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La imparable carrera con el balón del gran virtuoso

Y, al final, resultó que Maradona no era eterno. Que el resuello y las fatigas que trotaban a su lado tanto en los momentos cúspide de su carrera deportiva lo mismo que en sus más lastimeros momentos de crisis financieras, legales, políticas y, sobre todo, respecto a su endeble cuerpo, disminuido y craquelado por las múltiples lesiones, por las infiltraciones para mantenerse en la cancha, por la cocaína y el alcohol, por su disipada vida nocturna, por su actividad siempre frenética y al límite. Sobrevivió a varias muertes sucesivas, a estados de coma, infartos, choques hepáticos e incluso, recientemente, a un colapso y a una caída que le implicó una fractura de cráneo. Sus amigos, familia y seguidores, ya acostumbrados a estas crisis recurrentes, no se dejaron llevar por la angustia. Pero ocurrió el infarto y la muerte de la estrella absoluta argentina tomó al mundo por sorpresa y la mente colectiva comenzó a recolectar memorias e incluso a embellecer algunas o satanizar otras. Aquí, una serie de elucubraciones personales en torno a su rechoncha y genial figura.


Trátese de una pelota de goma o de caucho, sólida o rellena de aire; puede ser un balón confeccionado con tela enredada o de uno profesional, de gajos o hilvanado por una veintena de pentágonos y otra docena de hexágonos de cuero; o inclusive de un objeto cualesquiera —un vaso, un corcho, una tapa, un bidón—; resulta imposible censurar en nosotros —sí, a cambio, en rival— la absoluta inercia que inflama al jugador de futbol para impulsar cualquier objeto que le sirva de juguetona esfera para atravesar la línea de meta trazada en cal sobre el piso junto con los tres postes cuadrangulares de la portería: esa pared invisible trazada mentalmente en el espacio que, al ser superada, rota, mancillada, significa la anotación, el gol, el objetivo final —no por nada, aquella palabra que todos gritamos, sin importar nuestro idioma natal, refiere a la inglesa goal: el objetivo, la meta, la diana, la culminación ideal de toda jugada, la finalidad de todo ataque y del juego mismo—. Porque sin el gol no podría explicarse la pasión, la tensión, la ansiedad, la angustia, la gloria ni la apoteosis, esencia misma del balompié.

Alejandro Ojeda, quien trabajaba para El Heraldo de México, fue el único fotógrafo que capturó el momento en que Maradona tocaba el balón con su mano izquierda.

Hoy, contra los ingleses, hasta con la mano

Se trate incluso de la mano izquierda agazapada detrás de una ensortijada y salvaje cabellera negra, de una extremidad semioculta a la vez que furiosa, invisible de tan rápida, indistinguible de tan audaz, irreprochable por ser ese puro instinto, ante el gigantón Peter Shilton (y su número 1 en la espalda) que se dispone a despejar con el puño y toda la certeza de sus seis pies y una pulgada ante la licenciosa osadía del metro con 65 centímetros del virtuoso y canchero centrocampista de la selección argentina, Diego Armando Maradona (con su histórico 10), con sus 20 centímetros menos de estatura —y sin estarle permitido el uso de los brazos, a diferencia del portero—, luego del furioso y veloz embate que le permitió driblar a tres ingleses por fuera del área chica, antes de intentar pasar la pelota al delantero, Valdano (11) y que el defensa Hodge (18) despejara hacia su propio portero, en un globo aparentemente seguro.

Pura gana de anotar, sí. Purísimo deseo de que la esfera atraviese ese rectángulo imaginario de colosales 17.86 metros cuadrados y de gritar hasta el desmayo por la anotación, por ese gol que contradecía las reglas del juego pero también las leyes de la física de los cuerpos, pero no el mandato principal: buscar la victoria por encima de todo, incluido ese reciente concepto del juego limpio, ese Fair Play que incluso se entrega como premio anodino en este competitivo deporte.

