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La lluvia y la muerte de Goma

“En plena agonía, mientras el medicamento que la adormecería para siempre surtía efecto e invadía su torrente sanguíneo, Goma me miró o, mejor dicho, buscó mi mirada entre las veterinarias y los estantes, entre el suero y las paredes blancas. Y la encontró. Estoy seguro que entendió mi breve mensaje. Yo entendí el suyo”. Tras 17 años de estar juntos, escribe aquí Mario Bravo Soria, “Goma, mi perrita y amiga de raza cocker, murió el 9 de septiembre”…


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Durante los 14 minutos de duración del bellísimo documental Regen (1929), el espectador puede observar un elemento constante y central en el filme dirigido por el holandés Joris Ivens (1898-1989), realizador que, hace casi un siglo, escogió las calles de Ámsterdam para grabar dicho material: el rasgo primordial en tal cinta cinematográfica es la lluvia.

Desde el inicio hasta el fin del cortometraje, uno puede mirar los prólogos de la lluvia… sus estragos… su presencia al caer del cielo al suelo… la manera en que trastoca las vidas de los seres humanos en cuanto se hace presente… sin obviar la dulce calma después de la tempestad.

La lluvia, después de mirar Regen, me parece muy similar a la muerte de un amigo.

En ambos casos, en la lluvia misma y en el fallecimiento de alguien a quien uno quiere, existe una serie de señales que, si miramos con ojos atentos, son legibles y presagian venideros naufragios hechos de lágrimas suicidas, mismas que tal como las gotas exiliadas de las nubes, se perderán entre los charcos y los mares, cayendo en el olvido, resbalando de una mejilla o colisionándose contra una banqueta: ¿alguien ha pensado cómo muere una lágrima que cae al vacío desde un par de ojos y cómo muere una gota caída desde el cielo?

¿La lluvia y la muerte no serán, acaso, hermanas gemelas separadas al nacer? ¿No habitará en ellas, ahí, un secreto de la vida? ¿Ella misma, la vida, no tendrá su metáfora más bella en ese fenómeno climático que nos acompaña desde que la primera llovizna cayó en el inicio del mundo? ¿Cómo habrán dibujado la primera tormenta cuando, empapados y asustados, un grupo de humanos se guarecieron en su caverna? ¿No estamos siempre, pobres de nosotros e ingenuos de nuestros ojos, ante el mismo amor y la misma lluvia?

¿No estamos siempre ante la misma implacable muerte y ante la misma obstinada lluvia?

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Goma, mi perrita y amiga de raza cocker, murió el 9 de septiembre de este año.

Tras 17 años de estar juntos, con su partida —al igual que debe sucederle a quienes han perdido a sus fieles compañeros de cuatro patas y nariz hipersensible a los olores— desmoronó el castillo de naipes que resguardaba, inútilmente, a mi felicidad.

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El uruguayo Mario Benedetti, en su cuento “El hombre que aprendió a ladrar”, relata la historia de Raimundo y sus intentos por hablar el mismo lenguaje que su perro Leo. Benedetti nos dice que, el personaje humano principal en dicha trama, ante sus amigos disfrazaba sus esfuerzos por emitir ese sonido idéntico al de los perros: “La verdad es que ladro por no llorar”; sin embargo, su verdadera intención anidaba, nos dice el autor de La tregua, en “su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación. ¿Cómo amar entonces sin comunicarse?”

Cierto día, Raimundo se atrevió a preguntarle a Leo:

—Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinas de mi forma de ladrar?

El perro, con tierna honestidad, respondió:

—Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano.

Si amar es comunicarse, así como uno aprende a pronunciar merci beaucoup con un acento lo más parecido a un nativo de un suburbio parisino, también es impostergable aprender a hablar el mismo lenguaje que nuestros amigos los perros.

Quizá no con ladridos, pero sí con la mirada: ¿cuántos mañanas más dulces y cristalinos se asoman en la mirada de un perro?

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En plena agonía, mientras el medicamento que la adormecería para siempre surtía efecto e invadía su torrente sanguíneo, Goma me miró o, mejor dicho, buscó mi mirada entre las veterinarias y los estantes, entre el suero y las paredes blancas. Y la encontró.

Estoy seguro que entendió mi breve mensaje. Yo entendí el suyo.

Su vida se extraviaba como una gota de lluvia estrellándose en el cristal de la ventana. Mi vida se torcía y quedaba desprovista de una mirada insustituible, mientras que, en un cuaderno invisible, un Dios indiferente al dolor anotaba cuál sería el dividendo que se le cobraría hasta su último día al humano doliente: buscar en las miradas de todos los perros del mundo a su perro que ha partido a otro lugar.

Amor es comunicación.

