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“Tengo la obsesión por la exactitud y la brevedad”

De manera sorpresiva, de manera prematura, el pasado 13 de junio partía de esta tierra el narrador y ensayista Mauricio Molina. Nacido en la Ciudad de México el 11 de abril de 1959, era autor de las novelas Tiempo lunar, El último refugio y Planetario; de los libros de cuentos Mantis religiosa, Fábula rasa, La geometría del caosTelaraña La puerta final; y de los volúmenes de ensayos Años luz, La memoria del vacío y Último siglo. Además de notable escritor —sobre todo de lo fantástico—, Mauricio fue profesor de cursos y talleres, jefe de redacción de la Revista de la Universidad Nacional y jefe del departamento de Voz Viva en la UNAM. Vicente Francisco Torres conversó con él años atrás sobre su obra, sus obsesiones e intereses literarios, publicando la entrevista en su libro Esta narrativa mexicana (2007). Recuperamos y reproducimos aquí la conversación…


Después de leer sus tres primeros libros, busqué a Mauricio Molina para conversar sobre sus obsesiones e intereses literarios. Sus respuestas de aquel momento me parecen válidas para el conjunto de sus libros que publicó regularmente y que fueron muy escasamente celebrados.

—Mauricio, cuando escribiste Tiempo lunar ¿pensabas en las obras canónicas como La región más transparente o la Praga de Kafka? ¿Qué Ciudad de México te interesaba presentar?

—El paradigma de La región es fundamental para mi novela y para cualquier novela que se escriba sobre la Ciudad de México; pensaba en la Praga de Kafka y en el París de Julio Cortázar, pero también quería presentar la Ciudad de México en un tiempo hipotético, conjetural. Quise mostrar este espejo cósmico que es la ciudad. Pocas ciudades, como Jerusalén, Roma, o el propio París, podrían llegar a tener la densidad cósmica que tiene la Ciudad de México, la antigua Tenochtitlan, y yo quería presentar esta ciudad, asentada en un lago fósil, y pensar en la reaparición del lago, que siempre está presente como un fantasma.

—Esto supuso una larga preparación sobre nuestra capital, una lectura de los cronistas, los colonialistas…

—Sí. Durante mucho tiempo trabajé en un proyecto en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), con Margo Glantz, que se llamó Guía de Forasteros. Ahí me adentré muchísimo en las crónicas de los siglos XVI, XVII y XVIII, y en las panorámicas de la Ciudad de México en ese momento, pero sobre todo creo que el texto fundamental para empezar a pensar en mi novela fue el descubrimiento de un texto titulado Clave general de jeroglíficos americanos, de José Ignacio Borunda. Este texto fue escrito en los años noventa del siglo XVIII y sirvió de base para que Fray Servando Teresa de Mier escribiera su famoso sermón guadalupano. En este texto, Borunda hace una interpretación de la Coatlicue y del calendario azteca que habían sido recientemente descubiertos, en 1792 o 93, y decía su hipótesis, en una polémica con León y Gama, que el anagrama de la Ciudad de México, de Tenochtitlan, era la Coatlicue. En la interpretación que hace de ella, afirma que los distintos barrios o calpullis que conformaban la antigua Tenochtitlan estaban representados en la Coatlicue, de modo que el cinturón de serpientes era Mixcoac, etcétera. Esta idea de que estuviera cifrada la ciudad en una escultura al mismo tiempo monstruosa y bellísima, me llevó a pensar en darle un basamento mítico a la ciudad; si bien no aparece la Coatlicue en mi novela, sí está ese elemento monstruoso, polimórfico, de la Ciudad de México.

—He visto que en tus tres libros la geometría es muy importante, que hay un enfrentamiento de espejos o una proyección de líneas…

—Para mí la geometría es fundamental; los principios geométricos son fundamentales porque implican la preponderancia de un orden frente al caos. En mi novela pongo especial énfasis en cuestiones matemáticas o científicas, pero como un mecanismo de defensa frente al caos. Creo que como la novela transcurre en un ambiente muy caótico, trato de darle una panorámica que podríamos llamarle geometría fractal, como le llaman ahora a la geometría del caos.

—Para ti, ¿qué hay detrás del milenarismo que se ha convertido en una tentación para los jóvenes escritores como Palou, Volpi, Ruiz Castañeda…?

