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Enrique Rajchenberg: Nunca he cerrado la puerta del cubículo

En este texto, Mario Bravo conversa con Enrique Rajchenberg Sznajer. Doctorado en Sociología por la Universidad de París, y doctorado en Economía e Historia por la Facultad de Economía de la UNAM, don Enrique es además profesor en la Facultad de Economía de esta universidad. De hecho, ha ejercido la docencia por más de tres décadas. A punto de cumplir sus 70 años de vida —el próximo 19 de mayo—, don Enrique rememora aquí las calles de Buenos Aires —ciudad donde nació en 1952—, sus años de juventud tanto en las “europas” como en un México (hoy) cada vez más lejano y diluido. Pero, sobre todo, nos habla de la docencia, de lo que significa ésta y compartir el conocimiento; y, claro, de la Historia: en México, asegura, la historia adquiere proporciones gigantescas…


Releyendo a Simón Rodríguez

En la página 25 del libro Filosofía y emancipación / Simón Rodríguez: el triunfo de un fracaso ejemplar (2012), escrito por el intelectual argentino León Rozitchner, he subrayado una reflexión que considero reveladora, bella y poco visible en nuestros días. Allí, el autor de Moral burguesa y revolución (1963) hila fino al abrir un diálogo que desafía al tiempo y a la muerte, evocando las lecciones de quien fue maestro de Simón Bolívar; me refiero a Simón Rodríguez nacido en Caracas, Venezuela: “No sabe el que quiere saber sino el que se atrevió a sentir el sufrimiento ajeno como propio. Porque por mucho que ‘sepan’ serán siempre ignorantes: ignorarán en su cuerpo el sentir del otro sobre el cual el verdadero saber se desarrolla en su verdad”.

¿Cuántos docentes e intelectuales, hoy en día, podemos nombrar que se acerquen a tan necesaria virtud enarbolada por don Simón Rodríguez? ¿Es suficiente con “haber leído mucho” y, después, eso leído pregonarlo dentro de las aulas, redactarlo en artículos y disertarlo en ponencias? Quedarse en la mera transmisión del conocimiento, ¿acaso no vuelve a ese acto en algo muy similar a lo que un mercader hace con pieles preciosas, zapatos italianos o muebles de distinguidas maderas? ¿Existe la docencia, el quehacer tanto intelectual como el académico sin grados básicos de empatía, confianza y preocupación por quien se haya en el papel estudiantil?

Cada quien debata estos aspectos y evoque y honre a esos formadores que merecen toda la gratitud, así como el mayor reconocimiento por su insoslayable labor pedagógica. Yo, conozco a alguien cuyo nombre y apellidos colocaría en ese valioso listado de profesores, académicos e intelectuales que encarnan las aspiraciones del maestro del Libertador de América. Ese alguien es el doctor Enrique Rajchenberg Sznajer quien, el próximo 19 de mayo, cumple 70 años de vida.

Con él es esta conversación que, gustosamente, presentamos a los lectores de Salida de Emergencia.

 

“Podíamos jugar en la calle”

—Usted nació en 1952 en Buenos Aires, Argentina. Alguna vez me platicó que, mientras su infancia transcurría, vivió en el señorial barrio de Belgrano, ¿cómo recuerda ese Buenos Aires de la década de los cincuenta del siglo XX?

—Era un barrio señorial porque había una distancia social y económica con el centro de la ciudad. En Belgrano existían muchas casas con jardines e incluso el aire era diferente, sus residentes portaban una suerte de orgullo clasista de habitar allí. Nosotros no vivíamos en una de estas casas señoriales; pero habitamos uno de los pocos edificios nouveau, también muy señorial.

