ArtículosSociedad y Política

La pandemia como ideología

Continuando con su serie, Carlos Herrera de la Fuente se adentra, de nuevo, en el tema de la pandemia y las consecuencias que está provocando no ésta —es decir, el nuevo coronavirus— sino las acciones que han emprendido diversos organismos institucionales tanto locales como internacionales.


“Las cosas no pueden ser de otra manera”. He ahí, expresada de manera sucinta, la quintaesencia de toda ideología. “Las cosas son y tienen que ser tal y como se nos presentan y las vivimos cotidianamente”. De esa forma, todo se puede aceptar, todo se puede admitir sin restricciones, sin la menor oposición, como algo natural e inexorable. Y no sólo: una vez admitido, una vez interiorizado cualquier fenómeno como lo propiamente inevitable, entonces, aunque parezca lo más asombroso del mundo, incluso se le puede reformular como algo que hacemos con gusto, que siempre quisimos realizar “por el bien de nosotros y los otros”. “Si una piedra que arrojáramos tuviera conciencia”, llegó a decir Spinoza, “seguramente pensaría que se mantiene en el aire por su propia voluntad”.

Si el año pasado se nos hubiera dicho que éste se nos ordenaría cubrirnos el rostro para salir a la calle y a cualquier lugar público, que se nos prohibiría reunirnos para manifestarnos pacíficamente o para celebrar, que el Estado clausuraría las escuelas y todas las universidades, que cancelaría las labores burocráticas, comerciales y empresariales, que nos obligaría a confinarnos, a permanecer en casa y que impediría el desarrollo regular de la forma más elemental de sustento del 50% de la población mexicana (las actividades informales), simplemente hubiéramos tachado eso de un Estado dictatorial, de una distopía propia de las más delirante fantasía hollywoodense. Pero hoy no sólo aceptamos todo esto como nuestra “nueva normalidad”, sino que exigimos más; le pedimos a los otros que obedezcan, que dejen de reunirse, de festejar, de salir a la calle, de trabajar, etc. Les pedimos que acepten las reglas que se nos imponen sin siquiera reflexionarlas; que simplemente actuemos como “buenos ciudadanos” y “pensemos en los otros”. ¿Cómo pudo darse un tránsito semejante de un estadio a otro?

En primer lugar, porque siempre estamos y vivimos inmersos en la ideología. Porque nunca (o casi nunca) cuestionamos lo que se nos impone, sino que lo aceptamos como lo más normal, como la forma en la que son y deben ser las cosas. A pesar de que creemos que hacemos lo que queremos, en realidad, sólo actuamos en el marco de lo que está previamente definido para nosotros; y ello desde que nacemos (piénsese en los pequeños que ahora nacen y son obligados a llevar puestos un cubrebocas desde la más tierna infancia. Para ellos eso será normal, como es normal para las mujeres musulmanas de ciertos países cubrirse obligatoriamente todo el cuerpo, incluyendo el rostro, a partir de determinada edad).

En segundo lugar, porque el sistema mundial en su conjunto (no tanto los gobiernos nacionales) encontró la excusa perfecta para someternos a sus dictados: un virus “asesino” que nos puede matar inmediatamente apenas salgamos de nuestra casa. No importa que se sepa que la letalidad actual del SARS-CoV-2 en el mundo es ya menor al 1% (es decir, a menos de una de cien personas contagiadas. En julio de este año, se publicó un estudio en la Revista Mexicana de Patología Clínica que calculaba la letalidad mundial en 0.9524%, esto es, 1 defunción por cada 105 casos de infectados. Y esta letalidad, como se sabe, ha ido disminuyendo. Dejo el enlace: https://www.medigraphic.com/pdfs/patol/pt-2020/pt201a.pdf); tampoco importa que se sepa desde el comienzo de la pandemia que los grupos de mayor riesgo (entre el 73 y 75% de la población contagiada que fallece) son los que tienen alguna comorbilidad (hipertensión, diabetes, obesidad, problemas respiratorios y cardiovasculares, etc.), ni que el virus ataca con la mayor fuerza a los mayores de 65 años (en EUA, 8 de cada diez fallecidos eran adultos mayores de 65 años: https://espanol.cdc.gov/coronavirus/2019-ncov/need-extra-precautions/older-adults.html); mucho menos importa que el contagio en niños sea mil veces menor que en adultos, y que prácticamente no contagien a los demás (al revés, ellos son los contagiados); finalmente, a nadie parece importarle en lo más absoluto que, incluso aunque uno se quede en casa, no está a salvo de contagiarse; y lo que es peor, muchos de los grupos que permanecen más tiempo en su hogar, como las amas de casa, los jubilados, pensionados y desempleados, representan el 51% de los fallecimientos en México por covid-19 (ver Milenio, 17/11/2020: “Se ensaña el covid con pobres y vulnerables”), justo porque la sociedad no está confinada al 100%, y los que salen de su casa pueden contagiar a los que se quedan en ella.

