Heriberto Frías: narrar las miserias más miserables
En este 2020 se cumplieron 150 años del natalicio de don Heriberto Frías, nacido en Querétaro el 15 de marzo de 1870 y muerto 55 años después en la Ciudad de México, el 12 de noviembre de 1925.
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2020, el año que termina, ha sido un escenario de muerte a causa, básicamente, de la imprevista pandemia (¿pero acaso hay pandemias que pueden preverse?), miles de fallecidos por esta epidemia contagiosa, sumándose a ella lamentables e inesperadas muertes de decenas de artistas que han partido silenciosamente, sin hacer ruido alguno, sólo resquebrajando el corazón de quienes los conocíamos.
Pero a esta crisis mortuoria agregamos, periodísticamente, un incompleto catálogo de aniversarios de escritores que, por esta misma situación oscura de la emergencia sanitaria, pasaron inadvertidos o no fueron lo suficientemente recordados como quizás en otra situación hubiesen sido relevantes, como el 160 aniversario natal del ruso Chejov (29 de enero), o la conmemoración número 170 del natalicio del francés Honorato de Balzac (18 de agosto), o el 90 aniversario luctuoso del inglés David Herbert Lawrence (2 de marzo), o el octogésimo año mortuorio del ucraniano Mijaíl Bulgákov (10 de marzo), o el 120 aniversario natal del francés Antoine de Saint-Exupéry (29 de junio), o la septuagésima conmemoración de la muerte del británico, nacido en la India, George Orwell (21 de enero), o el décimo aniversario mortuorio del portugués José Saramago (18 de junio), o el primer cuarto de siglo de la partida del alemán Michael Ende (28 de agosto), o el aniversario natal 110 del mexicano Manuel Payno (21 de junio).
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En este 2020 se cumplieron 150 años del natalicio de don Heriberto Frías, nacido en Querétaro el 15 de marzo de 1870 y muerto 55 años después en la Ciudad de México el 12 de noviembre de 1925.
El propio Heriberto Frías hace de sí mismo un breve retrato de su adolescencia en el libro La cárcel y el boulevard (Planeta / Conaculta, 2002), donde cronica la suerte lamentable de los desheredados.
“Hace algunos años —dice el novelista, refiriéndose a la última década del siglo XIX— había en la cárcel de Belem dos cuartuchos unidos entre sí donde se alojaban los que desde entonces dieron en llamarse Pericos. En aquel lugar, de piso desenladrillado y húmedo, paredes pintadas con negro humo de ocote y sin ventilación alguna, se amontonaban, charlatanes, pendencieros y bulliciosos, los muchachos que se creía habían cometido algún gran delito o habían alterado de cualquier modo la paz pública. Mas, en realidad, todos aquellos no eran sino pobres diablos de muchachos que, con el contacto de los mayores que allí se encontraban, iban descendiendo lentamente al océano de indescriptible, por obscena, prostitución”.
Precisamente allí fue a parar el niño de 14 años Humberto Safri, que no es otro sino el mismo Heriberto Frías (Safri es el anagrama de su apellido, tal como puede observarse sin ninguna complicación), un adolescente “de ojos pequeños de miope, frente ancha de neurótico y dejadez altiva de bardo ideal, con esa idealidad suprema de los que tienen la conciencia de su elevación y superioridad, de cabellera lacia y descuidada sobre sus sienes tersas de niño; un pobrecillo escuálido, descalzos sus blancos pies, el pecho cubierto por desgarrada camisa sucia que procuraba ocultar siempre con una vieja frazada de hebras gruesas y pardas, y frazada que cubría siempre el busto del cuerpo, de donde surgía desairada y pobre la cabeza de redondo cráneo y abultada frente de pensador sombrío. Sombrío porque en sus ojos pequeñitos, vagos a causa de recientes lesiones de una conjuntivitis ocasionada por la anemia y el excesivo estudio, allá en la biblioteca de la escuela preparatoria, había la inflamación patológica de las llamas del gas”.
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Pensador sombrío, además, y sobre todo, “porque aquel niño lanzado tan temprano a la cárcel era un soñador romántico que se sabía de memoria todos los versos de Espronceda, todas las peripecias de Jean Valjean y las melancolías italianas de las descripciones de Lamartine en su Graziella… espíritu juvenil que, a los quince años, ya hacía versos y ya construía poemas”.
