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Mauricio Molina: vivir entre libros para los libros

Como “el mejor escritor de lo fantástico en la literatura mexicana” calificó alguna vez el crítico literario Sergio González Rodríguez al narrador, ensayista y editor mexicano Mauricio Molina, quien falleció el pasado 13 de junio de 2021, a los 62 años de edad. Y mucha razón tenía: él, Mauricio, era una de las mejores plumas de la literatura fantástica. Vicente Francisco Torres —ensayista, narrador y profesor-investigador en la UAM (Azcapotzalco)— nos habla y nos acerca aquí a la obra del escritor mexicano: Mauricio sí fue un gran escritor de lo fantástico pero, antes que eso, asedió los temas fundamentales del hombre de todos los tiempos.


A finales del siglo XX descubrí azorado la obra de Mauricio Molina. Y digo la obra porque leí, uno tras otro, tres libros de diferentes géneros. En cada uno mostraba singular maestría, hecho que me remitió al escritor verdadero, el que nunca abandona la calidad de la prosa y quiere ser escritor lo mismo cuando escribe novelas y cuentos que cuando elabora ensayos. He contado en otro sitio que encontré Tiempo lunar (1993) en una librería de viejo del centro de nuestra ciudad. Después de ojear y hojear algunos párrafos de la novela decidí que debía leerla. Luego encontré Años luz (1995), un conjunto de ensayos que hablaban de un paralelismo: Mauricio los fue escribiendo mientras redactaba su novela y no cabía duda que hablaban de su aprendizaje como escritor. Aunque estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, él había seguido, al margen de sus estudios universitarios, una carrera literaria guiada por afinidades y por escritores que supo indispensables. Sin pretender elaborar un canon, frecuentó autores y temas que alimentarían su cultura personal y la de escritor. Mantis religiosa (1996), su primer libro de cuentos, confirmó lo dicho: Mauricio era un escritor por todos los costados: leía y escribía sobre lo que le interesaba y nutría su obra. Esa revisión de sus primeros libros, más la entrevista que tuve fuertes deseos de hacerle, aparecieron en Esta narrativa mexicana (2007).

Mauricio siguió publicando en editoriales universitarias y de poca circulación. Cada que encontraba uno de sus nuevos libros lo adquiría y lo colocaba en mi librero con la promesa de escribir un texto mayor. Pero otras urgencias siempre posponían ese momento que sabía placentero, enriquecedor y deslumbrante. El 14 de junio del presente 2021 me desayuné con la noticia de su temprana muerte, dada a conocer la tarde-noche del domingo 13. Fui por sus libros que estaban en mi librero y compré su último volumen. El producto de tal lectura y reflexión es lo que entrego en el presente artículo.

I

En la narrativa mexicana encontramos novelas que se destacan por el papel protagónico que tiene la Ciudad de México, llena de vitalidad, vértigo, aturdimiento o viejas y apacibles casonas. Entre ellas tenemos Ensayo de un crimen, de Rodolfo Usigli, La región más transparente, de Carlos Fuentes, Los errores, de José Revueltas, El complot mongol, de Rafael Bernal, ¿Tormenta roja sobre México?, de Gonzalo Martré , Violeta-Perú, de Luis Arturo Ramos, y Pu (después rebautizada como Violación en Polanco), de Armando Ramírez, y algunas más. Todas plantean distintos modos de vivir, de soñar o dar rienda suelta a los instintos más disímbolos que llegan a dominar a los seres humanos. En estos libros, la ciudad era casi un sinónimo de la vida; uno los leía y miraba la existencia en abigarrado torbellino.

Pero los tiempos cambian y la modernidad de antaño, personificada en intensa vida nocturna, autos lujosos, camiones proletarios, polución, el reinado de la radio, el teléfono y la televisión y una diversidad de manifestaciones públicas, se agota. Hoy, los postulantes de la posmodernidad asumen que la destrucción nuclear llegará, que no hay lugar para los grandes ideales y los mismos teóricos parecen estar dispuestos a dejar que las cosas ocurran, como si no hubiera posibilidad alguna para el humanismo[1]. Mauricio Molina, al mirar los días que vivimos, con los recursos de la ficción científica y de la literatura fantástica, escribió una limpia e inteligente novela, que por momentos parece escrita por un hombre de ciencia más que por un hombre de letras, como lo era el autor. Tiempo lunar sueña una Ciudad de México que sobrevive en el año 2000, arrasada por la contaminación y el abandono que han reducido el viejo centro a ruinas habitadas por vagabundos y pordioseros. Tal como dicen sus editores en la cuarta de forros, es una novela anti utópica, una especulación descorazonadora.

La novela comienza cuando Ismael, amigo del narrador, desaparece en un parque, durante un eclipse, como resultado de unas misteriosas indagaciones enmarcadas en una ciudad extravagante, en estado de sitio e invadida por una extraña humedad, como si acabaran de retirarse las aguas, como si asistiéramos al surgimiento de un continente que albergara los restos de una Atlántida del siglo XX, tal y como la enunció Ramón López Velarde: “Soñé que la ciudad estaba dentro/ del más bien muerto de los mares muertos”.