Nada importa para la mentalidad ideológica: “el riesgo de muerte es inminente para todos, hay que encerrarse en la casa, suspender la totalidad de los contactos sociales, suspender las labores económicas y burocráticas de todo tipo, actividades escolares y universitarias, actividades culturales y de entretenimiento, restaurantes, bares, etcétera”. Y los médicos, en lugar de dar cuenta de los descubrimientos científicos sobre la transmisión y contagio de la covid-19, que, en última instancia, deberían moderar ese pánico, se comportan como sacerdotes de la conducta humana para fortalecer los designios del poder, en lugar de cuestionarlo (como lo hicieron, en su momento, los grandes médicos y científicos de la historia). No cabe duda de que lo que dice Agamben en su último libro (¿En qué punto estamos? La epidemia como política) es cierto: hoy en día, junto con la adoración de divinidades de distinta procedencia y el elogio irrestricto al dinero, la ciencia es la tercera gran religión del mundo contemporáneo (no necesariamente en sí misma, sino por su manipulación práctica).

Ilustración de Dave Cutler.

Ahora bien, dentro de todos los efectos ideológicos que ha generado este gran sacudimiento mundial provocado por la pandemia (o, en realidad, por la respuesta política y social que se le ha dado), destacan particularmente 4:

Primera falacia ideológica: “Las cosas no pudieron ser de otra manera”. Tal vez, muy al comienzo de la pandemia (declarada así, por la OMS, el 11 de marzo de 2020), cuando se desconocía en gran medida el funcionamiento del virus y su dinámica de contagio, se pudo haber dicho que la única opción era aplicar estrictos confinamientos y un cierre masivo de actividades de todo tipo, con el propósito de disminuir el contacto social. La finalidad era clara: disminuir la cantidad de hospitalizados para evitar el congestionamiento de la red sanitaria en los distintos países. Aun así, desde el comienzo se tenía ya la información de los grupos que eran y serían los más afectados. Por poner un ejemplo: el 27 de febrero del presente año, cuando se registró el primer caso de infección por el nuevo coronavirus en México, el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell, hizo un balance muy puntual de lo que podría ser el desarrollo de la pandemia en el país, e introdujo una lista tentativa de los sectores más vulnerables de la población, basada en la experiencia de la influenza. Excluyendo a un sector que hoy sabemos que prácticamente no es afectado por el nuevo coronvirus (los niños menores de 5 años), la lista era la siguiente: “los adultos mayores, así como quienes viven con enfermedades crónicas descontroladas, entre ellas diabetes, hipertensión arterial, males cardiacos y obesidad” (“El Covid-19 podría afectar gravemente a 500 mil personas en el país: Ssa” La Jornada, 28/II/2020).

