Árboles petrificados
Es de noche, estoy acostada y sola. Todo pesa sobre mí como un aire muerto; las cuatro paredes me caen encima como el silencio y la soledad que me aprisionan. Llueve. Escucho la lluvia cayendo lenta y los automóviles que pasan veloces. El silbato de un vigilante suena como un grito agónico. Pasa el último camión de medianoche. Medianoche, también entonces era la medianoche… Reposamos, la respiración se ha ido calmando y es cada vez más leve. Somos dos náufragos tirados en la misma playa, con tanta prisa o ninguna como el que sabe que tiene la eternidad para mirarse. Nada que no sea nosotros mismos importa ahora, sorprendidos por una verdad que sin saberlo conocíamos. Nos hemos buscado a tientas desde el otro lado del mundo, presintiéndonos en la soledad y el sueño. Aquí estamos. Reconociéndonos a través del cuerpo. Nos hemos quedado inmóviles, largo rato en silencio, uno al lado del otro. Tu mano vuelve a acariciarme y nuestros labios se encuentran. Una ola ardiente nos inunda, caemos nuevamente, nos hundimos en un agua profunda y nos perdemos juntos. Suspiras. Yo también. Estamos de vuelta. Ha pasado el tiempo, minutos o años, ya nada está igual. Todo se ha transformado. Se abren jardines y huertos; se abre una ciudad bajo el sol, y un templo olvidado resplandece. Afuera transcurre plácida la noche y en el viento llega un lejano rumor de campanas. No quisiera escucharlas. Suenan a ausencia y a muerte, y me ciño de nuevo a tu cuerpo como si me afianzara a la vida. La desesperanza florece en una pasión que está más allá de las palabras y las lágrimas. “Es muy tarde” dices. “Tendrás que irte…” Me siento al borde de la cama como si estuviera a la orilla del mundo, del espacio en que hemos navegado como planetas reencontrados. Te contemplo vistiéndote con prisa y sin cuidado, yo me pongo una bata con desgano y tengo que hacer un gran esfuerzo para levantarme y caminar hasta la puerta a despedirte. No hablamos. Pueden oírnos y descubrir que nos hemos amado apresurada y clandestinamente en esta noche que empieza a caérseme en pedazos. Las campanas siguen tocando y llegan cada vez más claras en el viento de la madrugada, su sonido nos envuelve como un agua azul llena de peces. Llegamos cogidos de la mano hasta la puerta y nos besamos allí como los que se besan en los muelles. La puerta se cierra tras de ti y es como una página que termina y uno quisiera alargar toda la vida. No logro entender que ya te has ido y que estoy de nuevo sola. Abro la ventana y el aire frío del amanecer me azota la cara. Tiemblo de pies a cabeza y comienzo de pronto a sentir miedo, miedo de que mañana, hoy, todo se desvanezca o termine como niebla que la luz deshace. Vivimos una noche que no nos pertenece, hemos robado manzanas y nos persiguen. Quiero verme el rostro en un espejo, saber cómo soy ahora, después de esta noche… Ha llegado. La llave da vuelta en la cerradura. La puerta se abre. Voy a fingir que duermo para que no me moleste, no quiero que me interrumpa ahora que estoy en esa noche, esa que él no puede recordar, noches y días sólo nuestros, que no le pertenecen. Ha entrado a ver si estoy dormida, me está mirando, suspira fastidiado, enciende un cigarrillo, busca junto al teléfono si hay recados, sale, camina por la estancia, conecta el radio, ya no hay nada, es tarde, sólo music for dancing, recorre todas las estaciones, va hacia la cocina, abre el refrigerador, no ha de haber cenado, dijo que no le guardara nada, hay un poco de pollo, si quiere puede hacer un sándwich, ya tiró algo, siempre tan torpe, está cantando ahora, debe estar muy contento. Sigue lloviendo. Suenan las llantas de los automóviles en el asfalto mojado. También aquel día había llovido en la madrugada y la mañana estaba un poco fresca, ¿te acuerdas…? Llegaste muy temprano con un ramo de claveles rojos; yo me quedé con ellos entre las manos… No sé bien lo que te estoy diciendo, he caído dentro de un remolino de sorpresas y turbación. Nunca me han regalado flores, es la primera vez, quisiera decírtelo pero empezamos a hablar de cosas que no nos pertenecen mientras yo arreglo los claveles en un florero. Tú miras los libros del estante y los hojeas mostrando un desmedido interés. Sé que los dos estamos huyendo de este momento o de las palabras directas, de una emoción que nos aturde y nos ciega como una luz incandescente. Nos quedamos suspendidos sobre el instante mientras un claxon suena en la esquina como si sonara en el más remoto pasado.
