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Mis cenas con los cineastas

El pianista y periodista cultural rememora dos pasajes de su larga trayectoria, y evoca dos momentos precisos relacionados con la otra de sus pasiones: el cine.


Alberto Zuckermann


Desde los años cuarenta México pasó a ser la meca del cine latinoamericano no sólo por la cantidad de películas que se hacían sino también por atraer a figuras del cine de Sudamérica, no nada más actores sino directores y técnicos, actividad que fue disminuyendo a mediados de los años sesenta.

Sin embargo, a inicios de la siguiente década, con el presidente Luis Echeverría y la designación de su hermano el actor Rodolfo Echeverría —mejor conocido como Rodolfo Landa— como director del Banco Nacional Cinematográfico, el cine recobró su impulso con el gran apoyo económico estatal.

En aquel entonces vino a México el cineasta chileno Raúl Ruiz huyendo del golpe al gobierno de Salvador Allende. Con el apoyo de un paisano bien establecido en el país (V. Pimstein) empezó a colaborar en el desarrollo de la industria de la televisión mexicana. Ahí, en los pocos meses que estuvo, hizo algunas series y telenovelas hasta que, por diferencias con su paisano, éste le metió el pie en la televisora de la familia Azcárraga, quedándose sin trabajo. Raúl optó por irse a Francia exiliado, con una mano atrás y otra adelante.

En París, por amistad con el famoso actor francés Daniel Gélin, hizo un controvertido filme sobre la situación y actitudes de sus paisanos en su nueva condición, mismo que intitulara Diálogos de exiliados (1974).

Como su vocación fílmica no iba por ahí, es decir los temas políticos, optó por otro camino como realizador, lo cual lo llevó poco a poco a la merecida fama. Allá por 1975 lo conocí en París, ya que yo programaba la sala de cine Studio L’Etoile, donde exhibíamos su película sobre los exiliados. Me invitó a cenar y fui a su pequeño departamento allá por el Metro Picpus, una zona proletaria. Tuvimos una sencilla mas deliciosa cena basada en caldo con carne de res y tuétanos, pan y un vino beaujolais. Yo llevé un pastel.

Ahí supe de sus andanzas en México y de que le hubiera gustado quedarse a filmar alguno de sus proyectos. Él aún no imaginaba, ni yo, lo exitosa y prolija que iba a ser su carrera en Europa. Filmó nada menos que una parte de la célebre novela de Proust: En busca del tiempo perdido. Raúl falleció en París el 19 de agosto de 2011.

Miguel Littin llegó a México a raíz de los terribles acontecimientos en Chile con el golpe de Pinochet. Era un cineasta militante de la Unidad Popular. Aquí ya se había exhibido su primer largometraje, el logrado filme El chacal de Nahueltoro. Su cine, de marcado tono político de izquierda, me pareció desde entonces influenciado por el cineasta griego Costa Gavras.

No sé si cuando llegó a nuestro país ya traía el guión de Las actas de Marusia (1975) o si aquí lo preparó, el hecho es que convenció a Rodolfo Landa de apoyarlo y vaya que lo hizo. Le trajeron al famoso actor italiano Gian Maria Volonté para encabezar el reparto, la música estuvo a cargo de Mikis Theodorakis, la fotografía de Jorge Stahl Jr. Recuerdo esas complicadas escenas llenas de polvo en la llanura donde por momentos poco se definía la imagen, le trajeron miles de extras como se acostumbraba en las películas soviéticas de entonces. Por recursos no pararon.

Sin embargo, la película no tuvo éxito de taquilla y fue parte de los proyectos faraónicos de Rodolfo Landa que no lograron el reconocimiento esperado.

A Littin lo conocí en la Cineteca Nacional cuando fui funcionario ahí. Recuerdo una cena en el departamento del también cineasta Arturo Ripstein. Esa noche ambos por supuesto discutieron de cine y con sus enfoques tan opuestos no coincidieron en casi nada. Ahí yo busqué situarme en un punto medio y no tomé partido por ninguno. Littin regresó a Chile a principios de los noventa, donde ha continuado su activa carrera.

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