Es usted muy hombre
No había otra calamidad tan completa en toda la escuela: holgazán, vicioso, insolente, malhablado. Se enorgullecía de que en los dos años que llevaba en la preparatoria no se había parado nunca en la clase de gramática, a pesar de que todos los días le llamaba el profesor en la lista… “Alba, Roberto de…” Fumaba y bebía como ningún otro en la escuela, jugaba al billar como el mejor carambolista de La gran sociedad, y en la baraja sabía componer los paquetes para los albures, conocía las reglas del baccarat como si fuera un viejo croupier; cínico ante las reprimendas de los maestros, poseedor del vocabulario más completo en majaderías e impertinencias tanto para los hombres como para las mujeres… Fullero, debía cantidades fabulosas, para el estudiante que era, en el café de los chinos, y cuando le cobraban tiraba la vajilla, rompía el botellón, insultaba al “chale” y amenazaba con traer a la policía, alegando que ahí se fumaba opio.
A todo esto, y a otras cosas que completaban su modo de ser, Roberto de Alba llamaba “ser muy hombre”. Quien no le diera el golpe al cigarro, dejara la merienda sin pagar, hablara sin decir groserías y no conociera por su nombre y antecedentes a las mujeres pintadas, ése no era hombre todavía, como él que a los trece años ya era un perdido, como tenía el gusto de pregonarlo a sus colegas del segundo año de preparatoria.
Caminaba con el sombrero de anchas alas levantado del lado izquierdo, en una actitud mosquetera, que completaban su cabeza echada hacia atrás y el amplio balanceo de los brazos; y como era buen tipo, alto y fuerte, de pelo negro que le salía en largas ondas bajo el chambergo, se creía un infalible conquistador de mujeres, y no había hermosa que se escapara de sus galanteos atrevidos, aun cuando fuera acompañada.
Había tenido dos docenas de riñas en dos años con enemigos más fuertes que él algunas veces, y no se había “rajado” nunca, aunque quedara con la cara sangrante; los demás muchachos preferían no meterse con él, porque realmente era “muy hombre”.
***
Pero llegó el día en que el tío que lo tutoreaba se cansó de estar lidiando con el tremendo e indomable muchacho, y previos los requisitos del caso, una buena mañana de principios de año, Roberto de Alba, con el chambergo calado hasta las orejas y con un flaco maletín colgando del brazo derecho, arrogante y decidido a comerse a todo el mundo, entraba en el patio enlosado de la Escuela Militar, donde antes que él veinticinco o treinta muchachos, también con sus maletas, desfilaban ante un oficial que apuntaba nombres, edades, señas particulares, mientras varios cadetes medían la estatura, el peso y el pecho de los recién llegados.
—¡Firme!
Roberto de Alba se estiró en vertical lo más que pudo.
—¿No sabe usted, rotito, que aquí los civiles se quitan el sombrero?
Ni modo de contestar a aquel oficial de uniforme azul, de gala, con anchas franjas rojas, pistola reglamentaria a la bandolera, y fusta en las manos nerviosas; torpemente, el muchacho se quitó el chambergo…
—Se me va usted inmediatamente a la peluquería, y que le corten esas melenas. Aquí es escuela para soldados, no para poetas…
Así fue. A las dos horas, Roberto estaba metido en un uniforme de caqui que le quedaba chico, cortas las mangas y cortos los pantalones, con una cachucha que era un número más grande que su cabeza, ahora pelada casi al rape, con sólo un copete de dos centímetros, erizado sobre la frente.
—¡Firme…! ¿No sabe usted que está prohibido fumar aquí?
—¡Cuádrese! Soy su mayor, jefe de la compañía…
—¡Alto! Es la hora en que debe usted estar en el picadero…
Así llevaba tres días el muchacho, el muy hombre del segundo año de preparatoria; regañado por todo el mundo, obligado a ir a clases a la hora en punto, vigilado continuamente, aislado de los demás cadetes, que no veían con buenos ojos su aire de insolente superioridad. Llegó la hora de su primera clase de equitación, deporte para él enteramente desconocido; tenía que jinetear un potro bruto, que tres cadetes tenían sujeto de las bridas; el animal no tenía silla, nada más un petral, del que Roberto quedó prendido cuando, con el auxilio de un cuarto cadete, pudo montarse en aquel animal de siete cuartas.
—¡Suéltenlo…!
Dos brincos del potro y Roberto se le salió por la cabeza como un flecha.
—¡Arriba otra vez!
Sujetaron al animal y Roberto se encaminó rengueando, con la pierna derecha torcida del golpe.
—¡Alto! ¿Va usted a subir sin limpiarse el traje? Está usted cubierto de paja…
—¡Arriba!