Así, desde el comienzo, se sabía quiénes serían los sectores más afectados, pero la estrategia mundial (encabezada por la OMS) no se centró en protegerlos a ellos, sino en confinar a todo el mundo para disminuir la dinámica de contagios. Y escribo disminuir y no eliminar, porque desde el comienzo se sabía que esto último no era posible; que, como lo ha explicado incansablemente el epidemiólogo Dr. Martin Kulldorff (Harvard), la famosa inmunidad de rebaño es un destino en la dinámica de las enfermedades de transmisión respiratoria, una ley que se cumple tan severamente como, en el ámbito de la física, la ley de la gravedad. Por otro lado, y como también lo ha explicado el Dr. Javier Enríquez Serralde (igualmente epidemiólogo) en las páginas de esta revista (https://sdemergencia.com/website/2020/07/23/el-mundo-no-estaba-preparado-para-una-crisis-de-estas-dimensiones/), ningún confinamiento menor al 100% podría detener la difusión de la enfermedad, por lo que confinar sólo tiene el efecto de aplazar, no de eliminar.

¿Por qué, si eso se sabía, esto es, que los contagios no podían detenerse, sino tan sólo aplazarse o disminuirse, la estrategia no se centró más en defender a los sectores vulnerables y evitar que se produjera una alteración tan brutal en la vida cotidiana de todos los países del orbe, con enormes consecuencias en los ámbitos económicos, políticos, sociales, jurídicos, educativos y culturales, así como en la psicología de la población mundial? Y nótese que los políticos y las instituciones que estaban tomando esta decisión por todos nosotros al comienzo de la pandemia no sabían que sería posible desarrollar una vacuna contra la enfermedad de manera tan acelerada como al parecer se ha hecho, lo que significa que estaban dispuestos a imponernos una situación semejante durante los próximos 5 años (que era el récord que se tenía en el desarrollo acelerado de vacunas). ¡5 años sometidos a continuos confinamientos y desconfinamientos al antojo de los políticos gobernantes!

Para que se entienda más claro lo que se dice: la estrategia mundial se centró en contener los contagios en lugar de en disminuir las muertes, concentradas en los sectores más vulnerables de la población en relación al nuevo coronavirus. Es decir, se alteró radicalmente la vida de todas las personas del mundo (incluyendo niños y jóvenes), cuando es claro que, para la absoluta mayoría de ellos, la covid-19 apenas si representa algo un poco más fuerte que el resfriado común. ¿Qué importan los contagios de las personas si éstos no acarrean la muerte ni el desarrollo de secuelas graves para la salud? Lo que se argumenta, en este caso, es que, si bien ellos no se contagian tan fuertemente, son fuente de contagio para los otros. Bien: ¿por qué no haber hecho un censo que identificara a las personas con serias comorbilidades, con la finalidad de establecer lineamientos y medidas para su protección y resguardo? ¿Por qué no centrarse en la población de adultos mayores de 65 años, dándole la mayor cantidad de recursos y apoyo posible para que no se enfermara y muriera?

Pero no, se prefirió hacer lo que apenas hace un año era impensable e imponerlo como una “nueva normalidad” a todo el mundo: cerrar la mayor parte de la economía y las actividades generales, provocando una destrucción de fuentes de trabajo, de negocios, incremento del desempleo, la pobreza, la ignorancia, los problemas psicológicos, etc. ¿No hubiera sido más fácil hacer lo que propuso el pasado 4 de octubre la Declaración de Great Barrington (firmada por las eminencias epidemiológicas: Dr. Martin Kulldorff, Harvard, Dra. Sunetra Gupta, Oxford, y Dr. Jay Bhattacharya, Stanford), esto es, el desarrollo de una estrategia de “protección focalizada” que atendiera sobre todo a la población más vulnerable, con la doble finalidad de disminuir al máximo la tasa de letalidad y permitir que las demás personas llevaran su vida con la mayor normalidad posible, acelerando incluso el proceso de generación de una “inmunidad de rebaño” y, con ello, el fin de la pandemia?

Alternativas hubo y hay. Lo que se ha vivido, se vive y se vivirá no es un destino. Pero, ¡ay de aquél que ose cuestionar las medidas sanitarias y sociales contra la covid-19! Se convierte en el objetivo del peor de los insultos ideológicos contemporáneos: negacionista.

