molinero decía su cuento/ su rostro en un principio fantasmagórico/ adquirió una sombra más blanca de palidez/ Ella dijo que no había motivos/ y que la verdad ahí estaba para verse/ pero yo me perdí entre las barajas/ y no le permití que fuera/ una de las dieciséis vírgenes vestales/ que ya se iban a la costa/ y aunque tenía los ojos abiertos/ igual podían haber estado cerrados”.

Están, por supuesto, Bob Dylan y Leonard Cohen, Patti Smith y Brian Eno, Neil Young y Traffic… Aunque también están, qué remedio, sus puntuales excesos (que comete, con desparpajada frecuencia, en sus ocasionalmente descuidados artículos roqueros en la prensa), como su desproporcionada afirmación de que los Who eran nada más ni nada menos que “el grupo perfecto” o la inclusión del Big Brother and the Holding Company sólo por el hecho de que en dicho grupo participaba la adorada Janis Joplin sin advertirnos de las obvias carencias musicales del conjunto, muy inferior al talento vocal de la joven Madre Perla. Hay una sola incorporación de un disco en español (el vigésimo de una lista primordial de 80), por lo que se mira fuera de cuadro, incongruente, como metido con calzador: una recopilación de éxitos de Los Locos del Ritmo que, francamente, no venía al caso (para otro tomo, tal vez). Porque, si a esas vamos, ¿por qué no están, no sé, la Revolución de Emiliano Zapata con el guitarrista Javier Martín del Campo, que sí marcó un hito en México aunque su grabación fuese muy irregular? Incomoda esta inserción, sobre todo si observamos que, en un necesario recuadro, ¡nos recomienda paralelamente la adquisición del voluble y esnobero Popis hits del Salón Victoria, apenas editado en el 2000!

8

Decía José Agustín, antes de esta ausencia suya de la literatura por motivos de salud, que algunos pensaban que era un dirty old mind y que nada más se la pasaba oyendo a Rameau, valses de Strauss y de Juventino Rosas y, “en el mejor de los casos, el rucanrol de Elvis y de Jerry Lee a Beatles, Stones, The Who, Pink Floyd, María Conesa y por ahí”.

Pero no.

“Digo, sí —se corrigió José Agustín—, pero por lo general no cultivo la nostalgia desde que García Márquez decretó que ya no la hacían como antes”.

Aclaraba que oía rock antediluviano “como quien le entra a Apuleyo, Cervantes o Dostoievski; o a Mozart, Schubert o Mahler; o a Caravaggio, Vermeer, Andrew Wyeth o Augusto Ramírez; o a Chaplin, Lang y Truffaut; o a La familia Burrón, Peanuts, Mad o Heavy Metal. Son clásicos y forman parte de la cultura universal, siempre disfrutable, cuya vigencia, esencia y presencia (¡ajúa!) están bien vivas en la actualidad, al menos para miguel, pero la verdad-la verdad, aquí entre Turrón y Yoda, la nostalgia me da hueva y de hecho me interesa leer, oír, ver lo más reciente, pues a mí todavía me apasiona el aquí-y-el-ahora, lo que está ocurriendo”.

Y recurría a Mel Brooks:

—¿Cuándo pasa esto en la película?

—En este momento, lo que está pasando ahora está pasando ahora.

—¿Y qué pasó entonces?

—Ya pasó.

—¿Y cuándo entonces será ahora?

—Pronto.

Suponía el autor de La tumba que cuando dejaran de interesarle todas esas cosas “será síntoma de irremediable ruquez, no agraviando al señor Alzheimer, aquí presente”.

