República Itinerante

Los sartales de Lauro Acevedo


ENSENADA, BC.


Debo confesarlo: es la primera vez —en 20 años de ejercicio periodístico— que escribo sobre una obra literaria que vi resplandecer antes en la mirada de su autor que en las páginas del libro. Sucedió la tarde en que el poeta ensenadense Lauro Acevedo me contaba que había imaginado, que había visto la vida de los primeros hombres en el ascenso del amanecer de nuestra especie y durante la formación de una nueva realidad compuesta de lenguaje. Dijo Lauro ese día que todo aquello que vio, que imaginó con profunda emoción y sorpresa eran las formas que tomaban las cuadrillas de hombres y mujeres en los inicios de este largo receso de la tarde en el que llevamos inmersos, como seres humanos, cientos de miles de años. De esa mirada, de ese viaje a la memoria más ancestral, nació Sartal (Odra Ediciones / Seminar), el poemario más reciente (2018) de Lauro Acevedo.

Leer Sartal es como volver a encender esa luz, esa sorpresa que deslumbró a Lauro el día (o, mejor dicho, la noche) en que empezó a dibujar los primeros versos que delinean un largo viaje por el tiempo: desde el origen del homo sapiens hasta nuestros días: “En mi sartal/ concéntrica escritura/ una nueva secuencia de colores// conteo de las danzas/ de los cantos/ podré rozar las rocas// con el aroma del rojo/ con la caricia de las cenizas mezcladas// Coloco el color/ sobre mi rostro/ sobre mis brazos/ mis piernas// veo mi reflejo en la paz del agua/ soy una planta floreciente// con ese gozo del verdor/ disperso mis raíces imaginarias// un golpe de vara me hace volver a la realidad/ las voces elevan su canto”.

Son 33 las cuentas (o bolitas o imágenes o páginas con versos) que se hilan en este Sartal. Pero también caben en él algunas pinturas que para esta obra hizo especialmente el artista plástico (y músico) José de la Rocha. Y el prólogo que escribió la investigadora belga Nicole Everaert-Desmedt.

Lauro Acevedo es un hombre que en su vida cotidiana no conoce las indefiniciones, las medias tintas, los vasos medio llenos o medio vacíos: con él los vasos están rebosantes o vacíos, con él la tinta es total o no lo es, con él hay claridad, nitidez o, de plano, no hay nada. Lauro no sabe ser de otra forma: es un hombre que se entrega totalmente. Por eso exige del otro la misma entrega. Se enoja, regaña, exige que el otro, si se dice su amigo, sea así: una totalidad. Nada de andar con ambigüedades. A Lauro se lo odia o se lo quiere. No hay más.

Y así como es con sus amigos, lo es también como profesor. Lo pueden constatar quienes lo tuvieron como maestro en el Colegio de Bachilleres en Ensenada, donde impartió clases de literatura por 30 años. Es decir, casi la mitad de los ensenadenses han tomado al menos una clase con él. Y dije ensenadenses, pero podría decir bajacalifornianos, pues quienes no asistieron a las aulas en que impartió cátedra, seguro lo conocieron por los varios libros que escribió para mostrar a los jóvenes la maravilla de la palabra.

Su poesía, entonces, no puede ser la excepción. Cuando escribe, su voz emana voraz, violenta, ansiosa. Así brotó Sartal, ya les decía: los imprevisibles diques de la experiencia reventaron ante el indomable empuje de las emociones, de los sentimientos acumulados. “Toda mi poesía es una poesía lírica, intimista”, me dijo alguna vez Lauro. En cada palabra, en cada verso, en cada poema, en cada obra impresa (¡a estas alturas suman casi medio centenar!) lo que tenemos es a un Lauro Acevedo volcado a la creación. Pueden pasar meses, años tal vez, sin que Lauro escriba algún poema, pero cuando lo hace no puede parar hasta que termina. Lauro, pluma, papel, palabras, atmósfera, emociones, pensamientos, silencios, música son una sola cosa. Y cuando la obra está acabada, eso se nota.