—El paradigma comienza otra vez con Carlos Fuentes. El Cristóbal nonato muestra una visión finisecular de México, luego vienen El fin de todas las cosas, de Hugo Hiriart, El dedo de oro, de Guillermo Sheridan. Creo que lo que hay detrás de este milenarismo no es sólo la sensación cronológica sino, dentro del imaginario colectivo, la idea de que algo se está terminando. Puede ser el año 2000 o 1998; es la sensación de que una etapa histórica está terminando y nos hemos adentrado en una distinta. Flota en el aire como una expresión de la memoria involuntaria, la sensación de que algo se acaba y otra cosa empieza. Mi novela es absolutamente apocalíptica y desencantada, no tengo ninguna esperanza en el futuro; de hecho mi novela no es sobre el futuro, sino sobre un tiempo hipotético, pero sí está presente la idea de que el apocalipsis está a la mano pero no va a ocurrir; es una sensación de inminencia apocalíptica, o de periodo de postergación.

—Entre los diversos simbolismos que se le han asignado a la luna, ¿cuál o a cuáles de ellos privilegias en tu novela?

—La luna es el tema central de la novela; México es el lugar en el ombligo de la luna. Quise recuperar el símbolo de la luna para la ciudad de México, mismo que está presente en la cultura del valle de México mucho tiempo antes de la llegada de los aztecas. La indagación del símbolo de la luna se fue hacia la indagación del ámbito de lo femenino, el agua pesada de la que habla Gastón Bachelard, todos los símbolos acuáticos que la luna tiene en casi todas las mitologías. También en Milena está encarnada la idea de la diosa blanca de Robert Graves, esta diosa lunar de tez pálida que permea todo el imaginario nocturno desde el romanticismo hasta nuestros días, y probablemente desde mucho antes, como el mismo Graves afirma, desde la cultura céltica. Lo que hice fue una especie de híbrido, de sincretismo simbólico entre distintos tipos de mitologías; básicamente la idea de lo lunar como lo femenino, como lo acuático, como lo obscuro, como lo denso, y también la idea de los ciclos: la luna es un reloj cósmico que nos permite hermanarnos con el cosmos, darnos cuenta de nuestra situación. Hay algo también de las antiguas cosmogonías mesopotámicas y célticas, porque trabajé mucho sobre el simbolismo lunar.

—Una de las cosas más bellas y enigmáticas de la novela es el lunar en forma de párpado que aparecía y desaparecía en la pierna de Milena. ¿Cuál puede ser el simbolismo de esa imagen?

—Lo del lunar fue metonímico, es una mancha en la piel que tiene que ver con la luna. Durante el tiempo en que escribía la novela estuve leyendo mucha literatura medieval y me encontré con textos del ciclo artúrico en donde encontrábamos identidades ocultas de los personajes. Leí, quizá en un ensayo de Karl Kraus, una afirmación que decía que, los personajes del ciclo artúrico, se movían en base a identidades ocultas. Lo que quise representar fue la dualidad o ambivalencia de la mujer. Para mí lo femenino, como la luna, tiene un lado claro, visible, y un lado oculto y secreto. Quise representar esa parte enigmática de la mujer, lo femenino como una alteridad radical que no podemos capturar, de ahí esta idea del lunar, de que hay algo que nos impide comprender cabalmente a la mujer, y de ahí su misterio, su densidad simbólica.

Mauricio Molina. / Fotos de Barry Domínguez/Cultura UNAM.

—Tanto en la novela como en tus cuentos hay una atracción por la noche, ¿de dónde proviene tu atracción por lo nocturno?

—Lo lunar y lo nocturno para mí representan el lado melancólico del individuo. La noche, como bien nos enseñan Durero y los grandes artistas y pensadores del Renacimiento, es el espacio tiempo de la melancolía; mi carácter y mi tendencia son hacia la noche porque tengo una inclinación melancólica. La noche me importa mucho porque forma parte del imaginario mexicano. Algunos elementos que nutrieron mi novela, además de López Velarde y su poema “El sueño de los guantes negros”, que aparece en el epígrafe, fueron los nocturnos de los Contemporáneos y de Octavio Paz, que ofrecen una visión de la noche y de la ciudad. La noche contiene los elementos simbólicos de la posibilidad de perderse, de desvanecerse, de convertirse en otro, encontrar el otro yo que uno tiene, la posibilidad de encontrar nuestra propia sombra, como diría Jung. Mi sensibilidad o mi carácter me impiden escribir historias realistas, diurnas; tengo una tendencia hacia lo nocturno, hacia la parte oscura del ser humano. La noche representa también la locura, la imaginación, la muerte; es un tema que está en Pedro Páramo, en Villaurrutia, en López Velarde. Ésos son los autores que a mí me nutrieron y me dieron muchísimo.