Pese a su enfermedad, que lo distanció de su literatura, no se la pasaba, nunca se la había pasado, en la onda porfiriana. Pero ni falta hacía dicha aclaración, apuntada en su libro La ventana indiscreta (2004), porque es sabido que el buen profesor nunca se rezagó en los asuntos de la cultura popular. Padre que es de la escritura roquera en México (y Federico Arana, ese otro grande maestro, sin duda el padre de la crítica del rock mexicano, ardua labor suya admirable), continuó ejerciéndola hasta antes de su infausta caída que bloqueó su lúcida escritura. A él jamás lo vimos como juez de una tontera televisiva como, digamos, La Academia, que alojó en sus jocosas sesiones a algunos comentaristas de rock que se tomaban su papel con seriedad, y eran respetados por eso. José Agustín, en ese terreno, siempre fue el mismo, para suerte nuestra.

Por eso era festejable siempre la aparición de algún libro suyo, como La ventana indiscreta, donde vuelve a retomar la opinión —lúdica, conocedora, abierta, contradictoria, convencional, inamovible, insorpresiva, reiterativa, calificada— del rock, al grado de que, por lo menos a mí, me hizo correr a buscar dos discos que no hubiera comprado de no haber leído su juicio sereno: Royal Albert Hall de Spiritualized y Murray Street de Sonic Youth, que dudo hubiesen formado parte de mi colección discográfica de no haberse cruzado los argumentos joseagustinianos en mis ojos. Porque primero, claro, me convencieron los recursos valorativos y ya muy luego vino la reconsideración auditiva.

Hoy, y esto también es cierto, la crítica de rock [¿rock?, ¿es rock lo que se hace en la actualidad o es, sencillamente, música contemporánea… de raíces inobjetablemente roqueras, domesticada por los empresarios de la industria fonográfica que ha desplazado de nuevo a los compactos para comerciar ahora con las plataformas digitales? Ya hasta etiquetan como “post rock” a agrupaciones como Mogwai dando a entender que lo que toca esta banda escocesa es algo posterior al rock, innombrado, aunque por supuesto suene indudablemente a rock] está diluida si no es que bien muerta, pues los que escriben sobre esas particularidades sonoras se hallan acomodados en la diestra de los emporios musicales. José Agustín siempre supo dónde estaba parado, porque su narrativa era la que lo guiaba, y ésta no podía desbarrancarse: cinco décadas de constancia escritural así lo atestiguan.

Lo confirmaba en La ventana indiscreta: José Agustín de nuevo se regodeaba en los apuntes roqueros, que a él le salían con sobrada facilidad —o, por lo menos, así se mira y se lee. Y para que sepamos que, a diferencia de los Rolling Stones —que se quedaron en la misma canción—, José Agustín nos hablaba incluso de la música electrónica como un experto y avanzado roquero, ya distanciado de (su) La nueva música clásica: “Massive Attack, grupo clave de los últimos tiempos, fue formado a fines de los ochenta en Bristol por Robert del Naja, alias 3D; Grant Marshall, alias Daddy G; y Adrian Vowles, el Hongo. Desde su primer disco, el muy celebrado Blue lines, que contó con la colaboración decisiva de la cantante Shara Nelson, El Ataque Masivo se constituyó como una matriz de las nuevas ondas electrónicas y su influencia se extendió a grupos como Portishead, Garbage, Tricky, DJ Shadow, David Holmes y Air Cuba, entre otros. Como en 1991 tuvo lugar la nefasta Guerra del Golfo, el grupo no quiso verse muy provocativo y se quitó lo Massive, por lo de las armas de destrucción masiva, y se quedó en Attack. El cambio de nombre fue funesto. Shara Nelson se fue a hacerla por su lado y el grupo tardó varios años en reordenarse”… hasta la edición, en 1998, de Mezzanine, “con la pequeña ayuda de Elizabeth Fraser, cuando voló muy alto con atmósferas sugerentes, sofisticadas, sensuales, pero también muy pesadas, viajadas y a veces ominosas. Mezzanine ahora tiene una espléndida continuidad en 100th windows, un disco larguísimo que contiene rolones como ‘What your soul sings’, en la que canta dulce y bellamente Sinéad O’Connor, o ‘Antistar’, canción extensa, compleja, que de rock pesado pasa a la inquietante repetición minimalista. Pero lo oscuro, fino, bello y misterioso está muy logrado a todo lo largo del disco”.