A lo anterior debemos agregar que la novela casi siempre transcurre de noche, bajo el influjo lunar o, en el mejor de los casos, durante el crepúsculo. Pero la obra es algo más que edificios derruidos, lagos metálicos, tuberías babosas, zonas industriales abandonadas y laberintos del drenaje profundo. Hay una reiterada voluntad de usar los recursos de la narrativa fantástica y la ficción científica, tal como puede verse en la presencia del hombre cuyo aspecto es siempre el de un cadáver en el fondo del mar y que nos remite a los relatos de Francisco Tario; en el lunar con forma de párpado que en ocasiones ostentaba Milena en una pierna; en El Cuarto de los Objetos Perdidos en donde las nociones de espacio se trastocan, tal como le sucedió al personaje Andrés, quien entró en un edificio y, cuando salió, las calles eran distintas a las que miró al entrar. En esta novela hay una propuesta imaginativa que en México tiene antecedentes en las novelas de Ignacio Solares y en un cuento de Jesús Gardea: “Latitudes de Habacuc”[2]. Mauricio Molina sugiere que la realidad tiene agujeros, que en determinadas circunstancias podríamos entrar o salir de otros ámbitos que quebraran nuestros esquemas racionales, tal como ha acontecido con barcos, personas y aviones perdidos.

Uno de los mejores capítulos de la novela transcurre en la Biblioteca Nacional, ya conocida como La Morgue porque en ella se encuentran antiguallas sin utilidad. El narrador, siguiendo las huellas previas a la desaparición de su amigo, sostiene una charla llena de ideas con el bibliotecario. El anciano afirma:

Como todas las ciudades imperiales, la nuestra se erigió sobre un modelo cosmogónico. La ciudad, con su lago al centro, era un espejo del cosmos. Hoy lo sigue siendo, aunque de un modo secreto: el caos de las calles se asemeja a los núcleos de las galaxias, las zonas vedadas son como hoyos negros. El valle que contiene a la ciudad fue en otro tiempo un lugar lagunoso. El nombre antiguo de la ciudad significa El Lugar en el Ombligo de la Luna. Los mitos más antiguos refieren que la luna surgió del fondo del lago donde estaba asentada la ciudad[3].

La luna representa el eterno retorno, el comienzo y el fin, lo que llega y lo que se va, el vaivén de nuestra realidad interrumpida a veces por hechos excepcionales, como los eclipses. El anciano bibliotecario, con los años, ha aprendido a aceptar el orden y el caos, el comienzo y el fin de las cosas. Solo quiere vivir sin pánico, olvidar, acostumbrarse a la idea de que se va borrando, de que sus neuronas mueren poco a poco y que eso está bien, porque la memoria viva sería un tormento. Es bueno quitarle fueros a la razón, porque “buscamos infructuosamente establecer islotes de orden en un océano de entropía y caos[4]”.

La luna, símbolo de la aventura, de lo que empieza y lo que termina, de la claridad y del misterio, de la mujer y del amor, tiene su correlato en Milena, la mujer amante de dos amigos, la del lunar en la pierna, la muchacha que tira un paquete con una pantaleta manchada de sangre.

Mauricio Molina. / Foto: Secretaría de Cultura.

Tiempo lunar presenta una Ciudad de México apocalíptica, con una superficie semejante a la de los cráteres del satélite de nuestro planeta. Con todo y su aspecto ruinoso, sobreviviente de la contaminación y la explosión demográfica, la ciudad ha sido espacio propicio para la amistad, la aventura y el amor. Quizá venga el colapso, quizá, después de la ablución purificadora, las calles se cubran de algas —que para los alquimistas eran materia prima para purificar al hombre y para purificar los metales— y de musgo para que el hombre salga a explorar las ruinas e intente, una vez más, realizar la utopía, como un Sísifo amante, libre y tecnificado.

Tiempo lunar es una larga pesadilla en la que el lector reincide cada que comienza un capítulo, pero es una pesadilla que, sabemos, no es difícil que un día esté junto a nosotros, al despertar:

Más tarde Andrés veía la televisión. Acostumbraba mirar las imágenes sin audio mientras escuchaba música en su walkman. La pantalla mostraba campos áridos y agrietados, sembrados de huesos humanos, de esqueletos de ganado y gente con infecciones en la piel y en los ojos. Estas imágenes se alternaban con tomas fijas del disco solar parecidas a las fotos que aparecen en las revistas de divulgación científica. El sol, un círculo anaranjado, ocupaba todo el cuadro de la pantalla y revelaba una serie de manchas oscuras que cubrían diversas zonas. La imagen de aquella enorme naranja infectada se disolvía y volvía la muchedumbre hambrienta y enferma, cubierta de pústulas, los vientres monstruosamente abultados, los ojos opacos como higos secos…[5]

Gracián, en El criticón, decía que la luna es voluble, manchada y ejerce influencia en la tierra, pero no en el cielo. Si la humedad, la oscuridad y la sensualidad que señorean la novela nos remiten a la mujer, las características que invocaba Gracián la vuelven un símbolo del hombre, imperfecto y antojadizo pero que, hasta hoy, con todo y su carácter dependiente, permanece. Tiempo lunar puede ser entendida como una anti utopía, sí, pero también como una apuesta por el hombre que, a pesar de todas sus necedades, tiene posibilidades de cambiar.