Segunda falacia ideológica: “El que se opone a las medidas de confinamiento y distanciamiento social es un negacionista del nuevo coronavirus y la covid-19”. ¿Qué es un “negacionista”? ¿De dónde surge esta palabreja? La mayoría de la gente que la utiliza la desconoce, aunque hay algunos que la emplean con pleno conocimiento de causa y, por ello mismo, su actitud es aún más ignominiosa. Negacionismo es una palabra que nació, originalmente, para denominar a aquéllos que negaban (y niegan) la existencia del genocidio judío durante la Segunda Guerra Mundial; aquéllos que no reconocen la realidad del exterminio sistemático de la población hebrea por parte de los nazis (denominado por ellos “Solución final”) y que llevó al asesinato masivo de entre 5 y 6 millones de personas de todas las edades en campos de concentración y de exterminio. Así, cuando se utiliza esa palabra, se está comparando a dichos sujetos (normalmente racistas, antisemitas o profascistas) con los que cuestionan las medidas de confinamiento y piden un cambio de estrategia para combatir la covid-19. ¡A ese grado de estupidez llega la deformación ideológica de nuestra época!

Evidentemente, hay y habrá quien niegue la existencia del nuevo coronavirus y sus efectos mortales, pero ello no significa que todos los que critiquen las medidas adoptadas este año en relación a la pandemia asuman esa posición, ni siquiera de lejos. Cualquiera que haga un esfuerzo por constatarlo, se dará cuenta de que la mayoría de las manifestaciones en contra de las medidas de confinamiento que se han realizado en países de Europa como Alemania, España, Italia o Reino Unido, no han sido promovidas por gente que cuestione la existencia del virus en cuanto tal, aun cuando en sus manifestaciones hayan estado presentes personas que así piensen, e incluso simpatizantes neonazis (como en el caso de las manifestaciones de Berlín a finales de agosto). No, de lo que se quejan principalmente, más allá de sus inclinaciones políticas, es de la estrategia seguida y de las inverosímiles y exageradas medidas de control social.

Igualar la crítica a las medidas de confinamiento con el negacionismo filonazi tiene una finalidad política: inhibir en cualquiera con mínima conciencia social la menor intención de criticar lo que se hace y cómo se hace; impedir el desarrollo de la conciencia crítica al respecto. Hay también un segundo objetivo: vincular, de manera estrecha, la crítica a las medidas de combate a la pandemia con la ultraderecha, de tal manera que la izquierda evite cuestionarlas, para no ser “puesta en el mismo saco”.

Pero la izquierda tiene que establecer su propio discurso (como aquí lo intentamos hacer). Un discurso que no caiga en simplificaciones ni en demonizaciones. Si organizaciones de derecha han dicho algo que es cierto y puede ser recuperado, pues tendrá que serlo, provenga de donde provenga. Por ejemplo, el principio de la incertidumbre en la mecánica cuántica fue establecido por Werner Heisenberg, un físico alemán que colaboró con el régimen nazi. No por ello, el principio tiene que ser rechazado. (Por cierto, resulta curioso cómo cuando se habla de la pandemia, los empresarios conservadores que sostienen críticas a las medidas de confinamiento son considerados como “malos” y “perversos”, mientras que otros que, como Bill Gates, cuya fundación aporta casi 10% de los recursos totales de la OMS, apoyan todas las medidas sanitarias de control y vigilancia, son considerados “buenos” y “liberales”. La izquierda no debería caer en esas burdas simplificaciones).

Tercera falacia: “El uso masivo, ubicuo y constante del cubrebocas, para todas las edades, es la salvación contra la pandemia”. Esta frase no se la cree ni la propia OMS, quien en su página oficial establece los siguientes lineamientos en relación al cubrebocas (los reproduzco para que observen lo poco que las autoridades, como es el caso de la Ciudad de México, aclaran a la población cuándo y cómo usar cubrebocas, a las que la organización internacional denomina mascarillas):

“Las mascarillas médicas están recomendadas para los siguientes grupos:

“-Todo el personal de salud que trabaje en entornos clínicos.

