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El cuento de hadas de Rick Davies

Supertramp: los primeros roqueros becarios

Septiembre, 2025

Rick Davies ha muerto. El que fuera fundador, cantante y compositor de Supertramp ha fallecido el pasado 6 de septiembre, a los 81 años de edad. Autor de un puñado de canciones emblemáticas, el también tecladista fue pieza clave para crear y dar forma a una de las bandas más importantes e influyentes de la escena del rock progresivo, sobre todo durante los años setenta y la primera mitad de los ochenta. El grupo vivió su propio cuento de hadas al ser los primeros rockeros becarios, en sus inicios. A Davies le habían diagnosticado mieloma múltiple —un tipo de cáncer de la sangre— hace tres lustros, lo que había motivado que el músico pusiera a la banda en pausa indefinida, dijo el propio grupo en un comunicado. “Nacido en Inglaterra en 1944, el amor de Rick por la música inició en su infancia escuchando “Drummin’ man” de Gene Krupa, que se convirtió en una pasión por el jazz, el blues y el rock and roll. Como co-escritor, junto con su compañero Roger Hodgson, fue la voz y pianista detrás de las canciones más emblemáticas de Supertramp, dejando una huella imborrable en la historia de la música rock. Su voz conmovedora y su toque inconfundible en el Wurlitzer se convirtió en el latido del sonido de la banda”, señaló el grupo en el citado comunicado. En las siguientes líneas, el periodista y cronista musical Víctor Roura repasa la historia de Davies y Supertramp.

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El sábado 6 de septiembre, en Nueva York, falleció a los 81 años de edad el británico Richard Davies, tecladista fundador, en 1969, de la banda progresiva Supertramp, que destacara en el ámbito roquero de las décadas de 1970 y 1980.

Si bien previamente ya se habían ido de este mundo otros dos ex miembros de este grupo creado en Inglaterra (el baterista Robert Millar el año pasado, el 22 de julio de 2024 a sus 74 años de edad, y el bajista Frank Farrell el 19 de julio de 1997 apenas cumplido el medio siglo de vida), nadie en efecto como Davies, quien le diera vida a esta valiosa agrupación, aunque no habría que dejar de mencionar, por supuesto, a los ingleses el saxofonista John Helliwell, octogenario a partir del pasado 15 de febrero, al guitarrista Roger Hodgson, con siete décadas y media de edad desde el pasado 21 de marzo, y al letrista en sus inicios Richard Palmer-James, actualmente de 78 años de edad.

La historia de Supertramp (nombre basado en la novela Autobiografía de un supervagabundo del escritor galés William Henry Davies, fallecido el 26 de septiembre de 1940 a los 69 años de edad), apelativo de la banda propuesto por Palmer-James poco después de haberse unido a ellos, es, por cierto, muy diferente a todas las otras agrupaciones roqueras ya que, en realidad, se trata de los primeros becarios del rock.

Rick Davies. / Foto: Supertramp Oficial | YouTube (captura de pantalla).

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A sus veinticinco años, el tecladista Richard (Rick) Davies llevaba tocando ya varios meses con un oscuro grupo denominado The Joint. No había tenido aún la oportunidad de exhibir sus dotes creativas. Sin embargo, el conjunto tenía un reducido número de fieles seguidores. Entre ellos, para suerte de Davies, se encontraba el holandés Stanley August Miesegaes (1933-1990), quien se aproximó a él, acaso los dos de la misma edad, para proponerle algo insólito: patrocinar el nacimiento de un grupo, del suyo propio, de Davies. Por cuenta del holandés correrían todos los gastos. Le pidió entonces a Davies que se encargara de reclutar a los músicos mientras él compraba todos los instrumentos y todos los materiales necesarios.

—Por dinero no vamos a parar —dijo Miesegaes.

Davies lo escuchaba, casi paralizado. Resultaba que el holandés era un millonario aficionado al rock. Frustrado por no haber podido ser él un roquero, a cambio quería un grupo para sí mismo. Ya que no pudo tocar la guitarra ni con las baquetas zarandear una batería, nada le impedía financiar en su nómina personal una banda privada.