Ese gol que debió anularse por flagrante violación de las normas del juego —aunque en estricto cumplimiento del mandato mayor: es un deporte en el que sólo se gana con anotaciones— pero que no fue sancionado por el permisivo cuanto inoperante árbitro tunecino Ali Bin Nasser (también escrito como Bennaceur en francés) —quien sigue culpando al abanderado búlgaro Bogdan Dotchev de no haberle marcado la trampa—, ocurrido a los 6 minutos de la segunda mitad del partido por los cuartos de final de la Copa Mundial de México correspondía al prodigio de la sirvengüenzada, al triunfo del canalla, al logro canchero al que todos hemos aspirado cuando se trata de marcar para ganarle al adversario, al opuesto, a ese otro.

La prueba irrefutable, curiosamente, la consiguió ese soleado y en extremo caluroso mediodía del domingo 22 de junio, en un Estadio Azteca repleto de espectadores —según cifras oficiales había 114 mil 500 asistentes—, un fotógrafo mexicano acreditado ese día, Alejandro Ojeda Carbajal, quien publicó sus negativos en el antiguo El Heraldo de México, y descubre, con puntillosa puntualidad, el brazo en alto del jugador argentino adelantándose al puño directo con el que el portero de Inglaterra despejaría sin mayor problema ese balón flotante. La imagen no sólo dio la vuelta al mundo y se publicó en innumerables diarios internacionales sino que le mereció el Premio Nacional de Periodismo y de Información el 8 de junio de 1987, aunque la misma placa aparezca en el acervo del banco de imágenes Getty Images, acreditadas al elusivo inglés Bob Thomas, junto con un par de placas más que le convierten en un ser ubicuo, pues están tomadas desde distintos ángulos del graderío.

La corrida de la historia

Pero esas inmanentes leyes que impelen a todo jugador al gol, bien sea en improvisadas cofradías u oficiales competencias, funcionaron de idéntica manera tan sólo cuatro minutos más tarde y con el mismo protagonista, aunque no en oprobiosa infracción —la regla 12 manda reanudar con tiro libre directo al equipo adversario, de acuerdo al International Football Association Board— sino en virtuosa confirmación del talento.

Inglaterra se empeñó en empatar casi inmediatamente, pero el mismo mitológico capitán gaucho recibió un sencillo pasecito de Héctor “El Negro” Enrique (12), unos metros detrás de la media cancha, el pistón que era fue girando, pisando la pelota, acelerando, hasta tornarse un tren en imparable marcha, eludiendo los voluntariosos aunque torpes intentos de Beardsley (20) y de Reid (16), para metros adelante quitarse a Butcher (6) con un simple cambio de dirección y evitar el infructuoso golpe con el brazo con el que Fenwick (14) intentó pararlo —antes sólo lo consiguió con una barrida de tarjeta amarilla y con un puñetazo—, para acabar amagando a Shilton (1) y recibiendo una plancha fracturadora de tobillo derecho por parte del propio Butcher —no por nada su apellido ha de traducirse como carnicero—, luego de mantener como meros espectadores impávidos y asombrados en el inicio a un impasible y distante Hodge (18) —sí, el mismo que levantó el balón hacia Shilton y que intercambiaría su camiseta con la del 10, el propio verdugo de su selección— que le siguió a paso cansino y luego a Stevens (2), que sólo pudo abrazar el poste al finalizar su fútil carrera —de 60 metros recorridos en 10.6 segundos—, ya con el balón adentro de las redes.

Cierto, la velocidad y dominio del Diego le permitieron evitar al menos tres patadas arteras cuanto durísimas e, igualmente, un golpe con el brazo en su recorrido triunfal, en su consagración en lo que ha sido considerado “El gol del siglo” así como el más importante logrado en una Copa del Mundo, en una encuesta realizada por la Federación Internacional de Futbol Asociación (fifa, por sus siglas en inglés), mientras que el permisivo cuanto inoperante árbitro tunecino Ali Bin Nasser (también escrito como Bennaceur en francés) le otorgaba, una y otra vez , la ley de la ventaja para proseguir su corrida hacia las leyendas mundialistas.