El primer libro de cuentos de Mauricio Molina, Mantis religiosa, es consecuente con Tiempo lunar en virtud de que sigue fiel a una prosa que oscila entre lo fantástico y un conjunto de estrategias para desrealizar la vida cotidiana. A esto debemos añadir su voluntad para dibujar una Ciudad de México sumergida, onírica, misma que presenta a sus criaturas como si flotaran en un acuario, tocadas por las corrientes líquidas que afantasman sus cuerpos y los hacen compatibles con las anécdotas que transforman el mundo de todos los días: en “El regreso”, un joven sale de un hospital y llega a su departamento en donde los grifos sueltan polvo, el congelador guarda una caja con fotografías nunca tomadas y la alacena esconde insectos y órganos humanos en frascos llenos de formol; en “Entropía”, la realidad enloquece y todas las cosas empiezan a envejecer.

Así como Tiempo lunar se ubicaba en el umbral del siglo XXI, “La máscara” se desarrolla en 1999 y habla de los terribles y paradójicos secretos del cuerpo a que tiene acceso un médico forense: los contrahechos asesinados eran dueños de órganos tremendamente sanos mientras que la hermosa mujer asesinada nunca supo que su agresor la había salvado de los dolores de un cáncer que no alcanzó a manifestarse…

Mantis religiosa entrega cuentos fantásticos redondos, como “Plaza Giordano Bruno” (una mujer inexistente adquiere formas para hacer extraordinaria la muerte de un hombre gris) y “La entrevista”, que es un relato fantástico e irónico pues habla de una reportera que, con su grabadora, le roba la voz a un novelista. Otro ejemplo de fantasía irónica está en “Trama final”, que comienza como una exaltación del verdadero escritor, que deja todo con tal de realizar un proyecto largamente acariciado, pero el relato no continúa celebrando las solitarias proezas del artista, sino concluye cuando un personaje incontrolable se presenta y hunde una navaja en la garganta de su creador.

Mauricio Molina ofrece un conjunto de cuentos fantásticos que hubiera hecho feliz a María Elvira Bermúdez, máxima autoridad en la materia, pero la elaboración fantástica suele deslizarse hacia una desrealización de la vida, tal como sucede en “El rostro”, que establece un puente entre el mundo de todos los días y el sinfín de cosas que pertenecen a lo desconocido, a lo nunca visto pero siempre intuido: si “El rostro” en un principio parece un juego en el túnel del tiempo, al final será un señalamiento de las insensateces del hombre de hoy.

He dejado para el final el cuento que da título al libro porque muestra la capacidad de Molina para urdir una trama compleja, sorprendente y bella, tal y como había sucedido con las proyecciones y paralelismos de Tiempo lunar. En este cuento Débora será la personificación de la Mantis religiosa, que decapita al macho cuando están consumando el entomológico amor. Débora, metafóricamente, le cortará la cabeza al coleccionista Sebastián (¿habla este nombre de una homosexualidad no asumida?) para confirmar la tesis de que “a la realidad suelen gustarle las simetrías”: Sebastián termina como un insecto clasificable pues sucumbe a la tentación de suicidarse bebiendo el cianuro en que conservaba su Mantis religiosa, tal y como lo había pronosticado su Salomé, la psicóloga Débora Baumann. Cazador cazado: Sebastián se convirtió en un caso peculiar de desviación sexual que la psicóloga catalogó como “la fijación del insecto en el hombre del siglo XX”.

Años luz, el primer volumen de ensayos de Mauricio Molina, gracias a su escritura proteica, alejada de toda elaboración contenidista, entrega el producto de una reflexión larga y pacientemente elaborada. En este libro de ensayos no advertimos el nerviosismo que Ángel Rama señalaba en sus Diez problemas para el novelista latinoamericano (1972); Molina se ha dado el lujo de hacer una obra teórica paralela a su quehacer narrativo y, de este modo, durante la escritura de Años luz, fue reflexionando sobre los gustos y afinidades que encontraron eco en Tiempo lunar y Mantis religiosa.

En la primera de las cuatro partes que conforman el volumen, destacan dos cosas que atañen directamente al trabajo creativo del autor.

En primer lugar, el deseo de tomar la Ciudad de México no como un escenario, sino como un ente del que los personajes son parte integral. Cuando en Tiempo lunar Molina erige nuestra capital como un espacio submarino y nocturno, lleno de sótanos, conductos y pilosidades, no hace sino parangonar nuestro D.F. con las ciudades creadas por Joyce y Kafka:

Dublín es para el Ulises mucho más de lo que había sido San Petersburgo para Dostoievski, París para Balzac o Londres para Dickens. La ciudad para Joyce no es tan sólo un nuevo espacio, un nuevo escenario (o, para decirlo con un concepto caro a Bajtín, un nuevo cronotopo): la ciudad es el personaje de la novela moderna. La Dublín Joyceana pasó a convertirse en una entidad con un espesor que ya es común calificar como mítico. Los personajes no viven sus propias vidas: forman parte de un decorado y son puestos en escena por el nudo de relaciones y la experiencia del shock que caracteriza a la experiencia urbana. La experiencia del shock fue descubierta por Walter Benjamin para definir la forma de percepción que se da en la ciudad moderna, una forma de percepción fragmentaria en la que el pasado (la memoria) y el presente se confunden y disuelven[6].

