De aquellos respetuosos intelectuales de las ideas ajenas
Este 30 de septiembre de 2021 se cumple un año del fallecimiento de Joaquín Salvador Lavado Tejón; es decir: Quino; es decir: el creador del personaje de historieta más famoso de Argentina y uno de los más queridos del mundo hispanohablante: Mafalda, quizá la niña más contestataria del humor gráfico. Faro de la caricatura latinoamericana que iluminó el mundo entero, Quino fue asimismo autor de incontables viñetas que abordaron diversos temas. Eso sí: todo su trabajo igualmente minucioso, detallista, brillante. Aquí lo recordamos…
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El pasado 30 de septiembre, a sus 88 años de edad, moría Joaquín Salvador Lavado Tejón en su querida Argentina y con él se silenciaría gravosamente el mundo de la caricatura porque Quino, como se le conocía en el orbe de la plasticidad gráfica, sin duda era un maestro en la relampagueante instantaneidad del dibujo humorístico.
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Es probable que ni el mismo Quino, ese ilustre humorista argentino, supiera cuántos dibujos realizó en sus casi nueve décadas de vida. Cuando celebró sus 70 años, la Editorial Lumen dio a conocer, al principiar el año 2002, el volumen Esto no es todo, que en un poco más de 500 páginas, en gran formato, reunió medio millar de impresionantes cartones de don Joaquín Salvador Lavado. La antología es la primera que se efectuaba al margen de su gran obra: Mafalda, que ya ha sido editada íntegramente, en 660 páginas, por la sudamericana Ediciones de la Flor.
En el breve prólogo del libro referido de la colección de su fino humor blanco, Esther Tusquets dice que uno de los desmedrados, patéticos y entrañables personajes de Quino le pregunta aterrado a su médico: “Por terrible que sea, quiero saber la verdad, doctor: ¿ser un ser humano es una enfermedad incurable?” Y alrededor de esta pregunta los dibujos de Quino, según Tusquets, no hacen otra cosa que dar vueltas sobre sí mismos.
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“Quino trata los temas más divertidos, aparentemente más diversos, en un amplísimo abanico del mundo en que nos ha correspondido vivir —dice Tusquets—, y puede considerársele, y de hecho es, un excepcional testigo de medio siglo de historia, un testigo irónico y lúcido, aunque no se nos proponga en ningún momento como imparcial, porque el autor ha tomado, en su vida y en su obra, abiertamente partido. Pero el humor de Quino no se agota, no versa siquiera, aunque trate temas como el futbol, la televisión o la gastronomía, en lo anecdótico o coyuntural. De ahí que este conjunto de su quehacer, realizado a lo largo de tantísimos años, difiera sin duda en el estilo (cada vez más sabio, más preciso, y a la par más suntuoso) pero mantenga en el fondo una inalterada coherencia y una sorprendente actualidad. El mundo de Quino se mantiene casi inalterado, y no sólo porque el mundo real haya realizado, en el campo que a él le importa, escasos progresos, sino porque el autor trata casi siempre de un tema difícilmente alterable: la condición humana, el absurdo, la grandeza, pero ante todo la miseria, de la condición humana, que apenas se ha modificado desde el tiempo de las cavernas hasta nuestros días”.
La selección ha sido exhaustiva. Excepto de su libro ¡Cuánta bondad!, de todos los numerosos otros hay por lo menos alguna muestra recogida. Y aunque el tomo es bastante generoso, no dejan de extrañarse (¡las arbitrariedades involuntarias a las que suelen someterse las antologías, qué remedio!) algunos dibujos que uno consideraría indispensables en la exposición final de don Joaquín Lavado, como ese magnífico e insuperable cartón —contenido en su libro Sí… cariño— donde una señora, de las burguesas insoportables que solía dibujar Quino como gigantas vanidosas, le dice a su esposo, enanuelo, sumiso, acomplejado, mientras ambos desayunan: “Cuando oigo de esos maridos irascibles y violentos que hasta llegan a pegarle a su mujer, agradezco al cielo que no seas uno de ellos. No me imagino a mí misma calmándote a bofetadas”.
