Relatario: Edición Especial

Él


La vida de los Whipples era dura. Resultaba difícil alimentar tantas bocas hambrientas; difícil vestir a los niños con ropas abrigadas durante el invierno, aunque éste durara poco. “Dios sabe lo que hubiéramos sido de habernos quedado en el norte”, pensaban frecuentemente. En verdad, era complicado mantener a los muchachos decentes y limpios.

—Parece que la suerte nunca nos favorece —decía el señor Whipple, pero la señora Whipple recordaba la estoica idea de aceptar como bueno lo que se les presentara, al menos cuando los vecinos escuchaban.

—No permitamos que nadie nos oiga quejarnos —pedía a su marido, detestando pensar que alguien le tuviera lástima—. No, ni aunque tuviéramos que vivir en un vagón recogiendo algodón por todo el país, nadie tendría oportunidad de mirarnos feo.

La señora Whipple amaba a su segundo hijo, el retardado, mucho más que a los otros dos hijos juntos. Lo comentaba siempre, y al hablar con sus vecinos comparaba el amor por su hijo con el que sentía por su marido y por su madre.

—No necesitas decírselo a todo el mundo —repetía el señor Whipple—. Parece que sólo tú lo quieres.

—Es algo natural en una madre —recordaba la señora Whipple—. Sabes que este tipo de cariño es más propio de la madre. La gente no espera tanto de los padres.

Ello no evitaba que entre sí los vecinos no hablaran claramente. Sería una bendición del Señor si él muriera —comentaban—. Es culpa de los padres —agregaban—. Puede apostarse que por ahí hay algún pecado y alguna tara. Por supuesto, todo a espaldas de los Whipples. De frente les decían: “No está tan mal. Se mejorará. ¡Miren que bien se desarrolla!”

La señora Whipple odiaba tocar el asunto; intentaba pensar en otra cosa, pero cada vez que alguien ponía un pie en la casa lo sacaba a relucir y hablaba de Él antes que de nada. Parecía alivarse.

—Ni por todo el oro del mundo permitiría que nada le pasara; pero no logro mantenerlo quieto. Él es tan fuerte y activo. Siempre está en todo y fue así desde que empezó a caminar. Algunas veces me parece graciosa la manera como actúa. Me divierte verlo hacer sus travesuras. Emily se accidenta más; a cada rato le vendo sus raspones, y Adna se rompe un hueso cada vez que se cae. Pero Él hace de todo sin sufrir ni un rasguño. En una ocasión en que estuvo aquí, el sacerdote dijo algo tan agradable que lo recordaré hasta el día de mi muerte. Dijo: “Los inocentes caminan con Dios, por eso Él no se lastima”. Cuando la señora Whipple repetía esas palabras, sentía que algo tibio le inundaba el pecho, las lágrimas llenaban sus ojos, y sólo entonces lograba pasar a otro tema de conversación.

Creció y jamás se lastimó. Un tablón del gallinero cayó golpeándole la cabeza y Él pareció no advertirlo. Había aprendido algunas palabras y después del golpe las olvidó. Nunca lloriqueaba pidiendo comida como lo hacen otros chicos, sino que esperaba hasta que se la dieran; comía acuclillado en un rincón del cuarto saboreando y mascullando. Como si fuera un abrigo tenía lonjas de grasa en la espalda, y podía acarrear dos veces más leña y agua que Adna. Emily estaba la mayor parte del tiempo resfriada: “lo hereda de mí”, comentaba la señora Whipple. Por eso cuando hacía mal tiempo le pasaba un cobertor extra que le quitaba al catre de Él, quien jamás parecía sentir frío.

Sin embargo, la señora Whipple se atormentaba la vida temiendo que a Él algo le pasara. Se trepaba a los duraznos mejor que Adna e imitaba a un mono de rama en rama; sí, realmente, parecía un mono.

—Señora Whipple, usted no debería permitírselo. Puede perder el equilibrio. No comprende bien lo que hace.