“Como sucedía en muchas ciudades, podíamos jugar en la calle. Me acuerdo que un tranvía pasaba y nos divertíamos poniendo moneditas para que el tranvía las aplastara. Mi hermano y yo íbamos solos a la escuela, nadie se preocupaba por esa caminata. No había ningún riesgo, salvo el de cruzar calles; pero como mi hermano era mayor, me guiaba y me conducía. Eso era el barrio de Belgrano en aquella época… un lugar muy tranquilo. De eso no queda más que muy escasas huellas. Hoy Belgrano está repleto de altísimos edificios de 25, 30 o 40 pisos”.

—Si uno ve los apellidos de usted, se intuye que sus padres fueron migrantes…

—Yo nací en Buenos Aires, pero mis papás fueron inmigrantes que llegaron a Argentina desde Bélgica en el año de 1950. Nací dos años después. Ese origen inmigrante, de alguna manera, es lo que condicionó mi escolaridad: fui al Colegio Francés de Buenos Aires que era una escuela con una marca clasista muy pronunciada, asistían los hijos de clases muy acomodadas e hijos de diplomáticos franceses, belgas y suizos, incluso de otros países no francófonos.

 

Bruselas provinciana

¿Cuáles son las venas invisibles por las cuales circula la biografía de un ser humano? En el caso de nuestro entrevistado, ¿cómo se configuró su formación intelectual al establecerse cruces entre su condición de argentino, latinoamericano, hijo de inmigrantes belgas y siendo un hablante del lenguaje francés?

—Mi escolaridad fue totalmente francófona, de lo cual no me arrepiento; luego, relativamente rápido, viajé a Europa para estudiar. Hice el camino inverso: me fui a Bélgica. Irte a vivir solo siempre resulta atractivo cuando tienes 17 años, aunque no era totalmente solo porque tengo familia en Bélgica y me fui a la universidad de Bruselas.

“Bruselas se me hizo totalmente provinciana. Aunque, hoy en día, ha dejado de serlo porque es la sede de la Comunidad Europea. En esa época durante los domingos todos los negocios cerraban, no había nadie en la calle, era una ciudad desierta y fantasmal… la gente hacía su vida dentro de las casas. No era a lo que yo estaba acostumbrado. Académicamente también había algo de provincialismo. Eso me decidió a marcharme de Bélgica y me fui a París… ahí las cosas fueron totalmente diferentes”.

—Eso ocurrió a finales de la década de los sesenta…

—Claro, acababa de pasar el 68 y había un ambiente de rebeldía estudiantil muy a flor de piel por el gran impulso de ese 68 que recién había acabado; pero aún se dejaba sentir curricularmente porque la universidad se abrió a muchas corrientes de pensamiento más radicales. Existía una politización del estudiantado.

—Con su color de piel y siendo hablante del idioma francés, además de su formación académica, ¿se sentía realmente migrante?

—No, no me sentía migrante. Todavía hoy en día, cuando en Francia digo que soy mexicano, me preguntan: “¿Cómo?”, y afirman que, seguramente, soy un expatriado: un francés que se fue a vivir a México. Al contrario, en Francia me acerqué a América Latina. En Argentina no éramos latinoamericanos… íbamos a un colegio francés… hablábamos francés… festejábamos el 14 de julio…

—¿No festejaban el 9 de julio, Día de la Independencia argentina?

—También, porque era obligación del Ministerio de Educación, pero el 14 de julio era la gran fiesta [nuestro entrevistado hace mención de la conmemoración de la denominada toma de la Bastilla en Francia, acontecimiento ocurrido en el año de 1789].

 

Buenos Aires, Argentina. / Foto de Mario Bravo.

 

“En la casa no se oían tangos…”

—Su familia no era una familia típicamente porteña…

—No. En la casa no se oían tangos… tus mismos compañeros, de repente, se iban para no volver; regresaban a sus países de origen y los perdías de vista. Hay un solo compañero de aquellos años que aún veo cuando voy a Europa; por lo tanto, tenemos 65 años de conocernos. Siempre decimos que él es mi amigo más antiguo y yo soy su amigo más antiguo.

—¿Qué le quedó de la Argentina de esos años iniciales en su vida?