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Pese a estas omisiones el volumen es, sin duda, excepcional. “Quino trata con humor —dice Tusquets—, pero también con acritud, del casi general fracaso de la relación de pareja, con los subsiguientes desamor, frustración y soledad; de los tragicómicos achaques de la vejez y la inevitabilidad nunca aceptada de la muerte (¿importa mucho que los achaques sean menos y los años de vida unos pocos más?); de la impotente lucha por mantener una individualidad amenazada incluso en el campo de los sentimientos (en una página genial vemos gran número de parejas, idénticas, esquemáticas y de espaldas, de una de las cuales brotan las palabras: ‘¿Cómo hacerle comprender al mundo que lo nuestro es maravillosamente distinto?’) en una sociedad implacablemente unificadora, aunque cabe preguntarse si tenían mayores posibilidades de plasmar su individualidad los esclavos del mundo antiguo y nuevo, los siervos de la gleba o los obreros del siglo XIX; la imperturbabilidad con que los poderosos de todos los tiempos pisotean a los desposeídos de todos los tiempos sin que se les mueva un pelo, y la torpe insistencia con que los humildes luchan por abrirse un rinconcito en el mundo; el disparate de la guerra; el desmedido papel que desempeña la burocracia; lo ridículo de la vanidad, la ostentación y el consumismo; la necedad y/o la maldad de los cerebros descerebrados que rigen el mundo; el desvalimiento profundo de parte, ¿o acaso de todos?, los seres humanos”.
Y es que la virtud de Quino no sólo es plástica, no sólo son sus dibujos pequeñas obras acabadas, detalladas hasta el mínimo gesto, sino también hay en él, como en muy escasos dibujantes humorísticos, una deslumbrante cualidad narrativa: muchos de sus cartones o historietas son perfectos cuentos cortos. Está una mujer, por ejemplo, consumida en llanto, los cigarros arrellanados en el cenicero, la copa en el suelo con sus cubitos de hielo, el teléfono en silencio, ella con tremendos lagrimones mirando el vacío largo de su sofá: “… ¡¡Pero lo que menos te perdono es que no estés precisamente cuando más necesito decirte que ya no te soporto!!”
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Hay una secuencia pesarosa: está el abuelo mirando el noticiario de la televisión, luego de lo cual se siente abrumado por lo que acaba de oír. Pero le viene una estupenda idea, que lleva a cabo de inmediato. Va por una mesa, con la sonrisa en la boca, pone encima un mantel, destapa un vino mientras dice a su esposa, la abuela, su hijo y nuera y nietos, que lo miran desconcertados: “¡Buéh!… Habiendo visto y oído el noticiero… y reflexionado hondamente sobre desocupación, corrupción, desmantelamiento de la sanidad pública, desnutrición infantil… racismo, atentados, destrucción ecológica, genocidios y demás aconteceres humanos… un servidor comunica a su familia que, por esta noche, ha decidido emborracharse en defensa propia. ¡Salud!”
Otra memorable escena: tres gorilas, y aquí sí que literalmente porque Quino ubica su dibujo en la época de las cavernas, rodean a un hombrecito y le preguntan: “Nosotros tener orden de respetar tus ideas, ¿qué pensar tú de gran jefe tribu?” Los protectores del jefe cargan severos mazos de piedra. El hombrecito responde: “¡Que ser bueno! ¡Gran jefe tribu ser bueno! ¡¡Viva gran jefe tribu!!” Lo dejan y continúan los guaruras su camino. Se acercan a otro ciudadano, igualmente pequeño: “Nosotros tener orden de respetar tus ideas, ¿qué pensar tú de gran jefe tribu?”, le preguntan. El ciudadano, envalentonado ante las palabras supuestamente liberales de los gorilas, responde, con la mano derecha levantada con firmeza: “¡Que ser un mamut!” No lo acababa de decir cuando es molido con los mazos de piedra. “Nosotros tener orden de respetar tus ideas —dice uno de los gorilas—, no tu persona”.
Y, bueno, no podía faltar en esta antología la mordacidad de Quino sobre los intelectuales: apreciamos a uno de ellos sentado cómodamente en la biblioteca de su casa, donde se vislumbran cientos de ideas encuadernadas y entre ellos diplomas, reconocimientos, medallas y fotografías suyas con presidentes de distinta ideología (se distingue por ahí incluso la suástica alemana). El intelectual, afable, con la mano en el pecho, nos explica cortésmente que él es de la tendencia que le digan, “que si algo me inculcó mi padre —recalca, democráticamente— es saber respetar la opinión ajena”.
Igualito que los queridos intelectuales mexicanos, enriquecidos con las culturas priista y panista, siempre respetuosos y displicentes, ejem, de la opinión ajena… a menos que los perjudiquen en el bolsillo, tal como en los tiempos actuales, donde ahora sí, a diferencia del pasado, desean debatir, enconados, hasta la mínima gestión que ni los incomoda ni les incumbe.