La señora Whipple casi corrió a su vecino.

—¡Él sabe lo que está haciendo! Es tan capaz como cualquier otro niño. ¡Bájate de allí, tú!

Cuando al fin llegó al suelo, ella casi no controlaba las manos, quería pegarle por portarse así delante de la gente.

Él sonreía con una sonrisa amplia mientras que la preocupaba constantemente.

—La culpa la tienen los vecinos —exclamó la señora Whipple dirigiéndose a su marido—. ¡Cómo me gustaría que se ocuparan de sus asuntos en vez de los nuestros! No le permito casi que se mueva, por miedo a que se metan en lo que no les importa. Mira las abejas. Adna no las toca porque lo pican y ahora temo pedirle a Él que lo haga. Aunque no le importa si lo pican.

—Debido a que no tiene suficiente sentido común para asustarse por nada —dijo el señor Whipple.

—Deberías avergonzarte de ti mismo —respondió la señora Whipple—. Hablar así de tu propio hijo. ¿Me gustaría saber quién cuidaría de Él si nosotros no lo hiciéramos? Observa cuanto sucede. Escucha todo y obedece lo que le ordeno. No permitas que nadie te oiga decir tales palabras. Pensarán que prefieres a los otros chicos.

—Pues no es cierto ¿pero qué ganamos con volver al mismo tema? Siempre ves el peor lado de las cosas. Déjalo tranquilo, saldrá adelante de cualquier forma. Tiene que comer y ropa que ponerse ¿no? —de pronto el señor Whipple se sintió cansado y añadió—: De todas maneras ya no podemos hacer nada.

También la señora Whipple se sintió cansada y completó con voz de tedio:

—Lo que está hecho no puede ser deshecho, lo sé mejor que nadie. Sin embargo Él es mi hijo y no permitiré que nadie diga una sola palabra en contra suya. Me enferma que la gente venga a chismear a cada rato.

Hacia los primeros días de otoño la señora Whipple recibió una carta de su hermano diciéndole que el domingo siguiente la visitaría con su mujer y sus dos hijos. “Coloca la olla grande en lugar de la pequeña”, acotaba al terminar. La señora Whipple leyó dos veces esta parte en voz alta, porque la complacía. Su hermano poseía el don especial de decir cosas chistosas.

—Le mostraremos que no se trata de una broma —comentó—; mataremos uno de nuestros lechoncitos.

—Es un derroche, y no puedo brindarme ese lujo tal como están nuestras finanzas —estipuló el señor Whipple—. Ese lechón valdrá bastante dinero para Navidad.

—Me parece penoso no ofrecer una comida decente a mi propia familia cuando viene a visitarnos —dijo la señora Whipple—. Me daría mucha rabia que mi cuñada regresara a su casa diciendo que aquí no hay nada de comer. ¡Dios mío!, es mejor aprovechar lo que se tiene en vez de dirigirse a la ciudad para comprar un buen pedazo de carne. ¡Allí sí que se gasta el dinero!

—Muy bien, hazlo entonces —respondió el señor Whipple—. ¡Por Cristo todopoderoso! ¡Con razón no logramos salir adelante!

Las complicaciones se presentaron ante la perspectiva de separar al cerdito de su recia mamá dueña de un carácter peor que el de una vaca Jersey. Adna no quiso intentarlo.

—Bueno, don miedoso —exclamó la señora Whipple—. Él no tiene miedo. Fíjate cómo lo hace.

Se rió como si fuera una broma, al tiempo que le daba un empujoncito hacia la pocilga. Él caminó furtivamente, agarró de golpe al lechoncito que mamaba, y volvió al galope con la puerca enfurecida casi pisándole los talones. El animalito negro se retorcía, chillaba como un bebé en crisis nerviosa, ponía rígido el lomo y abría la boca de oreja a oreja. La señora Whipple lo tomó con ademán enérgico y le abrió la garganta de un solo tajo. Cuando Él vio la sangre lanzó un relincho y escapó.