El segundo elemento que Molina destaca es la distancia marcada al realismo pues la novela total, de planteamientos sociológicos, psicológicos, costumbristas… Aquélla pasa a segundo plano desde el momento en que el escritor opta por la pura creación o indagación de mundos imaginarios. Para sostener esta convicción, Molina cita repetidamente unas palabras del novelista británico J.G. Ballard: “Entiendo que el papel, la autoridad y la libertad del escritor han cambiado radicalmente. Estoy convencido de que en cierto sentido el escritor ya no sabe nada. No hay en él una actitud moral. Solo puede ofrecer al lector el contenido de su propia mente: una serie de opciones y alternativas imaginarias. El papel del escritor es hoy el del hombre de ciencia en un safari o en un laboratorio, enfrentado a un terreno o tema absolutamente desconocidos. Todo lo que puede es esbozar varias hipótesis y confrontarlas con los hechos”[7].

La fascinación entomológica, que tan importante habría de ser en la elaboración de “Mantis religiosa”, ya estaba en su ensayo titulado “La escritura de los insectos”, en donde no sólo hace un recuento de los usos y pasiones entomológicas que advertimos en “El escarabajo de oro”, de Edgar Allan Poe, La metamorfosis, de Franz Kafka, La mujer de arena, de Kobo Abe y Medusa y compañía y El hombre y el mito, de Roger Caillois, sino busca establecer un sentido a esa fascinación que los escritores han experimentado. Mientras la frialdad, la distancia y la capacidad de metamorfosearse son propias del insecto, el entomólogo profesa la minuciosidad, el sentido de la observación y el culto al detalle. En algunos escritores convergen todas esas características. Jünger y Nabokov son entomólogos, sí, pero la cuestión de fondo es que el hombre y el insecto tienen en común la capacidad para metamorfosearse, para crear una alteridad:

Severo Sarduy, por su parte, ha visto en el maquillaje, en el tatuaje y todas las formas de transformación de la apariencia, un parentesco profundo con los insectos. La modelo que se maquilla para destacar los ojos, el travesti que aparenta que es una mujer, el hombre que se tatúa un escorpión en un brazo para parecer más agresivo, no hacen sino repetir la actuación de los insectos, aunque éstos —infinitamente superiores— lo hacen gracias a un oscuro y enigmático saber genético[8].

En la tercera sección de su libro de ensayos, Molina continúa con el diseño del mundo que pretende no tener equivalencias en la realidad y escribe sobre las obras de Franz Kafka, Adolfo Bioy Casares, Salvador Elizondo (Farabeuf), Felisberto Hernández y Julio Cortázar, pero también acerca de los autómatas, Frankenstein, los vampiros, el tema del doble y la novela gótica. Bajo esta óptica, la novela histórica aparece de la siguiente manera: “La aceptación de este tipo de novelas entre autores y lectores contemporáneos revela uno de los rasgos más característicos de nuestra cultura: la reivindicación del pasado como ficción, y, por consiguiente, la anulación de una conciencia histórica real”[9].

La cuarta parte del volumen acabará por moldear el mundo anti realista que le interesa a nuestro autor pues allí hay dos textos —uno sobre Anaïs Nin y Antonin Artaud y otro sobre el fetichismo— que, al celebrar el encuentro amoroso, lo erigen como una estrategia para eludir el psicologismo, el realismo y la narración omnicomprensiva. En este mismo apartado final hallaremos el correlato de Tiempo lunar y de “Entropía”, narraciones admirables por su extraño argumento y por la inteligencia de su composición pero que, en el contexto de un ensayo sobre la teoría del eterno retorno, adquirirán su sentido más pleno:

La idea del Eterno Retorno, tan antigua como la humanidad, parte de una noción cerrada del universo: el tiempo y el espacio son finitos y por lo tanto no queda otra cosa más que repetirse. La idea se enfrenta en la física contemporánea por ejemplo, a la de un universo abierto, donde todo: las partículas y los planetas, los soles y los cuasares, consumida ya toda la energía, serán devorados por la entropía y el caos, hundiéndose en un espacio frío e inerte. El Eterno Retorno se nos aparece, desde esta perspectiva, como una respuesta a la muerte[10].

II

Dos libros de ensayo constituyen un alto en el camino de escritor de Mauricio Molina pero también son una suma de sus intereses. La memoria del vacío (1998) glosa autores y explora temas que le obsesionan. Hace relaciones de antecedente y consecuente con autores de todo el mundo. Molina es un hombre culto reflexionando sobre conexiones literarias inadvertidas y sobre virtudes no valoradas. Señala nuevas hechuras literarias, pormenores de movimientos, singularidades, coincidencias, precursores, nuevas literaturas como las que se visibilizaban después de la caída del muro de Berlín o la caída de la Unión soviética. Nada es ajeno a sus ensayos: música, pintura, ciencia, filosofía… Vivía entre libros para los libros. Se dio el lujo de leer los más exquisitos volúmenes para producir otros semejantes. Era un hombre de letras viviendo para las bellas palabras. Por estas páginas desfilan Nabokov, Becket, Kafka, Joyce, Lewis Carrol, Borges, Calvino, Primo Levy…Vemos la literatura como razón de hacer literatura; lee para escribir y escribe no para informar sino para producir textos literarios de asombrosas interpretaciones:

La celestina fue compuesta para ser leída y representada en el teatro de la mente. Es en esta ámbito conceptual desde donde se podría hacer una lectura profunda del texto.

