Los resultados iniciales de la vacuna contra la covid-19 ya han llegado, y con ellos el debate sobre su fiabilidad y seguridad. El autor es claro: “Ningún medicamento es 100 % seguro, porque ninguno de nosotros somos 100 % idénticos”.
En cuestión de pocos días se han hecho públicos varios comunicados de prensa que anuncian la eficacia de las primeras vacunas contra la covid-19. Primero fue la vacuna de Pfizer/BioNTech, con una eficacia del 90 %. Unos días después le siguió la rusa Sputnik V, con un 92 %. Ahora la de Moderna, con 94,5 %. Son noticias muy buenas y resultados excelentes: eficacias de más del 90 % para una vacuna es algo extraordinario y, en principio, nos debería llevar al optimismo. Sin embargo, parece más una guerra comercial que ha suscitado recelo en parte de la ciudadanía.
La mayoría de las vacunas se administran cuando estás sano. Por eso son uno de los medicamentos más regulados, vigilados y seguros que existen. No deberíamos olvidar que un comunicado de prensa es publicidad y que no son las empresas fabricantes las que autorizan su empleo, sino las agencias reguladoras. Los resultados todavía son preliminares y seguimos a la espera de unos informes científicos detallados que deberían ser públicos cuanto antes.
Los programas de vacunación han contribuido a que el número de casos y de muertes por enfermedades infecciosas haya disminuido de forma significativa en el último siglo. Las vacunas han salvado millones de vidas humanas. En general, las coberturas vacunales o tasas de vacunación infantil siguen creciendo a nivel mundial, lo que indica que es una medida de salud pública aceptada.
Sin embargo, los movimientos antivacunas han sido responsables de la disminución de las tasas de aceptación de las vacunas y del aumento de brotes de enfermedades infecciosas que se pueden prevenir. Entre este extremo y los entusiastas cada vez hay más personas que dudan y que se sienten inseguras por la vacunación. Por ejemplo: según una reciente encuesta entre la población española, el 24 % se vacunaría lo antes posible contra la covid-19, pero el 37 % optaría por esperar un tiempo antes de hacerlo, un 21 % sólo lo haría de ser estrictamente necesario y el 13 % ni se lo plantea.
La manera en la que se está comunicando este proceso de obtención de vacunas es muy preocupante. Si no se actúa con absoluta transparencia, le gente puede perder la confianza en las vacunas en general y entonces tendremos un problema muy grave. Muchos de los que dudan de las vacunas no son unos negacionistas extremistas reaccionarios. Son gente normal que tiene dudas o no se fía de lo que ven en los medios de comunicación. Son dudas legítimas que hay que abordar con respeto. Tampoco ayudan algunos políticos que se presentan como defensores de las vacunas. Algunos han hecho de la mentira una herramienta política, lo que les resta credibilidad en este tema tan importante.
Este aumento de la desconfianza en las vacunas es muy preocupante porque para el éxito de las campañas de vacunación se debe mantener una cobertura vacunal alta. Se debe conseguir que lo normal sea que una persona se vacune. La vacunación es una medida individual pero que beneficia a la comunidad. A diferencia de otras intervenciones preventivas, si una persona rechaza las vacunas no sólo pone en riesgo su propia vida sino también la de los que le rodean, de los más débiles, los enfermos y los ancianos. Luchar contra la oposición o la duda de las vacunas es un problema comunitario.
¿Cómo sabemos que una vacuna es segura y funciona?
Antes de poder comenzar los ensayos clínicos con humanos, se comprueba en el laboratorio que la vacuna no es tóxica y no produce efectos secundarios en cultivos celulares y en modelos animales. Normalmente, se aplican dosis superiores a las que se usarían en humanos y se comprueban los posibles efectos adversos.
Se estudia también en modelos animales si la vacuna induce la producción de anticuerpos —si activa las defensas— y si es capaz de proteger frente a una infección experimental. Como los humanos somos muy diferentes a un ratón de laboratorio, a veces una vacuna que funciona muy bien en animales no funciona en el ser humano. Si los resultados de este desarrollo preclínico son satisfactorios, se solicita a las autoridades sanitarias el permiso para comenzar las fases clínicas de la experimentación con seres humanos.
