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Mi juego favorito

Tal vez la palabra “bullying” nació a partir de mí: desde que cursaba la escuela primaria soporté todo tipo de burlas de todos mis compañeros. Lo peor del caso es que muy en el fondo les daba la razón, pues en mí abundaba material para sus carcajadas. Pero con los años aprendí a aprovechar mi fealdad para inspirar lástima…


Tal vez la palabra “bullying” nació a partir de mí: desde que cursaba la escuela primaria soporté todo tipo de burlas de todos mis compañeros. Lo peor del caso es que muy en el fondo les daba la razón, pues en mí abundaba material para sus carcajadas: tenía un abultado lunar en la punta de la nariz; usaba frenos; llevaba una sola ceja; era miope y los vidrios de mis lentes eran muy gruesos; para colmo de males no me gustaba el baño diario, y en clases me gustaba jugar con mi copete y con los restos del spray para el pelo AquaNet que se quedaban pegados ahí, formando una costra blanca. Las bolitas de costra caían sobre la paleta de mi pupitre.

La adolescencia tampoco se portó bien conmigo: odiaba mi cuerpo, las curvas y los pechos tardaban mucho en llegar y me sentía menos fea poniéndome ropa de hombre: camisas holgadas de estampado a cuadros y pantalones con pinzas. Y ni hablar de los granos que se aparecían en la piel de mi rostro, casi en racimos. Mis padres no veían la hora en que su hija única pescara novio y se la pasaban rezando por mí en cuanta iglesia tuvieran enfrente.

Con los años aprendí a aprovechar mi fealdad para inspirar lástima: nunca batallé para encontrar trabajo. Me veía tan desaliñada y carente de sentido, de lugar en el mundo, que no dudaban en darme puestos de trabajo de excelente sueldo y altísima responsabilidad, como si el trabajo fuera lo único en mi vida (y, en efecto, así era).

Mi primer encuentro sexual fue con un jefe que me acosaba, pero no porque me deseara o porque yo le gustara, sino, simplemente, porque le gustaba sentir que tenía poder sobre los demás.

Y empecé a ahorrar dinero, y aprendí sobre belleza y modas. Me deshice de los lentes, los frenos, el lunar. Y unas cuantas ayuditas del bisturí: afinamiento de nariz, pómulos, mentón; depilar y subir las cejas, abrir los ojos, aumento de labios y tetas, liposucción, poner culo. Cabello pintado de rubio y planchado.

Luego probé los escotes: escote y minifalda. Escote / minifalda / tacones. Escote / minifalda / tacones / medias con moñitos.

Un día me encontré sin trabajo y un antiguo amante me relacionó con hombres que pagaban muy bien a cambio de favores sexuales: políticos, futbolistas, empresarios… Sus billetes me pagaban ropa y accesorios de marca, automóviles del año.

Según ellos parecía muñeca y me llamaban “Barbie”. Pero tantos malabares en yates, limosinas y aviones privados ya me estaban estresando. Los millonarios fueron perdiendo su encanto: todo era demasiado perfecto, como una película XXX, pero sin orgasmos —mis orgasmos.

“¿Y si pruebo con un hombre feo?”, me pregunté una vez. No dudé en subir a mi coche de lujo a un señor que caminaba por la calle, a quien le ofrecí sexo gratis. Fue una revelación, la locura. Entre más me perfeccionaba físicamente, más imperfecto necesitaba a mi amante.

Encontré orgasmos entre hombros y espaldas peludas, lonjas, pechos aguados, pelos rizados en las orejas, rostros cacarizos, sonrisas sin dientes, estrías, verrugas, granos en las nalgas, elefantiasis, ojos de vidrio y patas de palo.

Viajaba de un continente a otro para conocer a mi próximo amante, pues empecé a buscarlos en los Guinness World Records.

 

Mis padres duraron años sin saber de mí, hasta que un día aparecí en primera plana de los periódicos: contraje matrimonio con El Hombre más Gordo del Mundo. En la noche de bodas necesitamos una grúa y la ayuda de una decena de personas para consumar el acto sexual. Y jamás sentí tanto placer en toda mi vida.

 

 

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