LEER
El presente texto es una versión ligeramente modificada de un artículo publicado en el periódico queretano El Presente, en abril de 2011.
El tránsito de una sociedad basada en la palabra hablada a una fundamentada en la palabra escrita representa un hito cultural tan trascendente como el paso de una civilización nómada a una sedentaria. En los hechos, ambos procesos van de la mano. Para la civilización sedentaria no se trataba tan sólo de fijarse en el espacio, sino de dejar una marca indeleble en el tiempo. Lo que las construcciones arquitectónicas representan para el espacio, lo representan los textos escritos para el tiempo. Los dos fenómenos son expresiones de un anhelo de fijeza. Ambos son constancias de una fe en lo perdurable y un rechazo de lo fugitivo.
El nacimiento de la lectura, sin embargo, fue un proceso lento. En sí mismo resulta muy difícil definir el momento exacto en que la palabra escrita le fue ganando terreno a la hablada. Si bien los primeros registros que dan cuenta de ese cambio están vinculados (como en el caso de los fenicios) al comercio y a la necesidad de llevar un registro de las distintas transacciones, la verdadera modificación de impacto civilizatorio se dio en el terreno religioso y literario. Mucho antes de que existieran los libros sagrados y los grandes poemas mitológicos y épicos, los mensajes que éstos contenían eran transmitidos respectivamente por revelaciones directas, oráculos y aedos. No es casual que durante mucho tiempo, una vez que la escritura fue volviéndose parte de la cultura cotidiana tal y como en el caso de la civilización griega, los destinatarios de los libros prefirieran oír (en la voz de un esclavo) que leer su contenido. Esta relación con lo escrito mantenía aún una vinculación directa con la palabra hablada y marcaba una distancia señorial con el texto y su autor. Sólo con el paso del tiempo la recepción auditiva de lo escrito cedió terreno a la lectura propia en voz alta y, más adelante, a la lectura íntima y en silencio.
Este gran tránsito, sobre todo en la cultura occidental, no fue completado sin que la escritura y su contraparte, la lectura, fueran víctimas de un arduo trabajo de ordenamiento y, en cierto sentido, de domesticación. La gramática y la estética (la poética) establecieron pronto las pautas de la escritura y dotaron al lector de las herramientas necesarias para juzgar lo que leía. De esa manera, se pudo establecer una distancia entre texto y lector, requisito indispensable para la fundación de un juicio sereno y racional sobre los libros. Lo que empezó a importar desde entonces fue la distinción entre lo superfluo y lo esencial en la lectura. El lector se fue convirtiendo lentamente en una especie de juez que, aplicando las reglas adecuadas, podía decidir lo que era valioso y lo que no. Si bien el texto escrito se volvió poco a poco el fundamento de toda la enseñanza y la transmisión de conocimientos, la gramática y sus reglas fueron la llave de acceso a ese mundo que, escindido de la transmisión oral, exigía una criba lingüística. Saber leer significó desde entonces no sólo traducir en palabras los signos que se encontraban en un libro, sino principalmente saber incorporar ese lenguaje a un sistema regulador que permitiera distinguir lo fundamental de un texto.
La crisis de la escritura tradicional y la experimentación de formas literarias a partir de la segunda mitad del siglo XIX, pero sobre todo en el XX, ayudaron a romper esa concepción simplista de la lectura y demostraron que leer y escribir eran artes que no se restringían a la aplicación de una serie de reglas. De hecho, se empezó a hacer evidente que leer no podía significar de ninguna manera valerse de reglas aprendidas de antemano para descifrar un texto. Encerrada en la rigidez de los preceptos básicos, la lectura desaparecía para dar cabida a la dogmática, cuya ceguera impedía toda relación de retroalimentación con lo leído. Rotas las formas, se fue haciendo evidente que leer implicaba perderse y reencontrarse en el fondo de un texto, cuyas reglas y parámetros no se alcanzaban a distinguir ya del todo.
Leer significa aprender y desaprender. Muy al contrario de lo que pretendía la concepción clásica de la lectura, leer significa dejarse modificar por lo leído, incluso hasta perder la fe en las propias creencias y en los propios parámetros. Significa cambiar, dejarse cambiar y enamorarse de lo inestable y transitorio. Porque, como alguna vez dijo el poeta, también lo fugitivo permanece y dura.