También resulta cierto, que en el origen de la jugada, el mediocampista inglés Glenn Hoddle (4), había recibido una fuerte falta de barrida por parte de su par argentino, el barbado Sergio Batista (2), que tampoco concedió y que hubiese supuesto la cancelación de tan trascendental maniobra personal, en la que jamás logró articular una asistencia a los delanteros Burruchaga (7) y Valdano (11), que le acompañaban en una carrera en paralelo, misma que distrajo a la defensa rival. (el otro juez de línea que intuyó aunque no vio la mano, el tico Berny Ulloa, mantuvo un curioso altercado con el Diego, al que obligó a colocar de nuevo el poste y el banderín de esquina que había arrancado en un cobro a los 34 y medio minutos del encuentro, por lo demás intrascendente)…

“Y que dios me perdone lo que voy a decir: contra Inglaterra, hoy, aún así, con un gol con la mano, ¡qué quiere que le diga!”, diría el relator estrella de Sudamérica, el uruguayo Víctor Hugo Morales, para la Radio Argentina, visiblemente trastornado por esa anotación de la ventaja definitiva, que le despojó de toda técnica de locución profesional para convertirle en otro aficionado gritando con el alma en la garganta “la corrida memorable” de su “siempre Maradona”, confesando sus ganas de llorar, agradeciendo a Dios por el futbol, por el genio del futbolista y por las lágrimas, pero asimismo confesando lo que buena parte de los presentes advirtieron en el primer gol, para que “el país sea un puño en alto gritando por Argentina”, en lo que bautizó de manera instantánea y premonitoria como “la jugada de todos los tiempos”.

De paso, y aunque todos los protagonistas de aquel match lo nieguen, el gran escaparate del Mundial sirvió como una revancha nacionalista ante la ominosa derrota del ejército argentino tras la pretensión de la sangrienta y despiadada Junta Militar —de Videla, proveniente del Ejército; Massera, de la Armada, y Agosti, de la Fuerza Aérea— para reclamar las islas Malvinas al Imperio Británico —ese que comenzaba a implementar las políticas neoliberales de la Mano de Hierro de su primer ministro Margaret Tatcher—, en una guerra de 74 días que muy pronto les condujo a la capitulación, un poco más tarde al término de la dictadura y que preservó las Falkland Islands para la monarquía parlamentaria europea. Pero en el verde pastizal, rodeados de cámaras y una ciclópea masa circular de concreto, el balompié reivindicó lo que la milicia no pudo: un cierto honor más allá del resultado de la competencia deportiva, sin más armas que el talento, la volición y el uso exacto del pié y la mano izquierdas —que años más tarde sería la bandera ideológica que abrazaría el ídolo.

Indudablemente que el futbol no es una ciencia exacta sino un apasionado ejercicio de la contradictoria condición humana.

La mítica jugada… / Ilustración: Harun Tekdal.

Con tan sólo un pase

Tan intenso fue el encuentro, que el triunfo contra Bélgica en la semifinal e incluso el disputado partido final, no quedaron tan grabados como difíciles en la memoria de los campeones. Ante el mejor arquero de la competencia, el belga Jean-Marie Pfaff, Diego lograría dos goles singulares, entrando a toda velocidad al área y tocando con suavidad para dejarle inerme. Y con Alemania, ya no podría aumentar su conteo goleador —que quedaría en 5, uno menos que el goleador inglés Gary Lineker—, sin embargo, la marcación personal del talentoso centrocampista Lothar Matthäus bajó los decibeles en los que se había desempeñado el Diez argentino. La victoria casi cierta, erigida con dos tantos de Brown al minuto 22 y de Valdano al 56, se vieron colapsadas en sendos saques de esquina por parte de Rummenige al 74 y de  Völler al 81. Los teutones se lanzaron, confiados y con más resto físico, hacia el triunfo. Pero muy pronto, en un intercambio de balonazos al aire en media cancha, todo se resolvió en un instante, un par de minutos más tarde. Argentina mantenía una premonitoria certeza por el triunfo, pese a que el momento del partido advertía otra cosa, cuando un pase de cabeza de Cuciuffo (9) a Maradona, rodeado por el capitán Rummenige (11), además de Matthäus (8) y Brehme (3), aprovechó el bote del balón para lanzar un pase a Burruchaga (7), que en una carrera de 40 metros acabaría venciendo al guardameta Harald Schumacher (1), a una distancia imposible para un poderoso atleta como Briegel (2), que lo alcanzaría con el brazo apenas en el momento del tiro, en tanto un desesperado Förster (4) corría a la distancia. Ese soleado mediodía del domingo 29 de junio, en el Estadio Azteca repleto de espectadores —según cifras oficiales había 114 mil 600 asistentes—, Diego Armando Maradona, conformó su leyenda en esas dos horas como la más grande figura de todas las estrellas que han desfilado en los mundiales, la más definitiva, la más solitaria. El hombre que logró dar una Copa del Mundo a su país y recibir una tumultuosa bienvenida en el aeropuerto de Ezeiza y así como en la Casa Rosada, en un festejo indescriptible e irrepetible.