Era 1969, el año cumbre del rock.

Davies había leído libros donde los milagros ocurren intempestivamente, pero jamás imaginó que a él una hada madrina se le volviera realidad en el cuerpo de un joven y ocioso magnate, avecindado en Suiza, aunque turista permanente en el Reino Unido. ¿Y en qué otro lugar podía estar más cerca de su amada música rock?

—No repares en gastos —repitió Miesegaes.

El holandés estaba entusiasmado con Davies. Algo hizo que vislumbrara en ese tecladista —curiosamente estudiante avanzado de batería y autodidacta del piano— a un futuro creador de hermosas canciones.

—Deja a The Joint y hagamos un grupo donde seas tú quien decida las composiciones —decía el joven Stanley August.

Los otros miembros de The Joint eran verdaderamente grises, ensombrecidos por la habilidad del tecladista.

1969 era un año muy importante en el rock: tenía poco de haber aparecido el Álbum Blanco de los Beatles, circulaba el Let it Bleed de los Rolling Stones, los Who montaban Tommy, Frank Zappa grababa su Hot Rats, Buffalo Springfield exhibía su Retrospectiva, aún se oían los ecos de A Saucerful of Secrets de Pink Floyd, Traffic detenía el tránsito con las maravillosas propuestas de Steve Winwood, Led Zeppelin comenzaba a tomar un portentoso vuelo, Creedence Clearwater Revival nacía en las orillas de los pantanos sureños, Carlos Santana fusionaba las congas con los blues latinos, Neil Young soltaba en las urbes a sus caballos locos, King Crimson extendía su alfombrado ante el poderoso monarca Carmesí, David Bowie descendía ya de tierras ignotas, Woodstock congregaba quizás a medio millar de jóvenes para convertir al rock —decían sus detractores— en una subcultura, tomado en cuenta por vez primera por los grandes editoriales de los importantes rotativos anglosajones.

Richard Davies quedó asombrado.

—¿Un grupo a mi disposición con todos los ingredientes en la mesa?

El holandés asentó.

—Desde mañana mismo, si lo deseas…

Davies había leído también acerca de aquel legendario Cayo Mecenas, hacia los últimos años antes de la era cristiana, diplomático y escritor romano cuyo antiguo linaje etrusco le permitió acumular una noble fortuna que utilizaba para ejercer un influyente patronazgo sobre los poetas de su época, entre los que se contaban Virgilio, Horacio, Vario y Propercio.

Pero, vamos, ¿un mecenas contemporáneo? ¿Y aparecido así nomás, sin que nadie invocara su presencia? No, se decía Davies —negando las luces de la evidencia—, “los mecenas son un fabuloso cuento de hadas”. Ni los Beatles tuvieron uno. Brian Epstein (1934-1967) se les apareció cuando estos muchachos ya habían formado su grupo. No. Este holandés salió de la nada, sin que nadie lo convocara, sin que nadie pidiera de súbito un milagro. A Davies no le entraba en la cabeza esta insólita petición del inesperado mecenas.

—Decide cuándo comenzamos, Richard —dijo Miesegaes—. De ti depende la integración del nuevo grupo. La única condición es que debe ser una superbanda. Si no es así, retiro la mesada.

El holandés era directo. No conocía los ambages. Pues tampoco se trataba de tirar el dinero por la ventana de la indolencia. Todo tiene un fin en esta vida, finalmente: o haces un supergrupo o mejor se retira cada quien a su hogar y nos olvidamos del asunto. El mito de la Cenicienta no es nada más una curiosa fabulilla. Delante de Davies estaba su hada madrina disfrazada de un joven millonario con pretensiones de roquero. Con el toque mágico de su billetera podía convertir la calabaza en una magnífica limusina transportadora de rock stars. Davies, aquí está el mecenas. No es un sueño, Davies. Y Davies estrechaba la mano de Miesegaes: trato hecho.

Y mientras el millonario efectivamente se iba de compras a una casa de música, Davies insertaba un anuncio en la prensa: se solicitan músicos capacitados para la integración de un solvente grupo de rock. Informales e improvisados, abstenerse.