Y otra vez Roberto quedó sujeto del pretal, y el caballo libre, y otra vez se sucedieron los brincos para delante, las paradas de manos; el jinete tenía dos minutos sobre el lomo del caballo, cuando éste dio un brusco movimiento de lado, y echó a Roberto al suelo; otra subida, y ahora caída en las patas del caballo, que le asestó una coz en la cara y otra en el tórax. La sangre le salió del pómulo izquierdo, cubierto de sudor.
—¡Arriba!
—Ya yo no monto…
—¡Arriba!
—Vaya usted a…
Dos fuetazos en la cara respondieron a la insolencia del muchacho.
—¿No sabe usted con quién habla? ¡Cuádrese!
—A la orden, mi mayor…
—Va a estar usted quince días arrestado en calabozo…
Y en toda la tarde Roberto fue el encargado de limpiar la pista, y llevar al tiradero el estiércol de los animales, de transportar la pastura… y todo esto con la cara untada de árnica y una costilla que le dolía horriblemente. Los sargentos del pelotón lo vigilaban constantemente, lo azuzaban para que trabajara de prisa, lo regañaban por cada traspié, por cada brizna de paja que encontraban en el piso…
El trompeta tocó a silencio y Roberto fue arrojado en un calabozo donde cabía de pie, de un metro de ancho por metro y medio de largo; se tendió en el suelo y, mientras las ratas comenzaban a hurgarle las pantorrillas, el muy hombre se soltó llorando…
***
Tres años después nadie hubiera conocido al más pendenciero muchacho que hubo en su época en la preparatoria y eso que los había muy completos. Roberto de Alba era capitán de infantería, había estado en cinco combates contra los rebeldes, tenía tres heridas en el cuerpo, se había distinguido en la penosa retirada de Chihuahua en la que figuró como jefe de la retaguardia. Era valiente, sereno en el combate, cuidadoso de las vidas de sus soldados, a quienes no exponía inútilmente, magnífico subordinado y como jefe del grupo pequeño no tenía igual; perseguía a las pequeñas guerrillas movilizándose con rapidez increíble; tenía instinto de cazador y sabía seguir siempre con éxito la huella de los alzados por los desiertos interminables.
No bebía ni jugaba y siempre que encontraba a algunos de sus soldados tallando cartas grasientas sobre sus capotes, les respondía con enérgico afecto, les quitaba las cartas y ponía a todos de sobrevigilancia; nunca, en el año que llevaba en el ejército, se había sabido que participara en un escándalo de los que tan frecuentemente armaban los oficiales cuando iban de visita a los lugares abiertos por la noche. Era, en fin, el hombre de confianza del general Velasco, jefe de las tropas del gobierno en la plaza de Torreón, donde se habían reconcentrado doce o quince mil hombres, fortificados admirablemente en los cerros pelones, de piedra blanca, que formaban en redor de la ciudad un óvalo erizado de artillería.
En tres días los rebeldes habían obligado a todos los destacamentos federales de las avanzadas guarniciones de las ciudades próximas a reconcentrarse en Torreón, a intentar la suprema defensa; de Tlahualilo cien rurales salieron al galope de sus caballejos, al sentir la aproximación de las columnas revolucionarias; de Mapimí la infantería se había retirado paso a paso, disparando sus carabinas, hasta la estación del ferrocarril, y salió en un largo tren sobre los puentes ardiendo; de Gómez Palacio una columna de las tres armas había salido destrozada por una tremenda carga de caballería, que pasó como un ciclón por las anchas avenidas, arrolló, aplastó, ensangrentó y se volvió a la llanura arenosa y ardiente. Del estado inmediato llegaban las guarniciones obligadas a evacuar las ciudades; venían en condiciones lastimosas de organización y de moral; los soldados, sucios de pólvora y de polvo, habían tirado sus armas en el camino angustioso, deseando sólo escapar con vida de los rebeldes, ebrios de victoria y de entusiasmo.
En esas circunstancias la defensa estaba perdida. Una mañana, cuatro de los grandes canales de irrigación, secos en esos meses de verano, de cinco o seis metros de alto, habían sido ocupados por las infanterías rebeldes, después de sangrientos combates cuerpo a cuerpo; en la tarde las blancas y larguísimas paredes del cementerio sirvieron de parapeto a otra columna de atacantes que avanzaba; en la noche, las granadas de la artillería rebelde, intencionalmente muy altas y muy largas, pasaban sobre las trincheras y los fuertes para estallar en la ciudad; en la madrugada, la diana de las trompetas enemigas, apostadas en el fondo del más cercano canal, se anticipó en media hora a la diana federal, y resonó a carcajada de triunfo entre los defensores insomnes.