Los tantos sobrenombres

El Pibe de Oro que formó parte protagonista de la Selección Sub-20 albiceleste que logró, por primera vez en su historia, la Copa Mundial de Futbol Juvenil de Japón 1979 , mereciendo el Balón de Oro al mejor jugador y el Botín de Plata al segundo goleador. El Pelusa como fue bautizado en el seno familiar por su cuerpo de recién nacido cubierto de vellosidades —contrario a la creencia popular del origen en su ensortijada y abundante cabellera—. La estrella de nueve años de los pibitos menores de 14 años que conformaron Los Cebollitas, aquellas entrañables fuerzas básicas del Argentinos Juniors de los nacidos en 1960 y con las que, además de ganar 136 partidos consecutivos, ya había marcado goles premonitorios a los que hiciera contra Inglaterra —con la mano y eludiendo a cuanto rival tuviera enfrente—, para acabar debutando en el club de los “Bichos Colorados”, en el que permanecería cuatro años y cuyo estadio, en el barrio La Paternal, ahora lleva su nombre.

Curiosamente El Diez no siempre portó ese número con el que tanto se le identifica a su espalda: con Argentinos Juniors inició su carrera profesional con el 16 y no sería sino algunas semanas después en que luciría el 10, del que se adueñó a inicios de 1977 y que ya mantendría en sus dorsales a su paso por el Boca Juniors (1981-1982 y 1995-1997), el Barcelona (1982-1984), el Nápoles (1984-1992), el Sevilla (1992-1993) y con Newell’s Old Boys (1993-1994), además, claro está, de que fue dueño indiscutible de dicho dorsal en la Selección Argentina. Y de su emblemático número, vino el de Diegol, pues aunque ocupara el mediocampo, también contaba con una gran dosis como anotador, con 259 dianas en 491 partidos con sus clubes además de las 34 anotaciones en 91 encuentros en la Selección Mayor y 14 tantos en 29 apariciones con la Sub-20.

Su portentoso segundo gol en contra de los ingleses también le dejó el sobrenombre de Barrilete (papalote en México) Cósmico, tal y como constatamos —y volvemos a citar— en la enorme narración del mejor gol de la historia por parte de Víctor Hugo Morales y el previo lo identifica como el de la Mano de Dios —tal y como declararía ante la prensa internacional al finalizar el encuentro —una dosis que repetiría, cuatro años más tarde, ante los soviéticos en el estadio San Paolo, al evitar un gol en su portería que los dejaría eliminados en Italia 90, tras un partido inaugural perdido ante el Camerún del gran Francois Omam-Biyik y su salto imbatible que anotó el gol del triunfo, pero también ante el mundo entero.

Incluso fue D10S tras el furor entre los aficionados enardecidos por su brillante y luminosa actuación en México 86 y como controversial subcampeón de la nublada y tacaña Copa Mundial de Italia 90, en cuya semifinal dejó fuera nada menos que al equipo nacional italiano, los azurri, en la tanda de penaltis, nada menos que en estadio de San Paolo, sede del Nápoles, un equipo de media tabla también conocido como gli azzulli que comandó para obtener dos campeonatos italianos —llamados Scudetto, en 1987 y en 1990—, además de dos copas consecutivas de la uefa, en 1988 y 1989, que desataron una enardecida fe por su figura en aquella ciudad del sur de Italia —especialmente de la provincia Campania—que tornó en uno de los clubes relevantes de la serie A del Calcio italiano, al lado de los brasileños Careca y Giordano. Incluso tiene una capilla para el culto de la Iglesia Maradoniana, confesión laica fundada en 1998 tras el retiro del deportista, en la provincia argentina de Rosario, en el barrio de La Tablada, con mandamientos y oraciones propios y que reúne a miles de feligreses por Italia, España, Paraguay, Perú o Brasil.