Silencio

Hace un momento hablé de silencios. Lo hice con toda intención: porque eso es lo que más se nota en Sartal: el silencio con el que el poeta crea su obra; el silencio sin el cual la poesía es otra cosa, menos poesía. La poesía exige esos silencios que Sartal trae en cada página, como puede constatar su lector: “Los sartales/ fluyen/ son el símbolo del recuerdo ancestral// vacío/ adorno al cuello/ la más pura vanidad// ¿Es acaso la esencia del espíritu/ un cazador-recolector?/// ¿Cuáles los deseos del desear?/ ¿Cuáles los linderos de la danza?// ¿Vendrá del mar negro/ otro regalo de luz-intenso-amor?// ¿Somos dignos de la gran-madre?/ ¿Flecha sin sentido/ nuestro ser?// ¿Cuál es/ la presa necesaria?”

Así, como el propio Lauro, su poesía es la totalidad de la forma, de la forma de ser. Desde hace casi 45 años, cada verso publicado por Lauro Acevedo tiene una cualidad: no miente. De esto es consciente el autor porque, para él, la cualidad más grande que un poeta debe tener es la sinceridad. Así toma todo en la vida: de frente, con sinceridad. Y es verdad: la buena poesía nunca miente.

Con esta actitud, con esta cualidad Lauro Acevedo ha ido publicando, poco a poco —la mayoría de las veces por sí mismo [Sartal no es la excepción]— su obra poética. No es un autor de capillas. Pero es paciente. No es un escritor oficial ni oficialista. Pero sabe estar ahí, participando. Por eso mismo decidió fundar y echar a andar en 2017, por ejemplo, el Seminario de las Artes de Baja California. Por eso mismo, por ejemplo, empuja la creación literaria desde el Taller de Poesía Voz que Florece. Por eso mismo creó, por ejemplo, un reconocimiento estatal que conmemora a la (olvidada y extraordinaria) poetisa Gloria Ortiz Ramírez: la Bienal de las Artes Literarias, que en su primera edición (septiembre de 2018) ganó Carlos Adrián Loya Meza.

Sartal es, hay que decirlo, un libro que emana de una lectura entregada, de inmersión plena, honda, del maravilloso texto escrito por el historiador israelí Yuval Noah Harari: Sapiens / De animales a dioses. En Sartal están las huellas y sus profundidades, el recuerdo ancestral de aquel hombre cazador-recolector. Es pues, Sartal, una interpretación generosa y libre de nuestro (temeroso, incierto, sorprendente) andar por el planeta.

Porque para el poeta Acevedo, contrario a lo que algunos filósofos han sugerido [Arthur Schopenhauer decía que “en el fondo cada individualidad es realmente sólo un error especial, un paso falso, algo que mejor no sería”], el hombre no es miseria; el hombre es, para Lauro, un ser grandioso, aunque él (el hombre) a veces parece no saberlo (o ignorarlo). Entonces, en esta circunstancia, lo que hace el hombre es destruir al hombre. Y agrega Lauro: “El hombre es libre cuando no se ata ni a la maldad ni a la bondad, cuando sabe escoger, cuando está en el límite de una y de otra”.

La mejor manera que tiene el poeta para expresarse es, aunque parezca estúpido decirlo, la poesía. Sólo así puede exponer con toda sinceridad, con toda brutalidad a veces, sus sentimientos. Este es el verdadero (y por verdadero quiero decir el más profundo, el único atestado de sentidos) lenguaje de Lauro Acevedo. Su andar por la vida ya obedece a él. Su mano también. Así, cada instante se le vuelve al poeta una cuenta más para hilar en el sartal. Un collar que crece con su propia existencia. Un sartal que heredaremos, todos, a quienes se quedan cuando cada uno de nosotros se haya ido.

[Sartal puede conseguirse escribiendo al correo electrónico enardecidavoz@gmail.com o entrando en contacto con Lauro Acevedo por medio de Facebook.]

Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, noviembre de 2018.

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