Impotencia, sensación de extranjeridad en el mundo, horror ante la vida y las pasiones, certeza de que la vida es un error de la materia: todo esto nos es transmitido a través de la lectura de La celestina (…) Calixto y Melibea simplemente se gustan, se desean, y una vez consumado su deseo, comienza la desesperación cósmica, el vacío interior. Nada de amor cortesano, nada de sandeces románticas, solo estupor y vacío (…) El sentimiento de que el individuo está solo, de que el mundo es una cárcel cuyas rejas sociales son los padres, los amantes, los sirvientes, el dinero, la Inquisición, y cuyas llaves imposibles se encuentran en otro lado, más allá de los límites del Cosmos, en la muerte; ese estado de angustia que conocieron Kierkegaard, Schopenhauer, Kafka, Becket o Cioran, es la lección que Fernando de Rojas nos escupe en pleno rostro[11].

Las ciudades que ha amado y seguido junto a sus grandes autores, reciben aquí un homenaje de palabras: “Praga: laberinto esculpido en líneas góticas y barrocas, lujoso fósil con diseño art noveau y fragilidad de cristal de Bohemia. Es posible que ahí se encuentre el Aleph que contiene al universo. Juguete gótico enjoyado, de calles sinuosas como curvas de lánguidas mujeres y ventanas oscuras como pupilas dilatadas”[12].

Pasajeros de la literatura del siglo XX (2004) contiene textos breves que vuelven sobre los maestros de Molina. A la manera de Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, el ensayista recupera rasgos esenciales de la vida y de la obra de Freud, Pessoa, Baudelaire…Por eso leemos “Franz Kafka, oficinista”, “Carl Gustav Jung, gnóstico”, “Ernst Jünger, guerrero”, “Sigmund Freud, detective”, “Edgar Allan Poe, inventor”, “Baudelaire, flâneur”, “Walter Benjamin, coleccionista”… Estos ensayos refuerzan las propuestas de El canon occidental, de Harold Bloom, aunque Molina aumenta a la lista el nombre de Juan Rulfo, que Bloom había ignorado.

III

En el año 2000, Mauricio Molina ganó el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí con Fábula rasa (2001), un volumen que volvía brillantemente a los recursos del cuento fantástico porque, el primer texto, sugiere que su personaje, o el autor del libro que leemos, pudo haberse ido por un espejo. La mancha de azogue se convierten en un túnel que lleva a otro tiempo y otro espacio. Así, el autor refrenda su fe en la existencia de otras latitudes y coloca a la pureza y la fecundidad de la imaginación por encima de todo.

Fábula rasa es una especie de continuación de Mantis religiosa, su primer libro de cuentos, no sólo por la recurrencia de símbolos como la menstruación y la luna, sino por su apego a lo fantástico. Hay también proyecciones casi geométricas entre cuentos como “Primer amor” y “El tarot de Sofía”. En ambos aparecen mezcladas la cotidianidad y la pendiente fantástica, mismas que persiguen propuestas ubicables en cualquier parte del mundo. Por esto el amor es un arquetipo en La Recoleta y en los bosques habitados por el hombre primitivo; y el deseo se anuncia con tacones afilados y piernas esbeltas que no pierden oportunidad para invocar sitios con importancia literaria, como la tumba de Baudelaire, la callejuela en donde se ahorcó Nerval, o el cementerio que guarda los restos de Adolfo Bioy Casares.

El mundo está, otra vez, sumergido en las aguas y sometido a la entropía. Si en Mantis religiosa veíamos el desgaste de los objetos, en Fábula rasa asistimos a la pérdida de la pasión y a la trivialización del amor.

La geometría del caos (2002) es una terna magistral de cuentos que anuncia sus planteamientos desde los epígrafes y las primeras líneas. Un primer encabezamiento de Jean  Baudrillard dice: “Todas las cosas están llamadas a encontrarse, solo el azar impide que se encuentren. Todas las cosas están dispersas, solo el azar permite que a veces se encuentren[13]”. Y Mauricio arranca el primer cuento: “Quizá el llamado sentido de la vida no sea otra cosa que una corriente oculta a la vista, una melodía que no escuchamos (…) Hay una geometría en el desorden, una música en el caos, un barroquismo en lo casual; algo que a falta de una mejor definición llamaremos la geometría del azar”[14]. La vida, en apariencia azarosa o conjetural, guarda un orden que no alcanzamos a percibir.

Las ficciones de Mauricio Molina siempre buscaron indagar en las ideas de los grandes filósofos y hombres de ciencia. En este caso, Molina crea tres personajes cuyas vidas se entrecruzarán sin que ellos lo adviertan y terminarán en lo que José Revueltas llamó, al final de Los errores, un nudo ciego.