—Pero se olvidará y comerá a mandíbula batiente —pensó la señora Whipple, quien al ensimismarse movía los labios murmurando.

—Se lo comería todo si yo no lo impidiera. Si lo dejáramos, se comería cada bocado de los otros dos.

Sintió tristeza pensándolo. Él tenía diez años y era tan grande como Adna que cumpliría catorce. Es una vergüenza, una vergüenza —repetía para sus adentros—. ¡Y Adna es tanto más inteligente!

Continuó sintiéndose mal por muchas otras causas. En primer lugar correspondía al hombre matar a los animales, la vista del lechón despellejado, rosa y desnudo, la hizo descomponerse. Resultaba muy gordo, suave, con un aspecto que movía a compasión. Simplemente era vergonzosa la forma como suceden las cosas. Cuando terminó su obra, casi deseó que su hermano permaneciera en casa.

El domingo temprano por la mañana la señora Whipple dejó a un lado todo para lavarlo bien. Una hora después Él estaba sucio nuevamente; se había arrastrado debajo de las cercas correteando a una lagartija y se encaramó sobre las vigas del granero en busca de huevos en el pajar.

—¡Dios mío! ¡Mira cómo te has puesto a pesar de que te arreglé tan bien! En cambio, Adna y Emily están muy quietos. Me canso todo el día tratando de mantenerte decente. Quítate esa camisa y ponte otra. La gente dirá que no te he vestido —y lo jaló fuertemente de las orejas. Él parpadeó y se restregó la cabeza, y la cara que puso hirió los sentimientos de la señora Whipple. Las rodillas comenzaron a temblarle y tuvo que sentarse mientras se abotonaba la blusa.

—Estoy agotada antes de empezar.

El hermano llegó con su saludable y regordeta mujer y dos muchachotes gritones y hambrientos. Tuvieron una gran cena con el cerdo asado, bien tostadito, repleto de aderezos y encurtidos en la boca, y gran cantidad de salsa para las papas. Todo en el centro de la mesa.

—Esto demuestra prosperidad —comentó el hermano—. Cuando termine, tendrán que rodarme hasta mi casa como si fuera un tonel.

Todos rieron en voz alta; resultaba agradable oírles reír a coro alrededor de la mesa. La señora Whipple se sintió confortada y exclamó:

—Tenemos seis más como éste; pienso que es lo menos que podemos hacer, pues ustedes vienen tan poco a visitarnos.

Él no quiso entrar al comedor y la señora Whipple lo excusó hábilmente.

—Es más tímido que los otros dos —dijo—. Necesita acostumbrarse a ustedes. No se confía con facilidad; ya saben cómo son los niños, incluso entre primos.

Nadie dijo nada fuera de tono.

—Igual que mi Alfy —agregó la cuñada—. Algunas veces tengo que pegarle para que dé la mano a su abuelita.

Quedó terminado el asunto y la señora Whipple preparó un plato bien repleto para Él, antes que para los otros.

—Siempre digo que no debe ser desatendido, aunque alguien se quede sin comer —comentó y llevó el plato ella misma.

—Él es tan fuerte que podría colgarse del marco de la puerta y levantarse por encima gracias a sus músculos —dijo Emily como excusando la abundancia de comida.

—Está bien, está bien —comentó el hermano.

Partieron después de comer. La señora Whipple juntó los platos y dijo a los chicos que se acostaran. Sentada, se desató los zapatos.

—¿Ves? —comentó con el señor Whipple—. Así es mi familia, encantadora y considerada en cualquier momento. Sin observaciones fuera de lugar… Son refinados. Abomino los comentarios de la gente. ¿Verdad que estaba exquisito el cerdo?

El señor Whipple contestó.

—Sí, hemos perdido como ciento cincuenta kilos de carne, eso es todo. Cuando uno viene a comer, por lo regular se porta amable. ¿Quién sabe lo que piensan realmente?

