Relatario: Edición Especial

Astarita

Abril, 2023

Una vez, en mi adolescencia, entré al baño de la recámara de mis papás, después de la comida, serían entre las tres y cuatro de la tarde. Y como era mi costumbre busqué qué leer entre el bonche de Vanidades viejos de mi madre que guardaba en los entrepaños inferiores del clóset del baño. Junto al inodoro había dos ventanitas en la parte alta de la pared que daban al patio y que siempre se azotaban con fuerza cuando entraba el norte. Vanidades, la revista que leía mi madre todas las tardes mientras se preparaba para dormir la siesta, contenía artículos de arte, cine, literatura que, siendo niño y luego adolescente, me resultaba muy atractiva leer y ver las fotografías de obras de pintores contemporáneos como Picasso y Dalí. Por supuesto, también había artículos sobre grandes diseñadores, fotos de modelos y actrices de cine como Raquel Welch, Úrsula Andress, Jane Fonda. Una vez encontré un artículo sobre las cartas del tarot y recuerdo haber recortado las láminas para pegarlas en cartulina y hacer mi propio juego. Otro recuerdo era una imagen de una película donde aparecía Paloma Picasso con un cortejo de adolescentes desnudas. Con el tiempo supe que era una historia de una película: Cuentos inmorales de Walerian Borowczyk, donde la hija del pintor hacía de la condesa Bathory. Al final de cada número de la revista había una novela, que se decía inédita, de Corín Tellado. Pero esa tarde, en el Vanidades que había agarrado para curiosear mientras estaba sentado en el baño, encontré al final una narración muy distinta a las que solía leer. El número de la revista que había tomado no traía el comienzo de la novela. Era un capítulo más avanzado en donde Adriana era seducida por su novio Gino. La lectura me dejó, como dicen, picado y busqué más capítulos. Los iba encontrando en desorden unos de casi el final, otros de en medio y en algún momento el del principio. Eso me causaba mucha intriga pues mencionaban cosas que habían sucedido y que no había leído. Pero, en verdad, no recuerdo haber reconocido ni principio ni fin. No fue hasta muy mayor que me dio por buscar la novela, la encontré en alguna librería o en un tendero, no recuerdo, de libros viejos de la Ciudad de México. La releí y me sorprendió darme cuenta que casi la había leído por completo. Antes de leer Rayuela, de Cortázar, esa novela publicada en esa revista me había mostrado una forma de leer que seguramente ha marcado mi forma de escribir, fragmentos que por sí solos conformaban una unidad, un desorden en cuanto a la forma de contar una historia, la discontinuidad. El juego.

Pero todo eso es irrelevante. Una novia me cuestionaba mi gusto por las mujeres voluptuosas como ella. Nunca supe qué contestarle. Hasta ahora me percato que la mujer de la cual he estado enamorado toda mi vida se llama Adriana, y es el personaje principal de una novela de Alberto Moravia, La romana. He de haberla leído entre los quince y diez y seis años. Encerrado en el baño leía e imaginaba el cuerpo de esa mujer italiana, veía los enormes pechos y las anchas caderas, sus nalgas redondas y voluminosas, el grosor de sus piernas, como le señalaba su madre al pintor que la usaría de modelo y cómo me excitaba el que fuera seducida por su novio, que llegaba más allá de donde las novelas de Corín Tellado decían Para, para… Adriana se dejaba besar los pezones y en la casa de la patrona de Gino abría sus piernas redondeadas. Luego, por el desengaño leía que se convertía en prostituta. Yo sudaba, pues a esa hora en el baño, con el sol a todo lo que da, se sentía un calor del mismo temperamento de la historia. El hombre con el cual ella se inició como prostituta fue Astarita. El nombre, como el de otro de los personajes, Sonzogno, me parecían extrañísimos. De la relación con Astarita recordaba que contaba que decía malas palabras mientras se le echaba encima. En mi incipiente adolescencia eso me causaba mucha extrañeza. El autor no escribió esas palabras malsonantes. No fue hasta cuando comencé a andar con Irma que escuché a una mujer diciendo groserías al coger. Y no decía mucho. Ella era físicamente como Adriana. Conforme fui manteniendo relaciones con distintas parejas fui hablando más durante el sexo. Ese vocabulario que Adriana escuchaba de Astarita, y que, de alguna forma sentía que la humillaba y la excitaba al mismo tiempo, se convirtió en tetas, verga, culo, ñonga, coger, chorrear, nalgas, lamer, chupar y un largo etcétera de frases que no voy a transcribir; como Adriana, siento un poco de vergüenza. Una amante me decía no estoy acostumbrada a que me den instrucciones. Pero no trataba de instruirla en nada, era una forma que pretendía su excitación y la mía. También me di cuenta que mientras más palabras pronunciaba más me sentía involucrado en la relación sexual. El silencio me da una lejanía. No me vincula con la pareja. Siento que estoy observando un hecho ajeno. Son las palabras mal sonantes las que logran crear el vínculo con ella. Como decía la romana de Astarita, de la misma forma que la amaba la humillaba con ese vocabulario soez. ¿Qué decía Astarita? Nunca se sabrá. Ese espacio vacío, como la canción que cantaban las sirenas, es parte de la literatura que cada quien va construyendo en la vida real.

Luego, alguien tocaba de forma desesperada la puerta del baño para apurarme a salir e interrumpir, con suma impertinencia, la lectura que estaba cambiándome la vida.

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