El primero en acudir fue el guitarrista Roger Hodgson, quien, para sorpresa, se entendía de maravillas con Davies. Miesegaes aprobó la contratación y ambos músicos empezaron a ocuparse de las composiciones. Después se les unieron Richard Palmer y Robert Millar, y entre los cuatro editaron en 1970, con el dinero del complaciente holandés, el primer disco de Supertramp, intitulado sencillamente Supertramp. Los supervagos. Los Vagabundos de la excelencia. Los Vagos becados. El nombre tiene bastante ironía (¿pueden ser superiores unos vagos?), pero también sugiere su azarosa suerte: estos vagabundos son, en definitiva, afortunados.

John Cameron Fogerty, líder de los Creedence, cantaba acerca de los hijos desafortunados, de los desheredados de este mundo, pero era obvio que no se refería, en absoluto, a los muchachos comandados por el magnate Miesegaes.

Sin embargo, el disco de Supertramp no corrió con suerte: desbalagado, su sonido, pese a las extrañamente conjuntadas voces de Davies y de Hodgson, aún no estaba definido. “No tengo mucho dinero —cantan los nuevos roqueros potentados—, no he cometido muchos pecados. Hace tiempo tuve un sueño, aunque esto no significa ya nada. Mi padre era ciego, mi hermano estaba loco, mi madre me decía: ‘Dios es amor’, pero el odio es el que hace las reglas. Enséñame a volar para que no tenga que arrastrar los pies en la arena. Dame el cielo. Tomaré el mundo entero en mis manos. Quizá soy un vagabundo. Reprime tu corazón. Ellos no hicieron caso a su amor. Yo no puedo hacer nada. ¿Podemos ser libres en un mundo donde amor significa tener poder? ¿Cuándo nos daremos cuenta de que el hombre ha de afrontar la vida completamente solo?”

3

Ahí estaban estos vagabundos probando suerte en la ancha carretera del rock, pero les faltaban ideas. Podían tener todo el dinero del orbe, sustraído de la chequera de su generoso e impredecible mecenas, pero les faltaba, gulp, talento. No, nada de eso, insistía Miesegaes. Nada de eso. Y volvía a hablar con Davies a solas. No son los músicos adecuados. La selección no fue correcta. A excepción de Hodgson, los otros son prescindibles.

Un año después aparecía el disco Indelibly Stamped, con los senos (en un primer plano) de una mujer tatuada en la portada, que a la larga, comentarían con sorna los críticos, sería el único atractivo de este también desangelado disco. Fueron cortados el guitarrista Palmer y el percusionista Millar, y sus lugares ocupados por el baterista Kevin Currie, el bajista Frank Farrell y los vientos de Dave Winthrop. Pero ni así. Y, tal vez como presagio de lo que vendría tras la grabación de este apesadumbrado elepé, Supertramp cantaba: “Creo que es curiosa una triste canción: él ama su dinero y ahora tú no lo tienes. Es muy extraño que hayas quebrado. No trates de hacerla. Careces de un hogar ahora. Recuerda que cuando yo tenía problemas, colgaste el teléfono. Y ahora, vayas a donde vayas, irás solo. Fue un cambio brusco. El dinero voló indudablemente. Tuviste un nombre muy rápido. Ahora eres un fracasado. Y te hundes, y no hay nadie que te necesite. No trates de llamarme porque no te voy a escuchar. ¿Por qué no te sientas en lugar de ir de un lado a otro? Tu vida está rota. Obtén una nueva. Si lo haces y besas la nueva vida, hazlo bien y vive el presente”.

El millonario Miesegaes probablemente se sintió aludido: revisó su cartera y, sí, ya había perdido demasiado dinero, y no veía en su derredor ninguna mínima recuperación económica por su imbécil confianza en estos endebles roqueritos sin un gramo de creatividad.

Stanley August Miesegaes decidió retirarles su mecenazgo, y los tres nuevos integrantes decidieron explorar, asimismo, otros rumbos. Estos supervagabundos soñaron ingenuamente que un día podrían ser ídolos de Inglaterra, já.