—No sé si me quedaron cosas o son, más bien, huellas que yo he rearticulado en lo que hoy recuerdo y en lo que hoy soy. Yo tengo familia en Argentina y reactivo vínculos cuando voy, eso es inevitable. No voy a Buenos Aires igual que iría a Santiago, Montevideo o Bogotá. Tiene un significado diferente porque ahí tengo una memoria de la geografía urbana que está repleta de imágenes, recuerdos y experiencias; es decir, aún sigue el predio donde se localizaba el Colegio Francés y ahora existe como un edificio de 30 pisos, de mucho lujo; pero, para mí, sigue siendo el lugar del Colegio Francés… también el parque que estaba a 100 metros sigue siendo el parque donde jugábamos a la salida de la escuela o donde, un día solamente, me fui de pinta y ahí pasamos el día.

“Claro que Buenos Aires para mí continúa siendo la ciudad donde nací y me crié. Son años que van desde la infancia más tierna hasta el final de la adolescencia”.

—¿Usted recuerda sus lecturas de aquellos años?

—Sí, esta francofonía abarcaba lo que leías… libros importados de Francia, literatura infantil y luego juvenil francesa. Me acerqué a la literatura argentina y latinoamericana siendo ya adolescente, un poco antes de irme a Bélgica. Por supuesto leía a Leopoldo Lugones, Ricardo Güiraldes, el “Martín Fierro”, pero también leía a Mariano Azuela, La vorágine y, poco tiempo antes de irme a Bélgica, descubrí a Gabriel García Márquez con sus cuentos… Cien años de soledad lo leí en Europa.

“Hasta donde recuerdo, los libros que leía de chico eran importados. Había una editorial, creo que todavía existe, Hachette, que tenía una librería en el centro de Buenos Aires y, de tanto en tanto, íbamos y comprábamos montonales de libros que mi hermano y yo consumíamos…”

 

“El tiempo no tiene marcha atrás”

—Ahora entiendo que el paso a Europa fue casi natural…

—Sí, podría ser pensado de manera natural en el sentido de que había una suerte de trayectoria que muchos surcaban: hacer el Colegio Francés porque te daba acceso a la universidad europea, por lo menos a la belga, la francesa y tal vez a la suiza o a las canadienses del Canadá francófono. En ese sentido no era excepcional que hicieras eso. Sí, efectivamente, el obstáculo lingüístico no existía, además estaba la estructura de recepción familiar.

—Sin embargo, tampoco se quedó a vivir en Europa…

—No, por varias razones. Por un lado, porque conocí a Ana Esther [se refiere a Ana Esther Ceceña, académica e investigadora mexicana] y México parecía un lugar de acogida muy agradable con una universidad que tenía mucho brillo, incluso durante mi estancia en Francia leí muchos libros publicados por Siglo XXI [editorial mexicana].

—Pero, ¿qué hizo? ¿Metió todo en la maleta y cruzó, otra vez, el Atlántico?

—Sí, crucé otra vez el Atlántico… Mira, si me lo plantearas hoy sería una situación que se tomaría por una emergencia o una catástrofe; pero, cuando eres más joven, la migración nunca se piensa de manera irreversible. Había muchas razones por las cuales México podía convertirse en una residencia definitiva; no obstante, cuando tienes veintitantos años es factible regresar aun si empacas todo lo que tienes… que básicamente eran libros.

“Finalmente terminó siendo una estancia muy larga; pero, bueno, yo cruzo el Atlántico de tanto en tanto y me reencuentro también con mis experiencias de otra época; a veces uno sueña y fantasea sobre los años que uno tenía en esas etapas, sabiendo claramente que el tiempo no tiene marcha atrás”.

 

La sensación de residir en un pequeño pueblo

—Con esa formación europea que tuvo, ¿qué significó llegar a México?