“-Las personas que no se encuentren bien, incluso con síntomas leves, como dolores musculares, tos leve, dolor de garganta o cansancio.

“-Las personas que atienden a casos presuntos o confirmados de COVID-19 fuera de un establecimiento de salud.

Cuando no se pueda garantizar una distancia de al menos 1 metro entre personas también se recomienda el uso de mascarillas para los siguientes grupos, que corren un mayor riesgo de presentar un cuadro grave de COVID-19 y morir:

“-Personas de 60 años de edad o más.

“-Personas de cualquier edad con afecciones subyacentes, como neumopatía crónica,  enfermedades cardiovasculares, cáncer, obesidad y diabetes mellitus, así como los pacientes inmunodeprimidos.

Las mascarillas higiénicas de tela están aconsejadas para la población general cuando no es posible mantener el distanciamiento físico, (como parte del enfoque integral de adoptar todas las medidas posibles (¡Háganlo todo!): mejorar la ventilación, lavarse las manos, cubrirse al estornudar y toser, y otras muchas” (https://www.who.int/es/emergencies/diseases/novel-coronavirus-2019/question-and-answers-hub/q-a-detail/q-a-on-covid-19-and-masks). (Las negritas son mías).

Como se ve, para la mayoría de la población, las mascarillas no tendrían por qué usarse todo el tiempo al aire libre, porque no existe evidencia contundente de la transmisión del SARS-CoV-2 por medio de aerosoles; ni siquiera en interiores ventilados; sólo en lugares sin ventilación o donde no se puede mantener la distancia de por lo menos 1 metro. Entonces, ¿por qué las autoridades hacen llamados para utilizarlo todo el tiempo en todo lugar?

Por otro lado, los cubrebocas tampoco tendrían por qué ser usados por niños menores de 6 años (como se ve en la calle diariamente), y entre 6 y 11 debería ser opcional, según la valoración de ciertos factores psicosociales. Veamos de nuevo a la OMS (a quien las autoridades dicen seguir, pero, por lo que se ve, ni siquiera toman en cuenta):

El uso de mascarilla no debe ser obligatorio para los niños de hasta cinco años, en aras de la seguridad y el interés general del niño y dada su incapacidad de utilizar adecuadamente una mascarilla con una asistencia mínima.

“La OMS y el UNICEF recomiendan que la decisión de utilizar mascarillas en niños de entre 6 y 11 años se base en los siguientes factores:

“-si hay transmisión generalizada en el área donde reside el niño;

“-la capacidad del niño para utilizar la mascarilla de forma segura y adecuada;

“-el acceso a las mascarillas, así como su lavado y cambio en determinados lugares (como las escuelas y las guarderías);

“-la supervisión adecuada de un adulto y las instrucciones para el niño sobre cómo ponerse, quitarse y llevar puesta la mascarilla de forma segura;

“-las posibles repercusiones de llevar puesta una mascarilla sobre el aprendizaje y el desarrollo psicosocial, en consulta con el personal docente, los padres o cuidadores y los proveedores de servicios médicos;

“-los entornos e interacciones específicos del niño con otras personas que corren un alto riesgo de sufrir una manifestación grave de la enfermedad, como las personas mayores y las que tienen otras afecciones de salud subyacentes” (https://www.who.int/es/emergencies/diseases/novel-coronavirus-2019/question-and-answers-hub/q-a-detail/q-a-children-and-masks-related-to-covid-19). (Las negritas son mías).