En la construcción de estas historias, Mauricio va colocando sus lecturas como pistas, o como cuñas que apuntalan su cuento: “Saúl se encontraba en una librería buscando en las repisas más bajas del estante dedicado a las novelas un libro que hacía mucho había regalado y cuya lectura le había sido vedada: El castillo de los destinos cruzados, de Ítalo Calvino…

“—¿Tiene La música del azar, de Paul Auster? —preguntó Mirna”[15]

En “Juegos de azar”, las personas de Saúl y Mirna se cruzan varias veces, se rozan antes de acabar uniendo sus vidas. “Sonámbulos”, por su parte, gira alrededor de los heterónimos de Fernando Pessoa porque crea tres personajes con vidas radicalmente distintas pero que sus sueños, ensueños y conflictos existenciales los unen y sobreponen: Rafael Silva, pepenador; Gabriel Avendaño, corredor en una casa de bolsa. Ariel Franco, escritor y publicista. El objetivo de esta historia se va perfilando cuando una mujer lee la palma de la mano de Gabriel y se devana los sesos porque tiene tres líneas de la vida. Andando el cuento, Gabriel percibe en su cuerpo el desagradable olor del pordiosero. Quiere dejar su ambición por el dinero para vivir en un modesto departamento de Coyoacán, como el que habita Gabriel, aspirante a escritor. Y Ariel escribirá una historia que es la que el mendigo guarda en una historieta que atesora.

Estas tres personas llegarán a una encrucijada: Gabriel va en su coche, Ariel entra al tráfico para suicidarse y Rafael va saliendo de su escondite en medio de tumultuarias avenidas. Gabriel maneja ebrio, Ariel se accidenta, borracho también, y un camión no pudo esquivarlos. Rafael, amnésico, despierta en el hospital inglés, Gabriel abre los ojos inválido frente a su esposa y su terapeuta, que es su amante. Ariel aparece en una clínica para indigentes, sin una pierna. “En el sueño, los Tres que son el Mismo, se encuentran”[16].

“Investigaciones privadas” habla de un hombre que siente fascinación por los detalles nimios de personas anodinas. Colecciona chácharas de ellos y suele perseguirlos hasta tener una idea perfecta de sus rutinas y sus vidas intrascendentes que, sin embargo, están narradas con belleza y oficio. Mauricio, que tanto rehuía los caminos transitados, rinde aquí un homenaje al cuento epifánico porque el espía, el mirón, está en el catálogo de los tópicos de lo fantástico.

Telaraña (2008) es, a mi juicio, uno de los grandes libros de cuentos de la literatura mexicana en general, y de la narrativa fantástica en particular. Consta de nueve cuentos en los que se plasman grandes ideas que han desvelado a filósofos y hombres de letras pero, también, varios de los tópicos de la literatura fantástica. Porque Mauricio sí fue un gran escritor de lo fantástico pero, antes que eso, asedió los temas fundamentales del hombre de todos los tiempos.

“Déjà vu” es un prodigio de imaginación al servicio de una de las ideas que alimentaron su trabajo artístico: el tiempo. Esta historia turbadora nos asombra con un personaje que viene del futuro para recordar que nuestra vida es un montón de recuerdos, unos más intensos e importantes que otros. El presente es el alimento de los recuerdos del futuro y el pasado será lo único que se mantenga cuando el presente deje de serlo. Es un cuento de ideas concebido y ambientado extraordinariamente.

“La bruja y el alquimista” resulta un cuento de terror, fantástico, escatológico y perverso. Su desarrollo es magistral en el modo de imbricar las situaciones y en las conclusiones que propone para su argumento.

“La máscara del dios vampiro” y “La noche de la Coatlicue” son la contribución de Mauricio a la tradición instaurada en la literatura hispanoamericana por Carlos Fuentes, con “La noche bocarriba”, y Julio Cortázar, con “Chac Mool”, cuentos fantásticos y urbanos construidos con elementos tomados de la cultura precolombina. En este par de relatos la Ciudad de México vuelve a ser objeto de reflexión e interés. La contaminación ambiental sugiere al autor estas líneas: “al mirar a la Coatlicue, diosa del desecho y la inmundicia entre los aztecas, me pareció evidente que ahí se encontraba el corazón palpitante de la Ciudad de México, su símbolo, cifra y anagrama”[17]. Lo mismo que en Tiempo lunar, como la Tenochtitlan lacustre, nuestra capital parece estar saliendo de las aguas. Las suplantaciones impactan a los lectores cuando cada elemento de la ecuación lleva sus caracteres a una combinación nueva. Aquí los hijos concebidos por Lupita y Borunda tenían rasgos de la Coatlicue mientras que el joven sustituto de Borunda, al embarazar a Lupita, permitirá el juego con la Coatlicue y la virgen de Guadalupe.

“Bitácora póstuma de Daniel Macías” invierte los elementos del cuento fantástico porque la realidad le hace una broma a un escritor, quien se topa con Memorias de un asesino, un libro que él no escribió y expresa ideas que Mauricio ya traía en su mente y que tomarán forma en Planetario, un libro que publicará nueve años después. Los capítulos de esas memorias se titularán con los nombres de los planetas y signarán el temperamento de los personajes. Aunque el escritor del cuento reconoce, en el libro que no escribió, sus temas y estilemas, la trama y su estructura están muy lejos de su manera de hacer literatura. Podía ser un intento de suplantar su obra, a él mismo y volverlo loco, amén de que para producir este ánimo influye su estado convaleciente. “Bitácora póstuma de Daniel Macías” es un cuento fáustico por las connotaciones que asume la escritura; es producto de la limpia, libresca y prodigiosa imaginación de Mauricio Molina que debió llamar la atención para el premio Villaurrutia, a pesar de que Telaraña apareció en una modesta edición universitaria. Pero como no todo es malo en este mundo, el libro se puede leer, gratuitamente, en versión digital.