—México cambió de manera gigantesca durante estos años, sobre todo la Ciudad de México. Había un ambiente pueblerino muy acentuado, que no es propiamente desagradable, pero en muchos rincones de la ciudad parecía que uno residía en un pequeño pueblo. Desplazarse a ciertos lugares de la metrópoli resultaba una aventura.

“Hay otro aspecto relacionado con las conductas y las actitudes sociales de ese México de hace tanto tiempo. Ahí sí había muy poca correspondencia con lo que las sociedades europeas eran en esos años, pues atravesaron por un 68 muy rebelde, muy cuestionador de valores y de estructuras familiares patriarcales, donde los movimientos de liberación femenina dieron pasos agigantados en la década de los setenta, tanto en el ejercicio de su sexualidad como en el derecho al aborto. México, si bien había pasos muy adelantados, aún era terriblemente conservador.

—¿La UNAM podía ser un islote?

—Sí, desde el punto de vista de la producción de ideas; pero no necesariamente desde el tejido de relaciones universitarias que, en muchos casos, calcaba lo que sucedía en la sociedad mayor.

 

La Universidad Nacional Autónoma de México (Rectoría). / Foto: Mario Bravo.

 

“El significado que le das al trabajo”

—El tiempo durante el cual lo he conocido a usted, ya más de 10 años, me indica que es una especie de rara avis en el mundillo académico y universitario. Registro sus estándares altos éticamente hablando, así como el compromiso que usted asume para con sus estudiantes. Me parece peculiar e incluso extraordinario… ¿de dónde le viene esta actitud de entender que el intelectual, el académico y el profesor debe ser de tal forma? ¿Incide en ello su formación europea? Lo dudo.

—Creo que sí, hay algo que tiene que ver con el significado que le das al trabajo y la responsabilidad que asumes. Mira, mis antepasados eran de una familia muy acomodada, no sé qué tan rica; pero creo que sí lo era. Y tenían un rasgo: la honestidad, la responsabilidad de las tareas asumidas y, sí, había una suerte de enaltecimiento del trabajo y de la satisfacción que te reportaría su realización.

—Me gustaría saber cómo concibe, por ejemplo, el proceso de ser un intelectual, es decir usted no es alguien que se queda solamente en el cubículo escribiendo, sino que una de sus labores es formar estudiantes: los conocimientos de aquello que ha leído no los conserva, únicamente, para sí mismo; por el contrario, posee la virtud de ser generoso al compartir todo lo aprendido.

—Efectivamente, asumir la función docente implica la responsabilidad de formar estudiantes, de obligarlos a pensar, entusiasmarlos con lo que aprenden y que adquieran la curiosidad intelectual. Hay una diferencia entre ser académico y ser intelectual: el intelectual no puede quedarse en el cubículo, debe intervenir en la sociedad y puede hacerlo de muchas maneras, por ejemplo, en un salón de clases porque formar estudiantes es una forma de intervenir en la sociedad.

“El tema es si la función académica es asumida por el prestigio que trae o consideras que no es ese el objetivo último. Una cosa es el prestigio y otra el reconocimiento, desde ya que el reconocimiento lo necesitamos todos”.

 

Un vicio en las universidades

El doctor Rajchenberg se mira concentrado al reflexionar sobre lo que para él significa habitar el ambiente universitario. No duda en realizar la siguiente crítica:

—Y entonces no sólo el reconocimiento es de los pares porque tenemos un vicio en las universidades, el cual es ser complacientes, autocelebrarnos y celebrarnos recíprocamente: “¡Qué bonito artículo!”, “¡yo también leí el tuyo y está extraordinario y leí tu libro!”, “¡pero el tuyo también es fantástico!” Nos estamos engañando en muchos casos, aunque en otros es sincero.

“Muchas veces es la manera de ganarse que el otro diga lo mismo acerca de nosotros y no sólo que nos lo diga a nosotros, sino a otra gente y nos cite a pie de página. Están esos vicios del mundo académico y del mundo intelectual… ante lo cual, si somos verdaderamente críticos, debemos enjuiciar y distanciarnos y, entonces sí, comprometernos con los estudiantes.

