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Centenario de Ítalo Calvino

Una ciudad donde sus habitantes recuerdan a otras personas

Octubre, 2023

Nació el 15 de octubre de 1923 y partió de esta tierra el 19 de septiembre de 1985. Ítalo Calvino es, probablemente, uno de los grandes seductores de la literatura del siglo XX, y lo es, fundamentalmente, por su desbordada imaginación, por su lúcida y lúdica mirada, por la elegancia e ironía de su estilo. Calvino nació en 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba). A los dos años su familia regresó a Italia para instalarse en San Remo (Italia). Publicó su primera novela animado por Cesare Pavese, quien le introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. Murió en 1985 en Siena, a los 61 años, mientras escribía Seis propuestas para el próximo milenio. Admirado y querido mundialmente, en su obra el escritor italiano atravesó desde el neorrealismo y el género fantástico hasta la descripción de la realidad; asimismo, admiró y valorizó siempre a los clásicos. Ahora que se cumple el centenario de su nacimiento, Víctor Roura aquí lo recuerda.

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Las ciudades, tal vez, deberían ser como las de Ítalo Calvino: ensoñadoras, oníricas, hermosamente irreales. No lo que son: coléricas, inseguras, acaso inconscientemente impersonales. El que llega a Tecla, por ejemplo, poco ve de la ciudad, sino nada más empalizadas de tablas, abrigos de arpillera, andamios, armazones metálicas, puentes de madera colgados de cables o sostenidos por caballetes, escaleras de apoyo, esqueletos de alambre.

—¿Por qué se hace tan larga la construcción de Tecla? —pregunta el visitante.

Y los que viven en esa ciudad, sin dejar de levantar cubos, de bajar plomadas, de mover de arriba abajo largos pinceles, responden:

—Para que no empiece la destrucción.

Y cuando son interrogados sobre sus temores del resquebrajamiento de la ciudad apenas sean quitados los andamios, añaden con prontitud en voz baja:

—No sólo la ciudad.

Si, insatisfecho con la respuesta, alguien apoya el ojo en la rendija de una cerca para mirar qué hay más allá de los contornos ocultos (no es posible, finalmente, tanto afán laboral), lo único que va a observar son grúas que suben otras grúas, armazones que cubren otras armazones, vigas que apuntalan otras vigas.

—¿Qué sentido tienen sus obras? —pregunta el visitante—. ¿Cuál es el fin de una ciudad en construcción sino una ciudad? ¿Dónde está el plano que siguen, el proyecto?

Pero los trabajadores no pierden un minuto de su tiempo. No se distraen. Responden, casi inaudiblemente:

—Te lo mostraremos apenas termine la jornada; ahora no podemos interrumpir.

Tecla es una ciudad en permanente construcción, de modo que nunca puede ser destruida.

El escritor Ítalo Calvino

Así son Las ciudades invisibles (1972) del italiano, y aquí sí permítase la necesaria redundancia, Ítalo Calvino, nacido en La Habana hace un siglo, el 15 de octubre de 1923 por cuestiones laborales de su padre agrónomo en ese país latinoamericano, fallecido 61 años después en Siena, Italia, el 19 de septiembre de 1985. En sus invisibilizadas ciudades Calvino puso de personaje central a Marco Polo que narra y describe a Kublai Kan, el emperador de los tártaros, sus viajes y las increíbles 55 ciudades, todas ellas con nombre de mujer, que en ellas ha mirado. “Las mujeres, como las propias ciudades —escribe el español Daniel Múgica en el prólogo del libro, que Grupo Editorial Multimedios ha incluido en su colección ‘Millenium’—, enseñan lo externo y permiten al espectador, en la medida que les apetece, hurgar en su interior. Irene o Eusapia o Clarisa o Zenobia son arquitecturas imposibles y acaso, por la misma razón, como las mujeres, veraces. En literatura lo que no puede existir se puede ver. Ahí radica su grandeza”.