Los ensayos clínicos en humanos se dividen a su vez en varias fases.
La fase I consiste en evaluar la seguridad de la vacuna (que no es tóxica ni tiene efectos secundarios graves en las personas) y la inmunogenicidad (su capacidad de inducir una respuesta inmune, producción de anticuerpos e inmunidad celular). Se suele hacer con unos pocos voluntarios sanos (entre veinte y cien).
Si los resultados son satisfactorios, se puede pasar a la fase II, en la que se vuelve a evaluar la seguridad e inmunogenicidad de la vacuna pero con un mayor número de voluntarios (entre cien y doscientos). Se tiene en cuenta también cómo puede afectar la edad y el sexo de la persona, y se suelen ensayar varias dosis. Pero todavía realmente no sabemos si la vacuna funciona. Podemos ya saber si tiene algún efecto tóxico o secundario e incluso si estimula las defensas, pero no sabemos si realmente esa estimulación es suficiente como para protegernos contra la infección.
Si los resultados siguen siendo satisfactorios, se autoriza avanzar a la fase III, en la que ya se prueba la eficacia de la vacuna.
En esta fase III intervienen ya un buen grupo de voluntarios (en algunos casos varios miles) y se prueba y compara la eficacia de la vacuna respecto a controles de personas sin vacunar a los que se les ha inoculado un placebo. Aparte de verificar su eficacia, se determina también si hay alguna toxicidad o efecto secundario previamente no detectado. Para evitar sesgos, los ensayos se hacen sin saber hasta el final a quién se ha vacunado y a quién no (el grupo control): es lo que se llaman ensayos «doble ciego».
Evidentemente, en esta fase no se infecta deliberadamente a los voluntarios, sino que se les deja que continúen con su vida y se espera que algunos de ellos se infecten de forma natural. Cuando esto ocurre, se comprueba quién estaba vacunado y quién no, y de ahí se estima cuál es la eficacia de la vacuna.
Esto es, por ejemplo, lo que han anunciado Pfizer/BioNTech y Moderna (se les infectaron de covid-19 90 y 95 voluntarios, respectivamente, de los cuales la mayoría estaban sin vacunar). Durante todo el proceso los resultados son evaluados por agentes externos, que van dando su visto bueno y la autorización para pasar de una fase a la siguiente. Cualquier resultado adverso sobre la seguridad o eficacia de la vacuna supone suspender los ensayos. Además, antes de su comercialización se publican los resultados para que los pueda revisar la comunidad científica.
Si la vacuna finalmente ha pasado todos los «filtros» y se autoriza su comercialización, no hay que olvidar que comienza una cuarta fase de seguimiento epidemiológico.
Ningún medicamento es 100 % seguro, porque ninguno de nosotros somos 100 % idénticos. Por ejemplo, una vacuna que cause algún tipo de efecto secundario grave con una frecuencia muy baja de uno por millón de vacunados, sólo se detectará en esta fase de vigilancia. Se trata, por tanto, de detectar posibles efectos secundarios que hayan podido pasar previamente desapercibidos.
Estos estudios que se realizan después de que la vacuna haya sido aprobada también tiene como objetivo evaluar su efectividad: cómo funciona en el “mundo real”, comprobar si sirve para controlar la enfermedad. Por lo tanto, una vacuna además de segura, debe ser eficaz y efectiva.
El término eficacia hace referencia a la protección que proporciona la vacuna en los ensayos clínicos bajo condiciones óptimas (de almacenamiento y distribución) en un grupo de voluntarios generalmente sanos y bajo una vigilancia estrecha. Es lo que se estudia en la fase III. Pero eficacia no es lo mismos que efectividad, que hace referencia a la protección que genera la vacuna en condiciones reales, cuando ya ha sido aprobada y se distribuye en la población, en la fase IV. Podría ocurrir que una vacuna sea eficaz en los ensayos clínicos, pero luego cuando se emplea en condiciones reales, su efectividad en controlar la enfermedad sea menor.