Ni usar el cubrebocas todo el tiempo, ni en todos los lugares (mucho menos al aire libre) ni para todas las edades. Por lo demás, desde el mes de junio, en el que la OMS recomendó finalmente el uso generalizado de mascarillas (bajo las indicaciones arriba resumidas) y diversos países lo volvieron obligatorio (incluso desde tiempo atrás, por ejemplo, en la India), además de que la mayoría de la población mundial lo empezó a portar todo el tiempo y en todos los lugares, los contagios no han dejado de aumentar, porque, como se ha dicho, los cubrebocas no pueden evitar el contagio de una persona, sino tan sólo limitar (no eliminar) las partículas microscópicas que ésta expulsa al hablar, respirar, estornudar o toser. (Un estudio danés reciente demostró que el uso de cubrebocas es muy poco eficaz para detener los contagios. De un total de 4,860 participantes en el estudio, dividido en dos grupos iguales, los que usaban cubrebocas y los que no, resultó que, en el primero, los contagiados representaron el 1.8%, esto es, 42 personas, mientras que, en el segundo, en el de los que no lo portaban, los contagiados ascendieron apenas a un 2.1%, esto es, 53 personas. ¡Tan sólo una diferencia de 0.3%! Ver: “A New Study Questions Whether Masks Protect Wearers. You Need to Wear Them Anyway”, The New York Times, 18/XI/2020).

Por si fuera poco, como lo advirtió López-Gatell desde un inicio, la mayoría absoluta de la población (con excepción, quizá, del personal médico) emplean mal esa herramienta y no hay forma de explicarle cómo hacerlo bien a cada uno de los individuos, por lo que termina siendo ineficaz. (Para mayor información sobre todos los requerimientos del buen empleo del cubrebocas, invitamos al lector a revisar un artículo anterior: https://sdemergencia.com/website/2020/07/29/el-presidente-lopez-obrador-tiene-razon-al-no-usar-cubrebocas/).

Conclusión: el uso indiscriminado del cubrebocas ni protege eficientemente del contagio ni servirá para detener la pandemia (que, tarde o temprano, con vacunación o sin ella, alcanzará el punto de “inmunidad de rebaño”).

Cuarta falacia ideológica: “La responsabilidad de acabar con la pandemia es de todos y debemos cuidarnos mutuamente para que ello suceda lo más pronto posible”. Ésta es, sin duda, la falacia más tierna y manipuladora de todas. Su eficacia, sin embargo, reside en que ya existe un antecedente de ese tipo de manipulación, el cual casi todos aceptan sin pensar demasiado: el relacionado con la crisis ecológica y medioambiental. A pesar de que la mayor cantidad de contaminación en el mundo es resultado de la producción y utilización de combustibles fósiles que las grandes empresas transnacionales no dejan de generar a escala mayúscula por su interés particular, bloqueando constantemente la posibilidad de un tránsito energético y tecnológico; a pesar de que la tala indiscriminada de bosques es llevada a cabo por industrias madereras y de construcción; a pesar de que en la contaminación de los mares y las aguas ocupen un lugar sobresaliente las empresas mineras, eléctricas, hoteleras, etc.; a pesar de todo ello, lo que se dice a la población general es: “la responsabilidad del medioambiente es de todos: separa y recicla la basura, conduce bicicletas, no compres botellas de plástico, etc.”. En resumen: la culpa de la contaminación y la degradación medioambiental global es de todos, de los “ciudadanos”, no de las empresas capitalistas transnacionales que destruyen los ecosistemas planetarios diariamente por su afán de lucro y ganancias.

Algo semejante sucede ahora con la pandemia. Por supuesto, el virus no fue producido por nadie ni creado desde ningún laboratorio. Por lo mismo, su difusión y expansión alrededor del mundo no es responsabilidad de nadie en particular, sino un resultado inevitable de la interconexión global de nuestras economías y sociedades. No hay, en última instancia, forma de detenerlo. Se seguirá expandiendo hasta que cumpla su objetivo final: contaminar a la casi totalidad de la población mundial (con vacuna o sin ella). Lo máximo que se puede hacer es tratar de contenerlo momentáneamente, pero como no puede realizarse un confinamiento del 100% por tiempo indefinido, ya que ello se traduciría en la muerte total de nuestra economía y de la población, el virus seguirá su marcha indetenible.