“Cuarteto” es un cuento armado con referencias culturales diáfanamente expuestas y que concluye con un final epifánico. Es curioso que un escritor que frecuenta caminos narrativos poco transitados no rehúya los finales sorpresa; él bien sabía que los grandes cuentos son impactantes. Aunque conozcamos su argumento, siempre son releídos con renovado placer e interés.

Otro cuento de este gran libro es “Planta de sombra”. El subtítulo, Manuscrito hallado a la orilla de un espejo nos planta en otro de los temas de lo fantástico, en donde los espejos comunican a otro mundo, ese otro mundo que deja huellas en el nuestro, como un cigarro encendido o una taza de café humeante. En este mundo también suceden prodigios, como que los objetos cambien de sitio y que otras presencias se perciban de reojo, hasta que el personaje central se esfume del departamento.

“La estatua de fuego” lleva un epígrafe que Mauricio usó a menudo y puede refrendar los recursos de lo fantástico:

“Nada es verdad, todo es posible”
Hassan Sabah.

El mundo crepuscular de Mauricio Molina, nutrido de esoterismo, filosofía, ciencia, erotismo, ficción científica, erudición y religiones cristaliza en un cuento magnífico en donde el traslape de los actos de los personajes produce efectos asombrosos. Hay en esta historia unas líneas que parecen compendiar algunas de las propuestas que Molina desarrolló en sus libros:

—No se burle, amigo mío —me dijo Morgenstern con aquella voz tan especial que resonaba en mi interior—, es preciso que lo entienda: el mundo solo existe por el secreto.

—Pero no hay secreto, maestro. Esa es solo una frase desafortunada del Zohar. El único misterio verdadero de cualquier religión es que no hay tal.

—Ése es precisamente el secreto: nada existe, todo es falso. Por eso decidí buscarlo. El universo entero es una farsa. Usted, yo, todo lo que nos rodea, no son sino falacias, efectos especiales de una mala película. El Demiurgo es un pésimo escenógrafo, ¿no se da cuenta? El dios desconocido solo existe gracias a la mentira. Nada es verdad: todo está permitido[18].

La inmersión esotérica de Molina se concreta en los temas fantásticos. Aquí asistimos al desdoblamiento, la reencarnación y el muerto vivo. Mauricio juega a ser el escritor muerto, apenas identificado como M.M. Molina practicó estos juegos escatológicos en otros textos donde atribuía a diversos personajes la fecha de su nacimiento. Las placas del coche de un muerto son M.M.C., es decir, Mauricio Molina Cardoso. Los traslapes de las conductas de sus personajes hacen que veamos a los miembros de un matrimonio mal avenido convertidos en una pareja que mantiene relaciones sexuales en el espacio de un cajero automático.

“La estatua de fuego” ilustra algunas ideas gnósticas y libros secretos que Mauricio frecuentó. Aunque Telaraña los expone como ficción, el autor los ha tratado en sus libros ensayísticos. Su capacidad de construir ficciones consigue que teorías esotéricas se transformen en admirables cuentos fantásticos. Aquí la historia de la Biblioteca de Nag Hammadi alimenta el misterio de “La estatua de fuego” y la construcción de la historia.

En “Telaraña”, cuento titular del libro, el narrador dictamina una novela llamada Telaraña, misma que cuenta las aventuras de un hombre que muere y sigue actuando, tal como sucede en el cuento de Molina. Mientras está dormido llaman para decir que él está muerto en un choque y le dan las placas y el modelo de su auto. Cuando vuelven a llamar contesta su esposa; le dicen que su marido está muerto en el auto chocado y ella dice que no molesten porque su marido está durmiendo en la cama. Después de otra llamada el narrador se levanta y va a mirar que, en efecto, su auto está chocado y él está muerto en el asiento del conductor. Pero se va, levanta una prostituta que está vestida como su mujer y se alegra cuando le paga. El cuento no concluye, pero sabemos que la historia puede seguir con los distintos actos de un muerto.

Después de volver la última página de este libro, asombrado, quise hacer un elogio y solo atiné a pensar un lugar común: estos cuentos no habrían desagradado a Borges.

En La puerta final (2014), el autor continúa cultivando el cuento fantástico —“Orfeo” muestra a un hombre que envía mensajes de internet al pasado— y usando elementos científicos —“La física cuántica postula que el observador modifica lo observado”[19]. Sin embargo, aunque la calidad de la prosa y la imaginación de Molina son innegables, el volumen deja la impresión de ser un cuaderno de escritura, de fragmentos para ser usados en otro libro. La lectura de Planetario (2017) confirma esta impresión.