“En otros aspectos, también ser honestos con lo que uno investiga y escribe. No sé si el trabajo intelectual se detiene donde el trabajo académico empieza o el trabajo académico puede ser, al mismo tiempo, un trabajo intelectual. Es eso: ¡el trabajo académico puede existir como trabajo aislado, pero también puede existir como trabajo intelectual!”

 

“Hay algo de actoral en las clases…”

—Hay una misión entonces en el trabajo intelectual…

—Sí, la palabra “misión” tiene un tono un tanto religioso, muy vasconcelista y franciscano-jesuítico… lo asumo con pinzas…

—Existe un “para qué” del trabajo intelectual…

—Sí, exacto, sin ser una predestinación en la que podría infiltrarse la vocación misionera porque hay otra cosa: este trabajo puede llegar a ser emocionante a más no poder. Cada clase que das es algo nuevo, porque los estudiantes pueden ser los mismos durante el semestre, pero es la primera vez que oyen lo que vas a hablar… y los harás hablar… ¿qué otro trabajo te ofrece algo así? ¡Ninguno!

—Michel Foucault decía que, cuando él daba clases y terminaba la sesión, sentía una soledad importante, similar a eso que el actor experimenta cuando cae el telón y el público se marcha. ¿A usted le sucede algo así?

—Hay algo de actoral en las clases… uno mismo enfatiza el aspecto actoral porque, si uno habla monótonamente durante una hora y media o dos, los estudiantes se duermen… aun así se duermen [risas]. Es histriónico: te mueves, induces la risa, la sorpresa o la anécdota que los despierta.

“No diría que me invade un sentimiento de soledad, por muchas razones: algo que es muy placentero es cuando concluyes una clase y un estudiante se acerca para decirte que quiere platicar más sobre una de las cosas que dijiste. A veces no es para platicar de algo de la clase, sino para platicar algo personal; por ejemplo, un estudiante que se te acerca para decirte que tiene una sexualidad que no logra confesarle a los papás. Si uno asumiera la estricta función docente, le diría que vaya con un psicoanalista y lo resuelva con él”.

—¿Usted qué hace en esos casos?

—Yo lo oigo, no le resuelvo porque no son cosas que uno pueda resolver, sino que debe resolverlas el sujeto que tiene ese gran peso encima.

—Pero escucha…

—Puedes escuchar y decir lo que piensas conveniente para liberarse un poco de ese problema que lo está angustiando.

 

Una distancia insalvable

—La docencia tiene mucho de acompañamiento —afirmo mientras el particular ruido de una aspiradora se escucha en el pasillo que se halla afuera del cubículo del doctor Rajchenberg, el cual se ubica en la Facultad de Economía en Ciudad Universitaria, lugar en donde, precisamente, habré charlado con él tantas y tantas veces cuando fungió como mi tutor en la maestría en Estudios Latinoamericanos.

—Por eso te decía que el magisterio también incluye eso. Uno podría cerrar la puerta del cubículo y decir que no está para esas cosas, lo cual se me haría muy antipático. Si el profesor genera la confianza para que el estudiante se acerque, hay que refrendar y demostrar que esa confianza existe.

—Esa forma de entender el magisterio se parece mucho a la amistad…

—No toda relación de confianza implica amistad. Por alguna razón uno despertó esa confianza, no es tan fácil llegar a eso y creo que no hay que decepcionar a ninguna persona; pero a un estudiante, seguramente, mucho menos hay que decepcionarlo. A veces sucede que el estudiante llega en un momento de lo más inoportuno posible porque uno está apurado o terminando algo y te puede interrumpir durante hora y media… y ni modo… luego se retomará el trabajo. Nunca he cerrado la puerta del cubículo.