Y tras la diana, la artillería de los atacantes comenzó a batir el cerro de La Pila, donde se encontraban los grandes tanques de agua que surtían la población: era la posición más avanzada que tenían los defensores de la plaza y, por el agua, la más importante de aquella estación de tremendos calores; dejarla en manos de los sitiadores era anunciar la rendición de las tropas en veinticuatro horas más. Las granadas venían de un punto desconocido para los artilleros de los fuertes, que estuvieron disparando sus piezas dos horas sin lograr que cesara el fuego; y bajo la cortina de la artillería los infantes rebeldes, tendidos de barriga en el suelo, en largas filas amarillas reptaban lentamente hacia el cerro de La Pila, donde las ametralladoras traqueteaban sin cesar en un inútil esfuerzo para contener la avalancha. De cuando en cuando, a un toque de clarín, las líneas amarillas se erguían, avanzaban a paso veloz veinte o treinta metros, y volvían a echarse a tierra, menos compactas a cada vez, ya que muchos hombres, enfundados en sus uniformes de caqui, habían quedado con la cara al sol y ojos abiertos a la lejanía.
En la ciudad, en el cuartel general, el jefe de las tropas escuchaba impávido, con una mueca dura bajo sus bigotes grises, el último parte del jefe de estado mayor.
—Mi general, ya no contesta la estación telefónica en La Pila, y dicen de Cerro Blanco que los rebeldes están subiendo y ya llegan a la cima.
—Que los cañonee la artillería…
—La posición está en manos de ellos, general.
—¡Hay que recuperarla!
—Trasmitiré sus órdenes a los fuertes inmediatos para que salga inmediatamente la infantería.
—¡No! Eso debilitaría las otras posiciones. ¿Cuántos hombres quedarán todavía de reserva?
—Con la guardia de aquí podemos reunir ciento cincuenta, mi general…
—¿Dónde está el capitán De Alba?
—En el hospital todavía, señor; tiene herido el brazo izquierdo.
—Hay que telefonearle que venga inmediatamente, y usted, mande reunir esos ciento cincuenta hombres.
—Está bien, mi general.
Pocos minutos después, el capitán De Alba estaba en el cuartel general. Su intensa palidez no le hacía perder la fiereza de su aspecto, ni el brazo izquierdo, vendado y colgado del cuello en ángulo recto, le hacía falta para completar su arrogancia. Su uniforme de lino estaba manchado de sangre en el pecho y en la pierna, sucio de polvo y lodo, rasgado en pedazos el pantalón. El capitán había perdido su gorra, y se tocaba con un sombrero tejano de alas anchas, quitado a un cadáver rebelde en el mismo campo de la batalla de la víspera.
—A la orden, mi general.
—Mire, capitán De Alba, los rebeldes acaban de tomar el cerro de La Pila, pero son pocos, como doscientos; tome los ciento cincuenta soldados que le dará el jefe de estado mayor, y desaloje usted a los insurrectos, antes de que traten de destruir los tanques de agua. Llévese usted un carrete de alambre, para que inmediatamente establezca su línea telefónica y me avise de lo que suceda…
—A la orden, mi general…
—A todo el que encuentre, lo fusila.
—Sí señor.
—Y sosténgase ahí, que es posición muy importante. Puede retirarse.
El capitán De Alba se retiró, después de cuadrarse y dar media vuelta sobre los talones; a lo lejos resonaba el cañoneo de los defensores sobre la posición recién ocupada, más violento a cada minuto.
—¿Se llevó personal de teléfonos?
—Sí, mi general —respondió el jefe de estado mayor—; lleva doble carrete de alambre, por si alguno queda en el asalto. Ya nuestra central comenzó a llamar, para establecer una conexión inmediata.
El cañoneo alcanzó una intensidad ensordecedora, y sus truenos resonaban en el cuartel general como si las piezas estuvieran disparando en la calle del frente. Luego, un gran silencio, dos o tres cañonazos todavía, y otro largo silencio.
—Dice Cerro Blanco, mi general, que la columna sube la falda del de La Pila…
Poco después, la diana resonaba simultáneamente con los timbres de la central de teléfono.
—Llegó De Alba, mi general, con cien hombres; ha estado sangriento el choque, pero se han salvado los tanques, que están intactos.
—Dígale a De Alba que queda ascendido a mayor.
Timbres de teléfono, conversaciones cortadas, movimiento de oficiales, caras alegres; sólo bajo los bigotes grises del general seguía petrificada la misma mueca dura.
—Informa el mayor De Alba que tomó treinta y dos prisioneros…
—¡Que los fusile!
—Ya lo ha hecho, mi general.
—Dígale que queda ascendido a teniente coronel.
Nuevos repiques, ir y venir de edecanes; voces lejanas de los cañones roncos, estallido de granadas; toques de clarines, órdenes, partes de novedades, confusión.