Aun sabiendo esto, los gobiernos de todo el mundo y sus representantes (conscientes de esta realidad, por los informes médicos de alto nivel a los que tienen acceso) le han echado arbitrariamente la culpa a distintos sectores de la población. En primer lugar, a los jóvenes, los “nuevos homosexuales”, si pensamos en el comienzo de la era del Sida. Supuestamente, ellos son los culpables por “festejar demasiado”. Como si la sociedad mundial regresara a la época victoriana, ahora celebrar es un delito. ¡Y eso que los jóvenes, en su mayoría, se han mantenido encerrados y contenidos durante más de 8 meses, sin posibilidades, o con muy pocas posibilidades, de divertirse, reunirse, celebrar o hacer ejercicio! La propia OMS tuvo que intervenir para pedir que no se culpabilizara a una parte de la población de algo que, en última instancia, es indetenible y no es culpa de nadie (aunque al comienzo, ella misma, en voz de su titular, los había ya señalado). Empero, no contentos con la invención de chivos expiatorios, se han seguido construyendo nuevos culpables, como lo ha hecho el gobierno de la Ciudad de México al señalar recientemente a las reuniones privadas y familiares de ser las culpables del incremento de contagios en la capital del país. ¡Ahora ni siquiera será posible reunirse en casa! Pareciera que la única alternativa para no ser señalado como culpable es encerrarse en un cuarto para toda la vida. Absurdo.

No hay que dudar en decirlo desde la izquierda: el mundo que se ha construido desde el comienzo de la pandemia es un mundo de control, vigilancia, dominio, moralización y sometimiento masivo. ¡Esto comenzó desde hace un año! Se tiene que detener de todas maneras, incluso antes de que llegue el proceso de vacunación. Es necesario luchar contra el nuevo orden mundial de dominio y control.

Cuando se nos pide que seamos “buenos ciudadanos” y sigamos las leyes y las reglas que se nos imponen, se nos pide que actuemos no como ciudadanos, sino como súbditos, esto es, como sujetos sometidos a un poder monárquico. Un ciudadano, en una democracia real, no debe ser alguien que se someta sin pensarlo a los dictados del poder estatal, sino alguien capaz de reflexionar, cuestionar y criticar racionalmente aquello que se le pretende imponer como la única opción. Alguien capaz de rebelarse e, incluso, desobedecer a costa de su propia libertad y de su propia vida. Porque lo que está en juego, más allá de la ley, es el principio de convivencia, justicia, bienestar y libertad. Ahora bien, si los adoradores del liberalismo (o del neoliberalismo, en la actualidad es lo mismo) no están de acuerdo y señalan que un ciudadano en una democracia es aquél que se somete a las leyes y no las desobedece, convendría responderles con lo que alguna vez les escribió Henry Thoreau a sus compatriotas norteamericanos, en repudio de un Estado que mantenía vigente la esclavitud y promovía guerras injustas, como la que llevó a quitarle a México la mitad de su territorio:

¿Debe el ciudadano someter su conciencia al legislador por un solo instante, aunque sea en la mínima medida? Entonces, ¿para qué tiene cada hombre su conciencia? Yo creo que debiéramos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo. Se ha dicho y con razón que una sociedad mercantil no tiene conciencia; pero una sociedad formada por hombres con conciencia es una sociedad con conciencia. La ley nunca hizo a los hombres más justos y, debido al respeto que les infunde, incluso los bienintencionados se convierten a diario en agentes de la injusticia.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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2 Comments

  1. Excelente cobertura de varios puntos que cuestionan de manera lógica y redundante la alarmante distopía que estamos viviendo. Las medidas miopes de supuesta prevención están perpetuando lo inevitable y añadiendo daños colaterales severos a corto y a largo plazo. El artículo danés que detalla el estudio clínico, aleatorio y controlado sobre la minúscula o ineficaz efectividad del uso de mascarillas está en Annals of Internal Medicine https://www.acpjournals.org/doi/10.7326/M20-6817

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