Por ejemplo, imaginemos a Armilla, aunque no podamos concebir su concreta ubicación geográfica: “Si Armilla es así por incompleta o por haber sido demolida —dice Calvino—, si hay detrás un hechizo o sólo un capricho, lo ignoro. El hecho es que no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos; no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las tuberías del agua que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: una selva de tubos que terminan en grifos, duchas, sifones, rebosaderos. Se destaca contra el cielo la blancura de algún lavabo o bañera u otro artefacto, como frutos tardíos que han quedado colgados de las ramas. Se diría que los fontaneros terminaron su trabajo y se fueron antes de que llegaran los albañiles; o bien que sus instalaciones indestructibles han resistido a una catástrofe, terremoto o corrosión de termitas”.

Sin embargo, no se puede decir que Armilla esté desierta (no se sabe, dice Marco Polo por intermediación de Calvino, si fue abandonada “antes o después de haber sido habitada”). A cualquier hora, “alzando los ojos entre las tuberías, no es raro entrever una o varias mujeres jóvenes, espigadas, de no mucha estatura, que retozan en las bañeras, se arquean bajo las duchas suspendidas sobre el vacío, hacen abluciones, o se secan, o se perfuman, o se peinan los largos cabellos delante del espejo”.

La explicación de Marco Polo a este bello cuadro, que más bien tiene mucho de espejismo, es la siguiente: “Ninfas y náyades han quedado dueñas de los cursos de agua canalizados en las tuberías de Armilla. Habituadas a remontar las venas subterráneas, les ha sido fácil avanzar en su nuevo reino acuático, manar de fuentes multiplicadas, encontrar nuevos espejos, nuevos juegos, nuevos modos de gozar del agua. Puede ser que su invasión haya expulsado a los hombres, o puede ser que Armilla haya sido construida por los hombres como un presente votivo para congraciarse con las ninfas ofendidas por la manumisión de las aguas. En todo caso, esas mujercitas parecen contentas: por la mañana se las oye cantar”.

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Incansable viajero, Marco Polo, según Calvino, conoció verdaderas maravillas de ciudades, como Leonia, que se “rehace a sí misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas todavía sin abrir, escuchando los últimos sonsonetes del último modelo de radio”. En las aceras, “envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro de la basura. No sólo tubos de dentífrico aplastados, lamparillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje sino también calefones, enciclopedias, pianos, servicios de porcelana: más que de las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder su lugar a las nuevas. Tanto, que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien expulsar, apartar, purgarse de una recurrente impureza”.

Nadie sabe, ni nadie se lo pregunta, dónde diablos llevan los basureros su carga de todos los días: “Fuera de la ciudad, está claro; pero de año en año la ciudad se expande y los basurales deben retroceder más lejos; la importancia de los desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un perímetro cada vez más vasto”.

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Quizá la ciudad más, ¿cómo adjetivarla?, quimérica (y no sé si sea ésta la palabra adecuada para tal arrebato imaginativo) sea la de Adelma por su infinita recordación de los seres queridos: un hombre es un hombre es un hombre. “En el muelle, el marinero que atrapaba al vuelo la amarra y la ataba a la bita —dice Calvino que dice Marco Polo a Kublai Kan— se parecía a alguien que había sido soldado conmigo y había muerto. Me turbó la vista un enfermo de fiebres acurrucado en el suelo con una manta sobre la cabeza: pocos días antes de morir, mi padre tenía los ojos amarillos y la barba hirsuta como él, exactamente”.

Era una ciudad donde sus habitantes recordaban a otras personas. “Si Adelma es una ciudad que veo en sueños —pensaba el visitante—, donde no se encuentran más que muertos, el sueño me da miedo. Si Adelma es una ciudad verdadera, habitada por vivos, bastará seguir mirándola para que las semejanzas se disuelvan y aparezcan caras extrañas, portadoras de angustia. Tanto en un caso como en el otro, es mejor que no insista en mirarlos”.

Pero Adelma era, probablemente, la ciudad “a la que uno llega a morir y donde cada uno encuentra a las personas que ha conocido”. Era, asimismo, una señal de que el visitante también estaba, ya, muerto. ¿Trátase Adelma del mismísimo Paraíso?

No me puedo imaginar una ciudad habitada por todas las amantes que el visitante ha amado en su vida, y que lo volvieran a amar tumultuosamente. Imposible ciudad… por desgracia. Aunque, quién sabe, tal vez Marco Polo dio con ella… pero la calló por rubor.

*Nota bene: el dibujo de Giulia Rossi, que ilustra la portada de este texto, ha sido tomado del libro Lo scoiattolo della penna de Giorgio Biferali.

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