Italia 90, el espejo del 86 a la inversa

En la siguiente Copa del Mundo, la de Italia 90, los vigentes campeones tendrían un arranque incierto y su líder y capitán una actuación más discreta, pero no exenta de puntos destacados. Esta ocasión, el 13 de junio, sería ahora el árbitro sueco Erik Fredriksson el que dispensó una segunda mano al astro albiceleste-napolitano en el San Paolo, cuando un tiro de esquina fue rematado por Oleg Kuznetsov hacia la portería, al que el recién ingresado Sergio Goycochea (12) —tras la fractura de tibia y peroné del titular, Nery Pumpido—, evitó la anotación, confirmando la impunidad y picardía de Maradona, en lo que sería rápidamente definida como la impune segunda “Mano de Dios”, ante los oídos sordos de los indignados soviéticos.

Una derrota y dos empates le significaron un mediocre avance a la siguiente ronda como tercer lugar de grupo B de los argentinos, que eran vistos casi como seguros derrotados ante el primer lugar del grupo C y eternos rivales de confederación, Brasil, invictos y ganadores de sus tres juegos previos y uno de los candidatos al título indiscutibles. En efecto, el juego fue completamente dominado por los verde-amarela, quienes se cansaron de fallar ante la portería rival de un equipo totalmente dominado pero no sometido. Así fue como en uno de las pocos avances, ya casi al final del segundo lapso, el incomparable nivel de Maradona, su fuerza y dribling brillarían de nuevo, aunque fuere sólo una jugada, por sólo unos cuantos segundos, al avanzar en medio campo frente a Alemao (5) y a Dunga (4), que le marcan férreo pero sin atreverse a pararlo con una falta. Su carrera, ya sin la velocidad de cuatro años antes y con el tobillo infiltrado para permitirle una mínima movilidad, acabará encallando entre y rodeado entre cuatro brasileños: Gomes (3), Barreto (19), Galvao (21) y Branco (6). No habrá posibilidad de eludirlos y quitarse al portero pero sí la de pensar en equipo. Mientras le asaltan los rivales, decide tocarla suave hacia la izquierda, donde un velocista rubio de cabello desordenado, Claudio Paul Caniggia (9), su nuevo delantero acompañante, habrá simplemente de quitarse a su tocayo de nombre y color de pelo, el arquero Taffarel (1), para que la víctima propiciatoria acabe echando al odiado rival, en su primera victoria en la máxima competencia de la fifa.

Todas esas circunstancias fortuitas: las manos ignoradas, los quiebres y fintas ante los rivales, el avance hacia la final, la mentalidad de campeonato, acabará padeciendo ante el mejor equipo del campeonato, los alemanes. El equipo que sucumbió ante la imbatibilidad albiceleste del 86 ahora cambia los papeles y no sólo será el gran favorito y el dominador absoluto en el partido final en el estadio Olímpico de Roma, el domingo 8 de julio, Logrará anular a la estrella absoluta de la época y desarticulará el ataque de una selección que llegaba con serias bajas, entre ellas la del propio Caniggia, el goleador necesario en el instante preciso. Si bien se recuerda y se sigue discutiendo el penalti marcado tras la barrida temeraria de Sensini (17) ante Voeller (9) pero no suele tomarse en cuenta el previo empellón con el brazo sino sólo la pierna que busca despojar del balón al delantero, tras el rápido pase de Matthäus (el 10 más talentoso ese día en la cancha), en una final que tuvo al menos otras tres faltas dentro del área no marcadas por el uruguayo-mexicano Edgardo Codesal, una de ellas para los sudamericanos, con el que el defensa Brehme (3), batió al destacado atajapenales en que Goycochea se había transformado durante la competencia.

La copa efectuada en la tierra adoptiva de Maradona, pese a que le significó otra final, ahora estuvo repleta de sinsabores, de amarguras y de limitaciones físicas. Fue el otro lado del espejo de aquella gloria, la siguiente versión de la historia en la que la Manschaft emergía victoriosa ante los albicelestes.