Cuando Rick Davies y Hodgson se vieron solos, casi botan el proyecto de no ser por la oportuna intervención de Ken Scott (Inglaterra, 1947), productor de la Orquesta Mahavishnu, del guitarrista místico inglés, nacido en 1942, John McLaughlin (cinco reglamentarios minutos de oraciones y de fervor religioso antes de entrar a escena), y del londinense David Bowie (1947-2016).

Les dio Scott a ambos una palmada en los hombros.

—Intentémoslo una vez más, sólo una vez más —díjoles.

Entonces se unieron Helliwell, Bob Benberg y Dougie Thomson para grabar el vital Crime of the Century, que desde su salida, en la primavera de 1974, mostró sus portentosas cualidades: su calidad era ostensible. Todo el disco es notable. Únicamente la pieza que abre el disfrute sonoro, “School”, vale la vida entera de cualquier empecinado, y pretencioso, roquero. El disco es perfecto. Ellos al grabarlo, por supuesto, no tenían idea de la conmoción que causaría en el mercado del rock no sólo en su Inglaterra sino también en Estados Unidos (y en algún rincón de Suiza, agregándole el sigiloso lamento del arrepentido millonario holandés, que no tuvo la paciencia de esperar a que se despertara el gigante dormido); de ahí que, en una sentida autocrítica, compusieran la melancólica “Dreamer”: “Un soñador, eres un soñador. Puedes poner las manos en tu cabeza, sí: he dicho soñador, no eres más que un soñador. Dije: demasiado. ¿Qué es un día, un año, una vida? ¿Sabes que ya tuviste tu oportunidad? No puedes hacer nada. Soñador, pequeño estúpido. Y ahora pones la cabeza entre tus manos. —Si pudiera ver algo. —Tú puedes ver lo que quieras, muchacho. —Si pudiera ser alguien. —Tú puedes ser una celebridad, muchacho. —Si pudiera hacer algo. —Tú puedes hacer algo. —Si pudiera hacer cualquier cosa. —Bueno, ¿puedes tú hacer algo en este mundo? Sueña en domingo, vive, tómate unas vacaciones, miente, sueña, sueña, sueña todo el tiempo”.

Los soñadores, los poderosos vagabundos, por fin despertaron para convertirse, prácticamente de la noche a la mañana, en unos idolatrados roqueros.

Rick Davies, líder de Supertramp, en el BBK Live (España, 2010). / Foto: Mr.Vandebilt (Wikimedia Commons).

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Porque Supertramp consolidó, en un solo disco, un estilo ambicionado por correctos músicos, fronterizado entre el rock progresivo y el más inusual fino country fuereño, que ningún estadounidense había oído nunca, entre el más preclaro y evolucionado folk y el blues menos deprimente de la urbe. Supertramp, con su Crimen del Siglo, eliminaba su propio adormecimiento.

Miesegaes no estaba equivocado del todo: lo único que ocurrió es que quiso ver a Davies aposentado muy pronto en la cima del hit parade… y un vago debe darse tiempo de sacudirse la vagancia. De eso se trataba, simplemente. Pues de ahí en adelante sus cinco posteriores álbumes serían, todos ellos, unos más que otros (Even in the Quietest Moments… más que Crisis? What Crisis? y Breakfast in America más que Free as a Bird), proezas contenidas, piezas maestras del mejor rock: “Incluso en los momentos más tranquilos me gustaría saber qué es exactamente lo que tengo que hacer. Y aunque el Sol brilla, siento que la lluvia viene otra vez, amor. Incluso cuando me demostraste que mi corazón no latía acompasadamente, una sombra de duda no me deja encontrarte pronto”.