“Hay algo específico en México. Jamás, en una universidad europea, te acercarás con un maestro a contarle cosas íntimas”.

—Se hallan en un pedestal…

—Son profesores y no hay más. Esta idea del maestro no sé si nos venga de las misiones vanconcelistas donde el maestro era quien redactaba las peticiones del pueblo e intervenía en los conflictos conyugales… un poco como un cura.

“Eso en Europa no acontece. Jamás a un maestro le contarás tus penalidades o las alegrías de tu vida. Es una relación muy distante… en el sentido de que hay una distancia insalvable. No es un problema de pedestal; es el reconocimiento de la diferencia que hay entre el profesor y el estudiante y lo que implica la función de profesor.

“En cambio, el maestro se involucra con el niño y su familia. Mira, en Francia cuando a un niño le dejan una tarea, va a la biblioteca y el bibliotecario le dice lo que puede leer. En México, el niño llega a la casa y, si la mamá no está, hay fracaso escolar garantizado. Está presupuestado que la mamá estará en la casa en el momento en que le dejas la tarea, porque también ella es parte del aparato escolar. Si el niño no tuvo el apoyo de la mamá, el maestro pregunta: ‘¿tu mamá no estaba?’, ‘¿no está en la casa cuando tú regresas?’, ‘¿qué problema hay?’, ‘si no está, ¿con quién te quedas?’ o cuestionamientos similares”.

 

El doctor Enrique Rajchenberg.

 

La escritura de la historia

—Usted, inicialmente, estudió sociología y desde hace muchos años imparte clases en la Facultad de Economía de la UNAM, pero… ¿por qué también incursionó en el campo de la historia?

—Eran los años más recientes del estructuralismo althusseriano y Louis Althusser mandó la historia al ámbito de la numismática, un oficio de poca cientificidad y de poca incidencia en el pensamiento crítico. La historia no tenía cabida en la formación ni en las discusiones de esos años. Creo que a mí el placer de la historia me viene del final de la década de los ochenta, coincidente con la caída del Muro de Berlín.

“Mi acercamiento a la historia viene por un camino muy curioso. Hice una tesis de doctorado en economía sobre reproducción de la fuerza de trabajo desde la perspectiva de la seguridad social, impartí varios cursos sobre el tema de salud de los trabajadores y una de las estudiantes me dijo:

“—En el Archivo General de la Nación descubrí expedientes sobre accidentes de trabajo que están contabilizados y narrados en archivos desde el año de 1911.

“Le sugerí que fuéramos e hiciéramos una investigación. Descubrí que, efectivamente, desde 1911 hubo un Departamento del Trabajo en el que laboraban dos personas. Presentamos una ponencia para Francia, escribí un artículo y eso me llevó a pensar que mi ingreso a la Historia era muy de aprendiz y decidí ingresar al doctorado”.

—Da la impresión de que le divierte mucho…

—Es terriblemente divertido. El trabajo historiográfico es extraordinario. A veces uno se pasa tres días revisando expedientes donde no hay nada que abone a lo que uno busca y, al cuarto día, encuentras un diamante o un expediente que dice exactamente lo contrario a lo que pensabas; pero no importa, porque abona a mi tema. Algunos dicen que es trabajo como de rata de biblioteca o de archivo… ¡hay que hurgar!

—Es una labor con un grado de incertidumbre…

—Exacto, porque a veces uno se plantea hipótesis que no se pueden demostrar o donde no hay documentos que la comprueben. Uno, a veces, se encuentra ante un documento histórico que se refiere a un hecho del pasado que conoces, pero no lo has cristalizado en una hoja de papel, por ejemplo: la Declaración de Independencia. Hay algo muy diferente entre decir que se declaró la Independencia y ver el documento. A mí la escritura me gusta… hay una pasión por la escritura… pero también hay una pasión por articular todos esos pedazos que tiene dicho acto; de repente te falta una pieza del rompecabezas y lo llenas con aquello que tu imaginación pueda aportar. Eso es apasionante.