—¿Hay en tu trabajo, como en el de Ignacio Solares, la voluntad de ampliar los márgenes de lo que tradicionalmente consideramos como realidad?

—Yo recuerdo que cuando comenté mi novela con Adolfo Castañón me dijo que era completamente realista, y esa afirmación me dejó girando. Esta ampliación de los márgenes de la realidad es una de las aventuras del siglo XX; el descubrimiento de un paisaje interior a partir de Freud, Joyce, Kafka, Proust, cada uno a su manera nos ofrece una ampliación de lo real hacia el paisaje interior, que es absolutamente real. Desde el punto de vista de la literatura moderna, el sueño es una realidad tan privilegiada como la de los actos cotidianos; el choque de este paisaje interior con el llamado paisaje exterior provoca el surgimiento de una realidad totalmente diferente en donde las categorías de fantástico y realista, sueño y realidad, dejan de ser antinómicas y se convierten en parte de un paisaje nuevo que la literatura del siglo XX nos descubrió.

—Tus libros suelen ser decantados; infiero que te inclinas por la parquedad.

—Soy un gran admirador de Lezama Lima; Paradiso me parece un libro magnífico. Me encantan las novelas extensas, pero tiendo a la parquedad, me gusta escribir textos breves quizá por un rasgo de personalidad. Tiendo a escribir cosas demasiado trabajadas, tiro mucho a la basura. La primera versión de Mantis religiosa tenía 23 o 24 textos, de los cuales yo deseché 12 o 13. Hay un trabajo para que lo que uno publique sea representativo de las obsesiones, que haya una fidelidad a la literatura y al lenguaje. Trato de escribir de la mejor manera posible, tengo la obsesión por la exactitud y la brevedad. Estoy escribiendo una novela que es visiblemente más extensa, pero que continúa con estas líneas. Me gusta la idea del escritor como un orfebre que trabaja con repujado, que tiene que desechar mucho material; mientras más deseche uno, más purificado y decantado va a salir el producto que uno entregue.

—Por los vasos comunicantes que observo, ¿la escritura de tu libro de ensayos fue paralela a la de tus libros narrativos?

—Absolutamente cierto. De hecho, los tres libros se escribieron al mismo tiempo y responden a un mismo episodio existencial. Tiempo lunar, Mantis religiosa y Años luz abren y cierran un ciclo de mi creación literaria. Para mi trabajo es fundamental el cultivo del ensayo, que es otra forma de creación. Así como no creo que haya mucha diferencia entre el paisaje interior y exterior, el sueño y la realidad, así no creo que cuando el ensayo llega a ciertas alturas y a ciertos niveles de densidad, sea muy distinto de la creación literaria. Los ensayos me sirven como vasos comunicantes de mi tarea como narrador; me permiten reflexionar sobre cómo trabajan otros escritores ciertos problemas técnicos o ciertos problemas filosóficos. Por ejemplo, el ensayo sobre los insectos que viene en Años luz, es hermano, debió haberse publicado junto con el cuento “Mantis religiosa”. Las categorías de ensayo y creación tienen que empezarse a romper. El libro de ensayos que estoy por publicar contiene sueños, pequeñas reflexiones de índole literaria y ensayos extensos. No puedo escribir un libro de cuentos o una novela si no estoy escribiendo una serie de ensayos. Todo forma parte de un mismo estado de ánimo.

—¿En ese momento había también un interés por los insectos?

—Los insectos son un tema fundamental en mi vida, como la luna. Quise ser biólogo; por eso en “Mantis religiosa” me burlo tanto de los entomólogos, quizá como proceso catártico: ¡ah!, no pude ser uno de ellos; voy a destruir a un entomólogo para matar al entomólogo que hay en mí. Los insectos para mí son fundamentales no sólo por mi experiencia vital, sino porque me gusta el mundo pequeño que tiene que ver con las obsesiones, con la precisión, con el movimiento y la velocidad. Están también el Gregorio Samsa de Kafka, el “Papel matamoscas” de Robert Musil, los insectos conjeturales de Lewis Carroll. Los insectos han sido parte del imaginario personal y, además, fíjate cómo las palabras escritas en el papel, los signos, parecen insectos. Son como hileras de hormigas. Ahí está Walter Benjamin, quien quería hacer una página con 100 renglones y escribía con una letra pequeñísima; escribir es como hacer hormigueros. Yo trabajo a mano, con una letra que parece un montón de arañas y hormigas; es parte de la misma obsesión por lo repujado, lo pequeño y meticuloso.