En el cerro de La Pila, el nuevo teniente coronel De Alba había tendido sus cien hombres en tres filas, recostados en la suave ladera; en sus loberas, parejas de soldados disparaban las ametralladoras continuamente y los infantes, tirados de largo, apuntaban con sus largas carabinas a los numerosos puntos amarillos que avanzaban entre los surcos de las siembras, haciendo fuego continuamente. Las ocultas baterías rebeldes habían reanudado sus fuegos, y los defensores estaban bajo la granizada horrible de la metralla y el implacable sol del mediodía. Sin cesar el trompeta de la corta guarnición tocaba aires militares, animando a los soldados en la resistencia; los telefonistas, con los audífonos pegados a las orejas, a gritos trasmitían informes del combate.
—Nos están cañoneando con metralla; ya no tenemos sino cuatro ametralladoras funcionando; seis fueron desmontadas; la infantería enemiga comienza a avanzar en este momento…
Al otro lado de la línea, el propio general en jefe respondía:
—Sosténgase…
El estallido de los botes de metralla se hacía cada vez más frecuente: resonaba una explosión, y en el aire se veía aparecer repentinamente una nubecilla blanca, como una bola de algodón mantenida por un hilo invisible, que poco a poco iba creciendo, alargándose, caminando en el viento, disipándose… Las líneas amarillas avanzaban en los surcos blancos que rodeaban el cerro; veíase ya distintamente a los hombres inclinados hacia adelante y con la carabina tendida, correr, tirarse al suelo, levantarse, correr, adelante, adelante. Las ametralladoras seguían golpeando incansables; el trompeta, herido en la cabeza, tocaba la marcha de infantería, la diana y la contraseña del batallón. De Alba, con una carabina recogida del lado de un muerto, tiraba un bulto amarillo a cada disparo.
—Nos quedan cincuenta hombres; vienen más de quinientos rebeldes avanzando; ya no tenemos sino una ametralladora; de parte de mi teniente coronel, que en media hora estarán los enemigos en la cima del cerro, si no llegan refuerzos…
—Sosténganse…
Ahora, se oían claramente los gritos de los asaltantes: “Changos, borregos, ríndanse…” “Ahí viene su padre Villa…” Los cañones lejanos habían cesado de enviar sus escupitajos de muerte, y los infantes que avanzaban se mantenían disparando. Ya no era la metralla la que clareaba las filas de los defensores; eran los disparos certeros de los cazadores rebeldes, que, pecho a tierra, mandaban su lluvia silbante de balas a rociar las laderas suaves de la colina. “Changos, muertos de hambre…”
—Mi jefe —dijo el teniente que manejaba la última ametralladora—: ya no tenemos parque.
Se irguió, volvió la espalda a los rebeldes para dirigir la frase anterior, y cayó lentamente sobre la ametralladora caliente, sobre la que corrió en silencio la sangre. La respuesta de De Alba resonó en tímpanos muertos.
—Ya nos quitaron la primera línea, la última ametralladora fue silenciada…
—Sosténganse.
El operador se echó de bruces al suelo, con la cabeza rota de un balazo. Los bultos amarillos subían por la ladera; nada más ellos disparaban; nada más ellos gritaban; el clarín estallaba en fanfarrias. De Alba quitó los audífonos al telefonista muerto, y comenzó a gritar:
—Bueno… Bueno…
—Bueno…
—¿Quién está ahí?
—Su general Velasco…
—Ya nos llevó el diablo; los rebeldes están a cincuenta metros, aquí quedamos el clarín y yo; el clarín está herido…
—Sosténganse…
—¡Cómo quiere usted que me sostenga, viejo infeliz! ¡Ya quisiera yo verlo aquí! ¡Mande refuerzos…!
—Usted no necesita refuerzos; es usted muy hombre, y debe saber lo que hace un hombre cuando pierde un combate…
—Tiene usted razón, mi general.
—Ríndase, oficial mula —gritaron varios rebeldes apuntando a De Alba con sus carabinas, a veinte, a quince metros…
De Alba se irguió, dejó los audífonos en el suelo, arrojó el sombrero tejano con un amplio ademán, tomó su pistola reglamentaria, apuntó a la sien derecha, y apretó el gatillo…
Y mientras los rebeldes se detenían sorprendidos e inclinaban sus carabinas hacia el suelo, el trompeta herido apretó el clarín contra sus labios, aspiró a pulmón pleno el aire tibio y tocó la última llamada de honor.
Rafael F. Muñoz (México, 1899-1972). Relato incluido en Que me maten de una vez. Cuentos completos (Ediciones Era). Puede consultar más títulos de la Colección Biblioteca Era en su web: https://www.edicionesera.com.mx/