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“¡Que viva la libertad de expresión!”

Nacido en Michoacán hace 91 años, Adolfo Mexiac fue revestido doctor HonorisCausa, por la Universidad de Colima, en su nonagésimo aniversario de vida. Estas fueron sus palabras.


Me tocó desarrollarme cuando todavía el espíritu de la Revolución Mexicana estaba en su apogeo, en la época del general Lázaro Cárdenas, cuando el nuevo México se estaba formando. Mucho de eso absorbí y se me quedó grabado.

No me incliné por el abstraccionismo u otras corrientes del arte o por el aspecto estético solamente. Yo toco este punto, pero no he podido evadir la realidad que estaba junto a mí: el hombre y sus luchas sociales.

Durante mi formación, armé poco a poco mi propio plan de trabajo, y en cada una de las actividades que realicé traté de llegar al fondo.

El Taller de Gráfica Popular fue, aunque no era su propósito, una gran escuela para mí. Lo fue al tener a Leopoldo Méndez como un maestro y segundo padre, enseñándome a grabar con tan sólo verlo manejar con su proverbial maestría las gubias y las uñetas sobre el linóleo. Lo fue con Pablo O’Higgins al ver cómo dibujaba con su lápiz sobre la piedra que sería atacada con el ácido, luego borrado el dibujo para después verlo otra vez, al pasar el rodillo cubierto de tinta negra para que finalmente surgiera la obra maestra; o, bien, en el caso de Alberto Beltrán, que tuvo su fuerte en el dibujo, con su visión fotográfica para realizar sus obras con gran detalle y maestría. De todos los compañeros aprendí algo.

Había reuniones en las cuales se hablaba de trabajo, pero también se discutían y analizaban problemas sociales. No siempre ejecutábamos obras individuales, pues también hacíamos trabajos conjuntos. Citaré un ejemplo en el cual participé: el movimiento magisterial de 1956-1958, en el que, después de analizar qué elementos tendría el proyecto de grabado, el dibujo lo realizó Alberto Beltrán y lo grabamos Arturo García Bustos y yo. Los alumnos de San Carlos lo ampliaron y lo hicieron una pancarta mural de tres pisos de alto, del ancho de todo el muro lateral del patio central de la Secretaría de Educación Pública.

El TGP fue un taller de hombres con principios y con un sentido humano muy profundo. Eso fue lo que nos unió: el trabajo plástico y la defensa de los derechos humanos.

También tuve la gran oportunidad de laborar en otro proyecto similar en cuanto a objetivos, propuesto por el doctor Alfonso Caso, quien formó parte del grupo de los Siete Sabios y fue rector de la UNAM, famoso arqueólogo, autor de varios libros e innumerables distinciones. Fue parte de los que formaron este país. Él sabía lo que quería. No iba por un puesto ni por dinero. Trabajaba para transformar a nuestro país. Fue invitado a ser secretario de Bienes Nacionales y, al ver la corrupción que existía en esa dependencia, renunció y le dijo al entonces presidente Miguel Alemán, quien fue su alumno en la Universidad: “Yo no vine a trabajar en esto ni le enseñé esto”. El presidente le respondió: “En qué quiere colaborar, maestro”, y entonces Caso le pidió fundar el Instituto Nacional Indigenista, trabajar para los que más necesitan, los olvidados, y en 1948 se hizo realidad este sueño.

En ese Instituto tuve la oportunidad de trabajar de 1953 a 1970 en ayudas visuales para comunidades indígenas. Hice cartillas y carteles y enseñé a hacer serigrafía. Con grupos interdisciplinarios trabajamos con una filosofía que nos motivaba a ver por las necesidades de los grupos indígenas con objeto de formar un país nuevo, un país justo. Había que regresar lo que nos había costeado la sociedad: nuestra educación.

Se hizo mucho con poco presupuesto y participaron tanto trabajadores administrativos como escritores, arquitectos, ingenieros, sociólogos, antropólogos; en fin, gente de primera, seres inteligentes, preparados, con una clara conciencia de lo que iban a hacer, de lo que íbamos a transformar.

Desgraciadamente todo terminó cuando murió el doctor Caso y aquello se fue convirtiendo poco a poco en algo político. Ya no existía esa filosofía con la que se había iniciado el INI. Se cayó el proyecto, entró gente que quería puestos y dinero, no proyectos para los indígenas. Era gente ordinaria, sin principios, sin una filosofía, y se fueron transformando en traidores al proyecto de nación, pues no tenían nada que ver con la idea en la cual yo me formé. Por eso, a raíz de la muerte del doctor Caso, yo renuncié.

Y se convirtió ese sueño en una pesadilla para nuestro país, una plaga que va corrompiendo a esa gente ordinaria, sin principios, sin conciencia. ¿Cómo ignorar esta realidad? ¿Cómo no protestar contra eso por medio de mi obra sabiendo que sí es posible rehacer a México con gente honesta, pensante, consciente, trabajadora, gente capaz de luchar por un ideal…

Pero nunca hay que bajar la guardia. Nunca es tarde para pensar que los jóvenes estudiantes —inteligentes, honestos, formados no sólo académicamente sino con un espíritu decidido a transformar a su país— lo puedan realizar con su saber, para llegar a un México más justo, más digno para el ser humano.

Yo procuré acercarme a mis alumnos para enseñarles las técnicas, pero también con el fin de alentarlos para que su obra no fuera hueca. Tenían que informarse, saber qué estaba pasando a su alrededor. Les pedía que leyeran sobre arte, buena literatura, que se cultivaran, que discutieran, que analizaran y después decidieran qué hacer libremente.

Después de un tiempo de trabajar y trabajar en mi obra, de exponerla desde que estaba en el TGP, de que viajara esa obra por muchos países de Europa, de Asia, de Norte y Sudamérica… Después de tener exposiciones colectivas e individuales, de dar cursos, pláticas, de iniciarme con varios murales desde los años sesenta, hasta el grabado mural de 1982 en la Cámara de Diputados de la Ciudad de México, después de todo eso, llegamos a Colima en 1986, cuando esta casa de estudios estaba en pleno desarrollo, lo que me hace sentir una fuerte cercanía con ella.

Aquí, en la Universidad de Colima, realicé cinco murales en diferentes campus. Murales como La autonomía universitaria, El hombre y la mujer en armonía con el universo, El hombre inventor de sí mismo, Terremoto del 85 y Homenaje al trabajo manual

Por eso puedo decir que nunca me he desvinculado de esta casa de estudios que ahora me honra con una gran distinción, lo cual agradezco infinitamente, tanto a la comunidad universitaria como a sus autoridades.

Aprovecho ocasión tan especial para agradecer a mi esposa, la maestra Patricia Salas, por su apoyo como compañera de trabajo y de vida; a mis hijas aquí presentes, a mi familia, que me ha dado tanto cariño y, por supuesto, doy gracias a los amigos colimotes y de otros lugares que se han tomado la molestia de venir a acompañarme.

¡Que viva la educación para el crecimiento del ser humano con valores al servicio de nuestro país!

¡Que viva la libertad de expresión!

¡Que viva México!

Publicado originalmente en la revista impresa La Digna Metáfora, diciembre de 2018.

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