—Al margen del lugar común que reza que uno ama igual a todos sus hijos, ¿cuál de tus cuentos te parece el mejor logrado, o cuál tiene una biografía curiosa?

—En los cuentos de Mantis religiosa hay textos que me parecen más logrados que otros, que están más acordes con lo que yo siento. En “Mantis religiosa”, que da título al libro, quise decir que nos comportamos como insectos y que no somos muy diferentes de ellos, sobre todo los hombres de provecho, que buscan una jubilación, una familia feliz, una vida acomodada.

“Hay cuentos que tienen una fuerza especial, como ‘El regreso’, que para mí es básico y tiene que ver con la idea de la pérdida y con la sensación de que estoy muerto. El personaje está muerto y no se ha dado cuenta, tal como sucede con nosotros: muchas de las relaciones que tuvimos son cadáveres y están ocultos en nuestro paisaje interior; uno no puede sino mirar con horror hacia el pasado con la imposibilidad de recuperar lo que ya se perdió.

“Después está el cuento de los suicidas, porque la idea del suicidio es seria, es un tema que está muy presente en mi vida; alguna vez Sartre afirmó que Mallarmé no se suicidaba por seguir escribiendo. Yo debo haber leído eso a los 18 años y me quedé con la frase. El suicidio está presente en mi vida y tiene que ver con mi paisaje interior a pesar de que está revestido de todo un ámbito huxleyesco y orweliano. El cuento final, ‘La máscara’, el del hombre que regresa a la prehistoria para cumplir con un destino sacrificial, más que nada por su artificio es un cuento borgeseano y cortazariano. El que más prefiero porque plantea algo que no he vivido es “Primer amor”, este cuento en donde dos personas se encuentran y lentamente el lector descubre que son dos seres reencarnados que se han venido encontrando y desencontrado a través de sus diversas reencarnaciones. Si tuviera que elegir me quedaría con ‘El regreso’, ‘Los suicidas’ y ‘Primer amor’.

“Ahora bien, ‘la entrevista’ tiene una historia curiosa. Un día, la primera vez que me entrevistaron, me quedé con la obsesión de que todo queda escrito de algún modo, de que no hay forma de evadirse. Me parece que fue en Guadalajara en donde me entrevistó una chica muy guapa. Me quedé sorprendido, mudo, cuando me empezó a hacer las preguntas; no podía responder porque pensaba que lo que iba a decir sería letra en sangre. Me dio una angustia terrible y tuve que tomarme un par de tequilas para poder contestar. Sin embargo ese cuento es de los que menos aprecio. ‘Mantis religiosa’ tiene una biografía muy interesante porque lo llevó al cine, en un cortometraje, el director Julio Escutia. Las actuaciones fueron de Darío Pie y Blanca Guerra; fue muy interesante ver en los lugares de la filmación los insectos que había conseguido la directora de arte, ver la habitación de mi personaje, su modo de vestir; ver a Blanca Guerra como la mantis religiosa, algo verdaderamente alucinante. Ver encarnado a un personaje me produjo una especie de pasmo, aunque no quedé muy satisfecho con la película porque le cambiaron el final, cosa que le quitó el efecto dramático que tenía y sobre todo se quedó corta con la idea fundamental de que no somos muy distintos de los insectos y que nuestras perspectivas espirituales no se separan mucho de las de ellos”.

Cuando concluye esta conversación, la noche empieza a caer sobre la ciudad universitaria. Nos dirigimos al interior de nuestra Facultad, a la casa de los sustos y las sorpresas. Vamos a ver a un librero de viejo quien, una hora antes, cuando vio que llevaba un ejemplar de Tiempo lunar, me preguntó en dónde había conseguido ese libro tan escaso que le habían encargado varias veces.

Con una modestia y una cordialidad extrañas en un escritor de su talento, Mauricio va a prometer algunos ejemplares que todavía conserva de su novela.

Vicente Francisco Torres.
Ensayista y narrador. Profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana (Azcapotzalco).

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