Diego no lo sabía en ese momento, pero era el principio del fin. / En la imagen, le acompaña Sue Carpenter.

Expulsado del paraíso

Ya desde ese campeonato impensable,  Maradona se sentiría —y sería— perseguido por la nomenklatura de la fifa, no sólo por externar que su equipo habría sido cazado por los árbitros para impedirle el triunfo en Italia, sino porque iniciaría sus denuncias en contra del corrupto organismo que finalmente lo expulsaría y denigraría en la siguiente Copa del Mundo en Estados Unidos 94, en la que sería expuesto en su gran debilidad: la adicción a la cocaína adquirida desde sus años en Barcelona y que no le otorgaba ventajas competitivas, ¡al contrario, las trasnochadas, las fiestas, las adicciones le disminuyeron deportivamente! Pero ese recorrido de la mano de una enfermera alta, ataviada de blanco y con una larga coleta al viento detenida por un listón verde, que le condujo al fatídico examen de orina en el que dio positivo a la efedrina y cuatro derivados de la sustancia, el 25 de junio de 1994, tras el triunfo argentino ante Nigeria, iría acompañado de un hachazo a sus aspiraciones por una tercera final y un segundo título mundial. “Me cortaron las piernas”, se lamentaría el Diez, tras conocerse su expulsión de la competición. Sue Carpenter quizá no sabría que la liviandad con la que dio la mano al ídolo y lo sacó de la cancha sería el retiro formal del Diego de su selección y la mediática expulsión por 15 meses del futbol profesional. (Ya en marzo de 1991 había dado positivo a cocaína en Nápoles, tras un juego contra el Bari, lo que acarreó 15 meses de sanción y todavía habría un tercer positivo, en agosto de 1997, en Boca Junior, lo que determinó el fin de su carrera como futbolista).

Renacimiento y final

El cambio del milenio le halló totalmente separado del deporte —si bien con algunas actividades relacionadas a la representación y a la promoción—, y con terribles secuelas en el organismo, por lo que las siguientes batallas fueron contra las adicciones, contra el sobrepeso, la hipertensión y las arritmias que lo aquejaban y lo dejaron al borde de la muerte. Distintos tratamientos de salud en Uruguay, Cuba —donde radicó largos años—, Colombia y la propia Argentina, le condujeron a periodos de recuperación así como de desintoxicación, seguidos por otros de tremendas crisis, en un péndulo mortal que iba ampliándose con el tiempo.

Entre esas crestas terribles y valles de tranquilidad, Maradona se convirtió en un entrenador, una profesión en la que pudo extender algunas de sus maravillosas capacidades como jugador. Así logró conducir como primerizo a una Selección Argentina en el proceso rumbo al campeonato de Sudáfrica 2010, ya contando con el siguiente gran emblema nacional, el rosarino Lionel Messi, su tan advertido sucesor en la grama y bajo su comando, en lo que parecía una combinación precisa para un hito histórico y emblemático hasta que, tras un paso imbatible de cuatro juegos seguidos —incluido el doloroso partido contra México, con un categórico 3-1—, la albiceleste enfrentó al rival que venció en la final del 86 y que lo había vencido ya en la final del 90 y en los cuartos de final en 2006: Alemania habría de eliminarles por goliza, con un apabullante 4-0. De nuevo, la ensoñación acabaría con un tremendo golpazo.

Así, llena de altibajos, transcurrió la existencia del que fuera un gran activista vocinglero, autoproclamado izquierdista, procubano y amigo cercano de Fidel Castro, pero también del indígena boliviano Evo Morales y del general bolivariano y venezolano Hugo Chávez, de posturas políticas transparente y no exentas de contradicciones y maniqueísmos, que acudía a congresos altermundistas y apoyaba reuniones anti neoliberales.

Pero incluso en el deporte fue el único miembro del equipo que se atrevió a confesar entre risotadas que los bidones, que compartieron con los rivales brasileños en aquel partido heroico, contenían calmantes que marearon a Branco y aceptar a regañadientes que la mano ante Inglaterra no fue la de Dios, sino la suya. Fue el hombre que lo mismo dominaba el balón con maestría en los entretiempos de los partidos que calentaba en Nápoles al ritmo del “Life is Life”, de Opus, que no renegaba de la fiesta y se mostraba como un consumado bailarín de cumbias y sones afroantillanos.