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El escritor portugués José Saramago (1922-2010) quien, a partir de 1993, junto a su compañera, la periodista y traductora Pilar del Río (1950), se instalara como célebre habitante de la isla canaria de Lanzarote, comenzó a tejer un vínculo especial con los canes, pues en la etapa final de su vida tuvo como compañeros de casa a tres perros; así lo dio a conocer en su diario intitulado Cuadernos de Lanzarote II, específicamente en el texto correspondiente al 19 de agosto de 1996: “Ahora mismo, uno tras otro, los perros que viven en esta casa —Pepe, Greta y Camões— dieron sus tres vueltas, se tumbaron a nuestros pies, y suspiraron. Ellos no saben que yo también suspiraré cuando me acueste. Probablemente, todos los seres vivos suspiran así cuando se tienden; probablemente, está hecho de suspiros el silencio que precede al sueño del mundo. Me pregunto ahora: ¿dónde acabo yo y comienza mi perro?, ¿dónde acaba mi perro y comienzo yo?”

La pregunta del novelista lusitano, sin duda, abre la posibilidad de pensar que uno no suele mantener una relación meramente de casualidad con su perro: quien sea agudo observador habrá notado que el rostro de los perros es, en uno u otro sentido, muy similar al del humano que funge como su protector. Incluso, me atrevería a afirmar que el carácter del humano se puede mirar reflejado en la manera de ser de su perro.

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El mismo Saramago, tajantemente durante una visita suya a México, aseveró lo siguiente con respecto a la similitud entre humanos y perros: “Encuentro en los perros más humanidad que en los hombres”. Pareciera que esa característica lealtad, esa fidelidad a prueba de bombas y su enorme virtud de saber perdonar una y mil ofensas, pudieran ser escalones evolutivos que los humanos aún no hemos alcanzado; pero los perros, de sobra, conocen y nos dictan cátedra diariamente sobre tales rasgos.

Hemos llegado a la Luna; hoy en día existen teléfonos que incluyen una cámara fotográfica, radio, aplicaciones para medir nuestro peso, contar nuestros pasos y saber la cantidad de estrés que tenemos… el ser humano es capaz de viajar a 250 kilómetros por hora o pedir la cena con sólo presionar tres teclas; pero un perro, un solo perro en la Tierra posee más lealtad, fidelidad y humildad que la humanidad entera.

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Seguramente, ningún ser humano ha estado a la altura de la lealtad de un perro.

De este desequilibrio entre los dones perrunos y las miserias humanas, la poetisa polaca Wisława Szymborska (1923-2012) escribió algo muy cierto en su poema “Cadenas”:

Un día sofocante, la casa de un perro y el perro encadenado.
Unos pasos más allá un platito lleno de agua.
Pero la cadena es demasiado corta y el perro no alcanza.
Añadamos a la imagen un detalle más:
nuestras mucho más largas
y menos visibles cadenas
gracias a las cuales podemos pasar de largo
tranquilamente.

El perro entrega demasiado al humano, se excede, no sabe contenerse en su afecto.

Pareciera que al mundo vinieron sin ese gen que, a los humanos, nos hace rencorosos, vengativos y pusilánimes para brindar cariño. Los perros, a pesar de su memoria olfativa envidiable, no saben recordar si uno pasó de largo ante su intentona por jugar con la pelota o si, en un día repleto de trabajo oficinesco, no los acariciamos por estar frente al monitor de la computadora. Ellos, los perros, esperan… siempre esperan, cautelosos al igual que sus hermanos los lobos, pero no esperan como ellos para abalanzarse sobre su presa, sino para aprovechar el mínimo momento y, así, recibir una caricia o salir a la calle al encuentro con los olores del mundo.

En medio de esa espera a ras de suelo mientras protegen nuestra rutina, se halla el enorme privilegio y regalo de la paz y el silencio, tal como el escritor y periodista Eusebio Ruvalcaba (1951-2017) afirmara en el texto “El arte de ser perro”: “El hombre que ama los perros posee una exigencia difícil de complacer. Pero que él la vuelca hacia el exterior. Es la sed de compartir las beatitudes de la vida. Un hombre que ama los perros da mucho porque exige mucho. Da silencio y paz. Porque es lo que espera de los demás. Es lo que le da el perro sin poner condiciones”.

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El extraordinario y entrañable poeta catalán Joan Margarit (1938-2021) dijo, acertadamente, que nadie sabe esperar como una calle. Yo agregaría, si me lo permitiera el maestro, que nadie sabe esperar como un perro: aunque sientan ansias de salir presurosos a jugar al parque o anhelen un paseo por las calles del barrio, saben que, el estar junto a su compañero humano aparentemente sin hacer algo, eso jamás será tiempo perdido. Por si les faltaran virtudes, también agreguémosles la sabiduría para reconocer lo extraordinario dentro de la rutina.

¿Hace cuánto tiempo, lector, usted conoció a un humano que reuniera consigo las virtudes de la paz, el silencio y la espera?

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Al amanecer del jueves 9 de septiembre de este año, anhelaba algo imposible, algo que seguramente miles y miles de personas han pensado en circunstancias in extremis: que el tiempo se detenga, que los relojes de mano, de catedral, aquellos que dan la hora en los teléfonos móviles o en la esquina de las pantallas de las computadoras se quedaran petrificados antes del alba.

Ella, mi perrita Goma, dormía.