—Sí, igual que tú —completó la señora Whipple—. No espero nada de ti. Me dirás luego que mi propio hermano andará comentando que lo hicimos comer en la cocina. ¡Dios mío! —Se cogió la cabeza con las manos porque sintió que un dolor comenzaba a molestarle a la altura de la frente—. Ahora todo se arruinó, ¡y había sido tan agradable y tan fácil! Muy bien, a ti no te simpatizan y nunca te simpatizaron, muy bien, no vendrán de nuevo, ¡no te preocupes! Pero no podrán decir que Él no estaba tan bien arreglado como Adna. De veras, ¡algunas veces quisiera morirme!

—Y yo quisiera que dejaras las cosas tranquilas. Ya es bastante malo como están.

Fue un invierno duro. A la señora Whipple le pareció que sólo tuvieron problemas y ahora debían capotear un invierno como aquel. La cosecha fue la mitad de lo esperado; el algodón no alcanzó sino para pagar la cuenta del almacén. Cambiaron uno de los caballos del arado y resultaron estafados; el nuevo murió de vómitos. La señora Whipple pensaba todo el tiempo en lo terrible que era tener a un hombre del que sólo dependía para ser engañada. Ahorraron muchísimo, pero la señora Whipple creía que algunas cosas debían comprarse aunque costaran dinero. Se requirió ropa de lana para Adna y Emily, quienes caminaban diez kilómetros para llegar a la escuela durante los tres meses de invierno.

—La mayor parte del tiempo, Él se sienta junto al fuego; no necesitará mucha ropa —opinó el señor Whipple.

—Por supuesto —repuso la señora Whipple—, y cuando salga a trabajar se pondrá tu abrigo impermeable. No podemos hacer más por Él, ni modo.

Cayó enfermo en febrero y permaneció enroscado bajo su cobija con el rostro muy azul y respirando como si se ahogara. El señor y la señora Whipple hicieron cuanto pudieron por Él durante dos días, y cuando se asustaron demasiado llamaron al doctor. El médico dijo que debían mantenerlo caliente y darle muchos huevos y leche.

—Me temo que no es tan fuerte como parece —dijo—. Necesitan vigilarlo para ver cómo sigue. Y además añadirle cobijas en la cama.

—Acabo de quitarle su colcha gruesa para lavarla —profirió la señora Whipple avergonzada—. No soporta la suciedad.

—Entonces, póngasela de nuevo en cuanto esté seca —agregó el doctor—, de otra manera le dará neumonía.

Los señores Whipple sacaron una frazada de su propia cama y le arrimaron el catre cerca del fuego.

—Nadie dirá que no hacemos por Él cuanto está en nuestras manos —dijo la señora Whipple—. Hasta dormimos con frío.

Al terminar el invierno, pareció reponerse pero caminaba como si los pies le dolieran. Durante la estación veraniega, había sido capaz de correr junto a un bracero de algodón.

—Hice un trato con Jim Ferguson para alimentar a la vaca, la próxima vez —remarcó el señor Whipple—. Haré pastorear al toro este verano y le daré a Jim algún forraje en el otoño. Es mejor así que estar pagando con nuestro propio dinero, sobre todo cuando no lo tenemos.

—Espero que no hayas dicho tal cosa delante de Jim Ferguson —respondió la señora—. No debes enterarlo de que andamos mal.

—¡Dios todopoderoso!, eso no es decir que andamos mal. Un hombre debe cuidar su futuro. Él puede conducir el toro hoy; necesito que Adna se quede.