Era la estrella absoluta que te aceptaba una caja de golosinas populares como las Bananita Dolca, quizás en recuerdo del infante que fue —y que le hizo concederle entrevista a mi amigo Darío Gabriel Rosemblat para la revista Fuera de Hora—, mientras entrenaba al equipo Al Fujairah en Dubai. El mimado crack que volvió de Nápoles para ajustarse a las austeras condiciones, casi monacales, que el obsesivo y perfeccionista director técnico Carlos Salvador Bilardo les hizo vivir primero en la pretemporada de su selección en el humilde Tilcara, en la provincial Jujuy, al norte de Argentina, a 2 mil 465 metros de altura sobre el nivel del mar —incluso por arriba de los 2 mil 250 metros de la Ciudad de México, donde disputarían la copa mundial—, y luego durante la concentración en el país sede, en la casa-club del América —cuentan que la estrella madridista Valdano hubo de dormir con un cajón en los pies, ya que éstos rebasaban el sencillo catre de las habitaciones de ladrillo—, donde acabaron dando la vuelta olímpica ya que no pudieron hacerlo en medio del caos del Estadio Azteca.

También fue ese prodigio de técnica y corazón que nos dejó marcados a quienes vivimos aquel México 86, el mes veraniego de la mascota Pique; el de la Chiquitibum en los comerciales de la cerveza Carta Blanca; el de los silbidos al tecnócrata priista Miguel de la Madrid; el de “Hugo es un Tarugo” luego de que falló un penal de último minuto ante Paraguay; el de las magníficas fotos oficiales de Annie Leibovitz; el del Salón Corona —cuando sólo existía el expendio de Bolívar, claro está—, vuelto mítico gracias a la foto lo menos oficial posible pero tan poderosa que le dio la vuelta al mundo de la autoría de Fabrizio León Díez —sí, justo cuando Hugo falló el penal—; el de mi profesora de literatura preparatoriana Ana Tissera dando claxonazos enloquecidos por Paseo Colón en una ciudad de Toluca abúlica ante el mundial años antes de Saturnino Cardozo; y, principalísimo protagonista de esa final enloquecida entre Europa y América, en que no anotó pero cuyo genial pase desde media cancha permitió el gol-gana y también del inolvidable “Uno” en voz de otro che inmortal como Carlos Gardel con que atinadamente se sonorizó el resumen de su triunfo en Los protagonistas de José Ramón Fernández y del extinto Imevisión. Quizás el futbolista que desató más canciones —la pegajosa del cuarteto Rodrigo Bueno, además de Andrés Calamaro, Los Pericos, Fito Páez, Mano Negra, Ataque 77, y un larguísimo etcétera—, películas —de Marco Risio y Emir Kusturica y Asif Kapadia, entre ellas—, pinturas, escenas de Anime, programas de debate, pilas de libros y revistas, remeras y sellos, calcomanías y esténcil, llaveros y gorras.

En fin, tras birlar tantas veces a la muerte, Diego Armando Maradona Franco fue finalmente alcanzado en su casa Tigre, el 25 de noviembre pasado. Ahí, de manera poco clara, terminaron los días del extraordinario futbolista nacido en un hogar humilde en el hospital de Lanús, el 30 de octubre de 1960, parte de una familia de la colonia de Villa Fiorito, repleta de casas sin drenaje y con piso de tierra, un jugador surgido del potrero que llegó a las canchas más lujosas en las que se le recibía con pasmo y deferencia.

Un infarto nos despojó de este referente mundial de virtuosismo y rebeldía únicos, de vida transitada a toda velocidad y sin freno, que acabó por consumírsele con sólo 60 años que parecieran traducirse en varios siglos de manera tan increíble que es una noticia de esas que no se procesan, ni siquiera leyéndola en la portada del Página/12 alcanzo a creerla…

Y es tan lamentable, aunque el Diego nos viva siempre en la memoria.

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