 

Capas geológicas

En el hilo reflexivo que la propia conversación ha creado, casi de manera natural brota la pregunta en torno a la función social de la Historia. Nuestro entrevistado, sin titubeos, argumenta:

—¿Para qué la historia? Efectivamente, venimos de un momento donde se nos proclamó el fin de la Historia. Si consideramos que no existen relaciones sociales sin cambios, reconocemos entonces que aquello que somos no se produjo ayer u hoy mismo, sino que para entendernos debemos irnos muy atrás. Como decía una muy prestigiada colega universitaria: estamos parados sobre capas geológicas… los pies los tenemos sobre capas geológicas recientes, pero no sabemos que por abajo hay un montón de cosas….

“Salí de clase hace un momento y, para hacer hablar a los estudiantes, introduje el tema del racismo y la relación ineluctable entre el racismo y el colonialismo. Se acabó la Colonia, pero… ¿por qué sigue habiendo racismo? ¿Es un arcaísmo? ¿Es algo inercial? No es un arcaísmo, sino algo presente que se actualiza. Nos tenemos que remontar a la Colonia para entender el racismo”.

—Para usted existe una reactualización de sentidos…

—Claro que hay una reactualización de sentidos, el imperio español ya no existe, pero el racismo sí… existen relaciones de dependencia… existe el colonialismo interno, como decía don Pablo González Casanova. Haré unas preguntas gigantescas: si México es un país subdesarrollado, ¿por qué lo es?, ¿hay algo que sucedió hace 500 años?, ¿el capitalismo mundial está configurado, de alguna manera, que nos hace ser esto que ahora somos? Podemos investigarlo y tratar de encontrar una respuesta…

 

 

Usos políticos del pasado

—La historia no resolverá nuestros problemas, ¿pero nos aportará claves de entendimiento?

—Nos dará una pista para saber lo que debemos cambiar. No, la historia no resuelve, es una de las disciplinas menos utilitarias: no te servirá para dirigir una Secretaría de Hacienda ni tampoco para presidir una dirección del Banco de México.

—Pero los poderes dictatoriales e incluso los gobiernos en democracia utilizan también a la historia…

—Hay un uso político de la historia y un uso político del pasado… así se llama una tesis de Julieta Mellano. No es incorrecto. México es uno de los países donde el poder político invoca al pasado de manera mucho más amplia que en cualquier otro lado. Yo no recuerdo a ningún presidente argentino hablar de Rivadavia, Belgrano o Alberdi… a esos personajes yo los oí durante mis clases de historia en primaria; pero sí puedo oír a un presidente en México hablar de Juárez, Madero y Carranza. En México hay un uso político del pasado realmente sin igual.

—Hay que seguir narrando a la nación…

—Sí, existen muchas formas de seguir narrando a la nación. Por ello, hay algo que debemos preguntarnos: ¿por qué la sociedad mexicana es tan cercana a la Historia?, ¿la llegada de los españoles fue tan traumática que nos llevó a eso?, ¿por qué el mismo poder político hizo un elogio del pasado prehispánico desde aquello que llamamos el indio muerto?

“Tal vez tú mismo lo dijiste en tu tesis: ¡Carlos Salinas de Gortari anunciando la reforma al artículo 27 constitucional con la imagen de Emiliano Zapata detrás y todo mundo sabe quién es Zapata! Alguien decía, creo que era Rene Zavaleta Mercado: ‘En este país todo se acepta, pero cada 100 años el pueblo hace una revolución’. Cuando hay eso, existe entonces una suerte de que, a pesar de la derrota del movimiento plebeyo, a las élites siempre les queda la memoria de la amenaza proveniente del levantamiento popular.

“Una manera de neutralizar esa amenaza es invocando dicho pasado e incluyendo en ese pasado a los héroes populares: edulcorándolos y descafeinándolos, pero ahí están”.