Y es que, de veras, es tan difícil leer textos bien escritos, e inteligentes, sobre rock en México que siempre José Agustín era espléndidamente recibido en casa. Y no porque se estuviera de acuerdo permanentemente con él, sino tal vez por lo contrario: porque nos daba la oportunidad de ejercer de nuevo la discusión sobre la música, que ya no existe en el país (la discusión sobre la música, porque ésta siempre va a existir).

Ahora, ante tanta frivolidad y revuelo de suposiciones convertidas en argamasas noticiosas, repartidos en los medios electrónicos, los sonidos han pasado a ser algo así como el fondo de la gran fiesta colectiva, aunque confinada, necesariamente acrítica (no sería fiesta si fuera crítica, tal vez) donde importa el like, no la visión juiciosa.

La música, hoy, puede ser reproducida hasta por jóvenes que de la vida no tienen ninguna idea, ni de la música misma, pero son codificados, y vueltos increíblemente idolizados “influencers” o propietarios de canales youtubers, en un lapso corto de meses, ¡con la aquiescencia de los viejos y antiguamente respetados críticos de rock! (Ahora lo que vale es una canción, no un proyecto).

José Agustín nos decía que aún había la posibilidad de hablar, con cordura y rigor aunque lúdicamente (y acaso, no sé, costumbristamente), sobre la música.

Y volvía a creerle (¿pero era esta “ventana indiscreta”, tal vez, parte de los fragmentos de ese segundo tomo nunca editado de aquella recopilación de los “grandes discos” publicada en 2001?). Y con su orientación literaria confirmábamos, otra vez, que, en efecto, los mejores roqueros no eran los más jóvenes. A sus casi ocho décadas de vida, José Agustín no sólo fue el respetado padre de la escritura de rock en México sino su símbolo más preclaro y retador, su ejemplo y su mesura, la muestra de la disponibilidad auditiva y la pluralidad sonora.

Ante su silencio, lo recordamos ahora y siempre.

9

El crítico literario Vicente Francisco Torres expresa: “La importancia de José Agustín en particular, y del grupo conocido como la Onda en general (Parménides García Saldaña, Gustavo Sainz, Jesús Luis Benítez, Federico Arana), es fundamental en la historia de la literatura mexicana. Antes de ellos, nuestra literatura se escribía a la manera de Rulfo, Agustín Yáñez, Martín Luis Guzmán y José Revueltas. Agustín y compañía trajeron una nueva manera de contar, jocosa y risueña. Se atrevieron a jugar con el lenguaje como no se había hecho antes. Esto dejó una huella que fue un acicate para los prosistas que vinieron después. Sin los onderos, Enrique Serna, Agustín Ramos, Luis Arturo Ramos, Armando Ramírez y un largo etcétera hubieran escrito de un modo distinto, o no hubieran sido tan osados en sus obras. Quiero recordar que la presencia y la actitud de un editor como Emmanuel Carballo estuvieron detrás de la osadía de esos muchachos.

“José Agustín tuvo influencia en otros ámbitos latinoamericanos y el caso más destacado me parece el del colombiano Andrés Caicedo, cuya novela ¡Que viva la música! (1977) nació bajo el impulso rocanrolero de Agustín, pero se afianzó con lo que conocemos como música afrocaribeña. En Venezuela tuvo otro seguidor: Francisco Massiani presumía de estar escribiendo una novela a la manera de los jóvenes narradores mexicanos de los sesenta. No era cierto, pero ante las constantes presiones de sus amigos, se puso a escribir la novela Piedra de mar (1968) y otros libros semejantes como El llanero solitario tiene la cabeza rapada como un cepillo de dientes (1975)”.

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