Reconoce Heriberto Frías que aquellos poemas “no eran magistrales, pero eran dolorosos, tan dolorosos y sentidos que una vez hizo llorar, al recitarlos en la cárcel, a un español asturiano y a otro español andaluz que más tarde se fugó por la puerta del Archivo”.
Los granujas de los Pericos lo llamaban Rotito Tuerto mofándose de él continuamente, robándole la olla de sus frijoles y arrancándole de la boca sus pambazos (“mientras él lloraba silenciosamente”, advierte Heriberto Frías, acaso nostálgico). El melancólico niño, “soñador romántico de ojos pequeñitos y de mirada vaga y tristona, en aquel exótico país del infortunio, fue conociendo a fuerza de picotazos y mordeduras los espantosos realismos sociales; fue comprendiendo el tímido poeta las idealidades floridas que recitaban los versos de Bécquer y los periodos sentimentales de la María de Jorge Isaacs, que algo más trascendental y más horrible, y no por eso menos digno del arte, pasaba en la humanidad”.
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El niño Heriberto Frías estaba en la cárcel por esto: “A los doce años ya estudiaba física en la escuela preparatoria cuando su padre, viejo soldado republicano y lerdista de broncíneas inquebrantables convicciones, muere solitario como un romano de los últimos heroicos tiempos, al principiar la decadencia y el desquiciamiento postreros. Entonces él estudia en la biblioteca, se debilita; viene la conjuntivitis, y tras un año de oscura noche, solo, con sus catorce años, entra de cobrador a una casa comercial, y hele ahí manejando repentinamente con sus manos de dama gruesos paquetes de pesos, mugrientos billetes y libranzas con enormes signos de valores en los márgenes, miles y miles de pesos”.
Un día el niño cobrador, “atónito ante el hervor deslumbrante del dinero que manejaba, fue tentado por una mujer, y con ella cometió el inmenso delito de gastar cinco pesos, cinco pesos que se propuso pagar un sábado; mas para cubrir aquel déficit tuvo que mentir diciendo que cierto recibo no se había pagado. De allí provino contra el cobrador de quince años, inepto para la contabilidad, nervioso y enfermizo como siempre lo había de estar, una prisión de ocho meses en los cuartos húmedos y pútridos de los antiguos Pericos, truhanes de dieciséis años y rateros cínicos que vagaban casi desnudos por el corredor del departamento”.
Por eso, después de padecer aquella infracción, el alma del niño sufrió una transformación súbita, “provocada por hondos dolores, estrofas en que palpitaba el sufrimiento de la sangre de un ser predestinado injustamente a ostracismos que le provocaron melancolías y anonadamientos; entonces se procuraba pan improvisando cuartetas, escribiendo cartitas a los presos en las galeras, y bien pronto fue lenta y poderosamente levantándose. Su figura raquítica se impuso sobre la brutalidad criminal y viciosa que le rodeaba; su sarape pardo fue respetado y hubo zapatero que le hiciera calzado a cambio de versos”.
Así, al salir libre, se propuso “revelar hondos dramas que nadie conocía, a ser héroe, a ser trágico y, después de sufrir tanto y tan injustamente, a no tener miedo a nadie hablando de todos”.
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Por eso, dice Heriberto Frías, se dedicó al periodismo: para narrar las miserias más miserables y así exhibir, en su crudeza real, los lados oscuros de la humanidad que la gente común se niega a mirar, tal como no mira, por ejemplo, a El Nahual, “ese pingajo humano” que, en su sola persona, “reúne todo lo abyecto, todo lo deforme y monstruoso que hay en la cárcel de Belem. Es mendigo, pero sin sus ansias y dolores de hambres; es ladrón, pero sin objeto; es asesino, pero sin pasión, sin ambición de riqueza; y si tiene todos los vicios imaginables y comete todas las traiciones es sólo porque son depravados, sólo como un adorno de su encanallamiento. Un lujo de perversidad completa”.
El Nahual, por supuesto, no tiene la conciencia de lo que hace: “Tiende a ello porque… ¡quién sabe, quién sabe qué abismos de monstruosidad inocente lo engendraron sobre un basurero de las afueras de San Lázaro y lo dieron a luz en algún ribazo hediondo del canal de La Merced! Es un harapo sanguinolento de carne leprosa y agusanada, vivo y arrastrándose un día por los barrios y tres meses en los patios de la cárcel. Por eso, ante él, hasta los presos sienten un calosfrío, como al ver una tarántula peluda”.
Los miserables, en efecto, siempre han estado en esta tierra, desde el principio de la humanidad.