—Conjurar la revuelta…

—Conjurar a través de su incorporación al Panteón de los Hombres Ilustres. Yo lo dije hace muchos años: el poder político mexicano reunió en una misma moneda de 200 pesos a personajes que se habían dado con todo: Villa, Zapata, Carranza y Madero… y los pones de perfil… a los cuatro juntos… ¡qué forma tan extraordinaria! En Argentina nunca verás a un líder anarquista de la Patagonia junto a Hipólito Irygoyen.

—En México se ha gobernado desde el pasado… y si no tal cual, desde el pasado, al menos sí mirándolo constantemente por el espejo retrovisor…

—Recuperando y legitimando el presente con el pasado y siempre puedes violentar el pasado para justificar algo, sacándolo de su contexto y del sentido original que tenía. Eso es una maniobra más vieja que el tiempo: ¡Zapata detrás de Salinas anunciando la reforma del artículo 27! ¿Qué quiere decir: que Zapata hubiera aceptado la reforma? En México la historia adquiere proporciones gigantescas.

 

“¡La vida es breve!”

—Alguna vez me hizo usted referencia al sonido de los vagones de la Línea 12 del Metro y cómo tal transporte de la Ciudad de México le evocaba al tren de ese Buenos Aires de su infancia. Maestro, se halla próximo a cumplir 70 años, ¿ha valido la pena el viaje de esas siete décadas?

—Sí, claro… en tren, avión, barco, a pie y en bicicleta. Mira, tú dices 70 desde tu perspectiva pues te faltan bastantes años para llegar a esa edad. Cuando yo digo 70, de repente me asusta: todos los días voy al gimnasio y ahí se reúne una clientela joven… todos se tutean; pero cuando se dirigen a mí no me tutean… ¡ahí es cuando te sientes viejo! Pero no es para decir qué envidia y qué jóvenes son esos muchachos…

—Usted no se reconoce de 70 años de edad…

—No, no me reconozco. ¿Qué significaría situarse en un hábito de 70 años? ¿Significa situarse en un papel de viejo o anciano? Así me dicen mis nietos en forma irónica para molestarme y jugar. Si me preguntas qué significa llegar a viejo y si es un placer, yo te diría que sí es un placer: hay ciertas cosas que tal edad te proporciona… percibes una serenidad y pierdes muchos temores. Cuando uno es más joven, sí hay un temor a la crítica: ¿Qué dirán los demás acerca de lo que hice…?

“Ese temor se va perdiendo: si no son bien recibidas las cosas que haces, no es tan dramático… se corregirá y punto… si son bien acogidas, ¡qué placer! Cuando uno piensa en el viaje de siete décadas, sería un viaje largo si uno se pusiera a desmenuzar cada una de las estaciones que el tren recorrió. Hace un rato hablábamos del Colegio Francés y de Belgrano… ¡compactas! Y cuando piensas en tu pasado terminas compactando todo. Es un viaje relativamente breve, de hecho, ¡la vida es breve, Mario, no nos engañemos!

“Mis viejos viajes en tren de la Línea General Mitre estaban llenos de expectativas: subir al tren… ver pasar el campo… después las montañas y cerros… ¡claro que eso vale la pena! Es un viaje que debe ser disfrutado, aunque irrumpan momentos aciagos por muchas razones que tú ya has vivido: perdemos a seres muy queridos, hay cosas que no nos salen como queremos y, de repente, tenemos fracasos… ¡hay que levantarse!

“La vida tiene alegrías extraordinarias y momentos que parecen letra de tango… no quiere decir que los recibamos con júbilo; pero debemos saber que acontecerán. Eso es una muestra de nuestra vitalidad: ¡el saber sobreponernos a esos contratiempos! No llegaron las tragedias y nos rendimos: ¡no! Las vivimos… quiere decir que las asumimos, procesamos e intentamos esgrimir mil estrategias para salir bien librados.

“Ese es mi viaje en tren…”

 

 

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