Lo que comenzó como un cuento de hadas terminó como un cuento de hadas: a inicios de los ochenta, tras el irremediable éxito de sus discos (de sólo Breakfast in America, de 1979, según informes de la disquera, se habían vendido hasta el año 2000 más de 20 millones de copias), Hodgson, incomodado por tanto triunfo (los vagos no se adaptan, después de todo, a la vida ordenada y frugal de los apacibles magnates), decide abandonar al grupo y probar suerte en solitario, que no va a ser, en ningún momento, la misma. Supertramp había dado todo de sí, y aunque la banda, a cargo de Rick Davies, intentó ocasionalmente subirse a los foros e introducirse de nuevo a los estudios de grabación (en 2002 terminaron Slow Motion con nueve brillantes si bien modestas canciones), era indudable que su cohesión, su entendimiento musical, había sufrido las prolongadas pausas de sus respectivas ausencias en la necesaria colectividad. Incluso hay quienes recuerdan aún sus deliciosos ingenios promocionales: cuando editaron el maravilloso Breakfast in America, cuya portada muestra a una mesera gorda sirviendo el desayuno, una mañana varios connotados críticos de rock se vieron sorprendidos en sus hogares por una mesera igualita a la de la portada alusiva sirviéndoles un especial desayuno enviado por los famosos miembros del prestigiado conjunto británico. El resultado del generoso servicio culinario, según apuntan los editores de la barcelonesa Pájaro de Fuego, es que, por lo pronto en España, “uno de cada 25 hogares tiene el disco”. Pero aunque los críticos no hubieran desayunado con una gorda igualita a la gorda de la portada, el disco se habría movido espléndidamente en el mercado de la música: la elegancia de Supertramp es sutil, cautivadora, sutilmente cautivadora, cautivadoramente sutil.

Es cierto, sin embargo, que los ingleses (los conjuntos, sobre todo, más que las individualidades) supieron ser más pulcros en los asuntos del rock que sus colegas estadounidenses. En este sentido, Supertramp tuvo un inicio ambiguo: al principio sus raíces parecían estar enclavadas en algún ghetto del sur profundo norteamericano, pero desde que fueron liberados de la beca que los obligaba a ser —o a tratar de ser— los mejores en su especialidad (¡becarios sin parangón en el rock!), introdujeron —sin ninguna presión de por medio— su peculiar distinción, su donaire, su porte fino, por encima de las espectacularidades planeadas por su casa discográfica: “Ahora parece que todo está dicho —cantan en ‘Casual Conversations’—. Si te debes marchar, adelante. Debería sentirme triste, pero realmente creo que estoy feliz; sí, realmente creo que estoy muy contento, a gusto, satisfecho”.

Es una confesión, además.

Después de haber realizado un rock tan monumental, estos majestuosos vagos debían de vivir tranquilos. Incluso Hodgson ha declarado que la era del rock había finalizado. El buen rock ya está muerto, hoy vivimos otra época, quizá la del rock domesticado, dosificado, la etapa de la impostura del rock, la etapa de la simulación de las rebeldías roqueras (¡simulaciones e impugnaciones teatralizadas, vacilaciones que pasan por certezas!). El siglo XX es un asunto del pasado. Y Hodgson no lo ha declarado con dejos de amargura. Dice, impertérrito, que, pese a los nuevos procesos digitales (que indican o acucian o inducen otros procedimientos, otras reglas, otras maneras de escuchar la música, otras compensaciones, otros yerros), el rock, simplemente, se ha dejado tomar los cuernos por la industria fonográfica, cosa que no ocurrió con la eclosión de estos grandes roqueros, quienes imponían —a su arbitrio, a su albedrío— los temas y las músicas que los productores debían aceptar.

Está irritado, Hodgson, con los músicos, sí, por su apatía y por su docilidad; pero sabe que estas cosas no tienen remedio, que él sólo es un vago que se enriqueció en abundancia haciendo lo que le gustaba hacer.

—La era del rock ha finalizado —dice.

Y a nosotros nos corresponde entonces adivinar —¡diablos!— en qué época ahora estamos viviendo.

Por cierto, jamás vino Supertramp a México, sí Roger Hodgson, hacia el primer lustro del siglo XXI, con un concierto acústico, que no es lo mismo, aunque su voz prodigiosa nos hacía imaginar el resto ausente de los imperiosos instrumentos.

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