Yo, tras 17 años de estar juntos todos los días de la vida —excepto aquellos en los cuales un viaje u otro a Buenos Aires nos distanció durante meses—, había asumido la decisión de que ese jueves le sería realizado el procedimiento de eutanasia. Sus redondos ojos hace mucho que solamente miraban sombras; hace más de un año que perdió la movilidad de sus patas traseras a causa de una lesión en su columna; ello le provocó perder tono muscular y varios kilos de peso. Además, en los días más recientes, su falta de ingesta de agua en cantidades para ella habituales había provocado una debilidad que nos avisó, a la veterinaria y a mí, que ya era el momento de hacer sus maletas.

¿Con qué valentía despiertas a tu perrita de un sueño calmo y reposado durante el último día de su vida? ¿Cómo le explicas a quien no ha tenido la dicha de contar con la compañía de un perro, que es un desgarramiento el acercarle su plato con croquetas, mirarla comer lentamente, alistarnos para salir a la calle y cerrar la puerta de la casa, esa que ella nunca más habitará? ¿Cómo puede uno dar a entender el vacío que nuestro hogar guarda desde aquel día?

La muerte, en general, creo que se resume en esa imagen y en aquella sensación. Aunque es preciso aclarar que la muerte no es ni la agonía ni un corazón en su último latido; no, sería demasiado fácil para los vivos el lidiar con esos acontecimientos, sí dolorosos, pero no letales.

La muerte, me parece, es buscar con los ojos a quien ya no está más.

La muerte es la ausencia.

La muerte es un traste con agua que aún conservamos en su sitio, por si acaso Goma vuelve.

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Volviendo al hermoso documental de Joris Ivens que mencioné al principio de este escrito, sostengo que ella, la lluvia, conserva un secreto vínculo con la Muerte. Quien sabe leer las nubes y presagiar lloviznas o tormentas, también sabrá cuándo se acerca la Muerte, sin duda alguna.

Quien debajo de un aguacero sienta que todo el mundo se reduce a ese momento y a ese lugar, quien sepa que en medio de una llovizna lo único válido es salvarse; asimismo entenderá que, durante los ritmos de la Muerte, por igual que en la lluvia, se activan esos códigos y urgencias: guarecerse o morir, correr a toda velocidad y esconderse, refugiarse, o ser presa de la lluvia o de la Muerte y su puntual e implacable afectación a nuestros cuerpos.

Quien recuerde la dulce calma después de los rayos, los estruendos de los truenos, la gente yendo de aquí para allá como si de una guerra de balas y no de gotas se tratara; quien evoque los charcos que asemejan ser los cinco océanos del mundo, será capaz, a su vez, de reconocer ese tímido y casi fugaz silencio después de la lluvia o de la muerte: hay una paz, un tiempo de tregua, un instante permitido para respirar hondo y profundo, un lapso para contar las bajas propias y ajenas. El después de la muerte es tan parecido a cuando salimos a barrer los charcos que el chubasco dejó en nuestro patio.

Así es la Muerte: viene y trastoca nuestra rutina, desbarata planes y desordena cajones; encima de todo esto, nosotros somos quienes debemos reparar los daños que ella deja tras su paso.

En el tiempo después de la muerte, los relojes se echan a andar de nuevo, obligados porque en sus costillas les ha sido enterrada la daga amenazante del futuro… un tiempo que seguirá confundiendo las lágrimas con las gotas de la lluvia.

En su poema “Tarde de lluvia”, Joan Margarit escribió: “La lluvia de un domingo por la tarde a veces se parece a nuestro epílogo”.

¿Alguien se atrevería a desmentir al poeta?

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¿Realmente muere quien sigue siendo buscado por la mirada?

¿Las gotas de la lluvia y las lágrimas que caen de los ojos no se parecen al personaje de Damiel, ese ángel del filme Las alas del deseo (1987), que decide renunciar a una eternidad sin dolor ni muerte para caer al vacío y sentir lo que los seres humanos sienten durante el día a día? ¿Las gotas de lluvia y nuestras lágrimas mueren al caer?, ¿o quizá, acaso, su aparente rendición no es más que una oportunidad que nos brindan a los humanos para saber que somos tan frágiles y heroicos como un barquito de papel en altamar?

La Muerte nos aventaja, pues siempre guarda una carta bajo su manga.

Solamente —y lo diré bajito para no divulgar el secreto— contamos con algo a favor en contra de su imperio de olvido y despedidas: la palabra y la mirada. Mientras seamos tan agradecidos para nombrar, así como mientras nuestra mirada busque a pesar de las evidencias sensoriales y científicas, a pesar de lo que el calendario afirme y de la soberbia certeza emanada de los crematorios, mientras la mirada busque, entonces, nunca habrá una muerte absoluta ni definitiva.

Por mi parte, seguiré buscando a Goma en la mirada de cada perro.

Alguna vez, mínima y fugaz, burlaremos a la Muerte y nos reconoceremos por la mirada.

Mientras tanto, lloverá y lloraremos, seguramente.

Después, la calma volverá tras la tormenta.

Y esperaremos.

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