Al principio la señora Whipple estuvo conforme de enviarlo por el toro. Adna era demasiado inquieto y no podía confiársele. Hay que ser tranquilo para permanecer cerca de los animales. Después de que Él se fue, comenzó a intranquilizarse y al rato no soportaba la situación. Se paró en el sendero para esperarlo. Había que recorrer casi ocho kilómetros y hacía mucho calor, pero Él no tardaría tanto. La señora se colocó la mano sobre los ojos y miró fijamente hasta que unas manchas de color flotaron en sus pupilas. Sucedía lo mismo en todas las cosas de su vida; se preocupaba continuamente y desconocía un momento de paz. Al cabo, lo vio dando vuelta por el sendero, renqueando. Venía muy despacio, guiaba la tremenda montaña animal por el anillo del hocico, movía una varita en la mano, sin mirar hacia atrás o hacia los lados, pero se acercaba como un sonámbulo, con los ojos semicerrados.

La señora Whipple sentía un miedo enfermizo a los toros; había escuchado historias terribles que se contaban de que caminaban muy tranquilos y de pronto pateaban bramando, y pisaban y corneaban el cuerpo de quien los guiaba, hasta convertirlo en pedazos. Instantáneamente el monstruo negro podía atacarlo, ¡mi Dios! Él nunca tendrá suficiente sentido común para correr.

No debía hacer ruidos ni moverse; no debía asustar al toro. Éste levantó la cabeza y corneó en el aire a una mosca. La voz de ella estalló y le gritó que corriera, por lo más sagrado. Él pareció no escuchar los gritos, y continuó meneando su vara y renqueando. El toro se movía pesadamente detrás de Él, dulce como un ternerito. La señora Whipple silenciosa, corrió hacia la casa rezando en su interior: “Dios, no permitas que nada le pase. Dios, la gente diría que no sabemos cuidarlo. ¡Tráelo a casa sano y salvo y lo cuidaré mejor! Amén.”

Miró a través de la ventana mientras Él guiaba la bestia y la ataba al granero. Era inútil desentenderse. La señora Whipple no soportaba más. Se sentó y comenzó a llorar con el delantal sobre su cabeza.

Año con año los Whipple eran más y más pobres. Pese a lo mucho que trabajaban, la casa estaba a punto de caerse.

—Perdemos nuestro sostén —dijo la señora—. ¿Por qué no aprovechamos las oportunidades como otras gentes? Pronto nos considerarán como unas “pobres gentuzas”.

—Me iré al cumplir dieciséis años —externó Adna—. Trabajaré en el almacén de Powell. Allí hay dinero. Ya tuve bastante del campo.

—Yo seré maestra —dijo Emily—, pero necesito terminar el octavo grado. Entonces podré vivir en la ciudad. Aquí no veo oportunidad de progresar.

—Emily salió a la familia —apuntó la señora Whipple—. Tan ambiciosa como ellos, que nunca se conforman con un segundo puesto en ningún lado.

A la llegada del otoño, Emily aprovechó la ocasión de emplearse como camarera en el restaurante de los ferrocarriles en el pueblo cercano; hubiera sido una lástima no aceptar un salario bueno y comida segura. La señora Whipple se lo permitió, sin preocuparse por la escuela hasta el próximo año.

—Tendrás tiempo de sobra —aseguró—. Eres joven y rápida como un látigo.

Cuando Adna también se fue, el señor Whipple quiso realizar el trabajo de la granja ayudado por Él. Hacía su trabajo y parte del trabajo de Adna sin notarlo siquiera. Todo marchó bien hasta Navidad. Saliendo del granero se resbaló en el hielo una mañana. En lugar de levantarse, se revolcaba y el señor Whipple lo encontró con una especie de ataque.

Desde entonces se quedó en cama. Las piernas se le hincharon al doble de su tamaño normal y los ataques se repitieron. A los cuatro meses el doctor opinó:

—Es inútil. Creo que deben llevarlo al hospital del Estado para un tratamiento inmediato. Haré los trámites indispensables. Allí lo atenderán bien y Él estará lejos.

—Nunca lo privamos de cuidados, no lo dejaré ir —repuso la señora Whipple—. Dirán que dejé entre extraños a mi hijo enfermo.