Desde que publicó su primer libro, Tiempo lunar, Mauricio Molina sabía de la influencia de los astros en la tierra y sus criaturas. Planetario constituye las memorias de un hombre a través de sucesivas reencarnaciones en las que su personalidad cambia según la naturaleza atribuida a los planetas: Mercurio es la deidad de los encuentros azarosos; como dios domina la velocidad y la comunicación. La tierra impone lo concreto y lo natural. Urano es el planeta de los cambios y las revoluciones.

Cada astro determina el carácter variable del narrador. Un hombre empapado, como Mauricio Molina, en el esoterismo, los libros extraños, la reflexión filosófica y la sexualidad, hace que a cada conducta la acompañe una mujer de comportamiento diferente. Es así que el autor indaga en las diferentes conductas femeninas: Tatiana es una Lolita, Vanesa se inclina por el sacrificio, María es terrenal, amorosa y protectora, Deborah siempre crea problemas, Natalia es consecuente con los cambios de su pareja… Como sus personajes, el narrador es “un viajero planetario perdido en un remoto rincón del tiempo”[20]. Es prueba viva de lo fantástico y su vida es la encarnación de Andreas Vogelius —nombre que trae ecos del médico renacentista Andrea Vesalius, que inmortalizara Marcel Schwob en una de sus magistrales Vidas imaginarias—, Gran Maestro de la Sociedad Astrosófica, a quien el autor suplantará para hacer un periplo que lo lleva a los barrios chinos de distintas partes del mundo y a las ciudades que Molina vivió y amó con delectación: París, Venecia, Lisboa, Nueva York, Praga, Londres y, naturalmente, la Ciudad de México.

En esta novela, la más extensa de las suyas, Molina da rienda suelta a todos sus delirios, sus ejercicios con lo fantástico, sus reflexiones sobre textos esotéricos y sus inclinaciones de viajero. Fue una novela largamente madurada que le llevó varios años de reflexión y escritura. Prueba de esto es que varios textos que aparecieron en La puerta final se insertan en Planetario. Como La puerta final apareció en 2014 y Planetario es de 2017, no es descabellado inferir que La puerta final fue un libro para justificar la beca de creador que tenía Mauricio. Cosas de la vida; este gran narrador que fue Molina, siempre fiel a sus obsesiones, vivió atado a las necesidades alimentarias de todos los seres humanos.

Vicente Francisco Torres.
Ensayista y narrador. Profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana (Azcapotzalco).

Fuentes de consulta

Gardea, Jesús, De Alba sombría, New Hampshire, Ediciones del Norte, 1985.

Molina, Mauricio, Tiempo lunar, México, Ediciones Corunda (Osa Mayor), 1993.

———-  Años luz, México, Universidad Autónoma Metropolitana (Cultura Universitaria), 1995.

———- La memoria del vacío, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998.

———- Fábula rasa, México, Conaculta / INBA / Tusquets Editores, 2001.

———- La geometría del caos, México, editorial Selector (Marea Alta), 2002.

———- Último siglo. Pasajeros de la literatura del siglo XX, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2004.

———- Telaraña, México, Universidad Nacional Autónoma de México (Textos de Difusión Cultural), 2008.

———- La puerta final, México, Cuadrivio, 2014.

———- Planetario, México, Almadía Ediciones, 2017.

Solares, Ignacio, Casas de encantamiento, México, Plaza & Valdés, 1987.

Torres, Vicente Francisco, Esta narrativa mexicana, México, Ediciones Eón / Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, 2007.

Varios, Nuevo Texto Crítico, California, Stanford University, números 6 y 7, segundo semestre de1990 y primero de 1991.

NOTAS AL PIE

[1] Véanse los números 6 y 7 de la  revista Nuevo Texto Crítico, California, Stanford University, correspondientes al segundo semestre de1990 y al primero de 1991.

[2] Pueden verse, particularmente,  Casas de encantamiento (México, Plaza & Valdés, 1987), de Ignacio Solares, y De Alba sombría (New Hampshire, Ediciones del Norte, 1985), de Jesús Gardea.

[3] Mauricio Molina, Tiempo lunar, México, Ediciones Corunda (Osa Mayor), 1993. p. 56.

[4] Ibídem, p. 58.

[5] Ibídem, p. 45.

[6] Mauricio Molina, Años luz, México, Universidad Autónoma Metropolitana (Cultura Universitaria), 1995. p.24.

[7] Ibídem, p.69.

[8] Ibídem, p. 189.

[9] Ibídem, pp. 127 y 128

[10] Ibídem, pp. 195 y 196.

[11] Mauricio Molina, La memoria del vacío, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998, pp. 102, 103 y 104.

[12 ] Ibídem, p. 125.

[13] Mauricio Molina, La geometría del caos, México, editorial Selector (Marea Alta), 2002, p. 9.

[14] Ibídem, pp. 9 y 10.

[15] Ibídem, p.21.

[16] Ibídem, p.82

[17] Mauricio Molina, Telaraña, México, Universidad Nacional Autónoma de México (Textos de Difusión Cultural), 2008, p. 39.

[18] Ibídem, p. 105.

[19] Mauricio Molina, La puerta final, México, Cuadrivio, 2014, p. 25.

[20] Mauricio Molina, Planetario, México, Almadía Ediciones, 2017, p.160.

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