Ese pasado antes de ti que ahora se desvanece y pierde todo sentido. Sólo tienen validez estos momentos tan honda y confusamente vividos dentro de nosotros mismos. Nos sentamos junto a la ventana y miramos hacia afuera como si estuviéramos dentro de una jaula o de una armadura. Quisiera vivir este mismo instante mañana, en un día abierto para nosotros. Pienso en una ciudad donde pudiéramos caminar por las calles sin que nadie nos conociera ni nos saludara, estar tirados en una playa sola o vagar por el campo cogidos de la mano. Quisiera conocer contigo el mundo, quisiera entrar contigo en el sueño y despertar siempre a tu lado. Te miro fijamente, quiero aprenderte bien para cuando sólo quede tu recuerdo y tenga que descifrar lo que no me dices ahora. Una parte de mi vida, estos minutos, se van contigo. No sé decir las cosas que siento. Tal vez algún día te las escriba sentada frente a otra ventana. No sé tampoco hasta dónde soy feliz. Cada despedida es un estarse desangrando, un dolor que nos asesina lentamente. Estamos llenos de palabras y sentimientos, de un silencio que nos confina en nosotros mismos. Tal vez esta habitación nos queda demasiado grande o demasiado estrecha y por eso no sabemos qué hacer con nuestros cuerpos y las palabras. Miras el reloj. El tiempo es una daga suspendida sobre nuestra cabeza. Después vendrá la tarde vacía como esas cuando no estás conmigo, cuando nos separamos y nos falta la mitad del cuerpo… Siento que me está mirando fijamente y suspira, debe estar cansado, bosteza, ha de ser ya muy tarde, bosteza otra vez y comienza a desnudarse. La ropa va cayendo sobre la silla, la cama se hunde cuando se sienta a quitarse los zapatos. Se mete bajo las cobijas pegándose a mi cuerpo y su mano empieza a acariciarme. Quisiera poder decirle que no me toque, que es inútil, que no estoy aquí, que sus labios no busquen los míos, yo ya he salido, estoy lejos conduciendo el automóvil por la avenida de los sauces, oyendo el zumbido de las llantas sobre el pavimento, viendo de reojo cómo avanza la aguja en el cuadrante, 70, 80, las casas y los árboles pasan cada vez más rápido, 90, 100, una niña llora sentada en la banqueta, necesito llegar pronto, la calle se alarga hasta la eternidad, un hombre me saluda y sonríe, no quiero hacerte esperar, paso las luces rojas, sólo importa llegar, me has estado esperando a través de los días y los años, a pesar de la dicha y la desdicha, por eso es tan cierto nuestro encuentro, no hay otra manera de decirlo. Corro hacia ti y nos abrazamos largamente. Caminamos cogidos de la mano. Caminamos hacia el fin del mundo. La noche ha caído sobre nosotros como una profecía largo tiempo esperada. Las calles están desiertas, somos los únicos sobrevivientes del verano. Este viejo jardín nos estaba esperando. El tiempo ha dejado de ser una angustia. Estamos tan completos que no deseamos hacer nada, sólo sentarnos en esta banca y quedarnos como dos sonámbulos dentro del mismo sueño. Los pájaros revolotean entre las ramas, caen hojas. Estamos unidos por las manos y por los ojos, por todo lo que somos hoy y hemos logrado rescatar de la rutina de los días iguales. Aquí sentados hemos estado siempre, aquí seguiremos sin despedidas ni distancias en un continuo revivir. Suenan las doce en esta noche perdurable. Han pasado mil años, han pasado un segundo o dos. Los pájaros revolotean entre las ramas, caen hojas. Miramos la fachada de una vieja iglesia entre la bruma cálida del amanecer. Miramos las columnas y los nichos como a través de un recuerdo. No hables ahora, guárdame en tus manos. Conserva la moneda, tu rostro y el mío, para tardes lluviosas en que el tedio pesa enormemente. Todo sentimiento aparte de nosotros se ha borrado. Velada por nubes altas pasa la luna como una herida luminosa en el cielo negro. Los pájaros revolotean entre las ramas, caen hojas. Se anudan las palabras en la garganta, son demasiado usadas para decirlas. Vivimos una noche siempre nuestra. Me afianzo a tus manos y a tus ojos. Es tan claro el silencio que nuestra sangre se escucha. El alumbrado de las calles ha palidecido. Ni un alma transita por ninguna parte. Los árboles que nos rodean están petrificados. Tal vez ya estamos muertos… tal vez estamos más allá de nuestro cuerpo…
Amparo Dávila (México, 1928-2020). Relato tomado de la página web de la Dirección de Literatura de la UNAM para su colección Material de Lectura.