—Sé lo que siente —comentó el doctor—. No tiene que explicármelo señora Whipple. Tengo un hijo. Pero será mejor que me escuchen. Yo no puedo ayudarlo.

Cuando se acostaron el señor y la señora Whipple hablaron sobre el particular largo tiempo.

—No es otra cosa que una institución de caridad —apuntó ella—. ¡A lo que hemos llegado, a la caridad! No pensé que nos sucedería.

—Pagamos nuestros impuestos igual que todo el mundo —dijo el señor Whipple—, y no lo considero caridad… Creo que lo más conveniente es mandarlo un lugar donde le den lo mejor de todo… y, además, no me encuentro en situación de pagar honorarios médicos.

—Tal vez por eso el doctor quiere mandarlo; teme que no le paguemos —agregó la señora Whipple.

—No pienses así —respondió el señor Whipple sintiéndose bastante cansado—, porque no seremos capaces de enviarlo.

—Pero no lo dejaremos allá mucho tiempo —completó la señora Whipple—. Tan pronto mejore, lo traeremos de inmediato.

—El doctor explicó y volvió a explicar que él no mejorará y lo mejor es que te calles —dijo el señor Whipple.

—Los doctores no son sabios —objetó la señora Whipple casi con felicidad—. En el verano, Emily vendrá a casa para pasar las vacaciones y Adna nos visitará los domingos. Trabajaremos juntos y nos enderezaremos otra vez y los chicos sabrán que cuentan con un lugar donde vivir.

Se imaginó de pronto en el verano con el jardín lleno de flores, persianas nuevas en toda la casa y Adna y Emily de vuelta y todos contentos al encontrarse. ¡Sería posible! ¡Tal vez en el futuro las cosas se presentarían más dichosas!

No hablaron mucho delante de Él, pero nunca supieron realmente cuánto había entendido. Al fin el doctor fijó la fecha y un vecino, dueño de un carricoche de doble asiento, se ofreció a conducirlos. El hospital hubiera enviado una ambulancia, pero la señora Whipple no soportaba verlo irse como un enfermo grave. Lo envolvieron en cobijas y el vecino y el señor Whipple lo cargaron hasta el asiento trasero, junto a la señora Whipple que se había vestido con su blusa negra fina. No le gustaba aparentar pobreza.

—Estarás bien… creo que permaneceré en casa —dijo el señor Whipple—. No creo conveniente irnos todos y dejar esto vacío.

—Además, no se quedará para siempre —explicó la señora Whipple a su vecino—. Sólo una temporada.

Salieron. La señora Whipple sostenía los bordes de la cobija evitando que se resbalara hacia un costado. Él permanecía derecho, parpadeando y parpadeando. Sacó los dedos fuera y comenzó a restregarse la nariz con los nudillos y luego con la manta. La señora Whipple no lograba creer lo que veía: Él estaba secándose unos lagrimones que rodaban por sus mejillas. Gimoteaba y hacía ruidos entrecortados. La señora Whipple le preguntaba:

—¿No te sientes mal, verdad, querido? —porque Él parecía acusarla de algo. Quizá recordaba aquella vez que le jaló las orejas, quizá se había asustado con el toro, quizá sentía frío por las noches y no podía decírselo, quizá sabía que lo mandaban lejos de casa para siempre y todo porque eran demasiado pobres para mantenerlo. Fuera lo que fuera, la señora Whipple no lo resistió. Comenzó a llorar desesperada y lo apretó en sus brazos y apoyó la cabeza contra el hombro de Él. Lo había querido cuanto puede quererse. Había que pensar también en Adna y Emily; no podía hacer nada más. ¡Cuán doloroso que Él hubiera nacido!

Llegaron al hospital; el vecino condujo muy rápido, sin atreverse a voltear.

Relato de Katherine Anne Porter (Estados Unidos, 1890-1980). Traducción de Beatriz Espejo. Tomado de la página web de la Dirección de Literatura de la UNAM para su colección Material de Lectura.

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