Con todo esto se consigue, como he dicho, que las vacunas sean los medicamentos más seguros que existen. Esto implica también que no debería extrañarnos que una vacuna que ya está en el mercado pueda llegar a ser retirada si se detecta algún problema durante esta fase IV. Esto demostraría que el sistema de vigilancia funciona.
¿Por qué las vacunas contra la covid-19 han ido tan rápido?
Porque estamos en una situación de alerta máxima, inmersos en una pandemia mundial y, probablemente, para volver a una normalidad “normal” cuanto antes necesitemos las vacunas. La mayoría de grupos de investigación que están preparando los prototipos de vacunas venían trabajando y ensayándolos desde hace ya varios años. Por ejemplo, las vacunas basadas en ARN mensajero (como Pfizer/BioNTech y Moderna) no se han sacado de la manga o inventado la tecnología en unos pocos meses. Es verdad que es la primera vez que esta tecnología llega a un ensayo clínico de fase III, pero estaban trabajando en este tipo de vacunas desde hacía años.
Tenemos que tener en cuenta además que jamás en la historia se había invertido tantísimo dinero en la fabricación de vacunas, y ha habido una colaboración internacional entre centros de investigación, universidades, empresas farmacéuticas y gobiernos sin precedentes. Se han agilizado los procedimientos y autorizaciones, pero sin saltarse ninguna fase, aunque en algunos casos se ha permitido solapar fases clínicas.
Además, hace ya meses que se está trabajando en la fabricación a gran escala de estas vacunas. Una apuesta arriesgada si tenemos en cuenta que todavía no sabemos cuál será su eficacia y efectividad. Pero, insisto, no son las empresas fabricantes de vacunas las que autorizan su empleo, sino las agencias reguladoras.
¿Tenemos que hacer obligatoria la vacunación?
El debate ya ha comenzado. Cuando preguntamos si debemos obligar a vacunar, nos solemos encontrar con respuestas como “Si la vacuna de la rabia es obligatoria para los perros, ¿por qué vacunar a los niños no lo es?”, “Si llevar cinturón de seguridad en el coche es obligatorio, ¿por qué no las vacunas?”, “Si fumar está prohibido en muchos lugares porque es malo para la salud, ¿por qué las vacunas no son obligatorias si son buenas para la salud?”, “Si una persona no vacunada puede poner en riesgo mi salud, ¿por qué no obligan a vacunarse?”, “Si es obligatorio llevar mascarilla, ¿por qué no la vacunación?”…
En muchos países la vacunación es voluntaria, y las leyes no incorporan explícitamente el deber de vacunación y nadie puede, en principio, ser obligado a vacunarse. Ahora bien, hay determinadas situaciones, como un brote epidémico o una pandemia, que permiten que los poderes públicos competentes impongan la vacunación forzosa. Para controlar e incluso llegar a erradicar una enfermedad infecciosa, se recomienda que la cobertura vacunal para esa enfermedad sea de al menos el 95% (depende del patógeno en cuestión).
También parece lógico que si obligamos a que se vacunen personas sanas deberíamos tener también un sistema de compensación por posibles efectos graves que pudieran surgir. Ya hemos dicho que la probabilidad es muy pequeña, pero cuando vacunamos a millones de personas podría ocurrir algún caso de efecto secundario grave. Una comisión independiente debería ser la encargada de demostrar si existe relación causa-efecto entre la vacunación y ese efecto secundario grave en particular.
Adelantar cambios normativos que impusieran de forma coercitiva la vacunación podría generar un efecto rebote contrario al pretendido. Obligar quizá, de momento, no sea la solución. Aunque hay formas sutiles: no es obligatorio pero para acceder a un determinado servicio (guardería, colegio) se debe tener la “cartilla de vacunación” al día. Yo personalmente soy más partidario de convencer a la gente de los beneficios de la vacunación. Y sí, yo sí me vacunaría con las vacunas contra la covid-19 que hayan sido autorizadas por las agencias reguladoras competentes.
Ignacio López-Goñi. Catedrático de Microbiología, Universidad de Navarra.
Una versión de este artículo fue publicada originalmente en el blog del autor, microBIO.